La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 14

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Perder el primer combate con Blanchard me dio celebridad local, un puesto en la Criminal y cerca de nueve mil dólares en metálico; ganar el segundo me proporcionó una luxación en la muñeca izquierda, dos nudillos dislocados y un día en cama, aturdido a causa de la reacción alérgica provocada por las pastillas de codeína que el capitán Jack me dio al enterarse de la pelea y verme en el cubículo intentando vendarme el puño. Lo único bueno que saqué de mi «victoria» fue veinticuatro horas de respiro de Elizabeth Short; lo peor estaba todavía por llegar: enfrentarme a Lee y Kay para ver si podía salvarnos a los tres, sin perder las pelotas en el intento.

Fui a la casa el miércoles por la tarde, el día en que debíamos despedirnos por fin de la Dalia y el aniversario de la primera semana de la aparición del célebre fiambre. Debíamos reunirnos con Thad Green a las seis de esa tarde, y si había alguna forma de arreglar un poco las cosas con Lee antes de la reunión, tenía que intentarlo.

La puerta principal estaba abierta; en la mesita de café había un ejemplar del Herald abierto por la segunda y tercera páginas. Todos los detritus de mi convulsa vida estaban esparcidos en ellas: la Dalia; el rostro flaco y anguloso de Bobby De Witt, puesto en libertad y de vuelta a casa; Junior Nash, muerto por un agente fuera de servicio después de haber atracado una verdulería japonesa y matado al propietario y a su hijo de catorce años.

—Somos famosos, Dwight.

Kay estaba de pie en el umbral. Me reí; sentí palpitar mis maltrechos nudillos.

—Algo conocidos, quizá. ¿Dónde está Lee?

—No lo sé. Se marchó ayer por la tarde.

—Sabes que se encuentra en apuros, ¿verdad?

—Sé que le diste una paliza.

Me acerqué a ella. El aliento de Kay apestaba a cigarrillos y su cara se veía enrojecida a causa del llanto. La abracé; ella me devolvió el abrazo.

—No te culpo por ello —dijo.

Mi rostro acarició su cabello.

—Es probable que De Witt se encuentre ya en Los Ángeles. Si Lee no vuelve esta noche, vendré aquí para estar contigo.

Kay me apartó.

—No vengas a menos que quieras acostarte conmigo.

—Kay, no puedo hacer eso —dije.

—¿Por qué? ¿Por esa vecina con la que te ves?

Recordé la mentira que le había contado a Lee.

—Sí… no, no es por eso. Es solo que…

—¿Es solo qué, Dwight?

La abracé para que no pudiera mirarme a los ojos y saber que la mitad de lo que iba a contarle me hacía sentir como un niño y la otra mitad como un embustero.

—Que Lee y tú sois mi familia, y él es mi compañero, y hasta que hayamos solucionado este problema en el que anda metido y sepamos si todavía somos compañeros, el que tú y yo nos acostemos no es una buena idea, joder. La chica a la cual he estado viendo no es nada. No significa nada para mí.

—Te asusta cualquier cosa que no sean combates, policías, pistolas y todo eso —dijo Kay, y me abrazó con más fuerza.

Me dejé abrazar, consciente de que me había calado a la perfección. Luego me aparté de ella y conduje hacia el centro en dirección a «Todo Eso».

El reloj que había en la sala de espera de Thad Green dio las seis, y Lee seguía sin aparecer. A las seis y un minuto, la secretaria de Green abrió la puerta y me hizo pasar. El jefe de detectives alzó la vista de su escritorio.

—¿Dónde está Blanchard? Es a él a quien quiero ver en realidad.

—No lo sé, señor —respondí, y permanecí inmóvil en posición de descanso.

Green me señaló una silla. Me senté y el jefe me miró con dureza.

—Tiene cincuenta palabras o menos para explicar la conducta de su compañero la noche del lunes. Le escucho.

—Señor —dije—, la hermana pequeña de Lee fue asesinada cuando él era un crío, y el caso de la Dalia se ha convertido para él en lo que podría llamarse una obsesión. Bobby de Witt, el hombre al que mandó a la cárcel por el asunto del Boulevard-Citizens, salió ayer, y hace una semana matamos a esos cuatro tipos. La película fue la gota que colmó el vaso. Hizo que Lee estallara, y montó ese escándalo en el bar de lesbianas porque pensó que podría conseguir alguna pista sobre el tipo que rodó la película.

Green, que no había parado de asentir todo el rato, dejó de hacerlo.

—Habla usted igual que un picapleitos que intenta justificar las acciones de su cliente. En mi departamento, un hombre deja aparcado su bagaje emocional en cuanto se coloca la placa, o de lo contrario no tiene cabida en él. Pero a fin de hacerle ver que no estoy totalmente en contra de Blanchard, le diré algo: voy a suspenderle del servicio para que se enfrente a una investigación, pero no por el numerito que montó la noche del lunes. Voy a suspenderle por un informe en el que afirmaba que Junior Nash se había largado de nuestra jurisdicción. Creo que ese informe era falso. ¿Qué piensa usted, agente?

Sentí que las piernas me flaqueaban.

—Yo lo creí, señor.

—Entonces no es usted tan inteligente como su expediente de la academia me había hecho creer. Cuando vea a Blanchard, dígale que devuelva su arma y su placa. Usted sigue en la investigación del caso Short, y le conmino a que no se enzarce en más peleas en propiedad municipal. Buenas tardes, agente.

Me puse en pie, saludé y giré sobre mis talones para salir del despacho, manteniendo mi paso marcial a lo largo de todo el pasillo hasta llegar a la sala común. Cogí el primer teléfono que vi y llamé a la casa, a University y al hotel El Nido, sin ningún resultado. Entonces un oscuro pensamiento cruzó por mi mente y marqué el número de la Oficina de Libertad Condicional del condado.

—Libertad Condicional del condado de Los Ángeles —respondió una voz masculina—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Agente Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles. Necesito saber dónde se encuentra un tipo que ha salido recientemente de la cárcel.

—Dispare, agente.

—Robert «Bobby» De Witt. Salió ayer de San Quintín.

—Esa es fácil. Todavía no se ha presentado a su agente de la condicional. Llamamos a la estación de autobuses de Santa Rosa y averiguamos que De Witt no compró un billete para Los Ángeles, sino para San Diego, donde hará transbordo hacia Tijuana. Todavía no hemos emitido la orden de búsqueda. Su agente de la condicional cree que De Witt puede haberse largado a Tijuana para esconderse. Va a darle de plazo hasta mañana para que se presente.

Colgué, aliviado al saber que De Witt no pensaba encaminarse directamente a Los Ángeles. Con la idea de buscar a Lee, bajé en el ascensor hasta el aparcamiento y vi a Russ Millard y Harry Sears, que se dirigían hacia la escalera de atrás. Russ me vio y me hizo una seña con el dedo; me acerqué a toda prisa hasta ellos.

—¿Qué pasó en Tijuana? —pregunté.

Harry, con el aliento oliendo a Sen-Sen, respondió:

—Nada sobre la película. Buscamos el lugar del rodaje y no dimos con él, así que interrogamos a unos cuantos traficantes de porno. Doble nada. Hablamos con algunos conocidos de Short en Dago: triple nada. Yo…

Millard puso una mano sobre el hombro de su compañero.

—Bucky, Blanchard está en Tijuana. Un agente fronterizo con el que hablamos lo vio y lo reconoció gracias a toda la publicidad del combate. Andaba con un grupo de rurales de aspecto bastante duro.

Pensé en De Witt dirigiéndose hacia Tijuana y me pregunté por qué razón estaría hablando Lee con la policía estatal mexicana.

—¿Cuándo?

—Anoche —respondió Sears—. Loew, Vogel y Koenig también están allí, en el hotel Divisidero. Han estado hablando con algunos polis de Tijuana. Russ cree que tratan de encontrar algún chicano al que cargarle lo de la Dalia.

La imagen de Lee expulsó de mi mente a los demonios de la pornografía; lo vi tumbado a mis pies, cubierto de sangre, y me estremecí.

—Lo cual es una estupidez —comentó Millard—, porque Meg Caulfield ha logrado sacarle a Martilkova quién es el tipo en cuestión. Se trata de un blanco llamado Walter «Duke» Wellington. Comprobamos su expediente en la Antivicio y tiene media docena de cargos por proxenetismo y tráfico de material pornográfico. En principio, perfecto, salvo por el hecho de que el capitán Jack ha recibido una carta de Wellington con matasellos de hace tres días. Se ha escondido, asustado por toda la publicidad de la Dalia, y confiesa haber rodado la película con Betty Short y Lorna. Tenía miedo de que le cargaran el crimen, por lo que ha mandado una detallada coartada que abarca todos los días en que Betty estuvo desaparecida. Jack la ha comprobado personalmente y su coartada no presenta fisuras. Wellington ha mandado una copia de la carta al Herald y van a publicarla mañana.

—Entonces ¿Lorna estaba mintiendo para protegerle? —dije.

Sears asintió.

—Eso parece. Aun así, Wellington sigue fugado por sus viejas acusaciones de proxenetismo. Lorna no ha soltado nada más después de contarle eso a Meg. Y aquí viene lo bueno: llamamos a Loew para explicarle que todo eso del mexicano era una idiotez, pero un amigo nuestro de los rurales nos ha dicho que Vogel y Koenig continúan interrogando a chicanos.

El circo comenzaba a convertirse en una farsa.

—Si la carta del periódico echa por tierra su trabajito en México —dije—, empezarán a buscar a alguien de por aquí para que cargue con el mochuelo. Deberíamos mantener esta información a salvo de ellos. Lee está suspendido de servicio, pero tiene copias del expediente y las guarda en la habitación de un hotel en Hollywood. Tendríamos que ir allí y usarla para guardar nuestro material.

Millard y Sears asintieron lentamente; entonces caí en la cuenta de cuál era el auténtico problema.

—Los de libertad condicional me han dicho que Bobby De Witt ha sacado un billete para Tijuana. Si Lee también está allí, puede que haya jaleo.

Millard se estremeció.

—Esto no me gusta nada. De Witt es un mal bicho, y puede que haya descubierto que Lee iba hacia allí. Llamaré a la Patrulla de Fronteras y haré que emitan una orden de detención contra él.

De repente lo tuve muy claro.

—Voy a ir.

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