La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 18

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18

Durante los diez días siguientes, el circo se convirtió en una completa farsa, con alguna que otra tragedia incluida.

No se obtuvo ninguna pista más de la «Carta de la Muerte», y los doscientos cuarenta y tres nombres de la agenda fueron repartidos entre cuatro equipos, el escaso número de policías que Jack Tierney había planeado destinar a fin de sacarle el máximo jugo posible a esa parte de la investigación de cara a la radio y los periódicos. Russ Millard pidió veinte equipos y una batida rápida y limpia; el capitán Jack, respaldado por el fiscal Satanás, se negó. Cuando el gran Bill Koenig fue considerado demasiado inflamable para participar en los interrogatorios y le encargaron trabajo de papeleo, me pusieron de pareja con Fritz Vogel. Juntos interrogamos a unas cincuenta personas, hombres en su mayoría, indagando sobre su relación con Elizabeth Short. Oímos las historias predecibles de tipos que se encontraron con Betty en los bares y le pagaron las copas y la cena, escucharon sus fantasías de que era la novia o la viuda de un héroe de guerra, y se acostaron o no con ella. Algunos ni tan siquiera habían conocido a la famosa Dalia: eran «amigos de unos amigos», y sus nombres habían sido transmitidos gracias a la camaradería de los puteros.

De nuestro grupo de nombres, dieciséis de los tipos fueron calificados por Fritzie como «Jodedores Certificados de la Dalia». Casi todos pertenecían al escalafón más bajo del mundo del cine: agentes, cazatalentos y directores de casting que rondaban por la farmacia Schwab’s en busca de chicas crédulas que aspiraban a ser estrellas, con promesas huecas en sus labios y condones Trojan en los bolsillos. Contaban orgullosos o avergonzados historias de cama tan tristes como los cuentos de Betty sobre la dicha alcanzada con sus sementales de uniforme. En última instancia, los hombres que figuraban en la agenda negra de Elizabeth Short acabaron teniendo dos cosas en común: sus nombres salieron en los periódicos de Los Ángeles y todos explicaron coartadas que los eliminaron como sospechosos. Y a la sala común llegaron rumores de que una cantidad considerable de ellos no habían aparecido en los medios por estar casados.

Las mujeres formaban un grupo bastante variado. La mayoría eran solo conocidas: chicas con las que había charlado, compañeras a la caza de copas gratis y aspirantes a actrices con rumbo a ninguna parte. Más o menos una docena eran prostitutas y semiprofesionales, amigas del alma instantáneas que Betty había conocido en los bares. Nos dieron pistas que, en las investigaciones posteriores, no condujeron a nada: básicamente contaron que Betty se vendía por su cuenta a los asistentes a convenciones celebradas en hoteles de baja categoría del centro. También explicaron reticentes que lo hacía muy rara vez, y no pudieron identificar el nombre de ninguno de sus clientes; el recorrido por los hoteles hecho por Fritzie no dio resultado alguno, y el hecho de que varias mujeres de la agenda —que los archivos confirmaron como prostitutas— no pudieran ser localizadas lo cabreó todavía más.

El nombre de Madeleine Sprague no aparecía en la agenda, y tampoco surgió en ninguno de mis interrogatorios posteriores. Ninguno de los doscientos cuarenta y tres nombres revelaba pistas que condujeran a lesbianas o a bares frecuentados por estas, y todas las noches comprobaba los informes colgados en los tablones de University para ver si alguno de los otros equipos había dado con ella. No fue así, y empecé a sentirme bastante seguro en cuanto a mi maniobra de ocultación de pruebas.

Mientras las investigaciones sobre la agenda copaban la mayor parte de los titulares, el resto del circo continuaba su marcha: soplos y chivatazos de todo tipo hacían malgastar miles de horas de tiempo policial; cartas y llamadas envenenadas obligaban a los agentes locales a lidiar con todos los chalados llenos de odio que se dedicaban a lanzar acusaciones contra sus enemigos por centenares de ofensas, graves o nimias. Cualquier vestido de mujer que se encontraba en la basura era examinado en el laboratorio de la Central, y cada prenda femenina de la talla de la Dalia desencadenaba otro exhaustivo rastreo en el vecindario del hallazgo.

La mayor sorpresa de mis rondas con la agenda negra fue Fritz Vogel. Libre de Bill Koenig, poseía un sorprendente ingenio y, dentro de su estilo rudo y agresivo, resultó ser un interrogador tan hábil y astuto como Russ Millard. Sabía cuándo había que presionar en busca de información, golpeando rápido y duro, impulsado por un rencor personal que sin embargo era capaz de apartar de su mente cuando el interrogado soltaba lo que queríamos saber. A veces tenía la sensación de que se contenía por respeto a mi estilo interrogador de buen chico, de que el pragmático que había en él sabía que era la mejor manera de obtener resultados. Nos convertimos rápidamente en un eficaz equipo de poli bueno-poli malo, y me di cuenta de que yo ejercía una buena influencia sobre Fritzie, de que era un freno y un contrapeso a su confeso entusiasmo por hacer daño a los criminales. Empezó a concederme un cauteloso respeto por lo que le había hecho a Bobby De Witt, y al cabo de unos días de iniciada nuestra relación provisional ya bromeábamos en un alemán chapurreado para matar el tiempo en los trayectos de un interrogatorio a otro. Cuando estaba conmigo, Fritzie no soltaba sus típicas diatribas y se portaba más como un policía normal, aunque con cierta vena malvada. Hablaba de la Dalia y de su ansiado grado de teniente, pero no de encontrar a un tipo que cargara con el mochuelo, y dado que nunca trató de colarme informaciones falsas y cumplía diligentemente con sus informes, acabé por pensar que o Loew había renunciado a su idea o estaba a la espera de una oportunidad mejor. También me daba cuenta de que Fritzie siempre estaba tomándome la medida, consciente de que Koenig nunca llegaría a ser un compañero a la altura como detective, pero, con Lee desaparecido, tal vez yo sí. Ese proceso de apreciación me halagaba y me obligó a mantener la guardia muy alta en todo momento durante los interrogatorios. Cuando trabajaba con Lee en la Criminal, siempre había sido el segundo de a bordo, y si Fritzie y yo acabábamos siendo compañeros quería hacerle saber que yo no actuaría como el secundario —o el lacayo—, como hacía Harry Sears con Russ Millard.

Millard, la antítesis policial de Fritzie, ejercía su propia presión sobre mí. Se acostumbró a usar la habitación 204 del hotel El Nido como su oficina de campaña, e iba allí al final del turno diario para leer la soberbia colección de documentos y archivos reunida por Lee. Con este desaparecido, el tiempo pesaba sobre mí como una losa y casi todas las tardes me reunía allí con él. Cuando Millard miraba las espantosas imágenes de la Dalia, siempre se persignaba y murmuraba con reverencia: «Elizabeth»; al marcharse, decía: «Le cogeré, querida». Siempre se iba a las ocho en punto para volver a casa con su mujer y sus hijos. Que un hombre pudiera sentirse tan afectado y aun así fuera capaz de apartar el asunto de su mente con tal facilidad me asombraba. Un día le hablé de ello.

—No permitiré que la brutalidad gobierne mi vida —me respondió.

Después de las ocho, mi propia vida estaba gobernada por dos mujeres, por el fuego cruzado de sus extrañas y fuertes voluntades.

Cuando salía de El Nido iba a ver a Kay. Con Lee desaparecido y sin dinero para pagar las facturas, tuvo que buscar un trabajo a jornada completa, y lo encontró: un puesto de maestra en una escuela de primaria, a unas manzanas del Strip. Cuando yo llegaba, Kay estaba sentada ante los trabajos de sus alumnos, examinando con aire estoico los dibujos de los críos, alegre de verme pero con un fondo de causticidad, como si continuar con la fachada del «todo como siempre» le permitiera mantener a raya su pena por la ausencia de Lee y su desprecio ante mi reluctancia. Para hacer mella en esa fachada, le dije que la amaba, pero que solo me mudaría allí con ella cuando la desaparición de Lee se hubiera resuelto; ella me respondía con un exceso de erudita jerga psicológica sobre nuestra tercera parte ausente, dándole la vuelta a la educación que él le había pagado para utilizarla como un arma en su contra. Yo explotaba ante frases como «tendencias paranoicas» o «egoísmo patológico» y le respondía una y otra vez: «Él te salvó, él te creó». A lo cual Kay replicaba: «Él solo me ayudó». Yo no tenía respuesta a la verdad que había detrás de toda aquella jerga y al hecho de que sin Lee como eje central los dos éramos como cabos sueltos, una familia sin patriarca. Era ese estancamiento emocional el que me hizo salir de la casa diez noches seguidas… directo al motel Red Arrow.

Y de esa forma me llevaba a Kay conmigo a mi relación con Madeleine.

Primero follábamos, después hablábamos. La conversación giraba siempre en torno a la familia de Madeleine, seguida por fantasías que yo elaboraba para no sentirme tan pequeño ante sus relatos. La descarada chica tenía a su papá, el barón de los ladrones, el gran Emmett Sprague, compinche de Mack Sennett en los días del incipiente esplendor de Hollywood; a su mamá, atiborrada de elixires medicinales y con ínfulas de experta en arte, descendiente directa de los grandes terratenientes californianos, los Cathcart; a su hermana Martha, el genio de la familia, una destacada artista publicitaria, una de las estrellas emergentes de las prestigiosas agencias del centro. Y, como secundarios de lujo, estaban el alcalde Fletcher Bowron; el gángster interesado en las relaciones públicas, Mickey Cohen; y el «soñador» Georgie Tilden, el antiguo escudero de Emmett, el hijo de un famoso anatomista escocés y artista fracasado del cine mudo. Los Doheny, los Sepúlveda y los Mulholland también eran amigos íntimos de la familia, así como el gobernador Earl Warren y Burton Fitts, el fiscal del distrito. Yo solo tenía al senil Dolph Bleichert, a la difunta Greta Heilbrunner Bleichert, a los japoneses a los que había delatado y a algunos conocidos del boxeo, así que hilaba historias casi de la nada: medallas ganadas en la escuela, bailes de graduación, trabajar de guardaespaldas de Franklin Delano Roosevelt en 1943. Trataba así de enmascarar mi anodina vida hasta que llegaba de nuevo la hora de follar, agradecido al hecho de que siempre mantuviéramos las luces apagadas entre nuestros combates, de modo que Madeleine no pudiera leer mi expresión y darse cuenta de que lo que me hacía correrme era la avidez de todo eso.

O la Dalia.

La primera vez ocurrió de forma accidental. Hacíamos el amor, los dos cerca del clímax. Mi mano resbaló por el barrote del cabecero y accionó sin querer el interruptor de la pared, iluminando a Betty Short bajo mi cuerpo. Durante unos breves segundos creí que era ella y grité llamando a Lee y Kay para que me ayudaran. Cuando mi amante volvió a ser Madeleine, alargué la mano hacia el interruptor pero ella me cogió por la muñeca. Embistiendo con fuerza, haciendo crujir los muelles bajo aquella luz deslumbrante, cambié a Madeleine por Betty: hice que sus ojos fueran azules en vez de castaños, fabriqué el cuerpo de Betty a partir del que aparecía en la película y la hice articular en silencio: «No, por favor». Cuando me corría, supe que nunca podría ser tan maravilloso si solo tenía a Madeleine, y cuando la chica arrogante murmuró: «Sabía que, tarde o temprano, ella te poseería», lloré sin lágrimas y confesé que todas las historias que había contado sobre mi almohada eran mentiras, y acto seguido le solté la historia real de Lee y Kay y Bucky, hasta llegar a la obsesión del señor Fuego por la chica muerta y cómo se había esfumado de la faz de la tierra. Cuando hube terminado, Madeleine dijo:

—Nunca seré una maestra de Sioux Falls, Dakota del Sur, pero seré Betty o quien tú quieras que sea.

Dejé que acariciara mi cabeza, agradecido por no tener que mentir más, pero triste porque era ella mi confesora, y no Kay.

Y así Elizabeth Short y yo nos unimos formalmente.

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