La Dalia Negra

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II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 16

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El asesinato de Bobby De Witt obtuvo media columna en el L.A. Mirror; yo conseguí un día libre de un Ellis Loew sorprendentemente solícito, y la desaparición de Lee toda una brigada de la policía metropolitana trabajando a jornada completa.

Pasé la mayor parte de mi día libre en el despacho del capitán Jack, siendo interrogado. Me hicieron cientos de preguntas sobre Lee, desde las razones de su estallido al ver la película y el numerito en el La Verne’s Hideaway, hasta su obsesión con el caso Short, el informe sobre Nash y su amancebamiento con Kay. Fui bastante parco y evasivo con los hechos, y mentí por omisión: mantuve la boca cerrada sobre el consumo de Benzedrina, los archivos guardados en su habitación de El Nido y su casta convivencia. Los tipos duros de la metropolitana me preguntaron repetidas veces si creía que Lee había matado a Bobby De Witt y Félix Chasco; yo les respondí que Lee era incapaz de cometer un asesinato. Cuando me pidieron que diera mi interpretación sobre la huida de mi compañero, les hablé de la paliza que le propiné por el caso Nash, y añadí que era ex boxeador y puede que pronto ex policía, demasiado mayor para volver a pelear y demasiado temperamental para llevar una vida civil normal, y que probablemente el interior de México era un sitio tan bueno como cualquier otro para un hombre como él. A medida que el interrogatorio se desarrollaba, tuve la sensación de que a ellos no les interesaba la seguridad de Lee: estaban preparando la acusación para expulsarle de la policía de Los Ángeles. Me dijeron repetidas veces que no metiera mis narices en su investigación, y cada vez que asentía me clavaba las uñas en las palmas para no gritarles insultos y cosas aún peores.

Desde el Ayuntamiento fui a ver a Kay. Dos matones de la metropolitana ya la habían visitado, acribillándola a preguntas acerca de su vida con Lee y repasando su antigua relación con Bobby De Witt. La gélida mirada que me dirigió sugería que yo era escoria por pertenecer al mismo departamento que ellos. Cuando traté de consolarla y ofrecerle alguna seguridad de que Lee volvería, dijo «¿Y qué más?», y me apartó de un empujón.

Después fui a echar un vistazo a la habitación 204 del hotel El Nido, con la esperanza de que hubiera algún mensaje, alguna pista que dijera: «Volveré, y los tres seguiremos adelante». Lo que hallé fue un santuario consagrado a Elizabeth Short.

La habitación era el típico cuchitril para solteros de Hollywood: cama, lavabo y un armario pequeño. Pero las paredes estaban adornadas con retratos de Betty Short, fotos de periódicos y revistas, imágenes horrendas de la Treinta y nueve con Norton, docenas de ellas ampliadas para magnificar cada uno de sus escabrosos detalles. La cama estaba cubierta de cajas de cartón: un expediente de investigación completo, con copias de un sinfín de informes, listas de llamadas con pistas, índices de pruebas, identificaciones y registros de interrogatorios, todo ello archivado de forma alfabética.

Como no tenía nada que hacer y a nadie con quien hacerlo, empecé a ojear las carpetas. La cantidad de información resultaba impresionante, el esfuerzo para reunirla más impresionante aún, y lo más impresionante de todo era el hecho de que toda ella hiciera referencia a una chica estúpida. No sabía qué hacer, si quitarme el sombrero ante Betty Short o arrancarla de las paredes, así que al salir de allí hablé con el conserje, le pagué un mes por adelantado y me quedé con la habitación tal y como le había prometido a Millard y Sears, aunque en realidad la estaba conservando para el sargento Leland C. Blanchard.

Quien se encontraba perdido en alguna parte del Gran Vacío.

Llamé a la sección de clasificados del Times, el Mirror, el Herald y el Daily News, y puse en todos ellos un anuncio personal por tiempo indefinido: «Fuego: la habitación de la flor nocturna seguirá intacta. Mándame un mensaje. Hielo». Una vez hecho eso, conduje hasta el único lugar desde el cual se me ocurría que podría enviarle un mensaje a Lee.

La Treinta y nueve con Norton no era más que una manzana de solares vacíos. No había arcos voltaicos, ni coches de policía, ni mirones nocturnos. Mientras estaba allí el viento de Santa Ana empezó a soplar, y cuanto más ansiaba que Lee regresara, más consciente era de que mi emocionante vida de gran policía se había esfumado al igual que la chica muerta favorita de todos.

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