La Dalia Negra

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II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 7

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El teléfono me despertó temprano la mañana del miércoles, interrumpiendo un sueño en el que aparecía el titular del Daily News del martes —«Fuego y Hielo dejan KO a unos criminales negros»— y una hermosa rubia con el cuerpo de Kay. Imaginándome que eran los reporteros que me habían estado incordiando desde el tiroteo, descolgué el auricular, lo estampé sobre la mesilla de noche y me hundí de nuevo en el sueño. Entonces oí «¡Levántate y brilla, socio!», y cogí el auricular.

—¿Qué pasa, Lee?

—¿Sabes qué día es hoy?

—Quince. Día de cobro. ¿Me has llamado a las seis de la mañana para…? —Me detuve al percibir un deje de nerviosa alegría en la voz de Lee—. ¿Te encuentras bien?

—¡De maravilla! Corrí por Mulholland a ciento setenta por hora y ayer estuve jugando a las casitas con Kay durante todo el día. Ahora estoy aburrido. ¿Te apetece un poco de trabajo policial?

—Continúa.

—Acabo de hablar con un soplón que me debe un favor gordo. Dice que Junior Nash tiene un picadero: un garaje entre Coliseum y Norton, en la parte de atrás de un edificio de apartamentos verde. ¿Echamos una carrera hasta allí? El que pierda paga las cervezas esta noche en el boxeo.

Nuevos titulares danzaron delante de mis ojos.

—Hecho —dije, y colgué.

Me vestí en tiempo récord, fui corriendo a por mi coche y recorrí a toda velocidad los trece o quince kilómetros que había hasta Leimert Park. Y Lee ya estaba allí, apoyado en su Ford, delante de la única edificación que se alzaba en un enorme solar vacío: un bungalow verde vómito, con un cobertizo de dos pisos en la parte de atrás.

Dejé mi coche detrás del suyo y bajé. Lee me guiñó el ojo y dijo:

—Has perdido.

—Has hecho trampa —repuse.

Lee se rio.

—Tienes razón. Te he llamado desde un teléfono público. ¿Te han estado molestando los reporteros?

Examiné a mi compañero con atención. Parecía relajado, pero por debajo se le notaba nervioso, aunque hubiera vuelto a colocarse su vieja fachada de jocosidad.

—Me escondí. ¿Y tú?

—Bevo Means vino a verme y me preguntó qué tal me sentía. Le dije que no me gustaría estar mucho tiempo así.

Señalé hacia el patio.

—¿Has hablado con alguno de los inquilinos? ¿Has comprobado si el coche de Nash está ahí?

—No hay ningún vehículo —dijo Lee—, pero he hablado con el encargado. Nash le ha alquilado ese cobertizo de atrás. Lo ha usado un par de veces para pasárselo bien con chicas negras, pero el encargado no ha vuelto a verle desde hace una semana o así.

—¿Has entrado?

—No, te estaba esperando.

Saqué mi 38 y la sostuve pegada a mi pierna; Lee me guiñó el ojo, hizo lo mismo con su pistola y los dos cruzamos el patio en dirección al cobertizo. Los dos pisos tenían puertas de madera de aspecto endeble, con unos escalones desvencijados que conducían a la segunda planta. Lee probó con la puerta de abajo, que se abrió con un crujido. Nos pegamos a la pared, cada uno a un lado del vano. Entonces giré sobre mí mismo y entré con el brazo de la pistola bien extendido.

Ningún sonido, ningún movimiento, solo telarañas, un suelo de madera cubierto con periódicos ya amarillentos y neumáticos viejos. Salí de espaldas y Lee procedió a subir la escalera, pisando con la punta de los pies. Una vez en el rellano, giró el pomo, negó con la cabeza y pegó una fuerte patada a la puerta, que cayó limpiamente arrancada de sus bisagras.

Subí la escalera corriendo; Lee entró con la pistola por delante. Cuando llegué arriba, le vi enfundar de nuevo su arma.

—Basura de Oklahoma —dijo, e hizo un gesto que abarcó toda la habitación.

Crucé el umbral y moví la cabeza en señal de asentimiento.

El cuarto apestaba a vino barato. Una cama hecha con dos asientos de coche desplegados ocupaba casi todo el suelo; estaba cubierta con una tapicería desgastada y sembrada de condones usados. Botellas de moscatel vacías se amontonaban en los rincones y la única ventana estaba llena de mugre y telarañas. El olor empezó a molestarme, así que me acerqué y la abrí. Cuando miré afuera, vi a un grupo de policías uniformados y hombres con ropa de civil en la acera de Norton, como a una media manzana de la Treinta y nueve. Todos contemplaban algo que se encontraba entre los hierbajos de un solar vacío; dos coches patrulla y otro sin distintivos estaban aparcados junto a la acera.

—Lee, ven aquí —dije.

Lee sacó la cabeza por la ventana y entornó los ojos.

—Creo que distingo a Millard y a Sears. Se suponía que hoy tenían que hablar con sus informadores, así que quizá…

Salí corriendo del picadero, bajé los peldaños y doblé la esquina hacia Norton, con Lee pisándome los talones. Al ver que el furgón del forense y un coche del departamento fotográfico se detenían con un chirrido de neumáticos, aceleré mi carrera. Harry Sears estaba bebiendo sin esconderse ante media docena de agentes; distinguí un destello de horror en sus ojos. Los fotógrafos habían entrado en el solar y se desplegaban por el terreno, apuntando con sus cámaras al suelo. Me abrí paso a codazos por entre un par de policías y vi a qué venía todo aquello.

Era el cuerpo desnudo y mutilado de una mujer joven, cortado en dos por la cintura. La mitad inferior yacía entre los hierbajos, a menos de un metro de la mitad superior, con las piernas bien abiertas. Le habían amputado un gran trozo en forma de triángulo del muslo izquierdo, y tenía un corte largo y ancho que iba desde el borde seccionado hasta el inicio del vello púbico. Los faldones de piel que rodeaban la hendidura habían sido retirados hacia atrás; no había órganos en su interior. La mitad de arriba era peor: los senos estaban cubiertos de quemaduras de cigarrillos; el derecho colgaba casi suelto, unido al torso tan solo por unas hilachas de piel; el izquierdo presentaba un corte circular que rodeaba el pezón. La herida llegaba hasta el hueso, pero lo peor de lo peor era el rostro de la chica. Era un enorme hematoma púrpura, la nariz había sido aplastada hasta confundirse con la cavidad facial, la boca estaba tajada de una oreja a otra en una especie de sonrisa burlona, como si estuviera riéndose del resto de las brutalidades infligidas. Supe que me llevaría esa sonrisa conmigo a la tumba.

Al levantar la vista, sentí mucho frío; respiraba en rápidos jadeos. Noté el roce de hombros y brazos a mi alrededor y oí una confusión de voces: «No hay ni una maldita gota de sangre…». «Este es el peor crimen cometido contra una mujer que he visto en mis dieciséis años…». «La ató. Mira, se ven las rozaduras de las cuerdas en los tobillos». Entonces se oyó un prolongado y estridente silbido.

La docena aproximada de hombres que había allí dejaron de parlotear y miraron a Russ Millard, quien dijo con voz tranquila:

—Antes de que esto se nos escape de las manos, voy a dejar algunas cosas claras. Si este homicidio consigue mucha publicidad, vamos a obtener gran cantidad de confesiones. A esta chica la han destripado. Necesitamos información para eliminar a los pirados, y eso va a ser todo. No se lo digáis a nadie. No se lo digáis a vuestras mujeres, ni a vuestras novias ni a otros agentes. ¿Harry?

—De acuerdo, Russ —dijo Harry Sears, tapando la petaca con la palma de la mano para que el jefe no la viera.

Millard se dio cuenta de lo que hacía y puso los ojos en blanco con una mueca de disgusto.

—Ningún periodista debe ver el cadáver. Vosotros, los fotógrafos, tomad vuestras fotos ahora. Cuando hayan terminado, que el equipo forense cubra el cuerpo con una sábana. Agentes, quiero un perímetro alrededor de la escena del crimen que vaya desde la calle hasta unos dos metros más allá del cadáver. Cualquier periodista que intente cruzarlo debe ser arrestado de inmediato. Cuando lleguen los del laboratorio para examinar el cuerpo, llevad a los periodistas al otro lado de la calle. Harry, llama al teniente Haskins de University y dile que mande aquí a todos los hombres de los que pueda prescindir para iniciar la investigación.

Millard miró a su alrededor y me vio.

—Bleichert, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Está también Blanchard?

Lee estaba acuclillado junto al fiambre, escribiendo en su cuaderno. Señalé hacia el norte.

—Junior Nash ha alquilado un garaje detrás de ese edificio de ahí —expliqué—. Estábamos registrándolo cuando vimos el jaleo.

—¿Había sangre en el lugar?

—No. Esto no es cosa de Nash, teniente.

—Dejaremos que eso lo decida el equipo forense. ¡Harry!

Sears estaba sentado en un coche patrulla, hablando por radio. Al oír su nombre, gritó:

—¡Sí, Russ!

—Harry, cuando lleguen los hombres del laboratorio envíalos a ese edificio verde de la esquina y que examinen el garaje en busca de sangre y huellas dactilares. Quiero la calle cerrada…

Millard se interrumpió al ver unos coches que giraban para entrar en Norton y avanzaban directamente hacia el tumulto. Bajé los ojos hacia el cadáver. Los técnicos fotográficos continuaban tomando instantáneas desde todos los ángulos; Lee seguía anotando cosas en su cuaderno. Los hombres que había en la acera miraban al fiambre y al momento apartaban la vista. En la calle, un aluvión de periodistas y tipos con cámaras empezó a salir de los coches. Harry Sears y un cordón de policías se preparaban para contenerlos. Aquello me puso nervioso, y decidí echarle un buen vistazo al cadáver.

Sus piernas estaban abiertas para el sexo, y pude ver que estaban rotas por el modo en que tenía dobladas las rodillas; su cabellera negro azabache no mostraba rastros de sangre seca, como si el asesino se la hubiera lavado con champú antes de arrojarla allí. Aquella horrible sonrisa muerta era el último y brutal golpe: los dientes resquebrajados que asomaban por entre la carne lacerada me obligaron a apartar la mirada.

Encontré a Lee en la acera, ayudando a poner las cuerdas para delimitar la escena del crimen. Miró a través de mí, como si solo pudiera ver los fantasmas que flotaban en el aire.

—Junior Nash, ¿recuerdas? —dije.

Al fin centró su mirada en mí.

—Él no lo ha hecho. Es una escoria, pero no ha hecho esto.

El ruido procedente de la calle aumentó al llegar más periodistas, y los policías que formaban el cordón se agarraron por los brazos para contenerlos.

—¡Mató a golpes a una vieja! —grité para que me oyera—. ¡Es nuestro fugitivo de mayor prioridad!

Lee me aferró los brazos y apretó con tal fuerza que apenas podía sentirlos.

—¡Esta es nuestra prioridad ahora, y nos quedamos aquí! ¡Soy el más antiguo, y eso es lo que vamos a hacer!

Sus palabras resonaron por todo el lugar, haciendo que varias cabezas se volvieran en nuestra dirección. Me liberé los brazos de un tirón y miré a quien era el fantasma de Lee.

—De acuerdo, socio —repuse con acritud.

Durante la hora siguiente, la Treinta y nueve con Norton se llenó de vehículos de la policía, periodistas y una gran multitud de curiosos. El cuerpo fue trasladado en dos camillas cubiertas por sábanas; en la parte trasera del furgón, un equipo de laboratorio tomó las huellas de la chica muerta antes de llevarla al depósito de cadáveres. Harry Sears entregó a la prensa un informe redactado por Russ Millard, con todos los datos del asunto salvo que al fiambre había sido destripado. Sears se marchó luego al Ayuntamiento para comprobar los registros de la Oficina de Personas Desaparecidas y Millard se quedó para dirigir la investigación.

Varios técnicos de laboratorio recorrieron el solar en busca de posibles armas del crimen y ropas de mujer; otro equipo forense registró el picadero de Junior Nash para buscar huellas dactilares y manchas de sangre. Después Millard contó a los agentes presentes. Había cuatro hombres dirigiendo el tráfico y controlando la morbosa curiosidad de los civiles, doce de uniforme y cinco de paisano, además de Lee y de mí. Millard sacó un plano de su coche patrulla y dividió toda la zona de Leimert Park en áreas para batir a pie; asignó un territorio a cada hombre y nos dijo las preguntas que deberíamos hacer a cada persona en cada casa, apartamento o comercio: ¿Ha oído gritar a una mujer en algún momento en las últimas cuarenta y ocho horas? ¿Ha visto a alguna persona tirar o quemar ropas de mujer? ¿Se ha fijado en algún coche o gente sospechosos merodeando por esta zona? ¿Ha pasado usted por la avenida Norton entre las calles Treinta y nueve y Coliseum durante las últimas veinticuatro horas y, de ser así, se fijó si había alguien en los solares vacíos?

Se me asignó la avenida Olmsted, tres manzanas al este de Norton, desde el sur de Coliseum hasta el bulevar Leimert; a Lee le encargaron las tiendas y los edificios de Crenshaw, desde el norte de la Treinta y nueve hasta Jefferson. Quedamos en encontrarnos en el Olympic a las ocho y nos separamos; y empecé a gastar suela.

Caminé, llamé a timbres e hice preguntas, obteniendo respuestas negativas y anotando las direcciones donde no había nadie en casa para que la segunda ronda de policías encargados del puerta a puerta supiera por dónde empezar a trabajar. Hablé con amas de casa que le daban al jerez a escondidas y con mocosos maleducados; con jubilados y con militares de permiso, e incluso con un policía que tenía el día libre y trabajaba en la División Oeste de Los Ángeles. Lancé preguntas sobre Junior Nash y sobre el sedán blanco último modelo, y enseñé fotografías del tipo. Todo lo que conseguí fue un hermoso y gordo cero; a las siete volví a mi coche, disgustado con el caso en el que me había visto metido.

El automóvil de Lee ya no estaba, y en la Treinta y nueve con Norton estaban instalando las luces para los forenses. Conduje hacia el Olympic esperando que una buena sesión de combates me quitara el mal sabor de boca del día.

H. J. Caruso había dejado entradas para nosotros en el torniquete delantero, junto con una nota diciendo que tenía una cita de alto voltaje y que no aparecería. La entrada de Lee seguía en su sobre; cogí la mía y me dirigí hacia el palco de H. J. Estaban en los preliminares de un combate de pesos gallo, y me acomodé para verlo y esperar a Lee.

Los dos diminutos guerreros mexicanos estaban dando un buen espectáculo, y la multitud se mostraba encantada. Desde el gallinero llovieron monedas; gritos en inglés y español resonaron por todo el pabellón. Después de cuatro asaltos, supe que Lee no vendría; los dos pesos gallo, ambos bastante castigados, me hicieron pensar en la chica destripada. Me puse en pie y salí; sabía con toda exactitud dónde se encontraba Lee.

Volví a la Treinta y nueve con Norton. Todo el solar permanecía iluminado con reflectores de arco voltaico, tan brillantes como si fuera de día. Lee se encontraba dentro de la escena del crimen delimitada por los cordones. La noche se había vuelto fría; con el cuerpo encogido dentro de su cazadora, observaba a los técnicos del laboratorio que hurgaban entre los hierbajos.

Me acerqué a donde se encontraba. Lee me vio llegar e hizo un rápido gesto de desenfundar las pistolas, sus pulgares convertidos en percutores. Era algo que siempre hacía cuando estaba puesto de Benzedrina.

—Habías quedado en reunirte conmigo, ¿te acuerdas?

El resplandor de los arcos voltaicos daba al rostro nervioso y hosco de Lee un matiz blancoazulado.

—Dije que esto tenía prioridad. ¿Recuerdas tú eso?

Miré hacia la lejanía y vi otros solares vacíos iluminados.

—Puede que sea prioridad para el FBI. Igual que Junior Nash tiene prioridad para nosotros.

Lee sacudió la cabeza.

—Socio, esto es grande. Horrall y Thad Green han estado aquí hace un par de horas. Jack Tierney ha sido enviado a Homicidios para dirigir la investigación, con Russ Millard de apoyo. ¿Quieres mi opinión?

—Dispara.

—Va a ser un caso de cara a la galería. Una buena chica blanca es asesinada y el departamento se lanza en masa para agarrar al asesino y demostrar a los votantes que al aprobar la propuesta han conseguido una excelente fuerza policial.

—Quizá no era una chica tan buena. Quizá esa anciana a la que Nash se cargó era la abuelita de alguien. Quizá te estás tomando este asunto de forma demasiado personal, y quizá debamos dejar que el FBI se encargue de todo y volver a nuestro trabajo antes de que Junior mate a otra persona.

Lee apretó los puños.

—¿Tienes algún «quizá» más?

Di un paso hacia él.

—Quizá tienes miedo de que Bobby De Witt salga en libertad. Quizá eres demasiado orgulloso para pedirme que te ayude a meterle el susto en el cuerpo y apartarle de la mujer que nos importa a los dos. Quizá deberíamos dejar que el departamento acabe anotando esa chica muerta en la cuenta de Laurie Blanchard.

Lee abrió los puños y se dio media vuelta. Permanecí un rato viendo cómo oscilaba sobre sus talones, a la espera de que se volviera loco de ira o que soltara alguna gracia o lo que fuera, pero cuando finalmente pude vislumbrar su rostro vi que estaba dolido. Entonces fui yo quien apretó los puños y gritó:

—¡Háblame, maldita sea! ¡Somos compañeros! ¡Matamos a cuatro jodidos hombres juntos y ahora me sales con esta mierda!

Lee se volvió hacia mí. Me dirigió su sonrisa de diablo patentada, pero le salió nerviosa y triste, agotada. Su voz sonaba ronca, a punto de quebrarse.

—Solía vigilar a Laurie cuando jugaba. Yo era un camorrista y todos los demás chavales me tenían miedo. Tenía un montón de novias… ya sabes, romances de críos. Las chicas me tomaban el pelo por lo de Laurie, hablándome de cuánto tiempo pasaba con ella, como si ella fuera mi auténtica novia.

»Entiéndeme, yo la cuidaba. Era bonita y siempre tenía chicos a su alrededor.

»Papá siempre estaba hablando de que Laurie tomaría clases de ballet, de piano y de canto. Yo trabajaría con la pandilla de vigilantes de Neumáticos Firestone, como él, y Laurie iba a ser artista. Solo eran palabras, pero para un crío como yo aquello era muy real.

»En fin, hacia la época en que desapareció, papá llevaba ya tiempo hablando de todo eso de las clases y había logrado que me enfadara con Laurie. Empecé a dejar de acompañarla cuando iba a jugar después de la escuela. Al barrio había llegado una chica nueva, bastante ligera de cascos. Le gustaba exhibirse. Solía andar por ahí en traje de baño, y se lo enseñaba todo a los chicos. Estaba rondándola cuando Laurie desapareció, cuando tendría que haber estado protegiendo a mi hermana.

Alargué la mano hacia el brazo de mi compañero para decirle que lo comprendía. Lee me la apartó con un gesto brusco.

—No me digas que lo entiendes, porque voy a contarte lo que hace que me sienta tan mal. Laurie fue asesinada. Algún degenerado la estranguló o la cortó en pedacitos. Y cuando murió, yo pensaba cosas horribles sobre ella. Pensaba en cómo la odiaba porque papá la veía como a una princesa y a mí como a un vulgar matón. Me imaginaba a mi propia hermana descuartizada como el fiambre de esta mañana, y me regodeaba con ello mientras andaba con aquella zorra, tirándomela y bebiéndome el licor de su padre.

Lee tomó una honda bocanada de aire y señaló hacia el suelo, a unos pocos metros de distancia. Habían delimitado con estacas un perímetro interior separado, y las dos mitades del cuerpo estaban marcadas con líneas de cal. Me quedé mirando el contorno de sus piernas abiertas.

—Voy a cogerle —murmuró Lee—. Contigo o sin ti, voy a cogerle.

Logré esbozar el fantasma de una sonrisa.

—Te veré mañana en el trabajo.

—Contigo o sin ti.

—Ya te he oído —repuse, y fui hacia mi coche.

Cuando arrancaba el motor, observé que otro solar vacío se iluminaba, una manzana hacia el norte.

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