La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 9

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Los periodistas habían rodeado la comisaría de University. El aparcamiento se hallaba repleto y junto a la acera se alineaban los furgones de la radio, así que dejé el coche en doble fila, puse el cartel de «Vehículo oficial de la policía» bajo el limpiaparabrisas y me abrí paso a través del cordón de periodistas con la cabeza gacha para evitar que me reconocieran. No funcionó; oí gritar «¡Buck-kee!» y «Bleichert», y luego varias manos me agarraron. Me arrancaron un bolsillo de la chaqueta y tuve que entrar casi a puñetazos.

El vestíbulo se encontraba lleno de policías que salían para empezar el turno de día; una puerta daba a una sala común atestada. A lo largo de las paredes había catres; vi a Lee dormido en uno de ellos, con las piernas tapadas con hojas de periódico. Los teléfonos sonaban en las mesas a mi alrededor, y mi dolor de cabeza volvió de inmediato, sintiendo el latido en las sienes dos veces peor que antes. Ellis Loew estaba colgando algunas hojas en un tablón de anuncios; le di una fuerte palmada en el hombro.

Giró en redondo.

—No quiero formar parte de este circo —dije—. Soy un agente de la Criminal, no un tipo de Homicidios, y tengo fugitivos con prioridad. Quiero ser asignado de nuevo a mi puesto. Ahora.

—No —siseó Loew—. Trabajas para mí y te quiero en el caso Short. Esa es mi decisión, definitiva e irrevocable. Y no pienso aguantarte exigencias de prima donna, agente. ¿Entiendes?

—¡Ellis, maldita sea!

—Deberás tener galones en la manga antes de poder llamarme así, Bleichert. Hasta entonces soy el señor Loew para ti. Ahora ve a leer el informe de Millard.

Hecho una furia, me dirigí hacia el fondo de la sala. Russ Millard estaba dormido en una silla con los pies apoyados en el escritorio que tenía delante. Cuatro hojas de papel escritas a máquina se hallaban clavadas con chinchetas al tablero de corcho que había cerca de él. Leí:

Primer informe

187 P. C., Víct.: Short, Elizabeth Ann, M. B.

F.N. 29/7/24. Denunciado 17/1/47 6.00 horas.

 

Caballeros:

Este es el primer informe sobre E. Short, F. M. 15/1/47, Treinta y nueve con Norton, Leimert Park.

 

1. Treinta y tres confesiones falsas o probablemente falsas hasta el momento. Los sujetos que eran claramente inocentes han sido puestos en libertad, los incoherentes y los seriamente desequilibrados retenidos en prisión a la espera de comprobación de coartadas y exámenes médicos. Los enfermos mentales conocidos están siendo interrogados por el doctor De River, psiquiatra titular, con apoyo de la Div. Det. Nada en firme todavía.

2. Resultados del post mort. prelim. y posteriores: víct. asfixiada hasta morir por cuchillada oreja a oreja a través de boca. Ni alcohol ni narcóticos en sangre en el momento de la muerte. (Para det. véase caso archivo 14-187-47).

3. D.P. Boston investigando pasado E. Short, familia, antiguos novios y sus paraderos en el momento del crimen. Padre (C. Short) tiene coartada válida: está eliminado como sospechoso.

4. D.I.C. Camp Cooke está investigando nuestros informes de paliza recibida por E. Short en manos de soldado cuando trabajaba en la cantina en 9/43. E. Short arrestada por beber alcohol por debajo edad legal en 9/43, D. I. C. informa de que soldados arrestados con ella están todos fuera del país, por tanto eliminados como sospechosos.

5. Se están dragando alcantarillas de toda la ciudad en busca de ropa de E. Short. Cualquier prenda de mujer encontrada será analizada en el lab. criminal central. (Para det. véase inf. lab. criminal).

6. Informes interrogatorios puerta a puerta 12/1/47-15/1/47 recopilados y leídos. Una pista seguida: mujer de Hollywood llamó para quejarse de gritos que «sonaban como balbuceos extraños» en H. W. Hills noches del 13/1 y 14/1. Resultado del seguimiento: descartado como juerguistas ruidosos. Agentes en la zona: no hacer caso suceso.

7. De pistas telefónicas verificadas: E. Short vivió la mayor parte de 12/46 en San Diego, en casa de señora Elvera French. Víct. conoció a hija de señora French, Dorothy, en cine donde Dorothy trabajaba, y contó historia (sin verificar) sobre haber sido abandonada por esposo. Los French la aceptaron en su casa y E. Short les contó varias historias contradictorias: viuda comandante cuerpo aéreo; embarazada por piloto marina; comprometida con aviador ejército. Víct. tuvo muchas citas con hombres diferentes durante su estancia en casa de los French. (Para det. véase entrevistas 14-187-47).

XXXXX8. E. Short dejó casa de los French 9/1/47 en compañía de hombre al que llamaba «Red» (desc. como: V. B., 25-30, alto, «apuesto», 1.70/80, pelirrojo, ojos azules). «Red» supuestamente viajante de comercio. Conduce un sedán Dodge de preguerra con pegatinas de Huntington Park. Iniciada búsqueda vehículo. Orden de búsqueda para «Red».

9. Información verificada: Val Gordon (M. B.) Riverside, Calif., llamó diciendo ser hermana del difunto comandante fuerza aérea Matt Gordon. Dijo: E. Short escribió a ella y a sus padres en otoño 46, poco después com. Gordon muriera al estrellarse avión. Mintió acerca de ser prometida de Gordon, les pidió $. Padres señorita Gordon se negaron a la petición.

10. Baúl perteneciente a E. Short localizado en oficina Railway Express, centro Los Ángeles (empleado R. E. Vio nombre y foto víct. en periódicos, la recordó depositando baúl finales 11/46). Baúl siendo examinado. Encontradas copias centenar cartas amor a varios hombres (casi todos soldados) y notas (muchas menos) escritas a ella. También muchas fotos E. Short con soldados de uniforme. Se están leyendo las cartas y recopilando nombres y descripciones de los hombres.

11. Información telefónica verificada: antiguo ten. fuerza aérea J. G. Fickling llamó desde Mobile, Ala., cuando vio nombre y foto E. Short en periódicos de Mobile. Dijo él y víct. habían tenido «breve affaire» en Boston finales 43 y que «siempre tenía como a otros diez hombres haciendo cola». Fickling tiene coartada verificada para momento del crimen. Eliminado como sospechoso, niega también haber estado comprometido con E. Short.

12. Numerosas llamadas con pistas a todo el D. P. L. A. y oficinas del sheriff. Las que parecían de chalados descartadas, otras remitidas a las áreas correspondientes a través de Cent. Homicidios. Investigando y cotejando todas las pistas.

XXXXXX13. Información verificada de direcciones: E. Short vivió en esas direcciones en 1946. (Nombres que siguen a las direcciones pertenecen a las personas que han llamado o a los residentes verificados de esa misma dirección. Todos salvo Linda Martin comprobados en registros).

13-A-1611 N. Orange Dr., Hollywood (Harold Costa, Donald Leyes, Marjorie Graham) 6024 Carlos Ave., Hollywood. 1842 N. Cherokee, Hollywood (Linda Martin, Sheryl Saddon) 53 Linden, Long Beach.

14. Resultados investigación forense sobre hallazgos en solares vacíos: no se encontró ropa de mujer, sí numerosos cuchillos y hojas de cuchillo, todos demasiado oxidados para ser arma del crimen. No se halló sangre.

15. Resultados interrogatorios puerta a puerta Leimert Park (con fotos E. Short): nada (todos los que afirman haberla visto obviamente chalados).

En conclusión: creo que todos los esfuerzos investigadores deberían centrarse en interrogar a relaciones conocidas de E. Short, en particular a sus numerosos amantes. Sargento Sears y yo iremos a San Diego para interrogar a sus R. C. de allí. Entre orden de búsqueda «Red» y los interrogatorios R. C. en L. A. deberíamos obtener información significativa.

Russell A. Millard, Ten.,

Número de Placa 493, Central Homicidios

Cuando me di la vuelta, Millard me estaba observando.

—Así, a bote pronto, ¿qué opinas? —preguntó.

Manoseé mi bolsillo arrancado.

—¿Se merece la chica todo esto, teniente?

Millard sonrió; me fijé en que ni la ropa arrugada ni la incipiente barba lograban empañar su aura de clase.

—Creo que sí. Tu compañero piensa que sí.

—Lee está persiguiendo al hombre del saco, teniente.

—Ya sabes que puedes llamarme Russ.

—De acuerdo, Russ.

—¿Qué conseguisteis sacarle Blanchard y tú al padre?

Le entregué mi informe.

—Nada concreto, solo más información de que la chica era una fulana. ¿Qué es todo eso de la Dalia Negra?

Millard golpeó con las palmas los brazos de su asiento.

—Tenemos que agradecérselo a Bevo Means. Fue a Long Beach y habló con el conserje del hotel donde la chica estuvo el verano pasado. El conserje le dijo que Betty Short siempre llevaba vestidos negros ceñidos. A Bevo le hizo pensar en esa película de Alan Ladd, La dalia azul, y lo sacó de allí. Supongo que la imagen servirá para que recibamos por lo menos una docena más de confesiones al día. Como dice Harry cuando se ha tomado unos tragos: «Hollywood te joderá cuando nadie más lo haga». Tú eres un tipo listo y duro, Bucky. ¿Qué piensas?

—Pienso que quiero volver a la Criminal. ¿Puedes ayudarme con Loew?

Millard negó con la cabeza.

—No. ¿Vas a responder a mi pregunta?

Dominé el impulso de golpear o suplicar.

—La chica le dijo sí o no al tipo equivocado en el momento y el lugar equivocados. Y dado que por su cuerpo han pasado más tipos que neumáticos por la autopista de San Berdoo, y como ella no puede contárnoslo, yo diría que encontrar a ese tipo va a ser un trabajo de mil demonios.

Millard se puso en pie y se desperezó.

—Bien, chico listo, ve a la comisaría de Hollywood y reúnete con Bill Koenig. Luego id a interrogar a los inquilinos de las direcciones de Hollywood que figuran en mi informe. Haced hincapié en el tema de los novios. Mantén a raya a Koenig en lo posible, y redacta tú el informe porque Billy es prácticamente analfabeto. Vuelve aquí a informar cuando hayáis terminado.

Obedecí, con mi dolor de cabeza transformándose en migraña. Lo último que oí antes de salir a la calle fue a un grupo de polis leyendo entre risas las cartas de amor de Betty Short.

Recogí a Koenig en la comisaría de Hollywood y fui con él a la dirección de la avenida Carlos. Estacioné delante del 6024.

—Tú tienes más rango, sargento —dije—. ¿Cómo quieres que lo hagamos?

Koenig carraspeó ruidosamente y luego se tragó el nudo de flema que había logrado expectorar.

—Fritzie es el que suele preguntar, pero está en casa enfermo. ¿Qué tal si hablas tú y yo te cubro las espaldas? —Abrió su chaqueta para mostrarme una porra de cuero metida en el cinturón—. ¿Crees que va a ser un trabajo de fuerza?

—Va a ser un trabajo de hablar —respondí, y salí del coche.

Había una anciana sentada en el porche del 6024, una casa de tres plantas construida con tablillas marrones y con un letrero clavado en el césped que ponía HABITACIONES PARA ALQUILAR. La anciana vio que me acercaba y cerró su Biblia.

—Lo siento, joven —dijo—, pero solo alquilo a chicas que tengan carrera y referencias.

Le enseñé mi placa.

—Somos agentes de policía, señora. Hemos venido para hablar con usted sobre Betty Short.

—Yo la conocía como Beth —respondió la anciana, y luego miró a Koenig, plantado en medio del césped hurgándose la nariz con disimulo.

—Está buscando pistas —dije yo.

La mujer lanzó un bufido.

—No las encontrará dentro de esa gorda narizota. ¿Quién mató a Beth Short, agente?

Saqué pluma y cuaderno.

—Estamos aquí para averiguarlo. ¿Podría decirme su nombre, por favor?

—Soy la señorita Loretta Janeway. Llamé a la policía cuando oí el nombre de Beth en la radio.

—Señorita Janeway, ¿cuándo vivió Elizabeth Short en esta dirección?

—Comprobé el libro de registros justo después de oír las noticias. Beth se alojó en la tercera planta, en la habitación de atrás derecha, desde el 14 de septiembre al 19 de octubre pasados.

—¿Se la envió alguien con referencias?

—No. Lo recuerdo muy bien, porque Beth era una chica muy guapa. Llamó a la puerta y dijo que iba caminando por Gower cuando vio mi letrero. Me contó que era aspirante a actriz y que buscaba una habitación baratita hasta que llegara su gran oportunidad. Le dije que ya había oído eso antes, y le expliqué que le iría muy bien perder ese horrible acento de Boston que tenía. Pues bien, Beth se limitó a sonreír y dijo «Ahora es el momento de que todos los hombres acudan en ayuda de su rey», sin el más mínimo acento. Luego añadió: «¿Ve? ¿Ve cómo sigo los consejos?». Estaba tan ansiosa por complacer que le alquilé la habitación, aunque mi política es no alquilar nunca a la gente del cine.

Anoté la información pertinente y luego pregunté:

—¿Qué tal inquilina era?

La señorita Janeway meneó la cabeza.

—Que Dios la tenga en su gloria, pero se trataba de una inquilina horrible y me hizo lamentar el haber roto mi regla sobre la gente del cine. Siempre se retrasaba en el pago, siempre andaba empeñando sus joyas para comer, e intentó que le dejara pagar por días en vez de por semanas. ¡Quería pagar un dólar al día! ¿Puede imaginarse el espacio que ocuparían mis libros de contabilidad si le dejara hacer eso a todas mis inquilinas?

—¿Se relacionaba con las demás inquilinas?

—¡Dios santo, no! Su habitación en la parte de atrás disponía de escalera particular, así que Beth no tenía que entrar por la puerta principal como las demás chicas, y nunca asistió a los cafés con pastas que les servía a las demás al volver de la iglesia los domingos. Beth nunca iba a la iglesia, y una vez me dijo: «Las chicas están bien para charlar de vez en cuando, pero yo prefiero a los hombres de todas todas».

—Aquí viene mi pregunta más importante, señorita Janeway. ¿Tuvo Beth novios mientras vivió aquí?

La anciana cogió la Biblia y la apretó contra sí.

—Agente, si hubieran entrado por la puerta principal como los pretendientes de las otras chicas, yo los habría visto. No quiero blasfemar contra una muerta, así que me limitaré a decir que oí montones de pasos por la escalera de Beth a las horas menos convenientes.

—¿Mencionó alguna vez que tuviera enemigos? ¿Alguien de quien tuviera miedo?

—No.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—A finales de octubre, el día que se marchó. Me dijo, con su mejor voz de chica californiana: «He encontrado una cueva más agradable».

—¿Le comentó adónde se mudaba?

—No —respondió la señorita Janeway. Luego se inclinó hacia mí como para hacerme una confidencia, y señaló a Koenig, que volvía al coche rascándose la entrepierna—. Tendría que hablar con ese hombre respecto a su higiene. Con franqueza, es repugnante.

—Gracias, señorita Janeway —dije, y luego regresé al coche y me senté al volante.

—¿Qué te ha dicho ese vejestorio de mí? —gruñó Koenig.

—Que eres encantador.

—¿De veras?

—De veras.

—¿Y qué más?

—Que un hombre como tú podría hacer que volviera a sentirse joven.

—¿De veras?

—De veras. Le he dicho que lo olvide, que estás casado.

—No estoy casado.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué le has mentido?

Me incorporé al tráfico.

—¿Quieres que te mande notitas amorosas al trabajo?

—Oh, entiendo. ¿Qué te ha contado de Fritzie?

—¿Conoce a Fritzie?

Me miró como si yo fuera el retrasado mental.

—Hay mucha gente que habla de Fritzie a sus espaldas.

—¿Y qué dicen?

—Mentiras.

—¿Qué clase de mentiras?

—Mentiras malintencionadas.

—¿Por ejemplo?

—Que pilló la sífilis por acostarse con putas cuando trabajaba en Antivicio. Que le suspendieron un mes sin empleo y sueldo para que se curara con mercurio. Que le trasladaron a la Central por eso. Mentiras malintencionadas, y cosas aún peores.

Sentí escalofríos recorriéndome la columna vertebral. Giré para entrar en Cherokee.

—¿Como cuáles? —pregunté.

Koenig se inclinó hacia mí.

—¿Me estás sonsacando o qué, Bleichert? ¿Buscas cosas malas que contar sobre Fritzie?

—No. Tengo curiosidad, nada más.

—La curiosidad mató al gatito. Recuerda eso.

—Lo haré. ¿Qué sacaste en el examen de sargento, Bill?

—No lo sé.

—¿Cómo?

—Fritzie lo hizo por mí. Acuérdate del gatito, Bleichert. No quiero que nadie diga nada malo de mi compañero.

El número 1842, un gran bloque de apartamentos de estuco, apareció ante nosotros. Aparqué.

—Trabajo de hablar —murmuré, y me encaminé directamente hacia el vestíbulo.

En la pared había un directorio con S. Saddon y nueve nombres más, aunque ninguna Linda Martin. El número del apartamento era el 604. Cogí el ascensor hasta la sexta planta, recorrí un pasillo que olía vagamente a marihuana y llamé a la puerta. La música de una gran orquesta se apagó de repente, la puerta se abrió y una chica bastante joven con un resplandeciente atuendo de egipcia apareció en el umbral, sosteniendo en sus manos un tocado de papel maché.

—¿Es usted el chófer de la RKO? —preguntó.

—Policía —respondí.

La puerta se cerró en mis narices. Oí el ruido de tirar de la cadena en el lavabo; un instante después, la chica abrió de nuevo y entré en el apartamento sin ser invitado. La sala tenía el techo muy alto y abovedado; a lo largo de las paredes se alineaban unos catres bastante desarreglados. Maletas, bolsas y baúles de viaje asomaban por la puerta de un armario abierto y una mesa de linóleo estaba embutida en diagonal entre un montón de catres sin colchones. La mesa estaba abarrotada de cosméticos y espejitos de maquillaje; el resquebrajado suelo de madera de debajo estaba cubierto de polvos de talco y colorete.

—¿Es por esas multas que se me olvidó pagar? —preguntó la chica—. Mire, tengo tres días de trabajo en La maldición de la tumba de la momia en la RKO, y cuando me paguen les mandaré un cheque. ¿Le parece bien?

—Es por Elizabeth Short, señorita…

La chica soltó un exagerado gemido teatral.

—Saddon. Sheryl, con Y-L, Saddon. Mire, hablé por teléfono con un policía esta mañana. El sargento no sé qué, que tartamudeaba de forma terrible. Me hizo nueve mil preguntas sobre Betty y sus nueve mil novios, y yo le respondí nueve mil veces que aquí duermen montones de chicas y salen con montones de tipos y que la mayoría son aves de paso. Le expliqué que Betty vivió aquí desde principios de noviembre hasta principios de diciembre y que no recuerdo los nombres de ninguna de sus citas. Así que ¿puedo irme ya? El camión de los extras tiene que llegar en cualquier momento y necesito ese trabajo.

Sheryl Saddon se había quedado sin aliento y sudaba dentro de su traje de oropel metálico. Señalé uno de los catres.

—Siéntese y responda a mis preguntas, o la arresto por los porros que acaba de tirar por el retrete.

La Cleopatra de tres días obedeció, lanzándome una mirada que habría fulminado a Julio César.

—Primera pregunta: ¿vive aquí una tal Linda Martin?

Sheryl Saddon cogió un paquete de Old Golds del catre y encendió un cigarrillo.

—Ya se lo conté al sargento Tartamudo. Betty mencionó a Linda Martin un par de veces. Vivía en el otro sitio de Betty, el que está entre De Longpre y Orange. Y ya sabe que necesita pruebas para arrestar a una persona, ¿no?

Saqué mi pluma y mi cuaderno.

—¿Qué me puede contar de los enemigos de Betty? ¿Alguna amenaza violenta contra ella?

—El problema de Betty no eran los enemigos, sino tener demasiados amigos, no sé si me entiende. ¿Lo pilla? Muchos amigos… muchos novios.

—Chica lista. ¿Alguno de ellos llegó a amenazarla?

—No, que yo sepa. Oiga, ¿podemos ir un poco más rápido con todo esto?

—Tranquila. ¿En qué trabajaba Betty mientras vivió aquí?

Sheryl Saddon lanzó un bufido.

—Actriz. Betty no trabajaba. Siempre les pedía dinero a las otras chicas y les sacaba las copas y las cenas a los viejitos que rondan por el bulevar. En un par de ocasiones desapareció durante dos o tres días y volvió con dinero; después contaba historias absurdas sobre de dónde lo había sacado. Mentía tan mal que nadie creyó jamás una sola palabra suya.

—Hábleme de esas historias absurdas. Y sobre las mentiras de Betty en general.

Sheryl apagó su cigarrillo y al momento encendió otro. Fumó en silencio unos segundos, y me di cuenta de que su parte de actriz comenzaba a coquetear con la idea de parodiar a Betty Short.

—¿Sabe todo eso sobre la Dalia Negra que sale en los periódicos? —dijo por fin.

—Sí.

—Bueno, Betty siempre se vestía de negro como un reclamo para impresionar a los directores de reparto cuando iba a los castings con las demás chicas, algo que no ocurría muy a menudo porque le gustaba dormir hasta mediodía. Sin embargo, a veces te contaba que iba de negro porque su padre había fallecido, o que estaba de luto por los chicos que habían muerto en la guerra. Y luego, al día siguiente, te decía que su padre estaba vivo. Cuando se largaba un par de días y regresaba con pasta, a una de las chicas le contaba que se le había muerto un tío rico y le había dejado una buena herencia, y a otra que había ganado el dinero jugando al póquer en Gardena. Le contó a todo el mundo nueve mil mentiras sobre que estaba casada con nueve mil héroes de guerra distintos. ¿Entiende a qué me refiero?

—Con gran claridad —respondí—. Cambiemos de tema.

—Genial. ¿Qué tal el mundo de las finanzas?

—¿Qué tal el cine? Todas las chicas de aquí intentan triunfar en el mundo del cine, ¿verdad?

Sheryl me lanzó una mirada de vampiresa.

—Yo lo he conseguido. He salido en La mujer jaguar, El ataque de la gárgola fantasma y Dulce será la madreselva.

—Felicidades. ¿Consiguió Betty algún trabajo en el cine?

—Quizá. Puede que una vez, pero también puede que no, porque Betty era muy embustera.

—Siga.

—Bueno, el día de Acción de Gracias las chicas de la sexta planta montamos una de esas cenas en las que todas teníamos que traer algo, y Betty tenía pasta y compró dos cajas enteras de cerveza. Alardeaba de estar haciendo una película y no paraba de enseñar un visor de cámara que decía que le había regalado el director. Verá, muchas chicas tienen visores de baratillo que les dan los tipos de las películas, pero el suyo era caro, con una cadenilla y dentro de un pequeño estuche de terciopelo. Recuerdo que Betty se pasó toda la noche como en una nube, hablando sin parar.

—¿Le dijo el nombre de la película?

—Si lo hizo, no me acuerdo.

Paseé los ojos por la habitación, conté doce catres a un dólar la noche cada uno y pensé en un casero forrándose con ellos.

—¿Sabe lo que es un casting de sofá?

Los ojos de la falsa Cleopatra llamearon.

—No, amigo. Una servidora, nunca.

—¿Y Betty Short?

—Probablemente.

Oí sonar un claxon, fui hasta la ventana y miré por ella. Junto a la acera, justo detrás de mi coche, había un camión con la trasera descubierta y una docena de Cleopatras y faraones en ella. Me volví para decírselo a Sheryl, pero ella ya había salido.

La última dirección en la lista de Millard era el 1611 de North Orange Drive, una cutre pensión para turistas estucada en rosa que se encontraba a la sombra del instituto Hollywood. Koenig dejó de hurgarse abstraídamente la nariz cuando detuve el coche en doble fila delante del edificio, y señaló a dos hombres que hojeaban una pila de periódicos en los escalones.

—Yo me encargo de ellos y tú de las niñitas. ¿Tienes sus nombres?

—Puede que sean Harold Costa y Donald Leyes —dije—. Pareces cansado, sargento. ¿Quieres descansar y ya me encargo yo de todo?

—Estoy aburrido. ¿Qué tengo que preguntarle a esos tipos?

—Yo me encargo, sargento.

—Acuérdate del gatito, Bleichert. Lo mismo que le ocurrió a él les pasa a los tipos que intentan fastidiarme cuando Fritzie no anda cerca. Bueno, ¿de qué les acuso?

—Sargen…

Koenig me roció con una lluvia de salivazos.

—¡Soy el de más rango, listillo! ¡Harás lo que diga el Gran Bill!

Al ver su arranque de furia, dije:

—Que te expliquen sus coartadas y pregúntales si Betty Short practicó alguna vez la prostitución.

Por toda réplica, Koenig lanzó una risita.

Crucé el césped y subí los peldaños a la carrera; los dos hombres se echaron a un lado para dejarme pasar. La puerta principal daba a una salita bastante destartalada; había un grupo de jóvenes por allí sentados, fumando o leyendo revistas de cine.

—Policía —dije—. Busco a Linda Martin, Marjorie Graham, Harold Costa y Donald Leyes.

Una chica de cabello rubio dorado vestida con un traje pantalón dobló la esquina de la página del Photoplay que tenía delante.

—Yo soy Marjorie Graham; Hal y Don están fuera.

Los demás se pusieron en pie y se desplegaron rápidamente a mi alrededor, como si fuera una gran fuente de malas noticias.

—Se trata de Elizabeth Short —dije—. ¿La conocía alguno de ustedes?

Obtuve una media docena de negaciones con la cabeza, acompañadas de expresiones de conmoción y pena; fuera se oía a Koenig gritar:

—¡Dime la verdad! ¿Short hacía la calle o no?

—Yo fui quien llamó a la policía, agente —dijo Marjorie Graham—. Les di el nombre de Linda porque ella también conocía a Betty.

Señalé hacia la puerta.

—¿Qué hay de esos tipos de ahí fuera?

—¿Don y Harold? Los dos salieron con Betty. Harold les llamó porque sabía que estaban buscando pistas. ¿Quién es ese hombre que les está gritando?

Ignoré la pregunta, me senté junto a Marjorie Graham y saqué mi cuaderno.

—¿Qué puede decirme sobre Betty que no sepa ya? ¿Puede darme datos? ¿Nombres de otros novios, descripciones, fechas concretas? ¿Enemigos? ¿Posibles motivos para que alguien quisiera matarla?

La joven se encogió un poco y me di cuenta de que estaba levantando la voz.

—Empecemos con las fechas —continué en un tono algo más bajo—. ¿Cuándo vivió Betty aquí?

—A principios de diciembre —dijo Marjorie Graham—. Lo recuerdo porque, cuando se registró, estábamos sentados aquí unos cuantos escuchando un programa de radio sobre el quinto aniversario de Pearl Harbor.

—¿Así que fue el 7 de diciembre?

—Sí.

—¿Y durante cuánto tiempo se alojó aquí?

—No más de una semana o así.

—¿Cómo vino a parar a este sitio?

—Creo que Linda Martin le habló de él.

Según el informe de Millard, Betty Short había pasado la mayor parte de diciembre en San Diego.

—Pero se marchó al cabo de muy poco tiempo, ¿no? —dije.

—Sí.

—¿Por qué, señorita Graham? Betty vivió en tres sitios durante el otoño pasado, que sepamos… todos ellos en Hollywood. ¿Por qué cambiaba tanto de un lugar a otro?

Marjorie Graham sacó un pañuelito de papel de su bolso y empezó a estrujarlo entre sus dedos.

—Bueno, no estoy segura de saberlo.

—¿Andaba algún novio celoso detrás de ella?

—No lo creo.

—Señorita Graham, ¿qué cree usted?

Marjorie lanzó un suspiro.

—Agente, Betty utilizaba a la gente. Les pedía dinero prestado, les contaba cuentos y… bueno, aquí viven bastantes chicos que no son tontos, y creo que la calaron enseguida.

—Hábleme de Betty —le dije—. A usted le caía bien, ¿verdad?

—Sí. Era dulce, confiada y algo atolondrada, pero tenía… carisma. Poseía ese extraño don, por así decirlo. Hacía cualquier cosa para gustar a los demás, y en cierto modo adoptaba las maneras de quien estuviera con ella. Aquí todo el mundo fuma, y Betty empezó a fumar para ser una más del grupo, aunque fuera malo para su asma y ella odiara el tabaco. Y lo más curioso es que intentaba hablar o caminar como tú, pero siempre era ella misma cuando lo hacía. Siempre era Betty o Beth o cualquier abreviatura de Elizabeth que utilizara en ese momento.

Le di vueltas a ese triste dato en mi cabeza.

—¿De qué hablaban usted y Betty?

—Por lo general yo me limitaba a escuchar —dijo Marjorie—. Solíamos sentarnos aquí a oír la radio, y Betty empezaba a contar historias. Historias de amor sobre todos esos héroes de guerra: el teniente Joe, el comandante Matt, etcétera, etcétera. Yo sabía que solo eran fantasías. A veces hablaba de convertirse en una estrella de cine, como si todo lo que tuviera que hacer fuera pasearse enfundada en sus trajes negros y esperar a que, tarde o temprano, alguien la descubriera. Eso me ponía bastante furiosa, porque he estado tomando clases en el Pasadena Playhouse y sé que actuar es un trabajo muy duro.

Pasé rápidamente las hojas de mi cuaderno hasta llegar al interrogatorio de Sheryl Saddon.

—Señorita Graham, ¿le habló Betty de que hubiera hecho alguna película hacia finales de noviembre?

—Sí. La primera noche que estuvo aquí alardeó de ello. Dijo que tenía un papel importante y nos enseñó un visor de encuadre. Un par de chicos intentaron sonsacarle más detalles, y a uno le contó que la película era para la Paramount y a otro para la Fox. Yo pensé que solo se estaba marcando un farol para llamar la atención.

Escribí «Nombres» en una página en blanco y lo subrayé tres veces.

—Marjorie, ¿puede darme algunos nombres? ¿De los novios de Betty, de la gente con la que iba?

—Bueno, sé que salió con Don Leyes y Harold Costa, y una vez la vi con un marinero, y…

Marjorie se calló y percibí una expresión de inquietud en sus ojos.

—¿Qué ocurre? Puede contármelo.

La voz de Marjorie se convirtió en un susurro tenso.

—Poco antes de que se marchara, vi a Betty y a Linda Martin hablando en el bulevar con una mujerona, una mujer mayor. Llevaba un traje masculino y tenía el cabello corto como el de un hombre. Solo las vi con ella esa vez, así que tal vez no quiera decir que…

—¿Me está diciendo que aquella mujer era lesbiana?

Marjorie movió con rapidez la cabeza de arriba abajo y buscó otro Kleenex en su bolso. Bill Koenig entró en la habitación y me llamó haciéndome una seña con el dedo. Fui hacia él.

—Los tipos han hablado —me susurró—. Dicen que la difunta vendía su cuerpo cuando se veía muy apurada. He llamado al señor Loew. Me ha ordenado que lo mantengamos en secreto, porque queda mejor si la chica es buena y decente.

Reprimí el impulso de mencionar la información sobre la lesbiana; seguramente el fiscal del distrito y su secuaz se encargarían también de ocultarlo.

—Tengo que hacer algo más aquí dentro. Consigue las declaraciones de esos tipos, ¿de acuerdo?

Koenig soltó una risita y salió; le dije a Marjorie que no se moviera y me dirigí al fondo de la recepción. Había un mostrador y un libro de registro abierto sobre él. Pasé las páginas hasta encontrar el nombre de «Linda Martin» escrito con letra infantil, y al lado «Habitación 14».

Tomé por el pasillo de la primera planta hasta llegar a la habitación, llamé a la puerta y esperé. Después de unos cinco segundos sin obtener respuesta, probé con el pomo. La puerta no estaba cerrada con llave y empujé para abrirla.

Era una habitación pequeña y estrecha en la que había solo una cama sin hacer. Miré en el armario; estaba vacío por completo. Sobre la mesilla de noche había un montón de periódicos del día anterior, todos doblados por las páginas que hablaban del «Crimen del Hombre Lobo», y de repente supe que Martin se había dado a la fuga. Me puse de rodillas en el suelo, pasé la mano por debajo de la cama y palpé un objeto plano. Di un tirón y lo saqué.

Era un bolso de plástico rojo. Lo abrí y encontré dos monedas de un centavo, una de diez y un carnet del instituto Cornhusker, Cedar Rapids, Iowa, a nombre de Lorna Martilkova, nacida el 19 de diciembre de 1931. Bajo el escudo del instituto se veía la foto de una preciosa jovencita; en mi mente empecé a unir todos los puntos para completar la imagen de una chiquilla escapada de casa.

Marjorie Graham apareció en el umbral. Sostuve el carnet ante ella.

—Es Linda —dijo—. Dios, solo tiene quince años.

—De mediana edad para Hollywood. ¿Cuándo la vio por última vez?

—Esta mañana. He hablado con ella y le he dicho que había llamado a la policía, que vendrían para hablar con nosotras sobre Betty. ¿Acaso he hecho mal?

—Usted no podía saberlo. Gracias, de todos modos.

Marjorie sonrió y me encontré deseándole una vía rápida de una sola dirección para escapar del mundo del cine. Me abstuve de expresarlo en voz alta mientras le devolvía la sonrisa y salía de la habitación. Bill Koenig estaba en el porche, plantado como en posición de descanso; Donald Leyes y Harold Costa estaban repantingados en un par de sillas con ese aspecto verdoso de pez boqueante que proporcionan unos cuantos puñetazos en el vientre.

—Ellos no han sido —aseguró Koenig.

—No me digas, Sherlock —repuse.

—No me llamo Sherlock —dijo Koenig.

—No me digas —repetí.

—¿Qué…? —murmuró Koenig.

En la comisaría de Hollywood ejercí la prerrogativa especial de un poli de la Criminal, y expedí una orden de búsqueda juvenil a todas las comisarías y una orden de búsqueda prioritaria como testigo material a nombre de Lorna Martilkova/Linda Martin, y le entregué al jefe del turno de día los formularios. Este me aseguró que los difundiría al cabo de una hora y que enviaría a varios agentes al 1611 de North Orange Drive para interrogar a los inquilinos sobre el posible paradero de Linda/Lorna. Una vez que me hube ocupado de eso, escribí mi informe sobre la serie de interrogatorios, recalcando que Betty Short era una mentirosa compulsiva y la posibilidad de que hubiera actuado en una película en algún momento de noviembre del 46. Antes de terminarlo, vacilé respecto a la pista de la lesbiana. Si Ellis Loew se enteraba de eso, era probable que lo ocultara, junto con lo de que Betty ejercía ocasionalmente la prostitución, así que decidí omitirlo del informe y transmitirle verbalmente la información a Russ Millard.

Usé el teléfono de la sala común para llamar al Sindicato de Actores de Cine y a la Central de Casting y preguntar por Elizabeth Short. Un empleado me dijo que jamás habían tenido en sus archivos a nadie con ese nombre o con un diminutivo de Elizabeth, lo cual hacía improbable que hubiera aparecido en alguna producción legal de Hollywood. Colgué con la seguridad de que la película había sido otro cuento de hadas de Betty y que el visor no era más que un artificio para darle verosimilitud.

Era última hora de la tarde. Librarse por fin de Koenig era como haber sobrevivido a un cáncer, y tras las tres entrevistas tenía la impresión de haber recibido una sobredosis de Betty/Beth Short y sus últimos meses de alquiler barato sobre la tierra. Me sentía cansado y hambriento, así que conduje hasta la casa para comerme un sándwich y echar una siesta… solo para encontrarme con otro episodio del show de la Dalia Negra.

Kay y Lee se hallaban de pie junto a la mesa del comedor, examinando fotos de la escena del crimen tomadas en la Treinta y nueve con Norton. Allí estaba la cabeza aplastada de Betty Short; los pechos acuchillados de Betty Short; la mitad inferior vaciada de Betty Short y las piernas bien separadas de Betty Short, todo ello en satinado blanco y negro. Kay fumaba nerviosamente mientras lanzaba miradas fugaces a las fotos. Lee tenía los ojos clavados en ellas; los músculos de su rostro se movían en una media docena de direcciones distintas, el hombre Benzedrina llegado del espacio exterior. Ninguno de los dos me dirigió una palabra, así que me quedé allí interpretando al hombre impasible que no se dejaba impresionar por el cadáver más célebre en toda la historia de Los Ángeles.

—Hola, Dwight —dijo Kay al fin, y Lee clavó un dedo tembloroso en un primer plano de las mutilaciones del torso.

—Sé que esto no es un trabajo casual. Vern Smith dice que algún tipo la recogió en la calle, la llevó a algún sitio para torturarla y luego tiró su cuerpo en el solar. ¡Y una mierda! El tipo que hizo esto la odiaba por alguna razón y quería que todo el maldito mundo lo supiera. Dios, estuvo dos putos días cortándola. Nena, tú has tomado clases preparatorias de medicina, ¿crees que este tipo tenía formación médica? Ya sabes, como si fuera una especie de doctor loco o algo así.

Kay apagó su cigarrillo.

—Lee, Dwight está aquí —dijo.

Él se dio media vuelta.

—Socio… —saludé, y Lee intentó guiñar el ojo, sonreír y hablar al mismo tiempo.

Le salió una mueca espantosa.

—Bucky, escucha a Kay, sabía que toda la universidad que le pagué acabaría sirviéndome de algo —logró decir por fin, y tuve que apartar la vista.

Cuando Kay habló, lo hizo con voz suave y paciente.

—Todas estas teorías no son más que estupideces, pero te daré una si comes algo y te calmas un poco.

—Adelante con tu teoría, profesora.

—Bueno, solo es una suposición, pero quizá hubo dos asesinos: las heridas de las torturas son toscas, mientras que la bisección del cuerpo y el corte del abdomen, obviamente post mortem, son precisos y limpios. Aunque tal vez solo hubiera un asesino, y después de matarla se tranquilizó, la cortó en dos y procedió a realizar la incisión abdominal. Cualquiera podría haber extraído los órganos con el cuerpo dividido en dos. Y yo diría que los doctores locos solo existen en las películas. Cariño, debes calmarte. Tienes que dejar de tomar esas pastillas y comer algo. Escucha a Dwight, él te lo dirá.

Miré a Lee.

—Estoy demasiado puesto para comer —exclamó, y luego me tendió la mano como si yo acabara de llegar—. Eh, socio. ¿Has descubierto algo bueno hoy sobre la chica?

Pensé decirle que había descubierto que la chica no se merecía que un centenar de policías trabajaran a jornada completa por ella; para respaldar mi afirmación, pensé en contarle la pista de la lesbiana y decirle que Betty Short era una patética fulana mentirosa. Pero el rostro nervioso y drogado de Lee me hizo decir:

—Nada que justifique lo que te estás haciendo. Nada que te haga convertirte en un despojo inútil cuando un tipo al que enviaste a San Quintín estará dentro de tres días suelto por Los Ángeles. Piensa en tu hermana pequeña si te viera así. Piensa en ella…

Me detuve cuando las lágrimas empezaron a aflorar a los ojos desorbitados de Lee. Ahora era él el que tenía que hacer de hombre impasible ante el dolor por su propia hermana. Kay se colocó entre ambos, con una mano sobre el hombro de cada uno. Me marché antes de que Lee empezara a llorar en serio.

La comisaría de University era otro de los puestos avanzados en la locura colectiva por la Dalia Negra.

En los vestuarios habían colocado una lista de apuestas. Era una tabla toscamente recortada en fieltro, con espacios para apostar etiquetados como: «Resuelto: se paga 2 a 1», «Asesinato sexual aleatorio: se paga 4 a 1», «Sin resolver: a la par», «Novio(s): se paga 1 a 4», y «“Red”: no hay apuestas hasta que el sospechoso sea capturado». El «hombre de la pasta» era el sargento Shiner, y de momento el mayor movimiento estaba en el apartado «Novio(s)», con una docena de agentes apuntados; todos habían soltado su billete de diez dólares con la esperanza de ganar doscientos cincuenta.

La sala común era otro espectáculo cómico. Alguien había colgado del dintel las dos mitades de un traje negro barato. Harry Sears, medio borracho, bailaba un vals alrededor de la mujer de la limpieza negra, presentándola como la auténtica Dalia Negra, la mejor ave canora de color después de Billie Holliday. Ambos le daban tragos a la petaca de Harry y la mujer canturreaba canciones gospel, mientras los agentes que intentaban hablar por teléfono se tapaban la oreja libre con la mano.

El trabajo serio también se había contagiado de aquel frenesí. Había agentes dedicados a revisar los registros de matrículas y los callejeros de Huntington Park, tratando de localizar al «Red» que se marchó de San Diego con Betty Short; algunos leían sus cartas de amor, y otros dos hablaban por teléfono con jefatura de tráfico para obtener información sobre las matrículas que Lee había conseguido la noche anterior mientras estaba apostado ante el picadero de Junior Nash. Millard y Loew no estaban, así que dejé mi informe de los interrogatorios y una nota sobre las órdenes de búsqueda que había emitido en una gran bandeja señalada como INFORMES DE CAMPO DETECTIVES. Luego me marché antes de que algún payaso de mayor rango me obligara a unirme al circo.

Estar desocupado me hizo pensar en Lee, lo cual me hizo desear encontrarme de nuevo en la sala común, donde al menos se respiraba cierto sentido del humor en torno a la chica muerta. Pensar en Lee hizo que me irritase y empezase a cavilar sobre Junior Nash, un pistolero profesional más peligroso que cincuenta novios celosos asesinos. Nervioso, volví a convertirme en un policía de la Criminal y me encontré recorriendo Leimert Park en su busca.

Pero era imposible escapar de la Dalia Negra.

Al pasar por la Treinta y nueve con Norton, vi a un grupo de curiosos que contemplaban boquiabiertos el solar vacío, mientras algunos vendedores de helados y perritos calientes voceaban sus productos; una vieja vendía fotos satinadas de Betty Short delante del bar de la Treinta y nueve con Crenshaw, y me pregunté si el encantador Cleo Short le habría proporcionado los negativos a cambio de un sustancial porcentaje. Enfadado, aparté todas aquellas payasadas de mi mente y me puse a trabajar en firme.

Caminé durante cinco horas seguidas por South Crenshaw y South Western, enseñando las fotos de Nash y explicando su modus operandi de buscar a jovencitas negras. Todo lo que obtuve fue la respuesta «No» y la pregunta de «¿Por qué no anda detrás del tipo que hizo pedacitos a esa chica tan guapa, la Dalia?». Hacia media tarde me rendí ante la idea de que quizá Junior Nash se hubiera largado realmente de Los Ángeles. Y, todavía nervioso, me uní de nuevo al circo.

Tras devorar una hamburguesa, llamé al número nocturno de Antivicio y pregunté por locales conocidos donde se reunieran las lesbianas. El agente de guardia fue a buscar en los archivos de inteligencia y volvió con los nombres de tres clubes, todos en la misma manzana de Ventura Boulevard, en la zona del Valle: el Dutchess, el Swank Spot y el La Verne’s Hideaway. Estaba a punto de colgar cuando añadió que se encontraban fuera de la jurisdicción de la policía de Los Ángeles; pertenecían al territorio no incorporado del condado controlado por el departamento del sheriff y seguramente operarían bajo su autorización… a cambio de un precio.

No pensé en jurisdicciones durante mi trayecto hasta el Valle. Pensé en mujeres que iban con mujeres. No en las lesbianas típicas, sino en chicas dulces con facciones duras, como aquella ristra de mujeres con las que me obsequiaban tras los combates. Mientras conducía por el paso Cahuenga, traté de imaginarlas en pareja. Todo lo que pude conseguir fue juntar sus cuerpos, y el olor a linimento y a tapicería de coche… ninguna cara. Entonces usé los rostros de Betty/Beth y Linda/Lorna, las fotos policiales y del carnet de instituto combinadas con los cuerpos de las chicas que recordaba de mis últimos combates como profesional. La imagen se fue haciendo cada vez más y más gráfica; entonces apareció ante mí la manzana 11000 de Ventura Boulevard y tuve una auténtica dosis de mujeres con mujeres.

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