La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 13

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A la mañana siguiente me presenté en la Central a las ocho en punto. Quería ayudar a Lee a pasar por la ignominia de su regreso a la Criminal y compartir con él el severo rapapolvo que sin duda le daría Ellis Loew. En nuestras mesas había dos notas idénticas del jefe Green: «Presentarse en mi despacho mañana, 22/1/47, 6 p. m.». Aquellas palabras escritas a mano me dieron muy mala espina.

Lee no apareció a las ocho, y yo me quedé sentado a mi mesa durante la hora siguiente, imaginándolo nervioso y preocupado por la liberación de Bobby de Witt, cautivo de sus fantasmas, y sin la posibilidad de redimirse y escapar de ellos ahora que ya no estaba en el caso de la Dalia. A través del panel que me separaba del despacho del fiscal del distrito, oí los gritos y las súplicas de Loew hablando por teléfono con los editores del Mirror y el Daily News, periódicos republicanos que, según se rumoreaba, simpatizaban con sus aspiraciones políticas. En esencia, les decía que les ayudaría a pisotear al Times y al Herald proporcionándoles información confidencial sobre la Dalia, siempre que en sus titulares no hicieran mucho hincapié en la vida licenciosa de Betty Short y la retrataran como una chica buena que se había desviado un poco del camino recto. Por la satisfacción que percibí en sus palabras antes de colgar, me di cuenta de que los tipos de la prensa habían quedado convencidos y se habían tragado la frase de Loew de: «Cuanta más simpatía atraigamos hacia la chica, más sacaremos cuando ejerza la acusación contra el asesino».

A las diez, Lee seguía sin aparecer. Fui a la sala de reuniones y me leí el abultado expediente del caso E. Short, esperando quedar satisfecho respecto a que el nombre de Madeleine no figuraba en él. Dos horas y doscientas páginas después, quedé satisfecho: su nombre no había sido mencionado por los centenares de personas interrogadas ni en ninguna de las llamadas recibidas para dar información. La única referencia a lesbianas que había en el informe era obviamente cosa de chalados: fanáticos religiosos perturbados que habían llamado para informar de que los miembros de una secta rival eran «monjas lesbianas que habían sacrificado a la chica al papa Pío XII» y «lesbianas que celebraban rituales comunistas anti-Cristo».

A mediodía, Lee aún no había hecho acto de presencia. Llamé a la casa, a University y al hotel El Nido, sin éxito. Decidí aparentar estar ocupado para que nadie me pusiera a trabajar en algo, así que me dediqué a recorrer los tablones y a leer los informes clavados en ellos.

Antes de marcharse a San Diego y Tijuana la noche anterior, Russ Millard había preparado un nuevo sumario en el que decía que él y Harry Sears comprobarían los archivos de la Antivicio en busca de condenados y sospechosos de traficar con pornografía, y luego viajarían a Tijuana para buscar el lugar donde se había rodado la película. Vogel y Koenig no habían conseguido localizar al mexicano de Lorna Martilkova en Gardena, y también viajarían a Tijuana para trabajar en la búsqueda del lugar del rodaje. El día anterior el forense había hecho público el informe de la autopsia, y la madre de Elizabeth Short había estado presente e identificado los restos. Marjorie Graham y Sheryl Saddon habían testificado sobre la vida de Betty en Hollywood, y Red Manley sobre cómo había llevado a Betty desde Dago a Los Ángeles y la había dejado delante del hotel Biltmore el 10 de enero. Una intensa batida por el área que rodeaba el Biltmore no había logrado dar hasta el momento con nadie que la hubiera visto; aún se estaban revisando los archivos de los maníacos y delincuentes sexuales condenados; los cuatro chalados que habían confesado seguían retenidos en la cárcel a la espera de que se comprobaran sus coartadas y de que se les hicieran exámenes psiquiátricos y nuevos interrogatorios. El circo continuaba, las llamadas con nuevas pistas inundaban las centralitas, lo cual conducía a interrogatorios de tercera, cuarta y quinta mano: agentes que hablaban con gente que conocía a gente que conocía a gente que había conocido a la famosa Dalia. Hasta el momento, la resolución del caso seguía siendo tan difícil como encontrar una aguja en un pajar.

Los demás agentes que trabajaban en sus mesas empezaban a mirarme mal, como acusándome de escaquearme, así que regresé a mi cubículo. Madeleine apareció de repente en mi mente: cogí el teléfono y la llamé.

Contestó al tercer tono.

—Residencia Sprague.

—Soy yo. ¿Quieres que nos veamos?

—¿Cuándo?

—Ahora. Te recojo dentro de cuarenta y cinco minutos.

—No vengas aquí. Papá tiene una cena de negocios. ¿Nos vemos en el Red Arrow?

Suspiré.

—Ya sabes que tengo un apartamento.

—Solo lo hago en moteles. Forma parte de mi idiosincrasia de niña rica. ¿En la habitación once del Arrow dentro de cuarenta y cinco minutos?

—Allí estaré —dije, y colgué.

Ellis Loew dio unos golpecitos en el panel.

—A trabajar, Bleichert. Llevas escaqueándote toda la mañana y empiezas a ponerme de los nervios. Y cuando veas a tu compañero fantasma le dices que su numerito de no presentarse le ha costado tres días de paga. Ahora coge un coche y lárgate.

Me largué directamente al motel Red Arrow. El Packard de Madeleine se hallaba estacionado en el callejón que había detrás de los bungalows; la puerta de la habitación número once estaba abierta. Entré, olí su perfume y me esforcé por ver algo en la oscuridad hasta ser recompensado con una risita. Mientras me desvestía, mis ojos se acostumbraron a la falta de luz y vi a Madeleine: un faro desnudo sobre una colcha andrajosa.

Nuestros cuerpos se unieron con tal fuerza que los muelles del colchón golpearon el suelo. Madeleine recorrió mi torso con su boca hasta hundirse entre mis piernas, me puso a punto y luego giró rápidamente hasta tenderse de espaldas. La penetré pensando en Betty y en el consolador que parecía una serpiente; luego borré esa imagen para concentrarme en el papel de pared rasgado que tenía ante mis ojos. Yo quería ir despacio, pero Madeleine jadeó:

—No te contengas, estoy lista.

Empujé con fuerza, haciendo chocar nuestros cuerpos, mis manos agarradas al cabecero. Madeleine pasó las piernas alrededor de mi cuerpo y se aferró al barrote que había por encima de su cabeza, empujando y retorciéndose contra mí. Nos corrimos con segundos de diferencia, en un violento y tenso contrapunto; cuando mi cabeza cayó sobre la almohada, tuve que morderla para calmar mis temblores.

Madeleine se deslizó de debajo de mi cuerpo.

—Cariño, ¿te encuentras bien?

Yo volvía a ver la serpiente. Madeleine me hizo cosquillas; rodé sobre mi espalda y la miré para hacer que la imagen desapareciera.

—Sonríeme. Pon cara de buena y dulce.

Madeleine me obsequió con una sonrisa digna de Pollyanna. Su pintalabios rojo corrido me recordó la sonrisa muerta de la Dalia; cerré los ojos y la abracé con fuerza. Ella me acarició suavemente la espalda, murmurando:

—Bucky, ¿qué ocurre?

Clavé los ojos en las cortinas de la pared de enfrente.

—Ayer cogimos a Linda Martin. Llevaba una copia de una película porno en su bolso, con ella y Betty Short practicando sexo lésbico. La rodaron en Tijuana, y salían cosas bastante desagradables. Me horrorizó, y a mi compañero le horrorizó aún más.

Madeleine dejó de acariciarme.

—¿Mencionó Linda mi nombre?

—No, y he revisado el expediente del caso. No hay ninguna referencia a esas notas que dejaste. Pero tenemos a una mujer policía en la celda de Linda para sacarle información, y si habla estás perdida.

—No estoy preocupada, cariño. Es probable que Linda ni siquiera me recuerde.

Cambié de posición para poder contemplar a Madeleine de cerca. Su pintalabios parecía una borrosa mancha de sangre y se lo limpié con la almohada.

—Nena, estoy ocultando pruebas por ti. Es un trato justo por lo que recibo a cambio, pero aun así me asusta. Así que más vale que seas muy franca conmigo. Te lo preguntaré una sola vez: ¿hay algo que no me hayas contado sobre ti, Betty y Linda?

Madeleine pasó los dedos por mis costillas, explorando las cicatrices que me había dejado el combate con Blanchard.

—Cariño, Betty y yo hicimos el amor una vez, cuando nos conocimos el verano pasado. Solo quería saber cómo sería hacerlo con una chica que se parecía tanto a mí.

Tuve la sensación de hundirme; como si la cama cayera alejándose de debajo de mi cuerpo. Madeleine parecía estar al final de un largo túnel, capturada por alguna especie de extraño truco de cámara.

—Bucky, eso es todo, te juro que eso es todo —dijo, su voz oscilando desde una profunda nada.

Me levanté y me vestí, y solo cuando me ajusté la pistolera con la 38 y las esposas dejé de tener la impresión de caminar sobre arenas movedizas.

—Quédate, cariño, quédate —suplicó Madeleine.

Salí de la habitación antes de sucumbir a su ruego. Una vez en el coche conecté la radio, buscando un poco de sano ruido policial que me distrajera.

—Código cuatro a todas las unidades en Crenshaw y Stocker —rugió el operador de la Central—. Robo, dos muertos, sospechoso muerto. Unidad 4-A-82 informa de que el sospechoso es Raymond Douglas Nash, varón blanco, fugitivo, orden de búsqueda número…

Apagué la radio de un manotazo, y encendí el motor, apreté el acelerador y activé la sirena en lo que me pareció un solo gesto. Al arrancar a toda velocidad, oí la voz de Lee cuando trataba de apaciguarme: «No me digas que no sabes que la chica muerta es un plato mucho más jugoso que Junior Nash»; y mientras me dirigía a toda velocidad hacia el centro, me vi cediendo ante los fantasmas de mi compañero aun sabiendo que el auténtico y real hombre del saco era el asesino de Oklahoma. Cuando entraba en el aparcamiento de la Central, vi a Lee engatusándome, halagándome, presionándome para convencerme y salirse con la suya; y cuando corría escalera arriba, una furia roja me nublaba el cerebro.

Llegué al último escalón gritando:

—¡Blanchard!

Dick Cavanaugh, que salía de la sala común, señaló hacia los servicios. Abrí la puerta de una patada; Lee se estaba lavando las manos en la pila.

Las alzó para mostrármelas, la sangre brotando de las heridas que había en sus nudillos.

—Le he estado dando puñetazos a la pared. En penitencia por lo de Nash.

No era suficiente. Di rienda suelta a la marea escarlata y me abalancé sobre mi mejor amigo, y no acabé hasta que también mis manos estuvieron destrozadas y él quedó inconsciente a mis pies.

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