La Dalia Negra

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III. Kay y Madeleine » Capítulo 25

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Pasó el tiempo. Kay y yo trabajábamos y jugábamos a ser un joven matrimonio.

Tras nuestra rápida luna de miel en San Francisco, volví a lo que quedaba de mi carrera como policía. Thad Green me habló sin rodeos: admiraba lo que había hecho con los Vogel, pero me consideraba inútil para el trabajo de patrulla. Me había ganado la enemistad de los jefes y de los agentes de a pie, y mi presencia en la división uniformada no haría más que crear problemas. De modo que, como en mi único año de universidad había obtenido muy buenas notas tanto en química como en matemáticas, me asignó al Departamento de Investigación Científica como técnico encargado de recoger y analizar pruebas.

El trabajo se hacía casi de paisano: bata blanca en el laboratorio y traje gris en la escena del crimen. Clasifiqué muestras de sangre, esparcí polvo en busca de huellas dactilares y mecanografié informes de balística; rasqué la materia viscosa de las paredes de escenas del crimen y la examiné bajo un microscopio, dejando que los tipos de Homicidios continuaran a partir de ahí. Todo se reducía a tubos de ensayo, probetas y casquería clínica… una intimidad con la muerte a la que nunca me acostumbré; un recordatorio constante de que no era un detective, de que no se podía confiar en mí para investigar mis propios hallazgos.

Desde distancias varias, fui siguiendo a los amigos y enemigos que el caso de la Dalia me había proporcionado.

Russ y Harry mantuvieron el archivo de El Nido intacto y siguieron trabajando en sus horas libres en la investigación del caso Short. Yo tenía una llave de la puerta pero no la utilicé, para cumplir la promesa que le había hecho a Kay de enterrar a «esa p… chica asesinada». De vez en cuando quedaba con el padre para almorzar y le preguntaba qué tal iban las cosas. Él siempre respondía «Despacio», y yo sabía que jamás encontraría al asesino aunque nunca dejaría de intentarlo.

En junio de 1947, Ben Siegel fue asesinado a tiros en el apartamento que su chica tenía en Beverly Hills. A Bill Koenig, asignado a la calle Setenta y siete después del suicidio de Fritz Vogel, le dispararon con una escopeta en la cara a principios del 48, en una esquina de Watts. Los dos asesinatos quedaron sin resolver. Ellis Loew cosechó un rotundo fracaso en las primarias republicanas de junio del 48 y yo lo celebré a mi manera: destilando aguardiente en las probetas con mi mechero Bunsen y haciendo que todo el personal del laboratorio pillara una borrachera.

Las elecciones generales del 48 me trajeron noticias de los Sprague. Un equipo reformista del Partido Demócrata se presentaba a los cargos del Ayuntamiento y la Junta de Supervisión, con el tema central de campaña «Planificando la Ciudad». Afirmaban que por todo Los Ángeles había un gran número de viviendas defectuosas e inseguras, y pedían que un gran jurado investigase a todos los constructores que edificaron esas estructuras durante el gran boom urbanístico de los años veinte. Los periódicos sensacionalistas se encargaron de avivar el fuego, publicando artículos sobre los «barones del boom» —Mack Sennett y Emmett Sprague entre ellos— y sus «conexiones con los gánsteres». La revista Confidential publicó una serie de reportajes sobre el negocio de Sennett en Hollywoodland, y sobre cómo la Cámara del Comercio de Hollywood quería retirar el LAND del gigantesco letrero del monte Lee, y sacó fotos del director de los Keystone Kops junto a un hombre fornido con una preciosa niñita detrás. No estaba seguro del todo de que se tratara de Emmett y Madeleine, pero aun así recorté las fotos.

Mis enemigos.

Mis amigos.

Mi esposa.

Yo examinaba pruebas y Kay enseñaba en la escuela. Durante un tiempo nos divertimos con la novedad de vivir una existencia normal y ordenada. Con la casa pagada y dos sueldos, había montones de dinero que gastar y lo usamos para olvidarnos de Lee Blanchard y el invierno del 47 dándonos todos los lujos posibles. Los fines de semana íbamos al desierto y a las montañas; comíamos en restaurantes unas tres o cuatro noches por semana. Nos registrábamos en los hoteles fingiendo ser amantes ilícitos, y me llevó bastante más de un año darme cuenta de que hacíamos esas cosas porque nos alejaban de aquel lugar que había sido pagado con el dinero del atraco al Boulevard-Citizens. Y me hallaba tan inmerso en esa persecución de lujos y diversiones que hizo falta una fuerte sacudida para sacarme de tal estado.

Uno de los tablones del pasillo se había soltado un poco y acabé de quitarlo para encolarlo bien. Cuando miré en el agujero, encontré un rollo de dinero, dos mil dólares en billetes de cien sujetos con una goma. No sentí ni alegría ni conmoción; mi cerebro empezó tic, tic, tic, y surgieron las preguntas que mi apresurada huida hacia la vida normal habían acallado:

Si Lee tenía este dinero, además de la pasta que estuvo gastando en México, ¿por qué no había pagado el chantaje de Baxter Fitch?

Si tenía ese dinero, ¿por qué había acudido a Ben Siegel para intentar que le prestara los diez de los grandes que le exigía Fitch?

¿Cómo era posible que Lee hubiera comprado y amueblado esa casa, que le hubiera costeado la universidad a Kay y que siguiera conservando una suma tan importante cuando su parte del atraco no podía ascender a más de cincuenta mil o así?

Por supuesto, se lo dije a Kay; por supuesto, no pudo responder a esas preguntas; por supuesto, me odió por continuar hurgando en el pasado. Le dije que podíamos vender la casa y buscarnos un apartamento como otras parejas normales… y, por supuesto, no quiso ni oír hablar de ello. La casa representaba comodidad, estilo, un nexo con su antigua vida que no estaba dispuesta a romper.

Quemé el dinero en la chimenea estilo art déco de Lee Blanchard. Kay nunca me preguntó qué había hecho con él. Ese simple acto me devolvió una parte de mí que había sido mitigada, me costó casi todo lo que había logrado con mi esposa… e hizo que regresaran mis fantasmas.

Kay y yo hacíamos el amor cada vez menos. Cuando lo hacíamos, era una tranquilidad superficial para ella y una sorda explosión para mí. Acabé pensando en Kay Lake Bleichert como una persona consumida por la obscenidad de su antigua existencia, una mujer de apenas treinta años que empezaba a abrazar la castidad. Entonces llevé la cloaca a nuestra cama, los rostros de las prostitutas que había visto en el centro unidos al cuerpo de Kay en la oscuridad. Funcionó las primeras veces, no muchas, hasta que me di cuenta de adónde quería llegar realmente. Cuando finalmente culminé y acabé jadeante, Kay me acarició con manos maternales y tuve la sensación de que sabía que había roto mi juramento matrimonial… con ella delante.

El año 1948 dio paso a 1949. Transformé el garaje en un gimnasio de boxeo, con pera y saco, cuerdas y barras de pesas. Me puse en forma y decoré las paredes con fotos del joven Bucky Bleichert, circa 40-41. Ver mi imagen a través de los ojos nublados por el sudor hacía que me sintiera más cerca de ella, y empecé a recorrer las librerías de segunda mano en busca de suplementos dominicales y revistas. Encontré instantáneas color sepia en Colliers, algunas fotos de familia reproducidas en viejos números del Globe de Boston. Las mantuve ocultas en el garaje, y el montón fue creciendo hasta que una tarde desaparecieron. Esa noche oí llorar a Kay dentro de la casa; cuando fui al dormitorio para hablar con ella, la puerta de la habitación estaba cerrada.

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