La Dalia Negra

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III. Kay y Madeleine » Capítulo 26

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El teléfono sonó. Alargué la mano hacia el supletorio de la mesilla de noche; entonces caí en que llevaba la mayor parte del último mes durmiendo en el sofá y busqué a tientas en la mesita del café.

—¿Sí?

—¿Todavía estás durmiendo?

Era la voz de Ray Pinker, mi supervisor en el Departamento de Investigación Científica.

—Dormía.

—El pretérito está bien. ¿Me escuchas?

—Sigue.

—Tenemos un suicidio por arma de fuego, de ayer. 514 de June Sur, Hancock Park. Ya se han llevado el cuerpo, echaron un vistazo al lugar y lo cerraron. Dale un buen repaso y pásale el informe al teniente Reddin, en Wilshire. ¿Entendido?

Bostecé.

—Sí. ¿Se puede entrar allí?

—La mujer del fiambre te hará los honores. Muéstrate educado, tratamos con un tipo asquerosamente rico.

Colgué y solté un gemido. Entonces recordé que la mansión de los Sprague se encontraba a una manzana de esa dirección de la calle June. De repente, la perspectiva de ese trabajo me resultó fascinante.

Una hora más tarde llamaba al timbre de la casa, una mansión de estilo colonial con columnatas. Una atractiva mujer de unos cincuenta años y cabello gris me abrió la puerta vestida con ropa de faena cubierta de polvo.

—Soy el agente Bleichert, policía de Los Ángeles —dije—. ¿Me permite expresarle mis condolencias, señora…?

Ray Pinker no me había dado ningún nombre.

—Aceptadas, y yo soy Jane Chambers —respondió ella—. ¿Es usted el tipo del laboratorio?

Por debajo de su brusquedad, la mujer estaba temblando; me cayó bien al momento.

—Sí. Si me indica el lugar, yo me encargaré de todo y no la molestaré más.

Jane Chambers me hizo pasar a un vestíbulo de aspecto relajante, revestido por completo en madera.

—En el estudio, detrás del comedor. Ya verá el cordel. Y ahora, si me disculpa, quiero trabajar un poco en el jardín.

Se marchó, enjugándose los ojos. Encontré la habitación, pasé por encima del cordel que delimitaba la escena del crimen y me pregunté por qué ese bastardo habría decidido acabar con su vida en un lugar donde sus seres queridos verían toda la carnicería.

Parecía un clásico caso de suicidio por disparo de escopeta: un sillón de cuero volcado, y al lado el contorno del fiambre trazado con tiza en el suelo. El arma, una escopeta del calibre 12 de doble cañón, se encontraba justo donde debería estar, a un metro escaso delante del cuerpo, la boca de los cañones manchada de sangre y restos de tejidos. Salpicaduras sanguinolentas y trozos de cerebro se esparcían ampliamente por las paredes de estuco claro y el techo, y los fragmentos de dientes y pólvora delataban que la víctima se había introducido ambos cañones en la boca.

Tardé una hora en medir las trayectorias y la amplitud de las manchas; también recogí muestras de materia en tubos de ensayo y empolvé el arma en busca de huellas. Cuando terminé, envolví la escopeta en una bolsa de pruebas, a sabiendas de que terminaría en manos de algún deportista de la policía de Los Ángeles. Después salí al vestíbulo y me detuve al ver un cuadro enmarcado que colgaba a la altura de mis ojos.

Era el retrato de un payaso, un joven ataviado con los ropajes de un bufón cortesano de hacía mucho, mucho tiempo. Su cuerpo estaba retorcido y encorvado; lucía una estúpida sonrisa de oreja a oreja que parecía una sola y profunda cicatriz.

Me quedé mirando el retrato, absorto, mientras pensaba en Elizabeth Short, encontrada cadáver entre la Treinta y nueve y Norton. Cuanto más lo miraba, más se mezclaban ambas imágenes; finalmente aparté los ojos del cuadro y los posé en una foto de dos mujeres jóvenes cogidas del brazo que se parecían mucho a Jane Chambers.

—Las otras supervivientes. Bonitas, ¿verdad?

Me di la vuelta. La viuda llevaba el doble de polvo encima que antes y olía a tierra e insecticida.

—Como su madre. ¿Cuántos años tienen?

—Linda veintitrés y Carol veinte. ¿Ha terminado ya en el estudio?

Pensé que las dos hijas tendrían la misma edad que las chicas Sprague.

—Sí. Dígale a quien vaya a limpiarlo que utilice amoníaco puro. Señora Chambers…

—Jane.

—Jane, ¿conoce a Madeleine y Martha Sprague?

Jane Chambers soltó un bufido.

—Esas chicas y esa familia… ¿Cómo es que las conoce?

—Hice cierto trabajo para ellos en el pasado.

—Considérese afortunado si el encuentro fue breve.

—¿A qué se refiere?

Entonces sonó el teléfono del pasillo.

—Más condolencias —dijo Jane Chambers—. Gracias por haberse mostrado tan agradable, señor…

—Llámeme Bucky. Adiós, Jane.

—Adiós.

Redacté mi informe en la comisaría de Wilshire y luego revisé el expediente rutinario de suicidio abierto para Chambers, Eldridge Thomas, fallecido el 2/4/49. No decía gran cosa: Jane Chambers oyó la detonación de la escopeta, encontró el cuerpo y llamó a la policía de inmediato. Cuando los detectives llegaron, les contó que su esposo estaba deprimido a causa de su delicada salud y el fracaso matrimonial de su hija mayor. Suicidio: caso cerrado a la espera de que se realizara la investigación forense en la escena del crimen.

Mi trabajo confirmó el veredicto, simple y llanamente. Pero yo tenía la sensación de que no era suficiente. Me caía bien la viuda, los Sprague vivían a solo una manzana y seguía sintiendo curiosidad. Usé un teléfono de la sala común para llamar a los contactos en la prensa de Russ Millard, y les di dos nombres: Eldridge Chambers y Emmett Sprague. Ellos se encargaron de hacer sus llamadas, hurgaron un poco y luego me telefonearon a la extensión de la comisaría que me había apropiado. Cuatro horas más tarde sabía lo siguiente:

Que Eldridge Chambers había muerto siendo inmensamente rico.

Que de 1930 a 1934 fue presidente de la Junta de Propiedades Inmobiliarias del Sur de California.

Que presentó la candidatura de Sprague como miembro del Club de Campo de Wilshire en 1929, pero el escocés fue rechazado a causa de sus «socios empresariales judíos»… es decir, los mafiosos de la Costa Este.

Y la guinda: Chambers, a través de intermediarios, hizo que Sprague fuera expulsado de la Junta de Propiedades Inmobiliarias cuando varias de sus casas se derrumbaron durante el terremoto del 33.

Era suficiente para una jugosa nota necrológica en la prensa, pero no para un poli rodeado de tubos de ensayo, con un matrimonio que se hundía y un montón de tiempo libre. Esperé cuatro días; después, cuando los periódicos informaron de que Eldridge Chambers ya había sido enterrado, volví para hablar con su viuda.

Respondió al timbre con ropa de jardín y unas tijeras de podar en la mano.

—¿Ha olvidado algo o es usted tan curioso como me pareció el otro día?

—Lo segundo.

Jane se rio y se limpió un poco de tierra del rostro.

—Después de que se fuera, recordé por qué me sonaba su nombre. ¿No era usted atleta o algo parecido?

Me reí.

—Era boxeador. ¿Están sus hijas en casa? ¿Tiene alguien que le haga compañía?

Jane meneó la cabeza.

—No, y lo prefiero así. ¿Me acompaña a tomar el té en el patio de atrás?

Asentí. Jane me guio a través de la casa hasta llegar a un porche sombreado desde el que se dominaba una gran extensión de terreno cubierto de césped, más de la mitad del cual había sido levantado formando surcos. Tomé asiento en una silla de jardín y ella me sirvió té helado.

—He hecho todo eso desde el domingo pasado. Creo que me ha ayudado más que todas las llamadas de condolencia que he recibido.

—Se lo está tomando bastante bien.

Jane se sentó junto a mí.

—Eldridge tenía cáncer, así que en cierto modo me lo esperaba. Aunque no que lo hiciera con una escopeta en nuestra propia casa.

—¿Estaban muy unidos?

—No, ya no. Con las chicas ya mayores, nos habríamos acabado divorciando tarde o temprano. ¿Está casado?

—Sí. Desde hace casi dos años.

Jane tomó un sorbo de té.

—Dios, un recién casado… No hay nada mejor que eso, ¿verdad?

Mi rostro debió de traicionarme.

—Lo siento —dijo Jane, y cambió de tema—. ¿Cómo conoció a los Sprague?

—Tuve cierta relación con Madeleine antes de conocer a mi mujer. ¿Les ha tratado usted mucho?

Jane se quedó pensativa, sus ojos clavados en la tierra llena de surcos.

—Eldridge y Emmett se conocían desde hacía tiempo —dijo al fin—. Los dos hicieron mucho dinero con las propiedades inmobiliarias y estuvieron en la junta del Sur de California. Quizá no debería contarle esto, ya que es usted policía, pero Emmett no era trigo limpio. Muchas de sus casas se derrumbaron durante el gran terremoto del 33 y Eldridge dijo que muchas de sus otras propiedades acabarían también así tarde o temprano… casas hechas con los peores materiales posibles. Eldridge hizo que echaran a Emmett de la junta cuando descubrió que algunas sociedades fantasma controlaban las ventas y los alquileres: le enfurecía pensar que Emmett jamás sería considerado responsable si se perdían más vidas en el futuro.

Recordé haber hablado con Madeleine de ese mismo tema.

—Tengo la impresión de que su esposo era un buen hombre.

Los labios de Jane se curvaron en una sonrisa… dio la sensación de que en contra de su voluntad.

—Tenía sus momentos.

—¿Su marido nunca fue a la policía por lo de Emmett?

—No. Tenía miedo de sus amigos mafiosos. Solo hizo lo que pudo, causarle alguna molestia a Emmett. Ser expulsado de la junta probablemente le hizo perder algunos negocios.

—«Hizo lo que pudo» no es un mal epitafio.

Ahora los labios de Jane formaron una mueca despectiva.

—Lo hizo porque se sentía culpable. Eldridge poseía unos cuantos bloques de casas miserables en San Pedro. Al enterarse de que tenía cáncer, empezó a sentir complejo de culpabilidad. El año pasado votó a los demócratas, y cuando ocuparon el Ayuntamiento mantuvo reuniones con algunos de los nuevos miembros del consejo municipal. Estoy segura de que les contó todos los tejemanejes turbios de Emmett.

Pensé en el gran jurado investigador que profetizaban los periódicos sensacionalistas.

—Tal vez Emmett acabe cayendo. Puede que al final su marido fuera…

Jane repiqueteó en la mesa con su anillo.

—Mi marido era rico, guapo y bailaba fatal el charlestón. Le amé hasta que descubrí que me engañaba, y ahora empiezo a quererle de nuevo. Es algo tan extraño…

—No es tan extraño —dije.

Jane me sonrió con dulzura.

—¿Cuántos años tienes, Bucky?

—Treinta y dos.

—Bueno, yo tengo cincuenta y uno y creo que es extraño, así que es extraño. A tu edad no deberías resignarte de ese modo a los dictados del corazón humano. Deberías tener ilusiones.

—Te burlas de mí, Jane. Soy policía. Los policías no tienen ilusiones.

Jane se rio, con ganas.

Touché. Ahora soy yo la curiosa. ¿Cómo llegó un policía ex boxeador a relacionarse con Madeleine Sprague?

Mentí.

—La paré por haberse saltado un semáforo en rojo y una cosa llevó a la otra. —Sintiendo un nudo en el estómago, le pregunté como sin darle importancia—: ¿Qué sabes de ella?

Jane dio una patada en el suelo para asustar a un cuervo que escudriñaba los rosales junto al porche.

—Lo que sé sobre los Sprague se remonta a al menos diez años atrás, y es bastante extraño. Extravagante, casi.

—Soy todo oídos.

—Algunos dirían que eres todo dientes —replicó Jane. Como no me reí, sus ojos miraron más allá del jardín lleno de surcos hacia Muirfield Road y la residencia del barón del boom—. En la época en que mis hijas y Maddy y Martha eran pequeñas, Ramona montaba funciones y ceremonias en ese enorme jardín suyo. Pequeñas representaciones teatrales con las niñas con vestiditos de época o disfrazadas de animales. Yo dejaba que Linda y Carol participaran en ellas, aun a sabiendas de que Ramona, la madre, estaba trastornada. Cuando las niñas crecieron un poco más, después de cumplir los diez años, las representaciones se fueron volviendo cada vez más extrañas. La madre y Maddy eran muy buenas con el maquillaje, y Ramona escenificó ciertas… epopeyas sobre lo que les había ocurrido a Emmett y su amigo Georgie Tilden durante la Primera Guerra Mundial.

»Pues bien, ahí estaban las niñas, con kilts militares, los rostros tiznados y fusiles de juguete en las manos. A veces Ramona les echaba sangre falsa encima, y hubo ocasiones en que Georgie llegó a filmarlo todo. La cosa llegó a ser tan grotesca, tan desproporcionada, que prohibí a Linda y a Carol que volvieran a jugar con las chicas Sprague. Entonces, un día Carol llegó a casa con unas fotos que Georgie le había sacado. En ellas se estaba haciendo la muerta, toda cubierta de pintura roja. Esa fue la gota que colmó el vaso. Fui a casa de los Sprague hecha una furia y le dije a Georgie de todo, sabiendo que Ramona no era en realidad responsable de sus actos. El hombre se limitó a aguantar mis insultos, y después me sentí muy mal por ello: el pobre había quedado desfigurado en un accidente de coche, y prácticamente era un despojo humano. Antes trabajaba manejando negocios inmobiliarios para Emmett, ahora lo único que hace es quitar hierbajos y basura de los solares por cuenta de la ciudad.

—¿Y qué ocurrió después con Madeleine y Martha?

Jane se encogió de hombros.

—Martha se convirtió en una especie de prodigio artístico y Madeleine en una buscona, lo cual supongo que ya sabías.

—No seas perversa, Jane.

—Perdona —dijo ella mientras daba golpecitos en la mesa con su anillo—. Quizá sea porque me gustaría hacer lo mismo que ella. Lo cierto es que no puedo pasarme el resto de mi vida cuidando el jardín, y soy demasiado orgullosa para pagar a gigolós. ¿Tú qué opinas?

—Encontrarás otro millonario.

—No lo creo probable, y además uno fue suficiente como para durarme toda una vida. ¿Sabes en lo que no dejo de pensar? En que casi estamos en 1950 y yo nací en 1898. Eso me destroza.

Dije lo que llevaba pensando durante la última media hora.

—Me haces desear que las cosas hubieran sido distintas. Que el tiempo hubiera sido distinto.

Jane sonrió y soltó un suspiro.

—Bucky, ¿eso es lo mejor que puedo esperar de ti?

Yo también suspiré.

—Creo que es lo mejor que puede esperar nadie.

—Eres un poco voyeur, ¿sabes?

—Y tú un poco cotilla.

Touché. Vamos, te acompañaré a la puerta.

De camino a la salida, fuimos cogidos de la mano. Al llegar al vestíbulo, el retrato del payaso con la boca como una cicatriz volvió a atraparme.

—Dios, es espeluznante —murmuré, señalándolo.

—Y muy valioso, además. Eldridge lo compró para mi cuarenta y nueve cumpleaños, pero lo odio. ¿Te gustaría llevártelo?

—Muchas gracias, pero no.

—Pues entonces, gracias. Tú has sido mi mejor visita de condolencia.

—Y tú la mía.

Nos abrazamos durante un momento, luego me marché.

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