La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 9

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La fachada del Swank Spot semejaba una cabaña de troncos, con dobles puertas batientes como las de los bares en las películas del Oeste. El interior era pequeño y escasamente iluminado; necesité varios segundos para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Cuando lo conseguí, me encontré como con una veintena de mujeres que me desafiaban a bajar la vista.

Algunas de ellas eran marimachos con camisetas caqui y pantalones de soldado; otras eran chicas delicadas con faldas y jerséis. Una tipa corpulenta y malcarada me miró de la cabeza a los pies; la chica que se hallaba a su lado, una esbelta pelirroja, apoyó la cabeza sobre su hombro y pasó un brazo alrededor de su gruesa cintura. Al sentir que empezaba a sudar, busqué la barra con la mirada y también a alguien que tuviera pinta de estar al mando. Divisé un pequeño salón al fondo del local, con sillas de bambú y una mesa cubierta con botellas de licor, todo ello rodeado por una pared de neón que parpadeaba primero en púrpura, luego en amarillo y después en naranja. Me dirigí hacia allí y varias parejas entrelazadas se apartaron para dejarme espacio, el justo para que pudiera pasar.

La lesbiana de detrás de la barra me sirvió un trago de whisky y lo plantó ante mí.

—¿Eres de Control de Bebidas? —preguntó.

Tenía unos penetrantes ojos claros; los reflejos del neón los volvían casi traslúcidos. Tuve la extraña sensación de que sabía lo que había estado pensando durante todo el trayecto.

—Homicidios de Los Ángeles —dije, y apuré el trago.

—No estás en tu zona. ¿A quién se han cargado? —preguntó.

Busqué la foto de Betty Short y el carnet de Lorna/Linda y los puse encima de la barra. El whisky había logrado suavizar un poco la ronquera de mi voz.

—¿Has visto a alguna de ellas?

La mujer echó un buen vistazo a las fotos y me las devolvió.

—¿Me estás diciendo que la Dalia es una hermana?

—Dímelo tú.

—Te diré que nunca la he visto salvo en los periódicos, y que a la colegiala no la he visto nunca, porque mis chicas y yo no tratamos con menores. Capice?

Señalé el vaso; la lesbiana volvió a llenarlo. Bebí; mi sudor se volvió caliente y luego se enfrió.

Capice cuando tus chicas me lo digan y yo las crea.

La mujer lanzó un silbido y la zona de la barra se llenó. Cogí las fotos y se las pasé a una mujer que se abrazaba a otra con pinta de leñador. Miraron las fotos y negaron con la cabeza, luego se las entregaron a una mujer que vestía un mono de Hughes Aircraft.

—No —dijo esta—, pero son material de primera.

Se las pasó a una pareja que tenía al lado, que murmuraron «La Dalia Negra» con auténtica conmoción y luego dijeron: «No». La última lesbiana exclamó: «Nyet, nein, no, además no es mi tipo». Me devolvió las fotos con un gesto brusco y luego escupió en el suelo.

—Buenas noches, señoras —dije y me dirigí hacia la puerta, con la palabra «Dalia» murmurada una y otra vez a mi espalda.

En el Dutchess conseguí otros dos tragos gratis, otra docena de miradas hostiles y más respuestas negativas, todo ello envuelto en viejos motivos decorativos ingleses. Al entrar en el La Verne’s Hideaway, estaba medio borracho y me sentía bastante inquieto por algo que no lograba precisar.

El interior del La Verne estaba muy oscuro, con pequeños focos circulares en el techo que arrojaban una luz sombría sobre las paredes cubiertas con un papel barato con dibujo de palmeras. Parejas de lesbianas se arrullaban en los reservados. La visión de dos mujeres besándose me obligó a mirarlas; luego aparté la vista y busqué la barra.

Estaba encastrada en la pared izquierda, un largo mostrador con luces de colores que se reflejaban en un paisaje de la playa de Waikiki. No había nadie atendiéndola, ni clientas sentadas en ninguno de los taburetes. Me dirigí hacia el fondo del local, entre carraspeos para que las tortolitas de los reservados pudieran bajar de sus nubes y volver a la tierra. La estrategia funcionó; los besos y abrazos cesaron, y varios ojos sobresaltados y airados se alzaron para ver llegar las malas noticias.

—Homicidios de Los Ángeles —dije, y le entregué las fotos a la lesbiana que tenía más cerca—. La del pelo negro es Elizabeth Short. La Dalia Negra, si habéis leído los periódicos. La otra es amiga suya. Quiero saber si alguna de vosotras las ha visto y, si es así, con quién.

Las fotos fueron pasando de mano en mano por los reservados; cuando comprendí que tendría que usar una porra si quería obtener algo más que simples respuestas de sí o no, me dediqué a estudiar sus reacciones. Ninguna dijo palabra; todo lo que saqué en limpio de interpretar sus rostros fue expresiones de curiosidad mezcladas en un par de casos con miradas lujuriosas. Las fotos regresaron a mí, entregadas por una mujer corpulenta vestida como un camionero. Las cogí y me dirigí hacia la calle y el aire fresco. Me detuve al ver a una mujer secando vasos detrás de la barra.

Me acerqué, planté mis papeles sobre el mostrador y le hice una seña con el dedo. Cogió la tira de fotos policiales.

—La he visto en el periódico, eso es todo —dijo.

—¿Y esta chica? Se hace llamar Linda Martin.

La mujer alzó el carnet de Lorna/Linda y lo miró con los ojos entornados; por su rostro vi pasar un fugaz destello de reconocimiento.

—No, lo siento.

Me incliné sobre la barra.

—No me mientas, joder. Tiene quince putos años, y ahora suéltalo todo o te meto tal paquete que pasarás los próximos cinco años comiendo coños en Tehachapi.

La lesbiana retrocedió; por un momento casi esperé que cogiera una botella y me la estampara en la cabeza.

—La chica solía venir por aquí —dijo con los ojos clavados en la barra—. Hará unos dos o tres meses. Pero nunca he visto a la Dalia, y creo que a la cría le gustaban los chicos. Me refiero a que se limitaba a sacarles copas a las hermanas y ya está.

Mirando por el rabillo del ojo, vi a una mujer que se disponía a sentarse en un taburete pero cambió de opinión, cogió su bolso y se dirigió hacia la puerta, como asustada por mi conversación con la lesbiana de la barra. Uno de los reflectores iluminó su rostro; percibí un fugaz parecido con Elizabeth Short.

Recogí las fotos, conté hasta diez y salí en busca de la mujer. Cuando llegué a mi coche, ella estaba abriendo la portezuela de un cupé Packard de un blanco reluciente aparcado un par de plazas por delante del mío. Cuando arrancó, conté hasta cinco y la seguí.

Mi vigilancia motorizada me llevó por Ventura Boulevard y el paso Cahuenga hasta llegar a Hollywood. El tráfico era escaso a esas horas de la noche, así que dejé que el Packard permaneciera a varios coches por delante del mío mientras se dirigía hacia el sur por Highland, salía de Hollywood y entraba en el distrito de Hancock Park. La mujer giró a la izquierda en la calle Cuarta, y en cuestión de segundos estábamos en el corazón de Hancock Park, una exclusiva zona que los policías del departamento de Wilshire llamaban «territorio del faisán bajo cristal».

El Packard giró en la esquina de Muirfield Road y se detuvo ante una enorme mansión estilo Tudor con un jardín delantero del tamaño de un campo de fútbol. Seguí adelante y mis faros iluminaron la matrícula trasera del coche: CAL RQ 765. Miré por el retrovisor y vislumbré a la mujer cerrando la portezuela; incluso desde esa distancia resaltaba su esbelta silueta enfundada en piel de zapa.

Cogí por la Tercera para salir de Hancock Park. En Western vi un teléfono público y llamé a la línea nocturna de la jefatura de tráfico para que comprobaran el historial y los antecedentes del propietario de un Packard cupé blanco matrícula CAL RQ 765. El agente me hizo esperar durante casi cinco minutos y luego me pasó el informe:

Madeleine Cathcart Sprague, mujer blanca, nacida 14/11/25, Los Ángeles, South Muirfield Road, 482; no buscada, ninguna infracción, sin antecedentes.

Mientras volvía a casa se me fue pasando el efecto de la bebida. Empecé a preguntarme si Madeleine Cathcart Sprague tenía algo que ver con Betty/Beth y Lorna/Linda, o si solo era una lesbiana rica a la que le gustaban los bajos fondos. Sujetando el volante con una mano, saqué las fotos de Betty Short, superpuse el rostro de Sprague sobre ellas y obtuve un parecido bastante común, razonable. Después me imaginé arrancándole el traje de piel y supe que no me importaría de una manera u otra.

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