La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 8

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8

A la mañana siguiente, lo primero que vi cuando entré en la sala común fue a Harry Sears leyendo el titular del Herald: «¡¡¡Se busca la guarida del hombre lobo asesino y torturador!!!»; lo segundo que vi fue una hilera de cinco hombres: un par de pordioseros, dos tipos de aspecto normal y uno con el uniforme de la prisión del condado, todos esposados a un banco. Harry dejó el periódico y tartamudeó:

—Han co-co-confesado. Di-di-dicen que hicieron re-re-banadas a la chica.

Asentí, oyendo los gritos que llegaban desde la sala de interrogatorios.

Un instante después, Bill Koenig salió por la puerta con un tipo gordo doblado sobre sí mismo, y dirigiéndose a todos los presentes anunció:

—No ha sido él.

Un par de policías aplaudieron burlonamente desde sus mesas; otros cuantos apartaron la vista, asqueados.

Koenig empujó al gordo hacia el pasillo.

—¿Dónde está Lee? —pregunté a Harry.

Señaló la oficina de Ellis Loew.

—Co-con Loew. Y pe-pe-periodistas, también.

Fui hacia allí y miré a través del resquicio de la puerta. Ellis Loew estaba de pie detrás de su mesa, haciendo su numerito ante una docena de periodistas. Lee se hallaba sentado junto a él, vestido con el único traje que tenía. Parecía cansado, pero ni mucho menos tan tenso como la noche anterior.

Loew, con voz firme y grave, decía en ese momento:

—… y la repugnante naturaleza del asesinato hace imperativo que nos esforcemos todo lo posible por atrapar a ese demonio cuanto antes. Unos cuantos agentes especialmente preparados, entre los que se encuentran el señor Fuego y su compañero el señor Hielo, han sido apartados de sus asuntos para ayudar en la investigación, y con hombres como ellos creo que podemos esperar resultados positivos muy pronto. Además…

La sangre que retumbaba en mi cabeza me impidió oír nada más. Empecé a abrir la puerta; Lee me vio, le hizo una seña con la cabeza a Loew y salió del despacho. Me llevó casi por la fuerza hasta nuestro cubículo de la Criminal. Una vez allí, giré en redondo para encararme con él.

—Has hecho que nos aparten del caso, ¿verdad?

Lee me puso las manos en el pecho como para contenerme.

—Vamos a tomarnos esto con calma y sin excitarnos, ¿vale? Primero, le he pasado un informe a Ellis. Le he dicho que tenemos información contrastada de que Nash ya no está en nuestra jurisdicción.

—¡Joder, te has vuelto loco o qué!

—Chsss. Escúchame, solo ha sido para acelerar las cosas. Sigue habiendo una orden de búsqueda contra Nash, están vigilando el picadero y cada policía de la parte sur está pateando las calles para agarrar a ese cabrón. Esta noche yo mismo me encargaré de vigilar el picadero. Tengo unos prismáticos potentes, y creo que entre ellos y los arcos voltaicos podré ver las matrículas de los coches que bajen por Norton. Es posible que el asesino vuelva para disfrutar del espectáculo. Anotaré todos los números de matrícula que pasen y los comprobaré después con los datos de tráfico.

Lancé un suspiro.

—¡Dios, Lee…!

—Compañero, todo lo que quiero es una semana para investigar la muerte de la chica. Nash está cubierto, y si no le han cogido para entonces volveremos a centrarnos en él como objetivo prioritario.

—Es demasiado peligroso para dejarlo escapar. Ya lo sabes.

—Socio, está cubierto. Y ahora no me digas que no quieres aprovechar lo de esos dos negros que te cargaste. No me digas que no sabes que la chica muerta es un plato mucho más jugoso que Junior Nash.

Vi más titulares sobre Fuego y Hielo.

—Una semana, Lee. Ni un minuto más.

Lee me guiñó el ojo.

—Cojonudo.

La voz del capitán Jack nos llegó por el intercomunicador:

—Caballeros, todo el mundo a la sala de reuniones. Ahora.

Cogí mi cuaderno y atravesé las dependencias policiales. Las filas de los que habían acudido para confesar habían aumentado, y los nuevos se encontraban esposados a los radiadores y los conductos de la calefacción. Bill Koenig abofeteaba a un viejo que pedía hablar con el alcalde Bowron; Fritzie Vogel anotaba nombres en una tablilla. La sala de reuniones estaba abarrotada de hombres de la Central y del FBI y un montón de policías de paisano a los que no había visto antes. El capitán Jack y Russ Millard se encontraban en la parte de delante, junto a un micrófono de pie. Tierney golpeó el micro con la punta de los dedos y se aclaró la garganta.

—Caballeros —dijo—, este es un informe general sobre el 187 en Leimert Park. Estoy seguro de que todos han leído los periódicos y de que saben que va a ser un trabajo condenadamente duro. Y también condenadamente importante. La oficina del alcalde ha recibido un montón de llamadas, nosotros también, el Ayuntamiento también, y el jefe Horrall ha recibido llamadas de personas a las cuales queremos tener contentas. Todo eso que cuentan del hombre lobo en los periódicos hará que recibamos muchas más, así que hay que ponerse en marcha.

»Empezaremos con la cadena de mando. Yo supervisaré la investigación; el teniente Millard será el oficial ejecutivo; el sargento Sears, el enlace entre los departamentos. El ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, actuará como enlace con la prensa y las autoridades civiles, y los siguientes policías quedan asignados a la Central de Homicidios, con carácter efectivo desde el 16/1/47: sargento Anders, detective Arcola, sargento Blanchard, agente Bleichert, sargento Cavanaugh, detective Ellison, detective Grimes, sargento Koenig, detective Liggett, detective Navarette, sargento Pratt, detective J. Smith, detective W. Smith y sargento Vogel. Después de esta sesión informativa deberán reunirse con el teniente Millard. Russ, todos tuyos.

Saqué mi pluma, dándole un suave codazo al hombre que tenía al lado para obtener un poco más de espacio para escribir. Cada uno de los policías que me rodeaban estaba haciendo lo mismo: se podía sentir su atención concentrada en la parte delantera de la habitación.

Millard habló con su voz de abogado en la sala del tribunal:

—Ayer, siete de la mañana, avenida Norton, entre la Treinta y nueve y Coliseum. Una joven muerta, desnuda, cortada en dos, junto a la acera en un solar vacío. Obviamente torturada, pero no voy a extenderme sobre ello hasta que hable con el forense de la autopsia: el doctor Newbarr se encargará de practicarla esta tarde en el Queen of Angels. Nada de periodistas: hay algunos detalles que no queremos que sepan.

»La zona ha sido peinada a fondo una vez, sin pistas por el momento. No había sangre donde encontramos el cuerpo; la chica fue asesinada en otro lugar y su cuerpo arrojado al solar. Hay bastantes solares vacíos en la zona y están siendo rastreados en busca de armas y manchas de sangre. Un sospechoso de homicidio y robo a mano armada llamado Raymond Douglas Nash tenía alquilado un garaje al otro lado de la calle. También ha sido examinado en busca de huellas dactilares y manchas de sangre. Los chicos del laboratorio no han obtenido nada, así que Nash no es sospechoso del asesinato.

»Todavía no hemos identificado a la chica y no encaja con ninguna descripción en los archivos de Personas Desaparecidas. Se han mandado sus huellas por teletipo, así que pronto deberíamos obtener algún tipo de información. Por cierto, todo se inició a raíz de una llamada anónima a la comisaría de University. El agente que atendió la llamada dijo que se trataba una mujer histérica que llevaba a su niña a la escuela. No dio su nombre y colgó, y creo que podemos eliminarla como sospechosa.

Millard pasó a utilizar un paciente tono de profesor.

—Hasta que el cuerpo sea identificado, la investigación debe centrarse en la Treinta y nueve con la avenida Norton. El paso siguiente es volver a interrogar puerta a puerta.

Se oyó un gran gemido colectivo.

—University será el puesto de mando —continuó Millard con el ceño fruncido—, y allí habrá gente que pasará a máquina y recopilará los informes de campo de los agentes. Habrá policías encargados de redactar los sumarios a partir de los informes y los índices de pruebas. Se colgarán en el tablón de University y se repartirán copias por todo el Departamento de Policía de Los Ángeles y en las demarcaciones del condado. Los hombres aquí presentes procedentes de otras divisiones deberán explicar en sus comisarías todo lo hablado en esta reunión, consignarlo en cada informe delictivo general y pasarlo a cada turno. Cualquier información que reciban de los agentes debe ser remitida telefónicamente a la Central de Homicidios, extensión 411. Bueno, tengo listas de direcciones que visitar de nuevo para todos vosotros salvo Blanchard y Bleichert. Bucky, Lee, coged las mismas zonas que ayer. Los que sean de otras divisiones que se queden; el resto de los hombres asignados por el capitán Tierney que pasen a verme luego. ¡Eso es todo!

Me escabullí a toda prisa y bajé por la escalera de servicio hasta el aparcamiento. Quería evitar a Lee y poner alguna distancia entre él y mi visto bueno a su informe sobre Nash. El cielo se había vuelto de un gris oscuro, y durante todo el trayecto hasta Leimert Park no hice más que pensar que la tormenta borraría las pistas de los solares vacíos, arrastrando la investigación de la chica descuartizada y la pena de Lee por su hermana pequeña hasta las alcantarillas, haciendo que las cloacas se desbordaran y obligaran a Junior Nash a asomar la cabeza suplicando ser arrestado. Cuando aparcaba, las nubes empezaron a dispersarse; muy pronto estuve pateando la zona bajo un sol de justicia… y una nueva ristra de respuestas negativas acabaron con mis fantasías.

Formulé las mismas preguntas que el día anterior, aunque haciendo más hincapié en Nash. Pero esta vez fue diferente. Los policías peinaban el área, anotaban los números de matrícula de todos los coches estacionados y dragaban las cloacas en busca de ropa femenina. Además, la gente de la zona había escuchado la radio y leído los periódicos.

Una anciana que apestaba a jerez me enseñó un crucifijo de plástico y me preguntó si eso mantendría alejado al hombre lobo. Un vejestorio, con ropa interior de franela y alzacuellos, me dijo que la chica muerta era un sacrificio a Dios porque Leimert Park había votado a los demócratas en las elecciones al Congreso del 46. Un chaval me enseñó una foto de Lon Chaney, Jr. como el hombre lobo y me dijo que el solar de la Treinta y nueve con Norton era la zona de lanzamiento de su cohete. Un aficionado al boxeo, que me reconoció del combate con Blanchard, me pidió un autógrafo y luego me dijo muy serio que el asesino era el bassett de su vecino y que si, por favor, podría pegarle un tiro a ese mamón. Las negativas racionales que obtuve fueron tan aburridas como fantasiosas las respuestas de los chalados, y empecé a sentirme como el hombre normal en una monstruosa comedia de enredo.

Acabé a la una y media y caminé de vuelta hasta mi coche, pensando en el almuerzo y en pasarme luego por la comisaría de University. Había un trozo de papel metido bajo el limpiaparabrisas, una hoja con el membrete personal de Thad Green y que en el centro, escrito a máquina, ponía: «Agente de guardia: permita la entrada a este agente en la autopsia de la desconocida 31, a las 14.00 h, 16/1/47». La firma de Green estaba garabateada al final, y recordaba sospechosamente a la letra del sargento Leland C. Blanchard. Riendo a mi pesar, me dirigí hacia el hospital Queen of Angels.

Los pasillos estaban repletos de monjas enfermeras y ancianos en camillas. Le enseñé mi placa a una de las hermanas de mayor edad y pregunté dónde estaba la sala de autopsias; ella se persignó y luego me guio a lo largo del pasillo, hasta señalar una doble puerta en la que se leía la palabra PATOLOGÍA. Me dirigí al agente que montaba guardia y le enseñé mi invitación; se puso firme rápidamente y abrió las puertas. Entré en una habitación pequeña y fría, toda de un blanco antiséptico, con una larga mesa metálica en el centro. Sobre ella yacían dos objetos cubiertos con sábanas. Tomé asiento en un banco de cara a la mesa, estremeciéndome ante la idea de ver otra vez la sonrisa muerta de la chica.

La doble puerta se abrió unos segundos después. Entró un hombre alto y mayor que fumaba un puro, seguido de una monja con un cuaderno para tomar notas taquigráficas. Russ Millard, Harry Sears y Lee entraron detrás. El oficial ejecutivo de Homicidios sacudió la cabeza.

—Tú y Blanchard aparecéis siempre como la falsa moneda. Doctor, ¿podemos fumar nosotros?

El anciano se sacó un escalpelo del bolsillo trasero y lo limpió en la pernera de su pantalón.

—Por supuesto. A la chica no le molestará, ya está para siempre en la tierra de los sueños. Hermana Margaret, ¿me ayuda a retirar esta sábana?

Lee se sentó a mi lado en el banco. Millard y Sears encendieron sus cigarrillos y sacaron cuadernos y plumas. Lee bostezó.

—¿Has conseguido algo esta mañana? —me preguntó.

Pude observar que se le había pasado el efecto de la Benzedrina.

—Sí. Un hombre lobo asesino llegado de Marte cometió el crimen. Buck Rogers le está persiguiendo en su nave espacial, y tú deberías irte a casa a dormir.

Lee bostezó de nuevo.

—Luego. Lo mejor que he sacado yo ha sido una pista sobre los nazis. Un tipo me ha dicho que vio a Hitler en un bar en la Treinta y nueve con Crenshaw. ¡Oh, Dios, Bucky!

Lee bajó los ojos; entonces miré hacia la mesa de autopsias. La chica muerta estaba destapada, su cabeza vuelta en nuestra dirección. Clavé la vista en mis zapatos mientras el doctor empezaba a parlotear en su jerga médica:

—Hecho el examen patológico, tenemos aquí a una mujer caucásica. El tono muscular indica que su edad está entre los dieciséis y los treinta años. El cadáver se presenta en dos mitades, seccionado a la altura del ombligo. En la mitad superior, la cabeza está intacta, con grandes fracturas que han hundido el cráneo, y los rasgos faciales significativamente oscurecidos por considerables equimosis, hematomas y edema. Desplazamiento hacia abajo del cartílago nasal. Laceraciones en ambas comisuras de la boca que atraviesan los músculos maseteros y se extienden por las articulaciones de la mandíbula hasta llegar a los lóbulos. No hay signos visibles de hematomas en el cuello. Múltiples laceraciones en la parte anterior del tórax, concentradas en los dos senos. Quemaduras de cigarrillos en ambos. El derecho casi totalmente amputado del tórax. La inspección de la cavidad abdominal superior revela que no existe flujo sanguíneo. Intestinos, estómago, hígado y bazo extraídos.

El doctor inspiró de forma audible; alcé los ojos y le observé chupar su puro. La monja taquígrafa acabó de anotar lo que había dicho, y Millard y Sears siguieron con los ojos clavados en el fiambre mientras Lee miraba al suelo y se enjugaba el sudor de la frente. El doctor palpó los senos y continuó:

—La falta de hipertrofia indica que no había embarazo en el momento de la muerte. —Cogió su escalpelo y empezó a hurgar en la parte inferior del cuerpo. Cerré los ojos y escuché—. La inspección de la mitad inferior del cadáver revela una incisión longitudinal desde el ombligo a la sínfisis púbica. Mesenterio, útero, ovarios y recto extraídos; múltiples laceraciones, tanto en la pared anterior de la cavidad como en la posterior. Amplia hendidura triangular en el muslo izquierdo. Hermana, ayúdeme a darle la vuelta.

Oí abrirse las puertas.

—¡Teniente! —gritó alguien.

Abrí los ojos y vi a Millard poniéndose en pie y al doctor y la monja forcejeando para darle la vuelta al cadáver. Cuando estuvo boca abajo, el doctor le alzó los tobillos para flexionarle las piernas.

—Las dos piernas rotas por las rodillas, ligeras laceraciones a medio curar en hombros y parte superior de la espalda. Marcas de ataduras en ambos tobillos. Hermana, deme un espéculo y un depresor.

Millard regresó y le entregó un papel a Sears. Este lo leyó y le dio un codazo a Lee. El doctor y la monja volvieron a dar la vuelta a la mitad inferior del cadáver, dejando bien abiertas las piernas. Se me revolvió el estómago.

—Bingo —dijo Lee.

Miraba fijamente el papel de teletipo mientras el doctor hablaba con voz monótona de la falta de escoriaciones vaginales y la presencia de semen antiguo. La frialdad de su voz me irritó; cogí el papel con brusquedad y leí: «Russ: se trata de Elizabeth Ann Short, nacida el 29 de julio de 1924, en Medford, Mass. Los federales han identificado las huellas: fue arrestada en Santa Bárbara en septiembre de 1943. Se está investigando su pasado. Preséntate en el Ayuntamiento después de la autopsia. Convoca a todos los agentes disponibles. J. T.».

—Eso es todo en el examen preliminar post mortem —dijo el doctor—. Luego haré algunas pruebas más específicas y efectuaré varios análisis toxicológicos. —Volvió a tapar las dos mitades de Elizabeth Ann Short y añadió—: ¿Preguntas?

La monja se encaminó hacia la puerta agarrando con fuerza el cuaderno con las notas taquigráficas.

—¿Puede hacernos una reconstrucción? —preguntó Millard.

—Claro, aunque queda pendiente el resultado de las otras pruebas. Esto es lo que no sucedió: no estaba embarazada, no fue violada pero tuvo una relación sexual consentida en algún momento de la semana pasada, aproximadamente. Durante esa semana recibió lo que podría llamarse una paliza suave; las últimas marcas de su espalda son más antiguas que los cortes de la parte delantera. Esto es lo que creo que sucedió: la ataron y la torturaron con un cuchillo durante un mínimo de treinta y seis a cuarenta y ocho horas. Creo que le rompieron las piernas con un instrumento liso y redondeado, como un bate de béisbol, mientras todavía estaba con vida. Creo que o bien la mataron a golpes con algo parecido a un bate, o bien murió ahogada por la sangre que brotó de las heridas de la boca. Después de muerta, el asesino la cortó en dos con un cuchillo de carnicero o algo parecido, y luego le extrajo los órganos usando algo como una navaja o un cortaplumas. Una vez que acabó, desangró el cuerpo y lo lavó, yo diría que en una bañera. Hemos tomado unas muestras de sangre de los riñones y dentro de unos días podremos decirles si había alguna droga o licor en su organismo.

—Doctor, ¿sabía ese tipo algo de anatomía o medicina? —preguntó Lee—. ¿Por qué le hizo todo eso por dentro?

El doctor examinó la colilla de su puro.

—Dígamelo usted. Los órganos de la mitad superior pudo haberlos extraído fácilmente. Para sacar los órganos de la mitad inferior, tuvo que hurgar con una navaja, como si eso fuera lo que le interesaba. Puede que hubiera estudiado medicina, aunque también podría haber estudiado veterinaria, taxidermia o biología, o podría haber asistido al curso de fisiología avanzada del sistema escolar de Los Ángeles, o a mi clase de patología para principiantes en la UCLA. Dígamelo usted. Le diré lo que yo sé con seguridad: ya llevaba muerta entre seis y ocho horas antes de que la encontraran, y la mataron en algún recinto cerrado donde había agua corriente. Harry, ¿saben ya cómo se llamaba la chica?

Sears trató de responder, pero sus labios se movieron sin emitir sonido alguno. Millard le puso una mano sobre el hombro y dijo:

—Elizabeth Short.

El doctor alzó su puro saludando al cielo.

—Elizabeth, Dios te ama. Russell, cuando cojan al hijo de puta que le hizo esto, denle una patada en los huevos y díganle que es de parte de Frederick D. Newbarr, doctor en medicina. Y ahora salgan todos de aquí. Dentro de diez minutos tengo una cita con un tipo que se ha suicidado tirándose por la ventana.

Al salir del ascensor, oí la voz de Ellis Loew, una octava más alta y profunda de lo habitual, resonando por el pasillo. Alcancé a entender: «vivisección de una encantadora joven», «monstruo psicópata» y «Mis aspiraciones políticas están subordinadas a mi deseo de que se haga justicia». Abrí la puerta que daba a la sala de Homicidios y vi al chico prodigio republicano declamando ante los micrófonos de la radio y un equipo de técnicos. Llevaba en la solapa una insignia de la Legión Americana, probablemente comprada al legionario borrachín que dormía en el aparcamiento del Hall of Records y al que antiguamente había acusado con virulencia por vagancia.

La sala había sido tomada para la representación de aquel numerito, así que continué pasillo adelante hasta el despacho de Tierney. Lee, Russ Millard, Harry Sears y dos veteranos a los que apenas conocía —Dick Cavanaugh y Vern Smith— estaban reunidos en torno a la mesa del capitán Jack, examinando un papel que este sostenía.

Miré por encima del hombro de Harry. En la hoja, pegadas con cinta adhesiva, había tres fotos policiales de una morena despampanante, y junto a ellas tres primeros planos del rostro del cadáver encontrado en la Treinta y nueve con Norton. La sonrisa de su boca rajada me asaltó desde el papel.

—Las fotografías son de la policía de Santa Bárbara —dijo el capitán Jack—. Arrestaron a la joven Short en septiembre del 43 por beber alcohol siendo menor de edad, y la enviaron de vuelta a casa de su madre en Massachusetts. La policía de Boston se ha puesto en contacto con ella hace una hora. Viene hacia aquí en avión para identificar mañana el cadáver. La gente de Boston está investigando el historial de la chica, y aquí se han cancelado todos los permisos. Si alguien se queja, me limito a enseñarle estas fotos. ¿Qué ha dicho el doctor Newbarr, Russ?

—Torturada durante dos días —respondió Millard—. Causa de la muerte, las heridas de la boca o los golpes en la cabeza. No hubo violación. Los órganos internos fueron extraídos. Murió entre seis y ocho horas antes de que el cuerpo fuera tirado en el solar. ¿Qué más tenemos sobre ella?

Tierney examinó algunos papeles de su escritorio.

—Salvo por ese asuntillo con la bebida, no hay nada más. Cuatro hermanas, padres divorciados, trabajó en la cantina de Camp Cooke durante la guerra. El padre vive aquí, en Los Ángeles. ¿Cuál es el siguiente paso?

Yo fui el único que parpadeó cuando el gran jefe le pidió consejo a su número dos.

—Quiero hacer otra ronda por Leimert Park con las fotos —dijo Millard—. Harry, yo y otros dos hombres. Luego iré a la comisaría de University para leer informes y contestar llamadas. ¿Le ha enseñado Loew las fotos a la prensa?

Tierney asintió.

—Sí, y Bevo Means me ha contado que el padre les ha vendido al Times y al Herald algunas fotos antiguas de la chica. Saldrá en primera página en las ediciones de la noche.

—¡Maldita sea! —gruñó Millard, la única expresión malsonante que se le había oído decir jamás—. Van a salir pirados de todas partes en cuanto la vean —dijo con expresión enfurecida—. ¿Habéis interrogado al padre?

Tierney negó con la cabeza y consultó unos papeles.

—Cleo Short, 1020½ South Kingsley, distrito de Wilshire. Hice que un agente le llamara y le dijera que no se moviera de allí, que enviaríamos a algunos hombres para hablar con él. Russ, ¿crees que los chalados se colgarán aún más por este caso?

—¿Cuántas confesiones ha habido hasta el momento?

—Dieciocho.

—Por la mañana habrá el doble, más aún si Loew ha excitado a la prensa con su oratoria sentimental.

—Yo diría que les he motivado bastante, teniente. Y considero que mi oratoria está a la altura del crimen cometido.

Ellis Loew se hallaba de pie en el umbral, con Fritz Vogel y Bill Koenig a su espalda. Millard clavó sus ojos en la estrella radiofónica.

—Ellis, demasiada publicidad es un estorbo. Si fuese policía, lo sabría.

Loew se ruborizó y sus dedos buscaron la llavecita de Phi Beta Kappa.

—Tengo el cargo de enlace entre la policía y las instituciones civiles, designado especialmente por el Ayuntamiento de Los Ángeles.

Millard sonrió.

—Usted es un civil, abogado.

A Loew se le crispó el rostro, y luego se volvió hacia Tierney.

—Capitán, ¿ha enviado a alguien para hablar con el padre de la víctima?

—Todavía no, Ellis —dijo el capitán Jack—. Pero lo haremos cuanto antes.

—¿Qué tal Vogel y Koenig? Ellos conseguirían averiguar lo que necesitamos saber.

Tierney miró al teniente Millard. Este negó con la cabeza de forma casi imperceptible.

—Bueno, Ellis —dijo el capitán Jack—, en los casos importantes de Homicidios el responsable del departamento es quien asigna a los hombres. Ah, esto… Russ, ¿quién piensas que debería ir?

Millard examinó a Cavanaugh y a Smith, después a mí, que intentaba pasar desapercibido, y a Lee, que bostezaba apoyado en la pared.

—Bleichert y Blanchard. Vosotros, monedas falsas, iréis a interrogar al padre de la señorita Short. Presentad el informe mañana en la comisaría de University.

Las manos de Loew dieron tal tirón a su llavecita de la fraternidad que la arrancaron de su cadena y cayó al suelo. Bill Koenig se adelantó y la recogió; Loew giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo. Vogel dirigió una mirada furibunda a Millard y luego siguió a Loew. Harry Sears, con su aliento apestando a Old Grand Dad, exclamó:

—Manda a unos cuantos negros a la cámara de gas y ya se le sube a la cabeza.

—Los negros deben de haber confesado —dijo Vern Smith.

—Con Fritzie y Bill todos confiesan —añadió Dick Cavanaugh.

—Hijo de puta arrogante, con la cabeza llena de mierda —murmuró Russ Millard.

Cuando caía ya la noche, fuimos en coches separados al distrito de Wilshire, quedando en encontrarnos en el número 1020½ de South Kingsley. Era un garaje convertido en apartamento, más bien una chabola, situado detrás de una gran casa victoriana. En su interior había luces encendidas.

—Poli bueno, poli malo —dijo Lee con un bostezo, y llamó al timbre.

Un hombre flaco de unos cincuenta y tantos años abrió la puerta.

—Polis, ¿eh?

Tenía el cabello oscuro y ojos claros, parecidos a los de la chica en las fotos policiales, pero ahí acababa cualquier semejanza familiar. Elizabeth Short era una bomba; él parecía la víctima de un bombardeo: un cuerpo huesudo metido en unos abultados pantalones marrones y una camiseta sucia, los hombros cubiertos de lunares y el arrugado rostro marcado por las marcas del acné. Nos invitó a pasar con un gesto.

—Tengo coartada —dijo—, por si se les hubiera ocurrido pensar que lo hice yo. Más firme que el culo de un cangrejo, y eso sí que es firme.

—Soy el detective Bleichert, señor Short —dije, metiéndome a fondo en mi papel de poli bueno—. Y este es mi compañero, el sargento Blanchard. Nos gustaría expresarle nuestras condolencias por la pérdida de su hija.

Cleo Short cerró de un portazo.

—Leo los periódicos y sé quiénes son ustedes. Ninguno de los dos habría durado un asalto con el caballero Jim Jeffries. Y en lo que respecta a sus condolencias, bueno… c’est la vie. Betty decidía su vida y al final pagó las consecuencias. Nada es gratis en esta vida. ¿Quieren oír mi coartada?

Me senté en un maltrecho sofá y examiné la habitación. Las paredes estaban cubiertas del suelo al techo por estanterías rebosantes de novelas baratas; aparte del sofá, había una silla de madera y nada más. Lee sacó su cuaderno.

—Dado que está tan ansioso por contárnosla, adelante.

Short se dejó caer en la silla y movió nerviosamente los pies sobre el suelo, como un animal tanteando la tierra con las pezuñas.

—No me moví de mi trabajo desde el martes catorce a las dos de la tarde hasta el miércoles quince a las cinco de la tarde. Veintisiete horas seguidas, y las últimas diecisiete eran horas extra. Arreglo neveras, soy el mejor de todo el oeste. Trabajo en Electrodomésticos Frost King, South Berendo 4831. Mi jefe se llama Mike Mazmanian. Él corroborará que mi coartada es tan firme como el pedo de una palomita de maíz, y eso sí que es firme.

Lee bostezó y anotó la información; Cleo Short cruzó los brazos sobre su huesudo pecho, desafiándonos a rebatirlo.

—¿Cuándo vio a su hija por última vez, señor Short? —pregunté.

—Betty llegó al oeste en la primavera del 43, con estrellas en los ojos y ganas de liarla en la cabeza. No la había visto desde que abandoné a aquella bruja flacucha que tenía por mujer en Charleston, Massachusetts, el 1 de marzo del año del Señor de 1930, y nunca miré atrás. Pero Betty me escribió diciéndome que necesitaba un techo y entonces yo…

—Abrevie el discurso, papi —le interrumpió Lee—. ¿Cuándo vio a Elizabeth por última vez?

—Tranquilo, socio —dije—. El hombre está colaborando. Siga, señor Short.

Cleo Short se hundió aún más en la silla y clavó una mirada furiosa en Lee.

—Antes de que el amigo aquí se pusiera nervioso, iba a contarles que eché mano de mis ahorros y le mandé a Betty un billete de cien pavos para que viniera al oeste, y le prometí pagarle treinta y cinco a la semana si mantenía limpia la casa. Una oferta generosa, si quieren saber mi opinión. Pero Betty tenía otros planes en mente. Era un desastre como ama de casa, así que la eché el 2 de junio del año del Señor de 1943, y no la he visto desde entonces.

Anoté la información y luego pregunté:

—¿Sabía que últimamente se encontraba en Los Ángeles?

Cleo Short dejó de clavar su mirada en Lee para clavarla en mí.

—No.

—¿Sabe si tenía algún enemigo?

—Solo ella misma.

—Basta de contestaciones brillantes, papi —espetó Lee.

—Déjale hablar —dije en un murmullo, y luego añadí en voz alta—: ¿Adónde se fue Elizabeth cuando se marchó de aquí en junio del 43?

Short señaló a Lee con un dedo.

—¡Dígale a su amigo que si continúa llamándome papi, yo le llamaré a él desgraciado! ¡Dígale que a no mostrar respeto podemos jugar los dos! ¡Dígale que yo le arreglé al jefe Horrall su modelo Maytag 821, y se lo arreglé de puta madre!

Lee se fue al lavabo; le vi engullir un puñado de píldoras con agua del grifo.

—Señor Short —proseguí con mi más calmada voz de poli bueno—, ¿adónde se fue Elizabeth en junio del 43?

—Si ese gorila me pone la mano encima, me encargaré de que le caiga un buen puro —continuó Short.

—Estoy seguro de ello. ¿Le importaría res…?

—Betty se fue a Santa Bárbara y consiguió un trabajo en la cantina de Camp Cooke. Me mandó una postal en julio. Decía que un soldado le había dado una paliza. Eso fue lo último que supe de ella.

—¿Mencionaba en la postal el nombre del soldado?

—No.

—¿Mencionaba el nombre de alguna de sus amistades en Camp Cooke?

—No.

—¿Novios o algo así?

—¡Ja!

Levanté mi pluma del cuaderno.

—¿Qué significa «ja»?

Short se rio tan fuerte que pensé que su flaco pecho de gallina iba a explotar. Lee salió del lavabo y le hice señas para que se calmara. Asintió y se sentó en el sofá a mi lado; esperamos a que Short se cansara de reír. Cuando su risa se convirtió en un seco cacareo, continué:

—Hábleme de Betty y los hombres.

Short rio de nuevo.

—Le gustaban, y ella les gustaba a ellos. Betty creía más en la cantidad que en la calidad, y no creo que se le diera muy bien decir no, a diferencia de su madre.

—Sea más concreto —dije—. Nombres, fechas, descripciones…

—Hijo, debe de haber recibido demasiado en el ring, porque se le está derritiendo la sesera. Einstein sería incapaz de recordar los nombres de todos los novios de Betty, y yo no me llamo Albert.

—Díganos los nombres que recuerde.

Short se metió los pulgares en el cinturón y se meció en la silla como un vulgar chulo callejero.

—Betty estaba loca por los hombres, por los soldados. Le gustaba cualquier tipo blanco que llevara uniforme. Cuando se suponía que debía estar limpiando la casa, ella se paseaba por Hollywood Boulevard, dejándose invitar a copas por los soldados de permiso. Y cuando vivía aquí, mi casa parecía un cuartel de las Fuerzas Armadas.

—¿Está llamando fulana a su propia hija? —preguntó Lee.

Short se encogió de hombros.

—Tengo cinco hijas. Una manzana podrida entre cinco no está mal.

La rabia de Lee parecía rezumar de su cuerpo; le puse una mano en el brazo para contenerle y casi pude notar el zumbido de su sangre.

—¿Qué hay de esos nombres, señor Short?

—Tom, Dick, Harry… qué más da. Todos esos desgraciados le echaban una breve mirada a Cleo Short y luego se lanzaban encima de Betty. Eso es todo lo concreto que puedo ser. Busquen a cualquiera de uniforme que no sea demasiado horrible y tendrán a su hombre.

Pasé la hoja del cuaderno para empezar otra.

—¿Qué me dice del trabajo? ¿Tenía Betty algún empleo cuando vivía aquí?

—¡El empleo de Betty era trabajar para mí! —gritó el hombre—. ¡Dijo que buscaba trabajo en el cine, pero era mentira! ¡Todo lo que ella quería era pasearse por el Hollywood Boulevard con esos trajes negros suyos, y cazar hombres! ¡Destrozó mi bañera tiñéndose de negro la ropa, y luego se largó antes de que pudiera deducirle los daños de su salario! ¡Deambulaba por las calles como una viuda negra, y no me extraña que acabaran haciéndole daño! ¡Es culpa de su madre, no mía, culpa de esa puta irlandesa sin coño! ¡No es culpa mía!

Lee se pasó un dedo con fuerza por la garganta. Salimos a la calle, dejando a Cleo Short gritándoles a sus cuatro paredes.

—Hostia puta —murmuró Lee.

—Sí —suspiré, pensando en que acababa de señalar como sospechosos a todos los miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Me hurgué en los bolsillos buscando una moneda—. ¿Echamos a suertes quién escribe el informe?

—Hazlo tú, ¿vale? —me pidió Lee—. Yo voy a vigilar el picadero de Junior Nash y a conseguir algunos números de matrícula.

—Intenta dormir un poco también.

—Lo haré.

—No, no lo harás.

—No puedo dejar esta mierda. Oye, ¿irás a casa a hacerle compañía a Kay? Ha estado muy preocupada por mí y no quiero que esté sola.

Pensé en lo que yo había dicho la noche anterior en la Treinta y nueve con Norton, aquello que los tres sabíamos pero de lo cual nunca hablábamos, aquel paso adelante que solo Kay había tenido el valor de dar.

—Claro, Lee.

Encontré a Kay en su postura habitual de las noches de entre semana: leyendo en el sofá de la sala. Cuando entré no levantó la mirada; exhaló perezosamente un anillo de humo y dijo:

—Hola, Dwight.

Cogí una silla y me senté frente a ella al otro lado de la mesita de café.

—¿Cómo sabías que era yo?

Kay rodeó con un círculo un pasaje del libro.

—Lee pisa fuerte, tú andas con más cautela.

Me eché a reír.

—Es algo simbólico, pero no se lo cuentes a nadie.

Kay apagó el cigarrillo y dejó el libro.

—Pareces preocupado.

—Lee ha perdido la cabeza con eso de la chica muerta. Ha hecho que nos asignen a la investigación del caso cuando deberíamos estar buscando a un fugitivo prioritario, ha estado tomando Benzedrina y se le nota bastante nervioso. ¿Te ha hablado de ella?

Kay asintió.

—Un poco.

—¿Has leído los periódicos?

—He procurado evitarlo.

—Bueno, están presentando a la chica como el asunto más candente desde la bomba atómica. Hay un centenar de hombres trabajando en un solo homicidio, Ellis Loew espera sacar una buena tajada del asunto, Lee no piensa más que en ello…

Kay logró desarmarme con una sonrisa.

—Y tú apareciste en los titulares del lunes, pero hoy vuelves a ser un trozo de pan rancio. Y quieres atrapar a ese atracador tan importante y tan malo para volver a salir en los titulares.

Touché! Pero eso es solo parte del asunto.

—Lo sé. Una vez que consigas el titular, te esconderás y no leerás los periódicos.

Suspiré.

—Dios, desearía que no fueras más inteligente que yo.

—Y yo desearía que no fueras tan cauteloso y complicado. Dwight, ¿qué va a pasar con nosotros?

—¿Con los tres?

—No, con nosotros.

Mis ojos vagaron por el salón, todo madera, cuero y cromo. Había un armarito de caoba con la parte frontal de vidrio; estaba lleno con los jerséis de cachemira de Kay, en todos los tonos del arcoíris, a cuarenta dólares cada uno. Esa mujer, escoria blanca de Dakota del Sur moldeada por el amor de un policía, estaba sentada frente a mí. Y, por una vez, dije exactamente lo que pensaba.

—Nunca lo dejarías. Nunca dejarías todo esto. Quizá si lo hicieras, quizá si Lee y yo dejáramos de ser compañeros, quizá entonces podríamos tener una oportunidad juntos. Pero nunca podrías renunciar a todo.

Kay se tomó su tiempo para encender otro cigarrillo. Exhaló el humo y dijo:

—¿Sabes lo que ha hecho por mí?

—Y por mí —repuse.

Kay echó la cabeza hacia atrás y clavó los ojos en el techo estucado con molduras de caoba. Mientras seguía lanzando anillos de humo, dijo:

—Me enamoré de ti como una colegiala. Bobby De Witt y Lee solían arrastrarme a los combates. Yo llevaba mi cuaderno de dibujo para no sentirme como una de esas horribles mujeres que les siguen la corriente a sus hombres fingiendo que les gusta el boxeo. Lo que a mí me gustaba eras tú. El modo en que te reías de ti mismo por tus dientes, la manera en que te cubrías para que no te golpearan. Luego entraste en la policía y Lee me contó que se había enterado de que denunciaste a esos amigos japoneses tuyos. No te odié por eso, solo hizo que me parecieras más real. Lo mismo sucedió con el asunto de los pachucos. Eras mi héroe de cuento, solo que las historias eran reales, con trocitos y fragmentos aquí y allí. Entonces llegó el combate, y aunque odiaba la idea, le dije a Lee que siguiera adelante, porque eso haría que los tres llegáramos a ser lo que debíamos ser.

Pensé en una docena de cosas que decir, todas ellas ciertas, y referentes solo a nosotros dos. Pero no pude, y busqué refugio en la imagen de Lee.

—No quiero que te preocupes por Bobby De Witt. Cuando salga, yo me encargaré de él. A fondo. No dejaré que se acerque a ti o a Lee.

Kay apartó sus ojos del techo y me clavó una mirada extraña, dura pero con un trasfondo de tristeza.

—Bobby ya no me preocupa. Lee puede manejarle.

—Creo que Lee le tiene miedo.

—Así es. Pero creo que se debe a que Bobby sabe mucho de mí, y Lee tiene miedo de que se lo cuente a todo el mundo. No es que a nadie le importe, claro.

—A mí me importa. Y como agarre a Bobby De Witt, tendrá suerte de poder hablar siquiera.

Kay se puso en pie.

—Para ser un hombre tan lanzado, resulta difícil hacerte entender las cosas. Me voy a la cama. Buenas noches, Dwight.

Cuando oí que del dormitorio de Kay salía la música de un cuarteto de Schubert, cogí pluma y papel del armarito donde se guardaba el material de escritorio y redacté el informe sobre el interrogatorio al padre de Elizabeth Short. Incluí su «muy firme» coartada, su relato sobre el comportamiento de la chica cuando vivió con él en el año 43, la paliza que recibió a manos de un soldado de Camp Cooke y su desfile de novios anónimos. Rellenar el informe con detalles superfluos hizo que mi mente se alejara casi por completo de Kay, y cuando terminé me hice dos sándwiches de jamón, los engullí con un vaso de leche y me quedé dormido en el sofá.

Mis sueños consistieron en fugaces visiones de fotos policiales de criminales recientes, con Ellis Loew representando el lado bueno de la ley y con los números de detención impresos sobre su pecho. Betty Short se unió a él en blanco y negro, primero de frente, luego de perfil izquierdo. Después todos los rostros se disolvieron hasta convertirse en informes policiales que pasaban ante mí incesantemente, mientras yo intentaba rellenar la información sobre el paradero de Junior Nash en los espacios en blanco. Me desperté con dolor de cabeza y con la certeza de que tenía por delante un día muy largo.

Estaba amaneciendo. Salí al porche y recogí el Herald de la mañana. El titular era: «Se busca a los novios de la joven torturada y asesinada», con un retrato de Elizabeth Short centrado justo debajo. El pie de foto rezaba «La Dalia Negra», seguido por: «Las autoridades están investigando la vida amorosa de Elizabeth Short, de 22 años, víctima del “Hombre Lobo Asesino”, cuyos romances la convirtieron, según sus amistades, de una chica inocente a una seductora delincuente vestida de negro conocida como la Dalia Negra».

Sentí la presencia de Kay a mi lado. Cogió el periódico y examinó la primera página con un leve estremecimiento. Cuando me lo devolvió, dijo:

—¿Acabará pronto todo esto?

Hojeé rápidamente el periódico. Elizabeth Short ocupaba seis páginas enteras, la mayor parte de la tinta retratándola como una escurridiza mujer fatal embutida en un ceñido traje negro.

—No —respondí.

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