Kraken

Kraken


Segunda parte » 10

Página 15 de 94

1

0

10

Durante buena parte de su infancia y adolescencia, Kath Collingswood había resultado indiferente o bien había caído medianamente antipática a la mayoría de sus profesores. A un hombre, su profesor de biología, le disgustaba especialmente. Ella lo supo casi desde el inicio de su relación, e incluso consiguió expresar ante sí misma y evaluar con cierta claridad las razones que él pudiera tener.

La opinión que se había hecho de ella como una chica malhumorada se la admitía, pero consideraba que no era asunto suyo, no más que el hecho de que mirara con malos ojos a sus amigos. La creía una abusona, cosa que era verdad, según ella, en un sesenta y cinco por ciento. Desde luego se le daba bien intimidar a más de la mitad de su clase, y lo hacía. Pero eran jugarretas menores perpetradas sin regodeo, vagamente, casi por obligación, para mantener a la gente a distancia.

Collingswood no había reflexionado demasiado acerca de lo fácil que le resultaba infundir tales malos tragos, con qué frecuencia tan solo una palabra, o una mirada, o aun ni tan siquiera eso, causaba efectos palpables. La primera vez que lo pensó fue cuando le calló la boca a aquel profesor.

Tenía trece años. Un altercado había dejado cariacontecido a un compañero de clase, y el señor Bearing había señalado a Collingswood con su rotulador de pizarra a modo de batuta, diciéndole:

—Eres una tunanta, ¿verdad? Una tunanta.

Se había dado la vuelta, moviendo la cabeza, para escribir en la pizarra, pero Collingswood de repente se había enfurecido. No estaba ni por asomo dispuesta a aceptar ese calificativo. Ni siquiera le había mirado el cogote al señor Bearing, había clavado los ojos en sus propias uñas y había chasqueado la lengua, y algo semejante a una burbuja de frío se había instalado en su pecho y había estallado.

Entonces Collingswood alzó la mirada. El señor Bearing había dejado de escribir. Estaba quieto, con la mano en la pizarra. Dos o tres de los demás niños miraban confusos a su alrededor.

Con gran interés, con una sensación de placentera curiosidad, Kath Collingswood supo que el señor Bearing no volvería a llamarla tunanta nunca más.

Eso fue todo. Él reanudó la escritura. No se volvió para mirarla. Ella dejó para más tarde las preguntas sobre qué había sucedido, y cómo sabía ella que había sucedido. En lugar de eso, se reclinó, apoyándose en las dos patas traseras de su silla.

* * *

Después de ese momento, Collingswood tomó más consciencia de sus tácitas intervenciones: en las ocasiones en las que sabía lo que sus amigos o enemigos iban a decir; cuando hacía callar a alguien desde la otra punta de la sala; cuando encontraba algo perdido, descubriéndolo en algún lugar en el que era francamente improbable que estuviera. Empezó a considerar detenidamente el asunto.

No es que fuera mala estudiante, pero los profesores de Collingswood se podían haber quedado patidifusos de haber sabido el rigor con el que se había implicado en aquel proyecto de investigación. Empezó con una pequeña tentativa, una búsqueda en internet, y elaboró un listado de libros y documentos. La mayoría de ellos los sacó de páginas web inverosímiles, para cuyos textos no estaban hechas las leyes de propiedad intelectual. Los títulos de aquellos que no pudo localizar los copió trabajosamente y los solicitó a bibliotecarios y libreros estupefactos, e incluso preocupados. En un par o tres de ocasiones llegó a dar con ellos.

Más de una vez se abrió camino por alguna zona de aparcamiento plagada de hierbajos, y reventó ventanas para entrar a un pequeño hospital, abandonado desde hacía tiempo, que había cerca de su casa. En el silencio que reinaba en lo que en su día había sido un ala de maternidad, puso en práctica con diligencia los estúpidos actos que describían los textos. Desde luego que se sentía estúpida, pero llevó a cabo las acciones tal y como se requería, recitando todas las fórmulas.

En su cuaderno llevaba un registro en el que anotaba todo lo que había intentado, dónde lo había leído, si pasaba cualquier cosa. «El libro de Thot = más bien el libro de las gilipolleces», escribió. «Liber Null = una nulidad».

En la mayoría de los casos, no hubo efecto alguno, o solo lo justo para seguir en la brecha (un ruido de pasos apresurados allí, una sombra injustificada allá). Pero cuando se exasperaba y se inquietaba, y pensaba

que les den a los estudios, cuando sus resultados eran imprecisos, era cuando más progresos hacía.

—Ya basta por hoy. Podéis iros antes.

Mientras recogía sus libros junto con el resto de la clase, Collingswood observaba el desconcierto de la señorita Ambly ante sus propias palabras. La mujer se tocaba la boca con estupor. Collingswood chasqueaba los dedos. Un bolígrafo salía disparado de la mesa de la señorita Ambly.

Y más tarde:

—¿Qué hace, señor? —le preguntó una niña a un profesor confuso, señalando al pez de la clase, que estaba nadando con movimientos muy poco naturales. Collingswood, sin que nadie se percatara, continuó lo que había empezado con un capricho exacerbado, frotando las manos contra la mesa como si fuera un DJ haciendo un scratch al son del politono de un compañero de clase, cuyo ritmo dictaba de forma inesperada el movimiento de vaivén del pez.

Aquello fue años atrás. Desde entonces había tenido que trabajar muy duro, por supuesto, mucho trastear, bastantes experimentos, pero la impaciencia que subyacía en Collingswood siguió truncando sus investigaciones. Acabó por comprender que aquello le impondría definitivamente un límite. Que, sin duda, tenía un gran talento si se lo proponía, y sí, lo podía convertir en su carrera sin ningún problema, pero nunca sería de las mejores. Desde entonces, había conocido a uno o dos de ellos, de los buenos de verdad. Los había reconocido en cuanto entraron por la puerta.

Pero sus límites conllevaban efectos inesperados, y no todos eran negativos. La falta del más severo rigor a la hora de poner en práctica esas competencias al más alto nivel las emborronaba, mezclaba sus elementos, les daba sorbitos de agua de rechazo. La mayoría eran efectos o deméritos insignificantes, pero solo la mayoría.

En el caso del sistema de alarma que había instalado en la puerta de Billy, por ejemplo, ella lo había orientado específicamente para la entrada. Que pudiera activarse, por levemente que fuera, en caso de salida, no era una consecuencia del diseño, sino de los poderosos, si bien chapuceros, métodos de Collingswood.

Aquello tal vez hubiera sido motivo de preocupación para un perfeccionista. Claro que, en tal caso, ese perfeccionista no habría percibido la alerta cuando los intrusos sacaron a Billy del apartamento en el que nunca irrumpieron, a diferencia de Collingswood, que se despertó con una sacudida y cierta confusión inicial, con el corazón golpeándole en el pecho como un gong y un dolor agudo en los oídos.

Ir a la siguiente página

Report Page