La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 24

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Exiliado a la puta casa y orgulloso de ello; dos semanas que matar antes de empezar a cumplir sentencia en algún pútrido puesto de la policía de Los Ángeles. El arresto-suicidio de Vogel fue maquillado bajo el barniz de algunas faltas interdepartamentales y la vergüenza de un padre ante la ignominia. Puse fin a mis días de gloria de la única forma que me parecía decente: intentando dar con el paradero hombre desaparecido.

Empecé investigando sus últimos días en Los Ángeles antes de esfumarse.

Repetidas lecturas del libro de arrestos de Lee no me proporcionaron dato alguno; interrogué a las lesbianas del La Verne’s Hideaway, preguntándoles si el señor Fuego había vuelto por segunda vez para molestarlas, y solo obtuve respuestas negativas y burlas. El padre me pasó a hurtadillas una copia del archivo completo de arrestos hechos por Blanchard, que tampoco me reveló nada nuevo. Kay, feliz con nuestra monogamia, me dijo que era una gran estupidez lo que estaba haciendo… y supe que aquello la asustaba.

Desenterrar la conexión Issler/Stinson/Vogel me había convencido de una cosa: yo era un detective. Pensar como tal en lo que respectaba a Lee me iba a costar mucho más, pero me obligué a ello. Esa temeridad que siempre había visto —y secretamente admirado— en él resultaba más patente que nunca, haciendo que mi preocupación por Lee fuese aún más ineludible. También me preocupaban los hechos a los cuales volvía siempre:

Lee desapareció cuando la Dalia, la Benzedrina y la inminente libertad condicional de Bobby De Witt convergieron sobre él.

Fue visto por última vez en Tijuana, cuando De Witt se dirigía hacia allí y el caso Short estaba centrado en la frontera con México.

De Witt y su compinche en el asunto de las drogas, Félix Chasco, fueron asesinados entonces, y aunque dos mexicanos cargaron con el muerto podría haber sido solo una tapadera, con los rurales haciendo desaparecer un molesto homicidio de sus libros.

Conclusión: Lee Blanchard podía haber asesinado a De Witt y Chasco, y su motivo sería el deseo de protegerse a sí mismo de cualquier intento de venganza y a Kay de los posibles abusos del viejo Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: no me importaba en absoluto.

Mi siguiente paso fue estudiar la transcripción del juicio a De Witt. En los archivos encontré más datos:

Lee dio el nombre de los informadores que le habían proporcionado la pista sobre De Witt como el «cerebro» del atraco al Boulevard-Citizens, y luego dijo que se habían marchado de la ciudad para evitar represalias de los amigos de aquel. Mi llamada a la gente de Archivos no me dejó muy tranquilo: no había informes sobre ningún chivatazo. De Witt afirmó en el juicio que todo había sido una encerrona de la policía por sus antiguos arrestos por tráfico de drogas; el fiscal basó su acusación en el dinero marcado procedente del robo que fue encontrado en la casa de Bobby De Witt y en el hecho de que este no tenía coartada para el momento del atraco. De los cuatro hombres de la banda, dos murieron en la escena del crimen, De Witt fue capturado y el cuarto seguía suelto. De Witt aseguró ignorar de quién se trataba, a pesar de que delatarle podría haberle proporcionado una reducción de condena.

Conclusión: quizá todo fue un montaje de la policía de Los Ángeles, quizá Lee estaba metido en él, quizá había puesto todo aquello en marcha para ganarse el favor de Benny Siegel, cuyo dinero había sido robado por los auténticos atracadores y a quien Lee tenía auténtico pavor por una buena razón: se había negado a pelear para él. Entonces Lee conoció a Kay en el juicio a De Witt, se enamoró de ella a su manera casta-culpable y aprendió a odiar de verdad a Bobby. Conclusión dentro de esa conclusión: Kay no podía saber nada de eso. De Witt era una escoria que había recibido su merecido.

Y la conclusión final: tenía que oír a Lee confirmármelo o negármelo todo en persona.

Cuando llevaba ya cuatro días de «vacaciones», me marché a México. En Tijuana repartí pesos y monedas de diez centavos, enseñé fotos de Lee y reservé las monedas de veinticinco centavos para obtener «información importante». Conseguí varias cosas: rodearme de gente interesada, ninguna pista y la certeza de que podría salir mal parado si continuaba enseñando dinero. A partir de entonces me limité al tradicional intercambio confidencial de un dólar entre poli gringo y poli mexicano.

Los policías de Tijuana eran buitres con camisas negras que apenas chapurreaban inglés… pero que entendían muy bien el lenguaje internacional. Paré a unos cuantos «patrulleros» por la calle, les enseñé mi placa y las fotos, embutí con fuerza algunos dólares en sus manos y les hice preguntas en el mejor inglés-español del que fui capaz. Los tipos no tardaron en comprender lo que quería y obtuve meneos de cabeza, tacos bilingües y una extraña serie de historias que sonaban a ciertas.

En una de ellas «el blanco explosivo» sollozaba en una sesión clandestina de cine porno celebrada en el Club Chicago a finales de enero; en otra aparecía un tipo alto y rubio apalizando a tres ladronzuelos y quitándose de encima a la policía con billetes de veinte sacados de un gran fajo. La mejor de todas fue una en la que Lee entregaba doscientos pavos a un sacerdote leproso que había conocido en un bar, pagaba varias rondas a todo el mundo y luego se iba en coche a Ensenada. Esa información le valió cinco dólares al que me la dio y que le pidiera más explicaciones.

—El sacerdote es mi hermano —dijo el policía—. Se ordenó él mismo. Vaya con Dios. Y guárdese el dinero en el bolsillo.

Tomé la carretera de la costa hacia el sur para recorrer los ciento treinta kilómetros hasta Ensenada, y por el camino me preguntaba de dónde habría sacado Lee tanto dinero para repartir. El trayecto resultó muy agradable, con colinas y valles de espeso follaje a mi izquierda. El tráfico era escaso, con un continuo goteo de peatones que se dirigían hacia el norte: familias enteras cargadas con maletas, con rostros en los que se entremezclaban la felicidad y el miedo, como si no supieran lo que les depararía su aventura al otro lado de la frontera, pero con el convencimiento de que sería algo mejor que aspirar polvo mexicano y pedir calderilla a los turistas.

Conforme me acercaba a Ensenada al anochecer, el goteo se convirtió en una marcha migratoria. Una hilera continua de gente en el arcén que llevaba hacia el norte, con sus pertenencias envueltas en mantas cargadas sobre los hombros. Cada cinco o seis personas, una portaba una linterna o una antorcha, y los críos pequeños iban amarrados a la espalda de sus madres al estilo indio. Al ascender la última colina antes de llegar a Ensenada, pude contemplar la ciudad, una borrosa mancha de neón extendida a mis pies, las antorchas puntuando la oscuridad hasta que la fluorescencia general las engulló.

Al entrar en la ciudad le tomé la medida enseguida, como una versión de Tijuana aireada por la brisa marina y dirigida a un turismo de clase más alta. Los gringos se comportaban bien, no había niños mendigando por las calles ni voceadores en las puertas de los abundantes bares y locales. El flujo de espaldas mojadas tenía su origen en las tierras yermas, y solo cruzaba Ensenada para llegar a la carretera de la costa… y pagar su tributo a los rurales para que les dejaran pasar.

Era el chantaje más descarado que había visto en mi vida. Rurales con camisas marrones, pantalones bombachos y botas de caña iban de un campesino a otro, recibiendo dinero y enganchándoles unas etiquetas en los hombros con grapadoras; policías de paisano vendían paquetes de carne y fruta seca, y se guardaban las monedas que recibían en cilindros metálicos colgados junto a sus pistoleras. En cada manzana había un rural dedicado a comprobar las etiquetas; cuando me aparté de la avenida principal para entrar en lo que sin duda era una calle de luces rojas, vi fugazmente cómo dos camisas marrones dejaban inconsciente a un hombre con las culatas de sus armas: escopetas de cañón recortado.

Decidí que sería mejor hablar con las fuerzas de la ley antes de empezar a interrogar a la ciudadanía de Ensenada. Además, Lee había sido visto hablando con un grupo de rurales cerca de la frontera, poco después de dejar Los Ángeles, y era posible que los policías locales pudieran contarme algo sobre él.

Seguí a una caravana de coches de los años treinta que merodeaban por la manzana de las luces rojas y, al otro lado de la calle que corría paralela a la playa, estaba la comisaría. Era una iglesia reconvertida, ventanas con barrotes y la palabra POLICÍA pintada en negro sobre escenas religiosas esculpidas en la fachada de adobe blanco. Había un reflector instalado sobre la hierba; cuando bajé del coche, enseñando la placa y con la sonrisa estadounidense dibujada en los labios, me enfocaron con él.

Caminé hacia el resplandor, protegiéndome los ojos con la mano y sintiendo el escozor en el rostro a causa del calor.

—Poli yanqui, J. Edgar, Texas Rangers —cacareó uno de los hombres.

Tenía la mano extendida cuando pasé junto a él. Metí un billete de dólar en ella y entré en la comisaría.

El interior parecía aún más eclesiástico: colgaduras de terciopelo con representaciones de Jesús y sus tribulaciones decoraban el vestíbulo; los bancos, llenos de ociosos camisas marrones, recordaban a los de una iglesia. El mostrador era un gran bloque de madera oscura con una talla de Cristo clavado en la cruz: probablemente un altar fuera de uso. El gordo agente rural apostado tras él se relamió los labios al verme llegar, y me hizo pensar en un pederasta que nunca renunciaría a sus vicios.

Yo ya había sacado mi obligatorio billete de dólar, pero lo retuve entre los dedos.

—Policía de Los Ángeles, para ver al jefe.

El camisa marrón se frotó los pulgares y los índices y luego señaló hacia mi pistolera. Se la entregué junto con el billete de dólar; después me condujo a lo largo de un pasillo con frescos de Jesucristo hasta una puerta donde ponía CAPITÁN. Permanecí ante ella mientras él entraba y hablaba en un español rapidísimo; cuando salió, me dedicó un taconazo y un saludo tardío.

—Agente Bleichert, pase, por favor.

Que esas palabras fueran dichas sin acento alguno me sorprendió; entré para responder a ellas. Un mexicano alto, de traje gris, se hallaba de pie en el centro del despacho, con la mano extendida para estrechar la mía, no para recibir un billete de dólar.

Nos dimos la mano. Después él tomó asiento tras un gran escritorio y dio unos golpecitos con los dedos a una placa donde se leía CAPITÁN VÁSQUEZ.

—¿Cómo puedo ayudarle, agente?

Cogí mi pistolera de encima de la mesa, y en su lugar puse una foto de Lee.

—Este hombre es un agente de la policía de Los Ángeles. Lleva desaparecido desde finales de enero y se dirigía hacia aquí cuando fue visto por última vez.

Vásquez examinó la foto. Las comisuras de sus labios temblaron ligeramente, y al momento intentó encubrir esa reacción negando con la cabeza.

—No, no lo he visto. Emitiré un boletín de búsqueda para mis hombres y haré que investiguen entre la comunidad estadounidense local.

Respondí a su mentira.

—Es difícil que pase desapercibido, capitán. Rubio, metro ochenta, fuerte como un toro.

—Ensenada atrae a tipos duros, agente. Por eso nuestro contingente policial va tan bien armado y se muestra tan vigilante. ¿Se quedará usted algún tiempo?

—Por lo menos esta noche. Quizá sus hombres no repararon en él y yo pueda conseguir alguna pista.

Vásquez sonrió.

—Lo dudo. ¿Está usted solo?

—Tengo dos compañeros esperándome en Tijuana.

—¿Y a qué división está asignado?

Mentí a lo grande.

—La metropolitana.

—Es usted muy joven para un puesto tan importante.

Cogí la foto.

—Nepotismo, capitán. Mi padre es jefe de policía y mi hermano está en el consulado de Ciudad de México. Buenas noches.

—Y buena suerte, Bleichert.

Alquilé una habitación en un hotel desde el que podía ir a pie hasta el distrito de los clubes nocturnos y las luces rojas. Por dos dólares conseguí un cuarto en la planta baja con vistas al océano, una cama con un colchón delgado como una oblea, un lavabo y una llave para el retrete comunitario situado fuera. Dejé mis cosas en el armario y, como precaución antes de salir, me arranqué dos pelos de la cabeza y los pegué con saliva en la junta de la puerta. Si los fachas decidían registrar mi cuarto, yo lo sabría.

Fui hasta el nebuloso corazón de neón.

Las calles estaban repletas de hombres de uniforme: camisas marrones, marineros y marines estadounidenses. No se veía a ningún civil mexicano y todo el mundo se comportaba de forma bastante pacífica, incluso los grupos de marinos que andaban haciendo eses. Decidí que era el arsenal ambulante de los rurales el que mantenía aquella paz. La mayoría de los camisas marrones eran correosos pesos gallo nada imponentes, pero iban armados hasta los dientes: recortadas, ametralladoras, automáticas del 45 y puños de acero colgando de sus cartucheras.

Faros fluorescentes brillaban intermitentes ante mí: Klub Llama, El Horno de Arturo, Club Boxeo, La Guarida del Halcón, Klub Imperial de Chico. Al ver el letrero que ponía «boxeo», decidí hacer mi primera parada.

Esperaba oscuridad, pero me encontré con una sala muy iluminada y atestada de marineros. Subidas a una larga barra, chicas mexicanas bailaban medio desnudas, con billetes de dólar metidos en sus tangas. Música de marimba enlatada y un enorme griterío hacían del local una ensordecedora caja de ruidos; me puse de puntillas, en busca de alguien con pinta de propietario. Al fondo vi un cuartucho cubierto con carteles y fotos de boxeadores. Me atrajo como un imán, y me abrí paso hacia allí entre una nueva remesa de chicas medio desnudas que se dirigían a ocupar su puesto sobre la barra.

Y ahí estaba yo, en compañía de los grandes semipesados, encajado entre Gus Lesnevich y Billy Conn.

Y ahí estaba Lee, justo al lado de Joe Louis, con quien podría haber peleado si se hubiera dejado controlar por Benny Siegel.

Bleichert y Blanchard. Dos esperanzas blancas a las que les habían ido mal las cosas.

Estuve observando las fotos durante mucho tiempo, hasta que el estruendo que me rodeaba se disipó y ya no me hallaba en una cloaca tapizada, había vuelto a los años 40 y 41, cuando ganaba combates y me acostaba con chicas fáciles que se parecían a Betty Short. Y Lee acumulaba victorias por KO y vivía con Kay… y, de una forma extraña, volvíamos a ser una familia.

—Primero Blanchard y ahora tú. ¿Quién va a ser el siguiente? ¿Willie Pep?

Regresé de inmediato a la cloaca.

—¿Cuándo? —farfullé—. ¿Cuándo lo ha visto?

Giré sobre mis talones y vi a un anciano corpulento. Su rostro era todo cuero agrietado y huesos rotos, un saco de entrenamiento, pero su voz no tenía nada de ruina ni de boxeador sonado.

—Hace un par de meses. Las fuertes lluvias de febrero. Creo que hablamos de combates durante diez horas seguidas.

—¿Dónde está ahora?

—No lo he visto desde aquella vez, y quizá él no quiera verte. Intenté hablar de ese combate que habíais librado, pero el gran Lee no quiso. «Ya no somos compañeros», me dijo, y empezó a hablarme de que los pesos pluma son la mejor división del boxeo, kilo por kilo. Yo le dije que nanay: son los medios. Zale, Graziano, La Motta, Cerdan, ¿a quién pretendes tomarle el pelo?

—¿Sigue en la ciudad?

—No lo creo. Este sitio es mío y seguro que por aquí no ha vuelto a pasar. ¿Le buscas para ajustar cuentas? ¿Otro combate, tal vez?

—Le busco para sacarle del montón de mierda en el que se ha metido.

El viejo sopesó mis palabras unos segundos, luego dijo:

—Tengo debilidad por los bailarines como tú, así que te daré la única pista que tengo. Oí decir que Blanchard montó un gran follón en el Club Satán y que tuvo que salir del apuro gracias un buen soborno al capitán Vásquez. Si caminas cinco manzanas hacia la playa, allí está el Satán. Habla con Ernie, el cocinero. Él lo vio todo. Dile que te he dicho que sea bueno contigo, y respira hondo antes de entrar en ese lugar porque no se parece en nada al sitio del que vienes.

El Club Satán era una choza de adobe con tejado de pizarra y con un ingenioso letrero de neón: un diablillo rojo ensartando el aire con su erecto miembro en forma de tridente. Contaba con su propio camisa marrón en la puerta, un mexicano bajito que examinaba a los clientes sin dejar de acariciar la guarda del gatillo de una ametralladora con trípode. Sus charreteras aparecían repletas de billetes de dólar; yo añadí uno a la colección antes de entrar, haciendo acopio de valor.

De la cloaca a la tormenta de mierda.

El bar era un agujero de letrina. Marineros y marines se masturbaban mientras metían sus dedos en la raja de las chicas acuclilladas sobre la tarima. Bajo las mesas de la parte delantera y el estrado de la orquesta se hacían mamadas. Un tipo vestido de Satanás se la estaba metiendo a una mujer gorda encima de un colchón. Junto a ellos había un burro con cuernos de terciopelo rojo atados a las orejas, comiendo paja de un cuenco en el suelo. A la derecha del escenario, un gringo vestido de esmoquin canturreaba por el micrófono:

—¡Tengo una chica fabulosa, su nombre es Roseanne, usa una tortilla como diafragma! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica que se llama Sue, es un billete de ida a la gran jodienda! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo una chica llamada Corrine, sabe cómo sacarle jugo a mi plátano! ¡Eh! ¡Eh! ¡Tengo…!

La «música» fue ahogada por un cántico que brotó de las mesas: «¡Burro! ¡Burro!». Me quedé allí plantado, notando los codazos de los que pasaban junto a mí, y entonces me envolvió una nube de aliento cargado de ajo.

—¿Quieres ir a la barra, guapo? El desayuno de los campeones, un dólar. ¿Quieres estar conmigo? La vuelta al mundo, dos dólares.

Me armé de valor para mirarla. Era vieja y gorda, los labios cubiertos de chancros. Saqué unos billetes de mi bolsillo y se los ofrecí, sin importarme de cuánto eran. La puta se inclinó ante su Jesucristo de club nocturno.

—Ernie —grité—. Tengo que verle ahora mismo. Me envía el tipo del Club Boxeo.

—¡Vámonos! —exclamó la mamacita, y se encargó de abrirme paso a través de una hilera de marines que esperaban para sentarse a comer a la barra.

Me llevó hasta una cortina que ocultaba un pasillo situado detrás del escenario y luego hasta la cocina. Un olor a especias excitó levemente mis papilas gustativas, hasta que vi los cuartos traseros de un perro asomando bajo la tapa de una olla de estofado. La mujer habló en español con el chef, un tipo de aspecto extraño que parecía una mezcla de mexicano y chino. Este asintió y vino hacia mí.

Yo había sacado la foto de Lee.

—He oído contar que este hombre te dio algunos problemas hace un tiempo.

El tipo echó un somero vistazo a la foto.

—¿Quién quiere saberlo?

Le enseñé mi placa, dejando que el gesto revelara un vislumbre de mi arma.

—¿Amigo tuyo? —dijo.

—Mi mejor amigo.

El mestizo tenía las manos metidas bajo el delantal; yo sabía que una de ellas empuñaba un cuchillo.

—Tu amigo se bebió catorce chupitos de mi mejor mescal, el récord de la casa. Eso me gustó. Hizo un montón de brindis por mujeres muertas. Eso no me importó. Pero intentó joderme el número del burro, y por ahí sí que no paso.

—¿Qué ocurrió?

—Acabó con cuatro de mis chicos, con el quinto no pudo. Los rurales se lo llevaron para que durmiera la mona.

—¿Eso es todo?

El mestizo sacó un estilete de su delantal, apretó el resorte y se rascó el cuello con el lado sin filo de la hoja.

Finito.

Salí por la puerta de atrás a un callejón, temiendo por Lee. Dos tipos con trajes relucientes merodeaban bajo una farola; cuando me vieron, sus pies se arrastraron con más rapidez por el suelo y sus ojos escrutaron la tierra como si de repente se hubiera vuelto fascinante. Eché a correr; el chirriar de la grava a mi espalda me indicó que los dos me perseguían.

El callejón terminaba en una carretera que conducía a la manzana de las luces rojas; un sendero de tierra casi intransitable se desviaba en ángulo hacia la playa. Giré por este a toda velocidad, mis hombros rozando el alambre de los gallineros y perros atados a estacas intentando alcanzarme por ambos lados. Sus ladridos ahogaron cualquier otro ruido callejero; no tenía ni la menor idea de si aquellos dos tipos me pisaban los talones. Vi alzarse ante mí el bulevar de la playa e intenté orientarme; calculé que el hotel se encontraba a una manzana a la derecha y reduje la velocidad de mi carrera a un paso normal.

Había calculado mal por media manzana… a mi favor.

El hotel se hallaba a apenas cien metros. Recobrando el aliento, me encaminé hacia allí tranquilamente, el muy digno señor estadounidense dando un paseo. El patio y la recepción del hotel estaban vacíos; alargué la mano para coger mi llave. En el primer piso, una luz destelló fugazmente en el resquicio de la puerta de mi habitación… donde ya no estaba mi trampa de pelos pegados con saliva.

Saqué mi 38 y abrí la puerta de una patada. Un hombre blanco sentado en una silla junto a la cama ya tenía las manos levantadas y una ofrenda de paz en los labios:

—Sooo, chico. Soy tu amigo. No voy armado, y si no me crees puedes registrarme ahora mismo.

Señalé con mi arma hacia la pared. El hombre se puso en pie y apoyó las palmas contra ella por encima de la cabeza, con las piernas bien abiertas. Le cacheé con una mano, con la 38 pegada a su columna, y encontré una cartera, llaves y un peine grasiento. Le clavé el cañón en la espalda mientras examinaba la cartera. Estaba llena de dólares; en una fundita de plástico llevaba una licencia de detective privado expedida en California. Según esta, el nombre del tipo era Milton Dolphine y la dirección de su despacho el 986 de Copa De Oro, en San Diego.

Arrojé la cartera sobre la cama y aflojé un poco la presión de mi arma; Dolphine se removió, nervioso.

—Ese dinero es una mierda comparado con lo que llevaba Blanchard. Si trabajas conmigo, todo será coser y cantar.

Le di una patada en las piernas, que se doblaran bajo su cuerpo. Dolphine cayó al suelo y mordió el polvo de la alfombra.

—Cuéntamelo todo y ten cuidado con lo que dices sobre mi compañero, o te acusaré de allanamiento y acabarás en la prisión de Ensenada.

Dolphine se puso de rodillas.

—Bleichert —jadeó—, ¿cómo coño crees que supe que debía venir aquí? ¿No se te ha ocurrido pensar que yo podría haber estado por allí cerca cuando hiciste tu numerito del poli gringo con Vásquez?

Lo examiné rápidamente. Pasaba de los cuarenta, gordo y calvo, aunque probablemente fuera un tipo duro, como un ex deportista cuya fuerza se hubiera ido convirtiendo en astucia a medida que su cuerpo se aflojaba.

—Alguien más me está siguiendo —dije—. ¿Quién es?

Dolphine escupió telarañas.

—Los rurales. Vásquez tiene ciertos intereses que proteger y no quiere que encuentres a Blanchard.

—¿Saben que me alojo aquí?

—No. Le dije al capitán que yo me encargaría de localizarte. Sus chicos debieron de encontrarte por casualidad. ¿Los has despistado?

Asentí, y le di un golpecito a su pajarita con mi pistola.

—¿Por qué tienes tantas ganas de cooperar?

Dolphine alzó la mano hasta el cañón del arma y lo apartó con sumo cuidado.

—Yo también tengo ciertos intereses que proteger, y soy condenadamente bueno cuando se trata de trabajar para dos bandos. Además, hablo mucho mejor cuando estoy sentado. ¿Crees que eso sería posible?

Cogí la silla y se la puse delante. Dolphine se levantó, se limpió el traje y se dejó caer en el asiento. Volví a enfundar mi arma.

—Despacio y desde el principio.

Dolphine se echó el aliento en las uñas y luego se las frotó contra la camisa. Cogí la otra silla de la habitación y la coloqué con el respaldo ante mí para que mis manos tuvieran algo que agarrar.

—Habla, maldita sea.

Dolphine obedeció.

—Hace cosa de un mes, una mujer mexicana entró en mi despacho de Dago. Rellenita, con toneladas de maquillaje encima, pero vestida de forma impecable. Me ofreció quinientos dólares por localizar a Blanchard y me informó de que creía que andaba por Tijuana o por Ensenada. Dijo que era un poli de Los Ángeles y que estaba huyendo de la justicia. Y como sé que a los polis de Los Ángeles les encanta el papel verde, empecé a pensar enseguida que se trataba de un asunto de dinero.

»Pregunté a mis soplones de Tijuana y di unas cuantas vueltas enseñando la foto de periódico que la mujer me había entregado; Blanchard había estado en Tijuana a finales de enero, se había metido en peleas, había estado bebiendo y gastado montones de pasta. Entonces un amigo de la Patrulla Fronteriza me contó que se ocultaba aquí en Ensenada y que estaba pagando protección a los rurales, que le permitían beber y buscar camorra en la ciudad, algo que Vásquez casi nunca tolera.

»En fin, al saber todo eso vine aquí y empecé a buscar a Blanchard, que estaba haciendo el papelito de gringo ricachón. Le vi apalizar a dos mexicanos que habían insultado a una señorita, con los rurales al lado y sin que estos hicieran nada por evitarlo. Eso significaba que el soplo sobre la protección era cierto, y empecé a pensar: dinero, dinero y dinero.

Dolphine trazó en el aire el signo del dólar; yo agarré la barra superior del respaldo con tanta fuerza que noté cómo la madera comenzaba a ceder.

—Aquí es donde la cosa se pone interesante. Un rural cabreado que no figura en la nómina de Blanchard me cuenta que ha oído que, a finales de enero, Blanchard contrató a dos rurales de paisano para que mataran a dos enemigos suyos en Tijuana. Volví allí, pagué unos cuantos sobornos a la poli local y me enteré de que el 23 de enero dos tipos llamados Robert De Witt y Félix Chasco habían sido asesinados. El nombre del primero me resultaba familiar, así que telefoneé a un amigo que trabaja en la policía de San Diego. Hizo unas comprobaciones y luego me llamó. Y ahora atento a esto, si es que no lo sabías ya: Blanchard mandó a De Witt a San Quintín en el 39 y este juró vengarse. Supongo que De Witt consiguió la libertad condicional y Blanchard hizo que se lo cargaran para proteger su trasero. Llamé a mi socio en Dago y le dejé un mensaje para que se lo comunicara a la mexicana. Blanchard se encuentra aquí, protegido por los rurales, quienes probablemente se cargaron a De Witt y a Chasco por encargo suyo.

Solté la barra del respaldo, sintiendo las manos entumecidas.

—¿Cómo se llamaba?

Dolphine se encogió de hombros.

—Se hacía llamar Dolores García, pero es evidente que se trata de un nombre falso. Tras enterarme de lo ocurrido con De Witt y Chasco, supuse que se trataba de una de las muñequitas de este último. Al parecer era un gigoló con un montón de rajitas mexicanas adineradas haciendo cola, y pensé que la dama quería vengar su muerte. Me figuré que se había enterado de que Blanchard era el responsable de los asesinatos, y por eso me necesitaba para localizarle.

—¿Estás enterado del asunto de la Dalia Negra en Los Ángeles? —dije.

—¿Reza el Papa?

—Lee estaba trabajando en ese caso justo antes de venir aquí, y a finales de enero apareció una pista que llevaba a Tijuana. ¿Oíste comentar si había estado haciendo preguntas sobre la Dalia?

—Nada —dijo Dolphine—. ¿Quieres oír el resto?

—Rápidamente.

—De acuerdo. Volví a Dago y mi socio me contó que la dama mexicana había recibido mi mensaje. Me fui a Reno para tomarme unas vacaciones y en las mesas de juego me pateé todo el dinero que ella me había dado. Empecé a pensar en Blanchard y en todo el dinero de que disponía, y me pregunté por el destino que la dama mexicana le tenía reservado. No hacía más que reconcomerme. Así que volví a Dago, hice algunos trabajitos buscando a personas desaparecidas, y como unas dos semanas después regresé a Ensenada. ¿Y sabes una cosa? No había ni jodido rastro de Blanchard.

»Solo un loco le habría preguntado a Vásquez o a sus chicos por él, así que me dediqué a rondar por la ciudad manteniéndome muy alerta. Vi a un vagabundo que llevaba una chaqueta vieja de Blanchard, y a otro con su sudadera del Legion Stadium. Me enteré de que en Juárez habían colgado a dos tipos por el asunto De Witt-Chasco, y pensé que apestaba a una tapadera inventada por los rurales. Seguí en el pueblo, bien pegadito a Vásquez, entregándole de vez en cuando a algún drogata para estar a buenas con él. Hasta que finalmente logré juntar todas las piezas del rompecabezas Blanchard. Así que, si era tu amigo, prepárate.

Ante ese «era», mis manos rompieron la tabla superior del respaldo.

—Sooo, chico —dijo Dolphine.

—Termina —jadeé.

El detective privado habló con voz lenta y tranquila, como si se dirigiera a una granada de mano.

—Está muerto. Lo descuartizaron con un hacha. Unos vagabundos lo encontraron. Entraron a robar en la casa donde se alojaba, y uno de ellos se lo largó a los rurales para que no acabaran cargándoles el mochuelo. Vásquez les dio unos cuantos pesos por su silencio, así como algunas pertenencias de Blanchard, y los rurales enterraron el cuerpo en las afueras. Oí rumores de que no habían encontrado ningún dinero, así que seguí rondando por la zona pensando que Blanchard era un fugitivo y que tarde o temprano vendría a buscarle algún poli estadounidense. Cuando te presentaste en la comisaría con ese cuento de que trabajabas en la metropolitana, supe que tú eras esa persona.

Intenté decir que no, pero mis labios no se movieron; Dolphine se apresuró a acabar su historia a toda velocidad.

—Quizá lo hicieron los rurales. Quizá lo hiciera la mujer o algunos amigos suyos. Puede que alguno de ellos se quedara con el dinero, o puede que no, y entonces nosotros podremos conseguirlo. Tú conocías a Blanchard, podrías averiguar a quién…

Salté de mi asiento y aticé a Dolphine con la tablilla rota; recibió el golpe en el cuello, cayó al suelo y volvió a besar la alfombra. Le apunté con mi pistola en la nuca y el patético detective gimoteó, y luego empezó a suplicar aún más rápido que antes.

—Mira, no sabía que fuera algo personal para ti. Yo no lo maté, y te ayudaré si quieres encontrar a quien lo hizo. Por favor, Bleichert, ¡maldita sea!

—¿Cómo sé que todo esto es cierto? —dije yo, también gimoteante.

—Hay un arenal junto a la playa. Los rurales tiran allí los fiambres. Un chaval me contó que había visto a un grupo de ellos enterrando a un hombre blanco muy corpulento más o menos por las fechas en que Blanchard desapareció. ¡Maldita sea, es verdad!

Solté el percutor de la 38 muy despacio.

—Pues enséñamelo.

El lugar se encontraba a unos quince kilómetros al sur de Ensenada, junto a la carretera de la costa, en un promontorio que dominaba el océano. El sitio aparecía marcado por una gran cruz llameante. Dolphine frenó junto a ella y apagó el motor.

—No es lo que piensas. Los lugareños mantienen esa maldita cosa ardiendo porque no saben quién está enterrado aquí, y muchos de ellos han perdido a gente querida. Para ellos es un ritual. Prenden fuego a las cruces y los rurales lo consienten, como si fuera una especie de panacea para que no se rebelen con otra clase de fuego. Y hablando de fuegos, ¿quieres apartar eso?

Mi revólver apuntaba al vientre de Dolphine; me pregunté cuánto tiempo llevaba así.

—No. ¿Tienes herramientas?

Dolphine tragó saliva.

—De jardinería. Oye…

—No. Llévame al sitio del que te habló ese chaval y cavaremos.

Dolphine bajó del coche, lo rodeó y abrió el maletero. Yo le seguí y le observé mientras sacaba una gran pala. El brillo de las llamas iluminaba el viejo cupé Dodge del detective; me fijé en que había un montón de estacas y unos trapos junto al neumático de repuesto. Tras meterme la 38 en el cinturón, fabriqué dos antorchas atando unos trapos al extremo de dos estacas, y después les prendí fuego en la cruz.

—Ve delante de mí —le ordené, pasándole una de las antorchas.

Entramos en el arenal, dos forajidos sosteniendo bolas de fuego clavadas en un palo. Lo blando del terreno hacía que el avance fuera lento; la luz de las antorchas me permitió distinguir las ofrendas funerarias: pequeños ramos de flores y estatuillas religiosas colocadas aquí y allá sobre las dunas. Dolphine no paraba de mascullar que a los gringos los arrojaban en el extremo más alejado; notaba los huesos quebrándose bajo mis pies. Llegamos a una duna más alta que el resto, y Dolphine agitó su antorcha ante una maltrecha bandera de Estados Unidos desplegada sobre la arena.

—Aquí. El chaval dijo que estaba donde la bandera.

La aparté de una patada; un enjambre de insectos salió volando con un fuerte zumbido.

—Mamones —graznó Dolphine, intentando alejarlos con su antorcha.

Un fuerte olor a putrefacto se alzó del gran cráter que había a nuestros pies.

—Cava —dije.

Dolphine se puso a ello; yo pensaba en fantasmas —Betty Short y Laurie Blanchard—, mientras esperaba a que la pala topara con sus huesos. La primera vez que chocó, recité un salmo que el viejo me había obligado a memorizar; la segunda, recé el Padrenuestro que Danny Boylan solía canturrear antes de nuestras sesiones de entrenamiento. Cuando Dolphine dijo «Un marinero, veo su uniforme», no supe si quería que Lee estuviera vivo y sufriendo, o muerto y en ninguna parte, así que aparté a Dolphine de un empujón y empecé a cavar yo mismo.

Mi primer golpe de pala desenterró el cráneo del marinero, el segundo desgarró la pechera de su uniforme y arrancó el torso del resto del esqueleto. Los huesos quebrados de las piernas se desmoronaron. Seguí cavando en ese lugar hasta que volví a encontrar arena en la que relucía la mica. Después aparecieron nidos de gusanos y entrañas y un vestido de crinolina manchado de sangre y arena y huesos sueltos y nada más… y luego apareció una piel rosada quemada por el sol y unas cejas rubias cubiertas de cicatrices que me resultaron familiares. Entonces Lee sonrió igual que la Dalia, con gusanos arrastrándose entre sus labios y por los agujeros donde antes estaban sus ojos.

Tiré la pala y eché a correr.

—¡El dinero! —gritó Dolphine a mi espalda.

Corrí hacia la cruz en llamas, pensando que yo le había hecho esas cicatrices a Lee, que era yo quien le había golpeado. Al llegar al coche, subí y metí la marcha atrás, derribando el crucifijo y haciéndolo caer sobre la arena; después fui cambiando bruscamente de marchas, primera, segunda, tercera, y salí disparado de allí. «¡Mi coche! ¡El dinero!», oí gritar a mi espalda mientras entraba derrapando en la carretera de la costa rumbo al norte. Alargué la mano hacia el interruptor de la sirena, y golpeé el salpicadero cuando caí en la cuenta de que los vehículos civiles no tenían.

Llegué a Ensenada al doble de la velocidad permitida. Dejé el Dodge en la calle contigua al hotel y luego corrí en busca de mi coche… y aminoré el paso cuando vi a tres hombres que se me acercaban en semicírculo, rodeándome, las manos dentro de las chaquetas.

Mi Chevy estaba a unos diez metros; logré enfocar al hombre del centro, el capitán Vásquez, mientras los otros dos se desplegaban para cubrirme por los lados. Mi único refugio era una cabina de teléfonos que se encontraba junto a la primera puerta, a la izquierda del patio en forma de U. Bucky Bleichert estaba a punto de ser enterrado cadáver en un arenal mexicano, con su mejor amigo acompañándolo en el largo viaje. Decidí dejar que Vásquez se me acercara y volarle los sesos a quemarropa. En ese momento una mujer blanca salió por la puerta de la izquierda, y vi mi billete de vuelta a casa.

Corrí hacia ella y la agarré por el cuello. Quiso gritar. Ahogué el ruido tapándole la boca con la mano izquierda. La mujer agitó los brazos, y luego se quedó rígida. Saqué mi 38 y le apunté a la cabeza.

Los rurales avanzaban cautelosos, sus armas pegadas a los flancos. Empujé a la mujer hacia la cabina telefónica, susurrándole: «Grita y estás muerta. Grita y estás muerta». Una vez dentro, la inmovilicé con las rodillas contra la pared y retiré la mano; sus gritos eran silenciosos. Le metí la pistola en la boca para que la cosa siguiera así; cogí el auricular, metí una moneda de cinco centavos en la ranura y marqué el número de la operadora. Ahora Vásquez se hallaba delante de la cabina, el rostro lívido, apestando a colonia estadounidense barata.

—¿Qué? —dijo la operadora al otro extremo de la línea.

—¿Habla inglés? —farfullé.

—Sí, señor.

Me encajé el auricular entre el mentón y el hombro y metí a tientas todas las monedas de mi bolsillo dentro de la ranura; mantuve mi 38 pegado al rostro de la mujer. Cuando el aparato se hubo tragado una carretada de pesos, pedí:

—Con el FBI, oficina de San Diego. Es una emergencia.

—Sí, señor —musitó la operadora.

Oí el ruido de la conexión al establecerse. Los dientes de la mujer castañeteaban contra el cañón de mi pistola. Vásquez decidió probar con el soborno:

—Blanchard era muy rico, amigo. Podríamos encontrar su dinero. Y usted podría vivir muy bien aquí. Usted…

—FBI, agente especial Rice.

Clavé mis ojos en Vásquez.

—Aquí el agente Dwight Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles. Le hablo desde Ensenada y estoy metido en un problema muy gordo con unos cuantos rurales. Están a punto de matarme sin razón alguna y he pensado que usted podría hablar con el capitán Vásquez para convencerle de que no lo hagan.

—¿Qué diablos…?

—Señor, soy un agente de policía de Los Ángeles y será mejor que se dé prisa con esto.

—Oye, hijo, ¿intentas tomarme el pelo o qué?

—Maldita sea, ¿quiere pruebas? He trabajado en la Central de Homicidios con Russ Millard y Harry Sears. He trabajado en la Criminal, he trabajado…

—Pásame al colega mexicano, hijo.

Le entregué el auricular a Vásquez. Lo cogió y me apuntó con su automática; yo mantuve mi 38 pegado a la mujer. Los segundos fueron pasando con tremenda lentitud; aquella situación de tablas se mantuvo mientras el jefe de los rurales escuchaba al federal, poniéndose cada vez más y más pálido. Finalmente dejó caer el auricular y bajó su arma.

—Vete a casa, hijo de puta. Fuera de mi ciudad y de mi país.

Enfundé la pistola y salí de la cabina; la mujer comenzó a chillar. Vásquez dio un paso atrás e indicó a sus hombres que se apartaran. Subí a mi coche y salí disparado de Ensenada conduciendo de una forma temeraria espoleada por el pánico. Solo cuando me encontré de nuevo en Estados Unidos volví a respetar los límites de velocidad… y fue entonces cuando lo de Lee se abatió sobre mí con toda su fuerza.

El amanecer se abría paso sobre las colinas de Hollywood cuando llamé a la puerta de Kay. Me quedé inmóvil en el porche, tembloroso, con las nubes de tormenta y los rayos de sol cerniéndose al fondo como objetos extraños que no deseaba ver. La oí decir «¿Dwight?» dentro de la casa, seguido del ruido de un cerrojo al ser abierto. Y entonces allí estaba, el otro miembro superviviente de la tríada Blanchard/Bleichert/Lake, diciendo:

—Ya está.

Era un epitafio que yo no quería oír.

Entré en la casa, aturdido ante lo bonita y extraña que me resultaba la sala.

—¿Lee ha muerto? —preguntó Kay.

Por primera vez me senté en la silla favorita de Lee.

—Lo mataron los rurales, o una mujer mexicana y sus amigos. Oh, nena, yo…

Llamarla con el mote cariñoso de Lee me hizo estremecer. Miré a Kay, de pie junto a la puerta, su silueta iluminada desde detrás por el extraño trazado de los rayos de sol.

—Pagó a unos rurales para que mataran a De Witt, pero eso no quiere decir una mierda. Tenemos que hacer que Russ Millard y algunos policías mexicanos decentes se encarguen de…

Me interrumpí, mirando fijamente el teléfono colocado sobre la mesita de café. Empecé a marcar el número del padre y la mano de Kay me detuvo.

—No. Antes quiero hablar contigo.

Me levanté y fui a sentarme al sofá; Kay se sentó junto a mí.

—Si te vuelves loco con esto, le harás daño a Lee.

Fue entonces cuando supe que ella lo había estado esperando; cuando comprendí que ella sabía más que yo de todo el asunto.

—No se le puede hacer daño a un muerto —dije.

—Oh, sí, nene, sí que puedes.

—No me llames así. ¡Esa palabra era suya!

Kay se acercó a mí y me acarició la mejilla.

—Puedes hacerle daño a él y también a nosotros.

Me aparté de su caricia.

—Cuéntame por qué, nena.

Kay se apretó un poco más el cinturón de la bata y me miró con frialdad.

—No conocí a Lee en el juicio de Bobby —dijo—. Le había conocido antes. Trabamos amistad y le mentí sobre dónde vivía para que no supiera nada de Bobby. Después lo averiguó por su cuenta, y yo le conté lo mal que estaban las cosas; entonces me habló de una oportunidad que se le había presentado, un buen negocio. No quiso explicarme los detalles del asunto, y poco después Bobby fue arrestado por el atraco al banco y se desató el caos.

»Lee planeó el robo y consiguió tres hombres para que le ayudaran. Había necesitado mucho dinero para lograr que su contrato pugilístico no acabara en manos de Ben Siegel, y eso le costó hasta el último centavo que había ganado como boxeador. Dos de los hombres murieron durante el atraco, otro escapó a Canadá, y Lee era el cuarto. Él le cargó el mochuelo a Bobby porque lo odiaba a causa de lo que me había hecho. Bobby no estaba enterado de que nos veíamos, así que fingimos habernos conocido durante el juicio. Bobby sabía que todo era un montaje, aunque no sospechaba de Lee sino de la policía de Los Ángeles en general.

»Lee quería proporcionarme un hogar, y lo hizo. Siempre se mostró muy cauteloso con su parte del dinero robado y no dejaba de hablar de sus ahorros del boxeo y de sus apuestas, con el fin de que los jefazos no pensaran que vivía por encima de sus posibilidades. Perjudicó su carrera al vivir con una mujer sin estar casados, aunque en realidad no convivíamos como una pareja normal. Todo transcurría como un feliz cuento de hadas hasta el otoño pasado, cuando tú y Lee os convertisteis en compañeros.

Me acerqué un poco más a ella, atónito ante la idea de que Lee fuera el policía corrupto más audaz de toda la historia.

—Sabía que era capaz de cosas así.

Kay se apartó de mí.

—Déjame terminar antes de que te pongas demasiado sentimental. Cuando Lee se enteró de que Bobby había obtenido tan pronto la libertad condicional, fue a ver a Ben Siegel e intentó hacer que lo mataran. Tenía miedo de que Bobby hablara de mí, que estropeara nuestro cuento de hadas con todas las cosas desagradables que sabía sobre una servidora. Siegel no quiso hacerlo, y le dije a Lee que eso no importaba, que ahora estábamos los tres juntos y que la verdad no podía hacernos daño. Y entonces, justo antes de Año Nuevo, apareció el tercer hombre del atraco. Sabía que Bobby De Witt iba a salir en libertad condicional y chantajeó a Lee: tenía que pagarle diez mil dólares o le contaría a Bobby quién había planeado el atraco y le había cargado el muerto.

»El plazo que le dio fue la fecha en que soltarían a Bobby. Lee le dio largas y fue a ver a Ben Siegel para intentar que le prestara el dinero. Siegel se negó, y entonces Lee le suplicó que ordenara que mataran a ese tipo. Siegel también se negó. Lee se enteró de que ese hombre solía andar con unos negros que vendían marihuana, y entonces él…

Lo vi venir, enorme y negro como los titulares que me había ganado con aquello; las palabras de Kay eran la nueva letra pequeña de la historia.

—El nombre de ese tipo era Baxter Fitch. Siegel no iba a ayudar a Lee, y por eso recurrió a ti. Los hombres iban armados, así que supongo que teníais una justificación legal, y también que fuisteis condenadamente afortunados de que a nadie se le ocurriera husmear en el asunto. Es lo único que no puedo perdonarle, lo único que me hace odiarme, el haber consentido algo así. ¿Sigues sintiéndote sentimental, pistolero?

Fui incapaz de responder; Kay lo hizo por mí.

—Ya me lo pensaba. Acabo de contarte la historia y luego me dices si continúas con tus deseos de venganza.

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