La Dalia Negra

La Dalia Negra


II. Treinta y nueve con Norton » Capítulo 24

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»Entonces ocurrió lo de la Short, y él se obsesionó con el asunto por lo de su hermana pequeña y sabe Dios por qué más. Le aterrorizaba pensar que Fitch hubiese hablado con Bobby, que este se hubiera enterado de cómo le cargaron el muerto. Quería matarle, o hacer que alguien le matara; una y otra vez le supliqué que lo dejara estar, le aseguré que nadie creería a Bobby, que no era necesario hacer más daño. Si no hubiera sido por esa maldita chica muerta quizá le hubiera convencido. Pero el caso acabó señalando hacia México y todos, Bobby, Lee y tú, os fuisteis para allá. Sabía que el cuento de hadas había terminado. Y así ha sido.

LOS POLICÍAS FUEGO Y HIELO NOQUEAN

A MATONES NEGROS

 

TIROTEO EN SOUTHSIDE – POLIS: 4, ESCORIA: 0

 

CUATRO DROGATAS MUERTOS POR POLICÍAS-BOXEADORES EN SANGRIENTO TIROTEO EN L.A.

Sintiendo languidecer todo mi cuerpo, hice ademán de levantarme; Kay me cogió por el cinturón con ambas manos y me obligó a sentarme de nuevo.

—¡No! ¡No intentes usar conmigo la huida marca Bucky Bleichert! Bobby sacaba fotos de mí montándomelo con animales, y Lee consiguió que todo eso acabara. Me obligaba a acostarme con sus amigos y me pegaba con una correa para afilar navajas, y Lee terminó con todo eso. Lee no quería follarme, quería amarme y que estuviéramos juntos, y si no te hubieras sentido tan intimidado por él lo habrías sabido. No podemos arrastrar su nombre por el fango. Tenemos que olvidarlo todo, tenemos que perdonar y seguir adelante los dos solos, y…

Y fue entonces cuando salí huyendo, antes de que Kay destruyera el resto de la tríada.

Pistolero.

Títere.

Un jodido detective demasiado ciego para resolver el caso en el que ha sido utilizado como cómplice.

El punto débil en un triángulo de cuento de hadas.

El mejor amigo de un poli atracador de bancos, ahora el guardián de sus secretos.

«Olvidarlo todo».

Me quedé en mi apartamento durante la siguiente semana, matando el resto de mis «vacaciones». Me desfogué con el saco y saltando a la cuerda, y escuché música; me senté en los escalones de atrás y disparé con el dedo a los arrendajos que se posaban en la colada de mi patrona. Condené a Lee por cuatro homicidios relacionados con el atraco al Boulevard-Citizens y lo absolví sobre la base del homicidio número cinco: el suyo. Pensé en Betty Short y en Kay hasta que las dos se confundieron; reconstruí mi relación con Lee bajo la forma de una seducción mutua, y determiné que mi morbosa obsesión por la Dalia se debía a que la conocía en lo más profundo, y que amaba a Kay porque ella me conocía a mí.

Y examiné los últimos seis meses. Todo estaba allí:

El dinero que Lee había estado gastando en México debía de proceder de una parte que se había guardado del botín obtenido en el atraco.

La víspera de Año Nuevo le oí llorar; Baxter Fitch había amenazado con chantajearle unos días antes.

Durante ese otoño, Lee se había estado viendo con Benny Siegel en privado, cada vez que íbamos a los combates del Olympic, intentando convencerle de que matara a Bobby De Witt.

Justo antes del tiroteo, Lee había hablado por teléfono con un soplón… supuestamente sobre Junior Nash. El «soplo» había revelado el paradero de Fitch y los negros, y Lee volvió al coche con expresión asustada. Diez minutos después, cuatro hombres morían.

La noche que conocí a Madeleine Sprague, Kay le gritó a Lee: «Después de todo lo que ha pasado, y todo lo que podría pasar…». Sí, una frase profética, que probablemente predecía el desastre relacionado con Bobby De Witt. Durante el tiempo que estuvimos trabajando en el caso de la Dalia, Kay se había mostrado nerviosa y malhumorada, preocupada por el bienestar de Lee, y aun así aceptando extrañamente su conducta demencial. Pensé que estaba enojada por la obsesión de Lee con el asesinato de Betty Short; pero en realidad se estaba enfrentando al final del cuento de hadas, intentando evitarlo.

Todo estaba allí.

«Olvidarlo todo».

Cuando mi nevera se quedó vacía, emprendí la huida marca Bucky Bleichert rumbo al supermercado para volver a llenarla. Al entrar vi a un repartidor a domicilio leyendo la sección local del Herald. La foto de Johnny Vogel aparecía al final de la página. Miré por encima del hombro del chico y leí que había sido expulsado de la policía de Los Ángeles por encubrir unos chanchullos de corrupción. En la columna de encima, el nombre de Ellis Loew captó mi atención. Según citaba Bevo Means, había declarado que «La investigación del caso Elizabeth Short ya no es mi objetivo esencial… tengo peces más importantes que freír». Me olvidé de la compra y conduje hasta Hollywood Oeste.

Era la hora del recreo. Kay estaba en medio del patio, vigilando a los críos que jugaban en un gran cajón de arena. La observé un rato desde el coche, y luego me encaminé hacia ella.

Los niños fueron los primeros en verme. Les enseñé los dientes hasta que se echaron a reír. A continuación Kay se volvió hacia mí.

—El avance marca Bucky Bleichert —dije.

—Dwight —dijo Kay. Los críos nos miraban como si supieran que ese era un gran momento. Kay lo entendió solo un segundo después—. ¿Has venido para decirme algo?

Me reí; los niños volvieron a estallar en risas ante la nueva exhibición de mis dientes.

—Sí. He decidido olvidarlo todo. ¿Quieres casarte conmigo?

—¿Y enterraremos el resto del asunto? —repuso ella con rostro inexpresivo—. ¿Y también a esa p… chica asesinada?

—Sí. A ella también.

Kay se arrojó en mis brazos.

—Entonces sí.

Nos abrazamos.

—¡La señorita Lake tiene novio, la señorita Lake tiene novio! —gritaron los niños.

Nos casamos tres días después, el 2 de mayo de 1947. Fue todo muy precipitado: un capellán protestante de la policía de Los Ángeles ofició la ceremonia y el banquete se celebró en el patio trasero de la casa de Lee Blanchard. Kay lucía un vestido rosa, en alusión irónica a su falta de virginidad; yo llevé mi mejor uniforme del cuerpo. Russ Millard fue el padrino y Harry Sears acudió como invitado. Empezó con su tartamudeo habitual, y por primera vez pude observar que este cesaba a la cuarta copa. Saqué a mi viejo del asilo con un permiso para ese día, y aunque el pobre no tenía ni la menor idea de quién era yo, pareció pasárselo muy bien, tomando tragos de la petaca de Harry, tocándole el trasero a Kay y dando saltitos al compás de la música de la radio. Había una mesa con bocadillos y ponche, del fuerte y del suave. Comimos y bebimos los seis, y unos completos desconocidos que pasaban por el Strip oyeron la música y las risas y se unieron a la fiesta. Al anochecer el patio estaba lleno de gente a la que no conocíamos de nada, y Harry tuvo que hacer una escapada al Ranch Market de Hollywood en busca de más comida y bebida. Le quité las balas a mi pistola reglamentaria y dejé que aquellos civiles desconocidos jugaran con ella, y Kay bailó polcas con el capellán. Cuando cayó la noche no quise poner fin a la fiesta, así que pedí guirnaldas de luces navideñas a los vecinos y las colgué encima de la puerta, en las cuerdas de la ropa y también en la yuca favorita de Lee. Bailamos, bebimos y comimos bajo una constelación falsa, con estrellas rojas, azules y amarillas. Sobre las dos de la madrugada cerraron los clubes nocturnos del Strip, y la gente que salía del Trocadero y el Mogambo se sumó a la fiesta; hasta Errol Flynn estuvo un rato por allí, y me cambió la chaqueta de su esmoquin por la de mi uniforme, repleta de medallas e insignias. De no ser por la tormenta que se desató, aquello podría haber durado eternamente… que era lo que yo deseaba. Pero la multitud se dispersó entre besos y abrazos frenéticos, y Russ se encargó de llevar a mi viejo al asilo. Kay Lake Bleichert y yo nos retiramos al dormitorio para hacer el amor, y dejé la radio encendida para que me ayudara a no pensar en Betty Short. No fue necesario: ni una sola vez cruzó por mi mente.

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