La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 20

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Los siguientes agentes de la División Central y de la Brigada de Detectives asignados de forma temporal a la investigación del caso E. Short volverán a sus puestos habituales, con carácter efectivo a partir de mañana, 6/2/47:

Sgto. T. Anders – reg. a Central Fraudes.

Det. J. Arcola – reg. a Central Robos.

Sgto. R. Cavanaugh – reg. a Central Atracos.

Det. G. Ellison – reg. a Central Detectives.

Det. A. Grimes – reg. a Central Detectives.

Det. C. Ligget – reg. a Central Juvenil.

Det. R. Navarette – reg. a Central Fraudes.

Sgto. J. Pratt – reg. a Central Homicidios. (Ver a teniente Ruley para asignación de puesto).

Det. J. Smith – reg. a Central Homicidios. (Ver a teniente Ruley).

Det. W. Smith – reg. a Central Detectives.

El jefe Horrall y su ayudante el jefe Green desean darles las gracias por su colaboración en este caso y, de forma muy especial, por las muchas horas de trabajo extra invertidas en él. A todos ustedes se les enviarán cartas personales de felicitación con una mención honorífica.

Con mi agradecimiento personal,

Capitán J. V. Tierney,

jefe de la Central de Detectives

Entre el tablón de anuncios y la oficina de Millard habría unos diez metros; los cubrí en aproximadamente una décima de segundo. Russ alzó la vista de su escritorio.

—Hola, Bucky. ¿Cómo va?

—¿Por qué no aparezco en esa lista de traslados?

—Le pedí a Jack que te mantuviera en el caso Short.

—¿Por qué?

—Porque vas a convertirte en un detective condenadamente bueno y Harry se retira en el 50. ¿Quieres más?

Me estaba preguntando qué decir cuando sonó el teléfono. Russ descolgó y dijo:

—Central de Homicidios, Millard.

Permaneció a la escucha durante unos instantes y luego me señaló una extensión que había sobre la mesa frente a él. Levanté el auricular y oí una profunda voz masculina a mitad de frase:

—… de la unidad del DIC en Fort Dix. Ya sé que les han fastidiado con un montón de confesiones inútiles, pero esta me ha parecido bastante buena.

—Siga, comandante —dijo Russ.

—El nombre del soldado es Joseph Dulange. Es un policía militar y sirve en la compañía del puesto de mando aquí en Dix. Le hizo la confesión a su oficial después de una borrachera. Sus compañeros dicen que lleva siempre un cuchillo, y que voló a Los Ángeles de permiso el 8 de enero. Además de eso, hemos hallado manchas de sangre en unos pantalones suyos, aunque demasiado pequeñas para poder identificar el tipo. Personalmente, creo que es un mal bicho. Se metió en un montón de peleas cuando servía en el extranjero, y su oficial dice que pega a su mujer.

—Comandante, ¿tiene a Dulange por ahí cerca?

—Sí. Encerrado en una celda al otro lado del pasillo.

—Haga algo por mí, por favor. Pídale que le describa qué señales de nacimiento tenía Elizabeth Short. Si lo hace con precisión, mi compañero y yo cogeremos el próximo vuelo que salga de Camp MacArthur.

—Sí, señor —dijo el comandante, e interrumpió momentáneamente la conversación desde Fort Dix.

—Harry está con gripe. ¿Te apetece hacer un viaje a Nueva Jersey, chico listo? —preguntó Russ.

—¿Lo dices en serio?

—Si ese soldado habla de las pecas que Elizabeth tenía en el trasero, desde luego.

—Pregúntale por las cuchilladas, por lo que no salió en los periódicos.

Russ meneó la cabeza.

—No. Podría ponerse demasiado nervioso. Si esto es auténtico, volaremos hasta Fort Dix y enviaremos el informe desde Jersey. Si Jack o Ellis se enteran de esto, mandarán a Fritzie y mañana tendremos a ese soldado en la silla eléctrica, tanto si es culpable como si no.

La frase sobre este último me irritó.

—Fritzie no es tan malo. Y creo que Loew ya ha desistido de incriminar a alguien como sea.

—Entonces resulta que eres un chico demasiado impresionable. Fritzie es de lo peor que hay, y Ellis…

El comandante habló de nuevo al otro lado de la línea.

—Señor, Dulange dice que la chica tenía tres pequeños lunares oscuros en la nalga izquierda de su, eh… trasero.

—Podría haber dicho culo, comandante. Vamos para allá.

El cabo Joseph Dulange era un hombre alto y musculoso de veintinueve años, con el cabello oscuro y una cara caballuna provista de un fino bigote que parecía dibujado a lápiz. Vestido con su uniforme verde oliva, estaba sentado al otro lado de la mesa que ocupábamos en la oficina del jefe de la policía militar de Fort Dix, y sin duda parecía malo como el demonio. Junto a él había un capitán del cuerpo legal, probablemente para asegurarse de que Russ y yo no le aplicáramos el tercer grado como a un civil. El vuelo de ocho horas había sido bastante agitado; eran las cuatro de la madrugada y yo seguía funcionando según el horario de Los Ángeles, agotado pero con los nervios en tensión. Durante el trayecto desde la pista de aterrizaje, el comandante con el que hablamos por teléfono nos había proporcionado más información sobre Dulange. Era un veterano de guerra casado dos veces, borracho y camorrista. Su declaración era incompleta, pero había dos hechos que la respaldaban con fuerza: había volado a Los Ángeles en el mes de enero y había sido arrestado en estado de ebriedad en la Pennsylvania Station de Nueva York el 17 de enero.

Russ fue directo al grano.

—Cabo, mi nombre es Millard y este es el detective Bleichert. Pertenecemos al Departamento de Policía de Los Ángeles, y si nos convence de que mató a Elizabeth Short lo arrestaremos y nos lo llevaremos con nosotros.

Dulange se removió en su silla.

—Yo la corté a pedazos —dijo con una voz aguda y nasal.

Russ suspiró.

—Hay un montón de gente que nos ha dicho eso.

—Además me la tiré.

—¿De veras? ¿Engaña a su mujer?

—Soy francés.

Adopté el papel de poli malo.

—Yo soy alemán, así que ¿qué cojones importa eso? ¿Qué tiene eso que ver con engañar a su mujer?

Dulange agitó la lengua como un reptil.

—Yo lo hago a la francesa. A mi mujer no le gusta eso.

Russ me dio un codazo y prosiguió:

—Cabo, ¿por qué pasó su período de permiso en Los Ángeles? ¿Qué le interesaba de allí?

—Los coños. El Johnnie Walker Etiqueta Roja. La diversión.

—Podría haber encontrado eso al otro lado del río, en Manhattan.

—El sol. Las estrellas de cine. Las palmeras.

Russ se rio.

—Sí, Los Ángeles tiene todo eso. Da la impresión de que su mujer le deja muy suelto, Joe. Ya sabe, pasar todo un permiso usted solito…

—Sabe que soy francés. Cuando estoy en casa, no se puede quejar. Estilo misionero, veinticinco centímetros. No tiene quejas.

—¿Y si se quejara, Joe? ¿Qué le haría usted?

Dulange repuso sin inmutarse:

—Una queja, uso los puños. Dos quejas, la corto por la mitad.

Volví a intervenir:

—¿Me está diciendo que voló cinco mil kilómetros para comerse un coño?

—Soy francés.

—A mí me parece más bien maricón. Los comecoños son todos unos reprimidos, eso está demostrado. ¿Tienes alguna respuesta para eso, mierdecilla?

El abogado militar se puso en pie y murmuró algo al oído de Russ; este me dio un pequeño rodillazo por debajo de la mesa. En el rostro inexpresivo de Dulange se dibujó una gran sonrisa.

—La respuesta me cuelga entre las piernas, pies planos.

—Tendrá que disculpar al detective Bleichert, Joe —dijo Russ—. No tiene mucho aguante.

—Lo que no tiene es mucha polla. Les pasa a todos los alemanes. Soy francés, por eso lo sé.

Russ lanzó una estruendosa carcajada, como si acabara de oír un chiste realmente gracioso en el Elks Club.

—Joe, es usted la hostia.

Dulange volvió a agitar la lengua.

—Soy francés.

—Es un cachondo, Joe, y el comandante Carroll me ha contado también que pega a su mujer. ¿Es cierto?

—¿Saben los negros bailar?

—Por supuesto que saben. ¿Disfruta pegando a las mujeres, Joe?

—Cuando lo piden.

—¿Con qué frecuencia se lo pide su mujer?

—Pide el gran cañón cada noche.

—No, con qué frecuencia le pide que le pegue.

—Cada vez que estoy de juerga con Johnnie Red y se hace la listilla, entonces es cuando me lo pide.

—¿Se hacen mucha compañía usted y Johnnie?

—Es mi mejor amigo.

—¿Fue con usted a Los Ángeles?

—En mi bolsillo.

Aquel toma y daca con un psicópata alcoholizado comenzaba a desgastarme; me acordé de Fritzie y de su estilo directo.

—¿Tienes delirium tremens o qué, so mierda? ¿Quieres que te dé unos golpecitos en la cabeza para aclararte las ideas?

—¡Bleichert, basta!

Me callé. El abogado me fulminó con la mirada; Russ se enderezó el nudo de la corbata: la señal de que mantuviera la boca cerrada. Dulange hizo crujir uno a uno los nudillos de su mano derecha. Russ lanzó un paquete de cigarrillos sobre la mesa, el truco más viejo del manual de «Soy tu colega».

—A Johnnie Red no le gusta que fume si no es en su compañía —dijo el francés—. Si traen a Johnnie, fumaré. Además, se me da mejor confesar cuando estoy con él. Pregúntenle al capellán católico de North Post. Me dijo que siempre huele a Johnnie cuando voy a confesarme.

Empezaba a tener la impresión de que el cabo Joseph Dulange haría cualquier cosa por llamar la atención.

—Joe, una confesión en estado de embriaguez no es válida ante un tribunal —dijo Russ—. Pero haremos un trato: convénzame de que mató a Betty Short y yo me aseguraré de que Johnnie nos acompañe en el viaje de vuelta a Los Ángeles. Un agradable vuelo de ocho horas le dará mucho tiempo para reanudar su amistad con él. ¿Qué me dice?

—Digo que yo corté en trocitos a la Dalia.

—Y yo digo que no lo hizo. Yo digo que usted y Johnnie van a seguir separados mucho tiempo.

—Yo la descuarticé.

—¿Cómo?

—Le hice cortes en las tetitas, de oreja a oreja y por la cintura. Chop. Chop. Chop.

Russ soltó un suspiro.

—Volvamos al principio, Joe. Salió de Dix en avión el miércoles 8 de enero y aterrizó en Camp MacArthur esa misma noche. Usted y Johnnie están en Los Ángeles, con muchas ganas de buscar jaleo. ¿Adónde fueron primero? ¿A Hollywood Boulevard? ¿A Sunset Strip? ¿A la playa? ¿Dónde?

Dulange hizo crujir los nudillos.

—Al Salón de Tatuajes de Nathan, en el 463 de North Alvarado.

—¿Qué hizo allí?

El loco Joe se subió la manga derecha, revelando la lengua bífida de una serpiente bajo la cual se leía «Franchute». Cuando flexionó el bíceps, el tatuaje se expandió.

—Soy francés —dijo Dulange.

Millard le soltó su réplica marca de la casa.

—Yo soy policía y comienzo a aburrirme. Cuando eso ocurre, el detective Bleichert toma el mando. El detective Bleichert ocupó el décimo puesto del ranking mundial de los pesos semipesados y no es una persona muy agradable. ¿Verdad que no, socio?

Apreté los puños.

—Soy alemán.

Dulange se rio.

—Lengua seca, no hay saliva. Sin Johnnie, no hay historia.

Estuve a punto de saltar por encima de la mesa y abalanzarme sobre él. Russ me cogió con fuerza del brazo mientras intentaba negociar con Dulange.

—Joe, haré un trato con usted. Primero convénzanos de que conocía a Betty Short. Denos algunos datos. Nombres, fechas, descripciones… Si lo hace, cuando nos tomemos el primer descanso usted y Johnnie podrán volver a su celda para retomar su amistad. ¿Qué me dice?

—¿Una pinta de Johnnie?

—No, su hermano mayor. Una botella entera.

El francés cogió el paquete de cigarrillos y lo sacudió para sacar uno; Russ ya tenía el mechero en la mano y lo alargó hacia él. Dulange dio una monumental calada y luego soltó un torrente de palabras junto con el humo:

—Después del salón de tatuajes, Johnnie y yo tomamos un taxi hasta el centro y pillamos una habitación. Hotel Habana, Novena con Olive, dos pavos la noche, unas cucarachas enormes. Empezaron a armar jaleo y puse unas cuantas trampas. Eso las mató. Johnnie y yo nos dormimos, y al día siguiente nos fuimos en busca de coñitos. No hubo suerte. Al otro día me encuentro un coño filipino en la estación de autobuses. Me dice que necesita comprar un billete para San Francisco, así que le ofrezco uno de cincuenta para que se venga conmigo y con Johnnie. Dice que con dos tipos lo mínimo es el doble. Yo le digo que Johnnie la tiene como Dios, y que es ella la que debería pagar. Volvemos al hotel y todas las cucarachas se han escapado de las trampas. Se la presento a Johnnie y le digo que él va primero. Ella se asusta y dice: «¿Te crees que eres Fatty Arbuckle?». Le digo que soy francés, que quién se piensa que es ella, si se cree que puede despreciar a Johnnie Red.

»Las cucarachas se ponen a chillar como negros. La filipina dice que nanay, que Johnnie tiene los dientes afilados. Sale corriendo por piernas, y Johnnie y yo nos quedamos allí encerrados hasta última hora del sábado. Queremos un coñito desesperadamente. Vamos a esa tienda de ropa militar que hay en Broadway y me consigo unas cuantas insignias para mi chaqueta Ike. Cruz de Servicios Distinguidos con hojas de roble, estrella de plata, estrella de bronce, cintas de todas las campañas contra los japoneses. Parezco George S. Patton, solo que con la polla más grande. Johnnie y yo vamos a ese bar llamado el Night Owl. La Dalia entra y Johnnie dice: “Sí, señor, esa es mi chica; no, señor, nada de quizá; sí, señor, esa es mi chica ya”.

Dulange apagó el cigarrillo y alargó la mano hacia el paquete. Russ tomaba notas; yo me imaginé el momento y el lugar, recordando el Night Owl de mis días en la Patrulla Central. Estaba en la Sexta con Hill, a dos manzanas del hotel Biltmore, donde Red Manley dejó a Betty Short el viernes 10 de enero. Aunque sus recuerdos pudieran estar influidos por el delirium tremens, el francés había ganado un poco más de credibilidad.

—Joe, ¿estás hablando de la noche del sábado 11 al domingo 12? —dijo Russ.

Dulange encendió otro cigarrillo.

—Soy francés, no un calendario. Ya se puede imaginar que después del sábado viene el domingo.

—Continúe.

—Bueno, la Dalia, Johnnie y yo tenemos una pequeña conversación y la invito al hotel. Llegamos allí y las cucarachas campan a sus anchas, cantando y mordisqueando la madera. La Dalia dice que de abrirse de piernas nada a menos que las mate. Cojo a Johnnie y empiezo a darles con él, Johnnie me dice que no le duele. Pero el coño de la Dalia no se abrirá hasta que las cucarachas sean liquidadas por el método científico. Bajo a la calle y busco a ese médico. Inyecta veneno a las cucarachas a cambio de un billete de cinco. La Dalia y yo jodemos como conejos, Johnnie Red mira. Está enfadado porque la Dalia se lo monta tan bien que no quiero darle ni un poquito.

Le hice una pregunta para que cortara el rollo:

—Describe su cuerpo. Haz un buen trabajo o no verás a Johnnie Red hasta que salgas del calabozo militar.

El rostro de Dulange se ablandó; parecía un niño pequeño al que amenazan con quitarle su osito de peluche.

—Responda a su pregunta, Joe —dijo Russ.

Dulange sonrió.

—Hasta que se las corté, tenía las tetitas turgentes con pezones rosados. Piernas algo gruesas, un buen matojo. Tenía esos lunares de los que le hablé al comandante Carroll y unos arañazos en la espalda muy recientes, como si acabaran de darle una paliza.

Sentí un cosquilleo al recordar las «ligeras laceraciones» que el forense mencionó en la autopsia.

—Siga, Joe —dijo Russ.

Dulange esbozó una sonrisa repulsiva.

—Entonces la Dalia empieza a ponerse rara y dice: «¿Cómo es que solo eres cabo si ganaste todas esas medallas?». Empieza a llamarme Matt y Gordon y no para de hablar de nuestro bebé, aunque solo lo hicimos una vez y yo llevaba un condón. Johnnie se asusta y las cucarachas y yo empezamos a cantar: «No, señor, esa no es mi chica». Yo quiero más coñito, así que me llevo a la Dalia a la calle para ver al doctor de las cucarachas. Le suelto uno de diez, finge que la examina y le dice: «El bebé está sano y llegará dentro de seis meses».

Más confirmaciones en medio de la bruma del delirium tremens: ese Matt y ese Gordon eran sin duda Matt Gordon y Joseph Gordon Fickling, dos de los esposos de fantasía de Betty Short. Pensé que estábamos en un 50-50 y que debíamos llegar hasta el fondo para dárselo al gran Lee Blanchard.

—¿Y después qué, Joe? —dijo Russ.

Dulange pareció realmente sorprendido, más allá de toda bravuconería, de los recuerdos empapados en alcohol y del deseo de volver a reunirse con Johnnie Red.

—Entonces la rajé.

—¿Dónde?

—Por la cintura.

—No, Joe. ¿Dónde cometió el crimen?

—Ah. En el hotel.

—¿Qué número de habitación?

—La 116.

—¿Cómo llevó el cuerpo hasta la Treinta y nueve con Norton?

—Robé un coche.

—¿Qué clase de coche?

—Un Chevy.

—¿Año y modelo?

—Un sedán del 43.

—Joe, en el país no se fabricaron coches durante la guerra. Pruebe otra vez.

—Un sedán del 47.

—¿Alguien se dejó las llaves puestas en un coche nuevo como ese? ¿En el centro de Los Ángeles?

—Le hice un puente.

—¿Cómo se le hace un puente a un coche, Joe?

—¿Qué?

—Explíqueme el procedimiento.

—Se me ha olvidado cómo lo hice. Estaba borracho.

Volví a intervenir:

—¿Dónde queda el cruce de la Treinta y nueve con Norton?

Dulange jugueteó con el paquete de cigarrillos.

—Está cerca del bulevar Crenshaw y la calle Coliseum.

—Dime algo que no haya aparecido en los periódicos.

—Le hice un tajo de oreja a oreja.

—Eso lo sabe todo el mundo.

—Johnnie y yo la violamos.

—No fue violada, y Johnnie habría dejado marcas. No había ninguna. ¿Por qué la mataste?

—No follaba bien.

—Chorradas. Has dicho que Betty follaba como una coneja.

—Una coneja mala.

—De noche todos los gatos son pardos, capullo. ¿Por qué la mataste?

—No quería hacerme un francés.

—Esa no es una razón. Puedes conseguir un francés en cualquier burdel por cinco dólares. Un francés como tú debería saberlo.

—Lo hacía mal.

—Eso no es algo que se pueda hacer mal, capullo.

—¡La hice rebanadas!

Golpeé la mesa al estilo Harry Sears.

—¡Eres un hijo de puta mentiroso!

El abogado militar se levantó; Dulange gimoteó:

—Quiero a mi Johnnie.

—Que vuelva aquí dentro de seis horas —dijo Russ al capitán, y luego me sonrió, la sonrisa más suave que le había visto jamás.

Así que la cosa quedó en un 50-50, bajando a un 75-25 en contra. Russ fue a llamar para transmitir su informe y pedir que enviaran un equipo de investigación a la habitación 116 del hotel Habana en busca de manchas de sangre; yo me fui a dormir a la habitación del ala de oficiales que el comandante Carroll nos había asignado. Soñé con Betty Short y Fatty Arbuckle en blanco y negro; cuando el despertador sonó, alargué la mano en busca de Madeleine.

Al abrir los ojos, vi a Russ vestido con un traje limpio.

—Nunca subestimes a Ellis Loew —dijo, y me tendió un periódico.

Era un tabloide de Newark y llevaba el titular: «¡Soldado de Fort Dix culpable de terrible crimen sexual de Los Ángeles!». Debajo había un par de fotos del francés Joe Dulange y de Loew, posando teatralmente detrás de su escritorio. El texto decía lo siguiente:

En declaraciones exclusivas a nuestra publicación hermana, Los Angeles Mirror, el ayudante del fiscal del distrito Ellis Loew, autoridad legal a cargo del enigmático asesinato de la Dalia Negra, ha anunciado que la noche anterior se produjo un gran avance en el caso. «Dos de mis más estrechos colaboradores, el teniente Russell Millard y el agente Dwight Bleichert, acaban de informarme de que el cabo Joseph Dulange, de Fort Dix, Nueva Jersey, ha confesado ser el autor del asesinato de Elizabeth Short, y que su confesión ha sido refrendada por hechos que solo el asesino podría conocer. El cabo Dulange es un conocido degenerado, y proporcionaré más datos a la prensa sobre la confesión en cuanto mis hombres vuelvan a Los Ángeles con Dulange para que sea acusado formalmente».

El caso de Elizabeth Short ha mantenido en vilo a las autoridades desde la mañana del 15 de enero, cuando el cuerpo desnudo y mutilado de la señorita Short, cortado en dos por la cintura, fue encontrado en un solar vacío de Los Ángeles. El ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, no ha revelado los detalles de la confesión del cabo Dulange, pero sí ha asegurado que era una de las relaciones íntimas que se le conocían a la señorita Short. «Pronto se darán a conocer más detalles —ha declarado—.

Lo importante ahora es que ese demonio se halla bajo custodia y no podrá volver a matar».

Me eché a reír.

—¿Qué le has contado a Loew en realidad?

—Nada. Cuando hablé por primera vez con el capitán Jack, le comenté que Dulange era un firme sospechoso. Me echó la bronca por no haberle informado antes de marcharnos, y eso fue todo. Cuando llamé por segunda vez le dije que Dulange estaba empezando a parecerme otro chiflado. Se enfadó mucho, y ahora sé la razón.

Me puse en pie y me desperecé.

—Bueno, esperemos que realmente fuera él quien la mató.

Russ negó con la cabeza.

—El equipo de investigación ha dicho que no había manchas de sangre en la habitación del hotel y tampoco agua corriente para poder desangrar el cuerpo. Y Carroll ha solicitado información en los tres estados sobre el paradero de Dulange del 10 al 17 de enero: centros para borrachos, hospitales, todo ese rollo. Acabamos de recibir la respuesta a su petición: nuestro franchute estuvo en el ala especial del hospital de San Patricio de Brooklyn desde el 14 hasta el 17 de enero. Delirium tremens severo. Fue dado de alta esa mañana y recogido dos horas más tarde en Penn Station. Ese hombre está limpio.

No sabía con quién enfadarme. Loew y compañía buscaban cerrar el caso como fuera, Millard quería justicia, yo volvía a casa con unos titulares que me harían aparecer como un imbécil.

—¿Qué hay de Dulange? ¿Quieres tener otra sesión con él?

—¿Y oír más sobre cucarachas que cantan? No. Carroll ha vuelto a interrogarlo con lo que ha averiguado sobre él. Y ha confesado que se inventó esa historia para conseguir publicidad. Quiere reconciliarse con su primera esposa y pensó que esa atención pública le granjearía algo de compasión por su parte. He vuelto a hablar con él y todo ha sido fruto del delirium tremens. No tiene nada más que contarnos.

—Santo Cristo…

—Sí, ya puedes mencionar al Salvador. Van a soltar a Joe rápidamente y nosotros cogemos un vuelo de regreso a Los Ángeles dentro de cuarenta y cinco minutos. Así que ve vistiéndote, compañero.

Me puse el maltrecho traje y después Russ y yo fuimos a esperar el jeep que nos llevaría hasta la pista de despegue. A lo lejos distinguí una alta silueta de uniforme que se nos acercaba. Me estremecí al notar el frío; el hombre se aproximó más. Vi que no era otro que el mismísimo cabo Joseph Dulange.

Cuando estuvo ante nosotros, me tendió un periódico de la mañana y señaló su foto en la primera página.

—Lo he conseguido y ahora tú eres letra pequeña, que es lo que merecen los alemanes.

Olí a Johnnie Red en su aliento y le solté un buen directo en la mandíbula. Dulange se derrumbó como una tonelada de ladrillos; la mano derecha me latía con fuerza. La expresión de Russ Millard me recordó a la de Jesús preparándose para reprobar a los paganos.

—No seas tan condenadamente correcto —dije—. No te hagas el jodido santo.

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