La Dalia Negra

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II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 22

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Activar esa alarma fue el acto que he pagado más caro en toda mi vida.

Loew y Vogel consiguieron que no se armara ningún escándalo. Me dieron la patada, me expulsaron de la Criminal y me devolvieron al uniforme: rondas a pie balanceando la porra en la Central, mi viejo hogar. El teniente Jastrow, jefe del turno, era uña y carne con el diabólico ayudante del fiscal. Me daba cuenta de que controlaba cada uno de mis actos, vigilando que no me fuera de la lengua o intentara proseguir de algún modo con el gran error que había cometido.

No hice nada al respecto. Era la palabra de un agente con cinco años de servicio contra la de uno con veintidós y la del futuro fiscal del distrito, y estaban respaldados por una buena carta oculta: los agentes del coche patrulla que acudió a la señal de alarma habían pasado a formar parte del nuevo equipo de la Criminal, una asombrosa casualidad destinada a garantizar que se mantuvieran calladitos y felices. Solo dos cosas me consolaban y me impedían volverme loco: Fritzie no había matado a nadie. Cuando comprobé los registros de salida de la cárcel, me enteré de que los cuatro autoinculpados habían sido atendidos por «heridas sufridas en un accidente de coche» en el hospital Queen of Angels, y que luego habían sido repartidos por distintas granjas psiquiátricas del estado para su «observación». Y mi horror me empujó hacia donde mi exceso de miedo y mi estupidez me habían impedido llegar durante mucho, mucho tiempo.

Kay.

Esa primera noche fue tanto el receptáculo de mi dolor como mi amante. Me daba miedo cualquier ruido o movimiento brusco, así que me desnudó y me tranquilizó murmurando «Ya está» cada vez que intentaba hablar de Fritzie o de la Dalia. Me tocaba con tal suavidad que era casi como no ser tocado; acaricié todas y cada una de las partes de su cuerpo hasta sentir que el mío dejaba de ser puños y músculos de poli. La excitación fue creciendo lentamente e hicimos el amor, con Betty Short muy, muy lejos.

Una semana después rompí con Madeleine, la «vecina» cuya identidad había mantenido en secreto de Lee y Kay. No le di ninguna razón, y la niña rica que gustaba de frecuentar las cloacas me caló cuando ya estaba a punto de colgar el teléfono.

—¿Has encontrado a una mujer «segura»? Ya sabes que volverás. Me parezco a ella.

Ella.

Pasó un mes. Lee no volvió, los dos traficantes de droga fueron condenados y ahorcados por los asesinatos de Chasco y De Witt, y mi anuncio del Fuego y el Hielo siguió apareciendo en los cuatro periódicos de Los Ángeles. El caso Short se desplazó de los titulares a las últimas páginas, las llamadas con información se redujeron casi a cero, y todo el mundo volvió a sus puestos de costumbre, salvo Russ Millard y Harry Sears. Asignados todavía a «Ella», Russ y Harry siguieron con su trabajo de ocho horas en la oficina y en la calle; luego se pasaban el resto del día en El Nido revisando el archivo de Lee. Cuando salía de la comisaría a las nueve, les hacía una breve visita de camino a casa de Kay, calladamente sorprendido de ver el grado de obsesión del señor Homicidios, su familia abandonada mientras hurgaba en los documentos hasta medianoche. Era un hombre que incitaba a la confesión; cuando le conté la historia de Fritzie y el almacén, su absolución fue un abrazo paternal y esta admonición:

—Pasa el examen de sargento. Dentro de un año o así iré a ver a Thad Green. Me debe un favor, y quiero que seas mi compañero cuando Harry se retire.

Era una promesa a la que aferrarme, e hizo que siguiera revisando el archivo. En mis días libres, cuando Kay estaba trabajando, no tenía nada que hacer, así que los leí una y otra vez. Faltaban las carpetas de la R, la S y la T, un molesto inconveniente, pero aparte de eso todo era perfecto. Mi mujer real había hecho retroceder a Betty Short más allá de una Línea Maginot que la confinaba al terreno de la curiosidad profesional, y yo seguía leyendo, pensando y haciendo hipótesis con el objetivo de convertirme en un buen detective… el camino en el que me hallaba hasta que activé aquella alarma. A veces tenía la sensación de que había conexiones que imploraban ser establecidas; otras me maldecía por no tener un diez por ciento más de materia gris, y otras, las copias de papel carbón solo me hacían pensar en Lee.

Seguí con la mujer a la que él había salvado de una pesadilla. Kay y yo jugábamos a las casitas tres o cuatro veces a la semana, siempre tarde, dado el turno que yo tenía ahora. Hacíamos el amor a nuestra tierna y particular manera, y hablábamos evitando los terribles sucesos de los últimos meses. Y, aunque me mostrara amable y bondadoso, por dentro seguía hirviendo con el ansia de que se produjera una conclusión exterior a mí: que Lee volviera, que el asesino de la Dalia fuera entregado en bandeja, otra sesión con Madeleine en el Red Arrow, o Ellis Loew y Fritzie Vogel clavados en una cruz. Lo que siempre llegaba con eso era la horrible y ampliada repetición de la imagen de mí golpeando a Cecil Durkin, seguida por la pregunta: ¿Hasta dónde habrías llegado esa noche?

Durante mis rondas, esa pregunta me atormentaba con más fuerza que nunca. Patrullaba por la Cinco Este, desde Main a Stanford, la peor zona. Bancos de sangre, licorerías que solo vendían medias pintas y botellines, hoteles de cincuenta centavos la noche y misiones medio en ruinas. Allí la regla no escrita era que los agentes de a pie no se anduvieran con chiquitas. Dispersabas a los grupos de borrachos a golpes de porra; echabas a empujones a los tipos pesados que insistían en que les dieran trabajo en algún puesto de contratación por días. Para cumplir con la cuota municipal, detenías indiscriminadamente a borrachos e indigentes que rebuscaban en la basura, y les dabas una paliza si intentaban escaparse del furgón. Era un trabajo penoso, y los únicos agentes buenos para hacerlo eran los paletos de Oklahoma trasladados durante la escasez de personal provocada por la guerra. Yo patrullaba con desgana: golpeaba sin fuerza con la porra, les daba calderilla a los borrachos para sacarlos de la calle y meterlos en las tabernas donde no me vería obligado a lidiar con ellos, y mi cuota de arrestos era muy baja. Me gané la reputación de «blando» en la Central; Johnny Vogel me pilló en dos ocasiones dándole monedas a un borracho y se rio a carcajadas. Después de mi primer mes de vuelta al uniforme, el teniente Jastrow me puso una mísera D en su informe de aptitudes: uno de los chupatintas me contó que había mencionado mi «renuencia a emplear la fuerza necesaria con delincuentes recalcitrantes». A Kay le hizo mucha gracia, pero yo imaginé una montaña de malos informes tan alta que ni toda la influencia de Russ Millard sería capaz de devolverme a mi antiguo puesto.

Así pues, me hallaba en el mismo punto que antes del combate y la votación sobre los fondos, solo que un poco más al este y a pie. Durante mi ascenso a la Criminal, los rumores echaban humo; ahora, las especulaciones se centraban en mi caída. Según una de las historias, me habían degradado por pegar a Lee; otras me llevaban a infringir los límites de mi jurisdicción y adentrarme en el territorio de la División de East Valley para librar un combate con el novato de la calle Setenta y siete que había ganado los Guantes de Oro en el año 46; y otra historia afirmaba que había despertado la ira de Ellis Loew por filtrar información sobre la Dalia a una emisora que se oponía a su candidatura como fiscal del distrito. Cada uno de los rumores me retrataba como un tipo que acuchilla por la espalda, un bolchevique, un cobarde y un idiota; cuando el informe de mi segundo mes terminó con la frase «La conducta pasiva de este agente durante sus patrullas le ha ganado la enemistad de todos los policías de su turno que buscan mantener el orden», empecé a pensar en darles billetes de cinco dólares a los borrachos y una paliza a cada uniformado de azul que me mirara siquiera de reojo.

Entonces ella volvió.

Nunca pensaba en ella durante mi ronda; cuando estudiaba el archivo, hacía un mero trabajo policial, buscando datos sobre un cadáver normal y construyendo teorías sobre él. Cuando hacerle el amor a Kay se transformaba en algo demasiado lleno de afecto, ella acudía al rescate, servía a su propósito y desaparecía tan pronto como habíamos terminado. Ella vivía cuando yo estaba dormido e indefenso.

Siempre era el mismo sueño. Yo me hallaba en el almacén con Fritzie Vogel, matando a Cecil Durkin a golpes. Ella miraba y gritaba que ninguno de aquellos pobres tipos babeantes la había asesinado, y después prometía amarme si conseguía que Fritzie dejara de pegar a Charlie Issler. Yo me detenía, ya que deseaba el sexo prometido. Fritzie continuaba con su carnicería y Betty lloraba por Charlie mientras yo la poseía.

Siempre me despertaba agradecido por la luz diurna, en especial cuando Kay se encontraba a mi lado.

El 4 de abril, casi dos meses y medio después de la desaparición de Lee, Kay recibió una carta en un sobre oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles.

3/4/47

Querida señorita Lake:

El motivo de esta carta es informarle de que Leland C. Blanchard ha sido expulsado oficialmente del Departamento de Policía de Los Ángeles por haber faltado a sus deberes, con carácter efectivo desde el 15/3/47. Usted era la beneficiaria de su cuenta en el Los Angeles City Credit Union, y dado que sigue siendo imposible contactar con el señor Blanchard, nos parece justo remitirle el efectivo existente en ella.

Con mis mejores deseos,

Leonard V. Strock,

Sargento,

División de Personal

En el sobre había un cheque por valor de 14,11 dólares. Aquello me hizo enloquecer de rabia y descargué mi furia contra el archivo para así no tener que atacar a mi nuevo enemigo: la burocracia que me poseía.

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