La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 21

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—He convocado esta pequeña reunión por varias razones, Bucky —dijo Ellis Loew—. Una, disculparme por haberme apresurado a cargarle el mochuelo a Dulange. Me precipité al hablar con mis contactos de la prensa y tú has salido perjudicado. Mis disculpas.

Miré a Loew y a Fritz Vogel, que se hallaba sentado a su lado. La «pequeña reunión» tenía lugar en la sala de estar de la casa de Fritzie; los dos días de titulares sobre Dulange me habían retratado como un policía demasiado ansioso por lograr resultados que había seguido una pista equivocada, pero nada más.

—¿Qué quiere, señor Loew?

Fritzie se rio.

—Llámame Ellis —repuso Loew.

Con eso conseguía caer incluso más bajo en su despliegue de sutilezas, superando incluso a los cócteles y el cuenco de galletitas saladas que la hausfrau de Fritzie había servido como tentempié. Yo tenía que encontrarme con Madeleine al cabo de una hora, y confraternizar con mi jefe fuera del trabajo era lo último que deseaba en el mundo.

—Muy bien, Ellis —dije.

Loew se irritó visiblemente ante mi tono.

—Bucky, en el pasado hemos tenido muchas desavenencias. Puede que ahora mismo estemos teniendo una. Pero creo que en algunas cosas sí estamos de acuerdo. A los dos nos gustaría ver cerrado el caso Short y volver a nuestros asuntos. Tú quieres volver a la Criminal y yo, por mucho que me guste la idea de procesar al asesino, he visto cómo mi papel en la investigación se me iba de las manos y ha llegado el momento de que vuelva a centrarme en mis viejos casos.

Me sentí como un avezado jugador de cartas con una mano imbatible.

—¿Qué quieres, Ellis?

—Que te reincorpores mañana a la Criminal, y que hagamos una última intentona con el caso Short antes de volver a mis viejos asuntos pendientes. Bucky, los dos somos tipos destinados a triunfar. Fritzie te quiere como compañero en cuanto ascienda a teniente y…

—Russ Millard me quiere con él en cuanto Harry Sears se jubile.

Fritzie se tomó un buen trago de su copa.

—Eres demasiado rudo para él, chico. Le ha comentado a unos cuantos que no puedes controlar tu temperamento. El viejo Russ es una hermanita de la caridad y yo soy mucho más de tu tipo.

No era una carta mal tirada; pensé en la mirada de disgusto que me había lanzado Russ después de noquear a Joe Dulange.

—¿Qué quieres, Ellis?

—Muy bien, Dwight, te lo diré. En las celdas del Ayuntamiento hay aún cuatro tipos que han confesado. No tienen coartadas para los días en que Betty Short estuvo perdida, se mostraron incoherentes durante el primer interrogatorio y todos son unos locos violentos de los que sueltan espuma por la boca. Quiero que vuelvan a ser interrogados por lo que podría llamarse «el equipo adecuado». Es un trabajo que requiere músculo. Fritzie había elegido a Bill Koenig, pero a Bill le fascina demasiado la violencia, y por eso te he escogido a ti. Entonces, Dwight, ¿sí o no? ¿Volver a la Criminal o trabajar removiendo mierda en Homicidios hasta que Russ Millard se canse de ti? Millard es un hombre paciente y con gran capacidad de aguante, Dwight. Podría pasar mucho tiempo.

Mi gran mano ganadora se había esfumado.

—Sí.

Loew irradiaba felicidad.

—Ve a la cárcel ahora. El encargado nocturno ha expedido órdenes de traslado para los cuatro hombres. Hay un furgón en el aparcamiento del turno de noche, las llaves están bajo la alfombrilla. Lleva a los sospechosos al 1701 de Alameda Sur, donde Fritzie te estará esperando. Bienvenido de nuevo a la Criminal, Dwight.

Me puse en pie. Loew cogió una galletita del cuenco y la mordisqueó con gesto delicado; Fritzie apuró su copa con mano temblorosa.

Los chiflados me esperaban en una celda, vestidos con el uniforme de la cárcel, encadenados entre sí y con grilletes en los tobillos. Las órdenes que el encargado me había entregado iban acompañadas por fotos y copias de los informes; cuando la puerta de la celda se abrió electrónicamente, me dediqué a encajar las fotos con los rostros.

Paul David Orchard era bajo y corpulento, con una nariz achatada que se desparramaba por la mitad de su rostro y una larga cabellera rubia cubierta de brillantina; Cecil Thomas Durkin era un mulato de unos cincuenta años, calvo, pecoso y rozando el metro noventa y cinco de estatura; Charles Michael Issler tenía unos enormes y hundidos ojos castaños; y Loren (segundo nombre desconocido) Bidwell era un viejo de aire frágil que temblaba como un azogado y tenía la piel cubierta de manchas hepáticas. Este último resultaba tan patético que comprobé su informe dos veces para asegurarme de que tenía al hombre correcto; una serie de acusaciones y condenas por abusos a niños que se remontaba hasta 1911 me dijo que así era.

—Salid al pasillo —dije—. Poneos en fila.

Los cuatro salieron arrastrando los pies, caminando de lado, abriendo y cerrando las piernas como tijeras, y con las cadenas rozando el suelo. Les indiqué una puerta lateral que había en el pasillo; el carcelero abrió desde fuera. Mi conga de chalados salió al aparcamiento; el carcelero se encargó de vigilarlos mientras yo iba a buscar el furgón y lo acercaba marcha atrás.

El carcelero abrió la portezuela trasera; miré por el espejo retrovisor y comprobé que mi cargamento subía a bordo. Hablaban entre ellos en voz baja, murmurando y tragando grandes sorbos del fresco aire nocturno antes de subir al furgón con paso vacilante. El carcelero cerró la portezuela a su espalda y me hizo una seña con su arma; me puse en marcha.

El 1701 de Alameda Sur estaba en el distrito industrial de Los Ángeles Este, a menos de tres kilómetros de la prisión municipal. Cinco minutos después lo encontré, un gigantesco almacén encajado en medio de una manzana de almacenes gigantescos, el único con la fachada que daba a la calle iluminada: EL REY DE LA CARNE DEL CONDADO – SIRVIENDO COMIDAS INSTITUCIONALES EN EL CONDADO DE LOS ÁNGELES DESDE 1923. Aparqué e hice sonar el claxon; debajo del letrero se abrió una puerta, la luz se apagó y Fritzie Vogel apareció en el umbral con los pulgares metidos en el cinturón.

Bajé del vehículo y abrí la portezuela trasera. Los chalados salieron a trompicones.

—Por aquí, caballeros —gritó Fritzie.

Los cuatro se pusieron en marcha hacia la voz; una luz se encendió detrás de Fritzie. Cerré la portezuela y fui tras ellos.

Fritzie hizo entrar al último chiflado y me saludó desde el umbral.

—Una ayudita del condado, chaval. El propietario de este lugar le debe un favor al sheriff Biscailuz, y un teniente de paisano de este tiene un hermano médico que me debe un favor a mí. Pronto verás de lo que te hablo.

Cerré la puerta y eché el cerrojo; Fritzie, dejando atrás a los chalados que caminaban con paso de tijera, me condujo por un pasillo que apestaba a carne. Al final de este había una sala enorme: suelo de cemento cubierto de serrín, hilera tras hilera de ganchos oxidados para carne colgando del techo. De casi la mitad de ellos pendían cuartos de buey, sin ningún tipo de protección y expuestos a la temperatura ambiente, con los tábanos dándose el banquete. El estómago me dio un vuelco; entonces, en la parte de atrás, vi cuatro sillas situadas directamente bajo cuatro ganchos vacíos y comprendí lo que iba a ocurrir.

Fritzie les quitó las cadenas a los chiflados y luego les esposó las manos delante del cuerpo. Yo me quedé allí de pie, evaluando sus reacciones. El temblor del viejo Bidwell acababa de acelerarse, Durkin canturreaba en voz baja para sí mismo, Orchard lucía una expresión burlona, con la cabeza inclinada a un lado, como si la grasa de su cabellera le pesara demasiado. Solo Charles Issler parecía lo bastante lúcido para mostrar preocupación: no paraba de mover las manos y sus ojos se movían incesantemente de Fritzie a mí.

Fritzie sacó un rollo de cinta adhesiva de su bolsillo y me lo arrojó.

—Pega los informes en la pared, junto a los ganchos. En orden alfabético, en hilera.

Mientras lo hacía, me fijé en una mesa cubierta con una sábana, encajada en diagonal en un umbral que se abría a unos pocos metros de donde yo estaba. Fritzie ordenó a los prisioneros que se acercaran, les obligó a ponerse de pie sobre las sillas, y luego pasó las cadenas de sus esposas por encima de los ganchos. Yo eché un rápido vistazo a los informes, esperando hallar algunos hechos que me hicieran odiar a esos cuatro tipos lo bastante como para soportar la noche y volver a la Criminal.

Loren Bidwell, un perdedor nato, había cumplido tres condenas en Atascadero, todas ellas por agresión sexual a menores con agravantes. En los períodos que no estaba en prisión se dedicaba a confesarse autor de todos los grandes crímenes sexuales cometidos, e incluso había sido uno de los principales sospechosos en el caso Hickman, el rapto y asesinato de una niña allá por los años veinte. Cecil Durkin era un drogadicto, navajero y violador ocasional en la cárcel, que había tocado la batería en algunos buenos grupos de jazz. Había sido encerrado dos veces en San Quintín por pirómano y le pillaron masturbándose en el escenario de su último incendio: la casa del líder de una banda de jazz que, al parecer, le había timado en el pago por una actuación. Eso le costó doce años de cárcel; desde que lo soltaron había estado trabajando como lavaplatos y vivía en un edificio del Ejército de Salvación.

Charles Issler era proxeneta y también tenía una larga trayectoria confesándose autor de homicidios de prostitutas. Sus tres condenas como chulo le habían valido en total un año de cárcel; sus confesiones falsas, dos períodos de noventa días en observación en la granja para locos de Camarillo. Paul Orchard era un ladrón de poca monta, prostituto masculino y antiguo ayudante del sheriff en el condado de San Bernardino. Además de los cargos por prostitución, había cumplido dos condenas por agresión con agravantes.

Sentí nacer un poco de odio en mi interior. Era bastante tenue, como si estuviera a punto de subir al ring con un tipo al cual no estaba muy seguro de poder vencer.

—Un cuarteto encantador, ¿verdad, chaval? —dijo Fritzie.

—Unos auténticos chicos del coro.

Fritzie me hizo una seña con el dedo para que me acercara; fui hacia él y me puse enfrente de los cuatro sospechosos. Cuando habló, sentí que mi odio aguantaba bastante bien.

—Todos vosotros habéis confesado el asesinato de la Dalia. No podemos probar que lo hicierais, así que os toca a vosotros convencernos. Bucky, tú haces las preguntas sobre los días en que la chica estuvo desaparecida. Yo escucharé hasta que oiga mentiras de sifilítico.

Empecé con Bidwell. Sus temblores espasmódicos hacían bailar la silla bajo sus pies; alcé la mano y sujeté el gancho de la carne para que no se moviera.

—Háblame de Betty Short, abuelo. ¿Por qué la mataste?

El viejo me miró con ojos implorantes; yo aparté la vista.

Fritzie, que examinaba los informes de la pared, se percató del repentino silencio.

—No seas tímido, chaval. Ese pájaro obligaba a los niños a chuparle la cosita.

Mi mano se estremeció e hizo que el gancho se moviera.

—Suéltalo, abuelo. ¿Por qué la mataste?

Bidwell me respondió con voz asmática de viejo.

—No la maté, señor. Solo quería un billete para la trena. Solo quería tres comidas calientes y un catre. Por favor, señor.

El vejestorio no parecía tener fuerzas ni para levantar un cuchillo, menos todavía para atar a una mujer y cargar con las dos mitades de su fiambre hasta un coche. Me planté delante de Cecil Durkin.

—Háblame del asunto, Cecil.

El mulato me miró con expresión burlona.

—¿Que te hable del asunto? ¿De dónde has sacado esa frase, de Dick Tracy o de Gang Busters?

Por el rabillo del ojo vi que Fritzie me observaba, calibrándome.

—Te lo diré una vez más, capullo. Háblame de ti y de Betty Short.

Durkin dejó escapar una risita.

—¡Me tiré a Betty Short y me tiré a tu mamá! ¡Soy tu papaíto!

Le solté un rápido uno-dos en el plexo solar, golpes secos y duros. A Durkin se le doblaron las piernas, pero logró mantener los pies sobre la silla. Jadeó en busca de aire, logró tragar una bocanada y volvió a sus fanfarronadas.

—Te crees muy listo, ¿eh? Tú eres el malo y tu compinche el bueno. Tú me pegas y él me salva. Vamos, payasos, ¿no sabéis que ese truquito murió con el vodevil?

Me masajeé la mano derecha, con los huesos todavía doloridos por culpa de Lee Blanchard y Joe Dulange.

—Yo soy el bueno, Cecil. Tenlo muy en cuenta.

Como frase no estaba mal. Durkin intentó encontrar una réplica; yo dirigí mi atención a Charles Michael Issler.

Él bajó la mirada.

—Yo no maté a Liz —dijo—. No sé por qué hago estas cosas, y pido perdón por ello. Así que, por favor, no permita que ese hombre me haga daño.

Parecía bastante sincero, pero había algo en él que me hacía desconfiar.

—Convénceme —dije.

—Yo… no puedo. No lo hice, eso es todo.

Pensé en Issler como proxeneta, en Betty prostituyéndose de vez en cuando, y me pregunté si habría una posible conexión entre ellos… Entonces recordé que cuando interrogué a las prostitutas de la agenda negra habían dicho que ella siempre trabajaba por libre.

—¿Conocías a Betty Short? —pregunté.

—No.

—¿Habías oído hablar de ella?

—No.

—¿Por qué confesaste que la habías matado?

—Ella… ella parecía tan bonita y tan dulce, y yo me sentí tan mal cuando vi su foto en el periódico. Yo… yo siempre confieso cuando son bonitas.

—Tu informe dice que solo confiesas cuando matan a una prostituta. ¿Por qué?

—Bueno, yo…

—¿Les pegas a tus chicas, Charlie? ¿Las obligas a tomar drogas? ¿Se las prestas a tus amigos y…?

Me detuve, pensando en Kay y en Bobby De Witt. Issler empezó a subir y bajar la cabeza, despacio al principio, luego cada vez con más fuerza. Comenzó a sollozar.

—He hecho cosas muy malas, cosas muy, muy feas… Feas, feas, feas.

Fritzie se acercó y se puso a mi lado, con nudilleras de metal en las dos manos.

—Esto de tratarles con guante blanco no nos lleva a ninguna parte —dijo, y de una patada le quitó la silla a Issler de debajo de los pies. El proxeneta lanzó un grito y se desplomó igual que un pez arponeado; cuando las esposas soportaron todo su peso, se oyó un crujido de huesos rotos—. Mira bien, chaval —añadió Fritzie.

Y gritando «¡Ladronzuelo!», «¡Negro!» y «¡Follaniños!», tiró las otras tres sillas al suelo.

Ahora teníamos una fila de cuatro presuntos asesinos confesos colgando del techo, chillando, intentando sujetarse con las piernas al que estaba más cerca, un pulpo vestido con uniforme carcelario. Los gritos parecían una sola voz… hasta que Fritzie se concentró en Charles Michael Issler.

Empezó a clavarle las nudilleras en el estómago, izquierda-derecha, izquierda-derecha, izquierda-derecha, muy rápido. Issler chillaba y gorgoteaba; Fritzie aullaba:

—¡Háblame de los días en que la Dalia estuvo desaparecida, chulo sifilítico!

Yo tenía la sensación de que mis piernas estaban a punto de ceder.

—No… sé… nada —graznó Issler.

Fritzie le soltó un gancho en la entrepierna.

—Dime lo que sabes.

—¡Te conozco de Antivicio!

Fritzie siguió lanzando ganchos cortos.

—¡Cuéntame lo que sabes! ¡Cuéntame qué te dijeron tus chicas, chulo sifilítico!

Issler tenía arcadas; Fritzie se acercó aún más y empezó a trabajarle el cuerpo. Oí costillas que se partían y aparté la vista hacia mi izquierda, donde había una palanca de alarma antirrobo en la pared junto al umbral. La miré y la miré y la miré. Fritzie entró corriendo en mi campo visual y se inclinó sobre la mesa cubierta con una sábana en la que me había fijado antes.

Los chiflados se agitaban en sus ganchos, gimiendo en voz baja. Fritzie se colocó junto a mí, soltó una risotada en mi cara y luego arrancó la sábana de un manotazo.

En la mesa había un cadáver de mujer desnudo, cortado en dos por la cintura… una chica regordeta, a la que habían peinado y maquillado para que se pareciera a Elizabeth Short. Fritzie agarró a Charlie Issler por el pescuezo.

—Para que te des el gusto de rebanarla —dijo con voz sibilante—, déjame que te presente a la Chica sin Nombre número cuarenta y tres. ¡Todos vosotros vais a descuartizarla, y quien lo haga mejor ganará el premio!

Issler cerró los ojos y se mordió el labio hasta sangrar. El viejo Bidwell se puso púrpura y empezó a echar espuma por la boca. Olí el hedor de las heces que se le habían escapado a Durkin y vi las muñecas rotas de Orchard, torcidas en ángulo recto, con los huesos y los tendones al descubierto. Fritzie se sacó del bolsillo una gran navaja de las que usan los pachucos y abrió la hoja.

—Enseñadme cómo lo hicisteis, basuras. Enseñadme lo que no ha salido en los periódicos. Enseñádmelo y seré bueno con vosotros. Haré que tooooodo vuestro dolor desaparezca. Bucky, quítales las esposas.

Las piernas me flaquearon. Caminé tambaleante hacia Fritzie, lo derribé al suelo y luego corrí hasta la alarma y bajé la palanca. Una sirena empezó a aullar, tan ansiada, tan fuerte, tan dura, que tuve la sensación de que las ondas sonoras eran las que me hacían salir del almacén, me llevaban al furgón y me hacían recorrer todo el trayecto hasta la puerta de Kay, sin excusas, sin palabras de lealtad hacia Lee.

Así fue como Kay Lake y yo nos unimos formalmente.

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