La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 17

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Por la mañana envié un mensaje a los jefazos. Escondido en un cuarto de almacenaje situado al final del pasillo donde estaba mi cubículo, redacté una carta en la que pedía el traslado. Hice una copia para Loew, otra para Russ Millard y otra para el capitán Jack. La carta decía así:

Pido que se me aparte de inmediato de la investigación sobre Elizabeth Short y se me transfiera de nuevo a mi puesto en la División Central Criminal. Tengo la impresión de que el personal asignado al caso Short es más que suficiente y está compuesto por agentes con mucha más experiencia que yo, y que yo podría servir con más efectividad al departamento si desarrollara mi trabajo en la Criminal. Además, con el sargento L. C. Blanchard desaparecido, pasaré a convertirme en el agente de mayor rango y necesitaré un sustituto en un momento en que seguramente haya una larga lista de casos atrasados prioritarios. A fin de prepararme para alcanzar el grado de oficial en la Criminal, he estado estudiando para el examen de sargento y espero aprobarlo en la siguiente promoción de esta primavera. Pienso que esto me servirá como entrenamiento para el mando y compensará mi relativa falta de experiencia como agente de paisano.

Respetuosamente,

Dwight W. Bleichert, Placa 1611,

Central de Detectives

Cuando hube terminado, releí la carta y decidí que contenía la mezcla exacta de respeto y exasperación, y que esa verdad a medias sobre el examen de sargento era un buen argumento final. Estaba firmando las copias cuando oí un tremendo alboroto en la sala común.

Doblé las hojas, las guardé en el bolsillo de mi chaqueta y fui a ver qué pasaba. Un grupo de detectives y técnicos de laboratorio con batas blancas estaban reunidos alrededor de una mesa, examinando lo que había en ella, hablando atropelladamente y gesticulando. Me uní a ellos para ver qué les ponía tan nerviosos.

—¡Hostia puta! —murmuré al acercarme.

En una bandeja metálica para pruebas había un sobre. Estaba sellado y franqueado y despedía un leve olor a gasolina. La parte delantera estaba cubierta con letras recortadas de periódicos y revistas, pegadas sobre la superficie blanca. Las letras formaban estas palabras:

AL HERALD Y OTROS PERIÓDICOS DE LOS ÁNGELES.

AQUÍ ESTÁN LAS PERTENENCIAS DE LA DALIA.

SEGUIRÁ UNA CARTA.

Un hombre del laboratorio que llevaba guantes de goma abrió el sobre y extrajo su contenido: una pequeña agenda negra, una tarjeta de la Seguridad Social dentro de una funda de plástico y un delgado fajo de fotografías. Agucé la vista para leer el nombre que había en la tarjeta —Elizabeth Ann Short—, y supe que el caso de la Dalia había estallado definitivamente. El hombre que estaba a mi lado explicaba cómo había sido la entrega: un cartero encontró el sobre en un buzón cercano a la biblioteca del centro, a punto estuvo de sufrir un ataque cardíaco, y luego llamó a los primeros agentes que encontró, los cuales llevaron rápidamente el trofeo a la Central.

Ellis Loew se abrió paso por entre los técnicos del laboratorio, con Fritzie Vogel pisándole los talones. El jefe del equipo forense gesticuló airadamente y la sala se llenó de una cacofonía de voces excitadas que hacían especulaciones. Entonces se oyó un fuerte silbido y Russ Millard gritó:

—Maldita sea, retrocedan y déjenles trabajar. Y guarden un poco de silencio.

Eso hicimos.

Los técnicos se abalanzaron encima del sobre, espolvoreándolo de polvo para huellas, hojeando las páginas de la agenda, examinando las fotos y comunicándose los hallazgos entre ellos como cirujanos en la mesa de operaciones:

—Dos parciales latentes en la solapa del dorso, borrosas, solo uno o dos puntos de comparación, no es suficiente para cotejarlas en los archivos, quizá sirvan para compararlas con las de futuros sospechosos…

—No hay huellas en la tarjeta de la Seguridad Social…

—Páginas de la agenda legibles pero impregnadas de gasolina, imposible que hayan quedado latentes. Casi todos los nombres y números de teléfono son de hombres, no clasificados alfabéticamente, algunas páginas arrancadas…

—Las fotos son de Short con militares de uniforme, los rostros de los hombres han sido tachados…

Aturdido, me pregunté: ¿seguirá una carta? ¿Se había ido al traste mi teoría sobre un crimen aleatorio? Dado que todo ese material había sido enviado obviamente por el asesino, ¿era él uno de los militares de las fotos? ¿Estaba jugando por correo al gato y al ratón, o era el principio de su entrega y confesión? A mi alrededor, otros policías rumiaban la misma información y se hacían las mismas preguntas, conversaban en grupitos de dos o tres o parecían abstraídos, como si estuvieran hablando consigo mismos. Los técnicos del laboratorio se marcharon con la plétora de nuevos datos, acunándolos en sus manos enguantadas en goma. Después, el único hombre sereno en toda la sala volvió a silbar.

Y una vez más se calmó el tumulto. Russ Millard, con rostro inescrutable, contó nuestras cabezas y señaló hacia el tablero con los informes. Formamos una hilera ante él.

—No sé qué significa todo esto —dijo Millard—, aunque estoy bastante seguro de que la persona que lo ha enviado es el asesino. Los chicos del laboratorio van a necesitar más tiempo para trabajar con el sobre, y luego harán fotos de las páginas y nos darán una lista de gente a la que interrogar.

—Russ, está jugando con nosotros —dijo Dick Cavanaugh—. Varias páginas han sido arrancadas y te apuesto diez contra uno a que su nombre se encontraba en alguna de ellas.

Millard sonrió.

—Quizá sí, quizá no. Quizá está loco y quiere que lo pillen, quizá algunas de las personas que hay en esa agenda lo conocen. Quizá los técnicos logren sacar latentes de las fotos o consigan identificar a alguno de esos hombres gracias a las insignias de sus uniformes. Quizá el cabrón acabe mandando una carta. Hay muchos quizás, así que os diré de lo que estamos seguros: vosotros once dejaréis lo que estabais haciendo y rastrearéis el área alrededor del buzón donde se encontró el sobre. Harry y yo repasaremos el expediente para ver si alguno de nuestros anteriores sospechosos vive o trabaja por allí. Después, cuando tengamos la lista de nombres de la agenda, empezaremos a trabajar con mucha discreción: Betty era bastante liberal en sus relaciones con los hombres y romper hogares no entra en mi estilo. ¿Harry?

Sears estaba de pie junto al mapa mural del centro de Los Ángeles, sosteniendo una pluma y una tablilla para anotaciones.

—Ha-ha-haremos batidas a pi-pi-pie —tartamudeó.

Vi el sello de «Rechazada» sobre mi petición de traslado. Y entonces oí una discusión en la otra punta de la sala.

Quienes discutían eran Ellis Loew y Jack Tierney, ambos intentando imponerse a su oponente sin levantar demasiado la voz. Se ocultaban detrás de un panel de pared en busca de intimidad, y yo me escondí tras un cubículo de teléfono para poner la oreja, esperando enterarme de algo sobre Lee.

Pero su discusión no era acerca de Lee: hablaban de «Ella».

—… Jack, Horrall quiere retirar a tres cuartas partes de los hombres de la investigación. Con propuesta de fondos o sin ella, cree que ya les ha dado suficiente espectáculo a los votantes. Podemos pasar por encima de él y concentrarnos en los nombres de la agenda al cien por cien. Cuanta más publicidad reciba el caso, más poder tendremos sobre Horrall…

—Ellis, maldita sea…

—No. Tú escúchame. Antes yo era partidario de ocultar cualquier indicio de que la chica fuera una fulana. Bien, tal como lo veo ahora, la cosa ya se ha hecho demasiado pública y es imposible taparla. Sabemos lo que era y nos lo confirmarán como unas doscientas veces los hombres que aparecen en esa agenda negra. Tenemos que hacer que nuestros hombres los interroguen, yo iré pasándoles sus nombres a mis contactos de la prensa, y así conseguiremos mantener todo este asunto candente hasta que pillemos al asesino.

—Me parece una estupidez, Ellis. Es probable que el nombre del asesino no figure en la agenda. Se trata de un psicópata que nos enseña el trasero y nos dice: «A ver qué podéis sacar de esto». Y que la chica era una zorra, Ellis, lo he sabido desde el principio, igual que tú. Pero puede que el tiro nos salga por la culata. Estoy trabajando en otra media docena de homicidios sin contar con apenas personal, y si los hombres casados de esa agenda ven sus nombres en los periódicos sus vidas se irán a la mierda solo porque buscaron a Betty Short para pasar un buen rato con ella.

Se produjo un largo silencio.

—Jack —dijo Loew al fin—, sabes que tarde o temprano seré fiscal del distrito. Si no es el año que viene, será en el 52. También sabes que Green se jubilará dentro de unos años y a quién quiero para sustituirle. Jack, tengo treinta y seis años y tú cuarenta y nueve. Es posible que a mí se me presente otra gran oportunidad como esta. A ti no. Por el amor de Dios, intenta ver todo esto con algo de perspectiva.

Otro silencio. Me imaginé al capitán Jack Tierney sopesando los pros y los contras de vender su alma a un Satanás con una llavecita de la Phi Beta Kappa y que se empalmaba con la idea de gobernar la ciudad de Los Ángeles. Cuando le oí decir «De acuerdo, Ellis», hice pedazos mi petición de traslado y me marché para unirme de nuevo al circo.

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