La Dalia Negra

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III. Kay y Madeleine » Capítulo 27

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El tipo del mechero Bunsen.

El que duerme en el sofá.

El detective sin caso.

Durante la primavera del 49 me dediqué a esos tres asuntos. Por las mañanas, Kay salía temprano para la escuela; yo fingía dormir hasta que se iba. Luego, solo en la casita de cuento de hadas, toqueteaba las cosas de mi mujer: los jerséis de cachemira que Lee le había comprado, los trabajos que debía puntuar, los libros amontonados en espera de ser leídos. Seguía buscando un diario, pero nunca lo encontré. Cuando estaba en el laboratorio, me imaginaba que ella hurgaba entre mis pertenencias. Coqueteé con la idea de escribir un diario, un relato detallado de mis aventuras amorosas con Madeleine Sprague, y dejarlo donde Kay pudiera encontrarlo, a fin de restregárselo por las narices para o bien obtener el perdón de mi obsesión por la Dalia, o bien hacer que nuestro matrimonio estallara y sacarlo de su parálisis. Llegué a garabatear hasta cinco páginas en mi cubículo… pero me detuve cuando olí el perfume de Madeleine mezclándose con la peste a Lysol del motel Red Arrow. Y arrugar las páginas y tirarlas solo sirvió para avivar el fuego hasta convertirlo en un feroz incendio.

Mantuve bajo vigilancia la mansión de Muirfield Road durante cuatro noches seguidas. Aparcado al otro lado de la calle, veía encenderse y apagarse las luces y observaba las sombras que cruzaban parpadeantes tras los ventanales emplomados. Fantaseaba con la idea de irrumpir en la vida familiar de los Sprague, de sacar dinero por el hecho de ser un tipo duro que le caía bien a Emmett, o de acostarme de nuevo con Madeleine en cualquier motel de mala muerte. Durante esas noches, ningún miembro de la familia salió de la finca: ninguno de sus cuatro coches se movió del camino de entrada circular. Yo no cesaba de preguntarme qué hacían, qué historia compartida estarían reinterpretando, qué posibilidades había de que alguien mencionara al poli que fue a cenar dos años atrás.

A la quinta noche, Madeleine, vestida con un pantalón y un suéter rosa, se acercó hasta la esquina para echar una carta al buzón. Al volver vi que reparaba en la presencia de mi coche, los faros de los vehículos que pasaban iluminando la sorpresa reflejada en su rostro.

Esperé hasta que volvió a entrar presurosa en la fortaleza estilo Tudor y regresé a casa, con la voz de Jane Chambers diciéndome en tono burlón: «Voyeur, voyeur».

Al entrar, oí correr el agua de la ducha; la puerta del dormitorio estaba abierta. El quinteto de Brahms favorito de Kay sonaba en el tocadiscos. Entonces, recordando la primera vez que vi desnuda a mi esposa, me quité la ropa y me tendí en la cama.

El ruido de la ducha se detuvo; Brahms se oyó mucho más fuerte. Kay apareció en el umbral envuelta en una toalla.

—Nene —dijo—. Oh, Dwight.

Y dejó caer la toalla. Nos pusimos a hablar al mismo tiempo, sin parar de disculparnos los dos. No logré entender todas sus palabras, y sabía que ella no podía descifrar las mías. Fui a levantarme para apagar el tocadiscos, pero entonces Kay se acercó a la cama.

Empezamos a besarnos. Abrí demasiado pronto la boca, olvidando cómo le gustaba ser seducida. Al sentir su lengua aparté mi rostro del suyo, pues sabía que odiaba eso. Cerré los ojos y deslicé mis labios por su cuello; ella gimió, y supe que su gemido era falso. Los sonidos fueron empeorando, convirtiéndose en lo que esperarías de la actriz de una película pornográfica. Sus senos colgaban flácidos en mis manos, y mantenía las piernas cerradas, pero apretadas contra mí. Se las separé con la rodilla… obtuve una respuesta tensa, espasmódica. Excitado, humedecí a Kay con mi lengua y la penetré.

Mantuve los ojos abiertos y clavados en los suyos para que supiera que no había nadie más, solo nosotros dos; Kay apartó la cabeza y comprendí que había captado mi mentira. Intenté calmarme, hacerlo despacio y con suavidad, pero al ver latir una vena en su cuello me volví loco y se me puso más dura que nunca. Me corrí gruñendo «Lo siento maldita sea lo siento», y lo que fuera que respondió Kay quedó ahogado por la almohada en la que había enterrado su cabeza.

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