Kraken

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Segunda parte » 11

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Estaban en un coche hecho polvo. Conducía el hombre que se hacía llamar Goss. En el asiento trasero, el chico, Subby, tenía sujeto a Billy por el brazo.

Subby no llevaba encima ningún arma, y tampoco lo agarraba con fuerza, pero Billy no se movía. Estaba pasmado por la forma en que el hombre y el niño se habían desplegado en el salón de su casa, la intrusión, la deriva narcótica del mundo. Billy tartamudeaba sus pensamientos, inmerso en un bucle. Se sentía arrastrado en el tiempo. Detrás del coche había una mancha de palomas, palomas que parecían llevar días persiguiéndolo.

Qué demonios qué demonios, iba pensando, y

Leon.

El coche olía a comida y a polvo, y a veces a humo. Goss tenía un semblante que no encajaba con su tiempo. Parecía recién salido de los años cincuenta. Destilaba una especie de crueldad posbélica.

Dos veces se crispó la mano de Billy, e imaginaba que daba un ágil tirón, abría la puerta de golpe y se lanzaba rodando al asfalto, lejos de aquellos secuestradores arcanos. Suplicando ayuda a los tenderos de aquel colmado turco y de la hamburguesería Wimpy, echando a correr por… ¿dónde estaban? ¿Balham? Cada vez que le asaltaba la idea Goss hacía un ruido, che, che, y la mano de Subby apretaba un poco más, y Billy se quedaba allí sentado, quieto.

No tenía cigarrillo, pero cada pocos segundos, Goss exhalaba un humo dulce que olía a madera, y que llenaba el coche y desaparecía de nuevo.

—¡Menuda nochecita, eh! —dijo—. Eh, Subby, ¿de qué va ese garbeo? Alguien ha sacado de paseo lo que no debería, ¿no te digo? Alguien se ha despertado, Subby.

Bajó la ventanilla con una manivela vieja, miró hacia el cielo y volvió a subirla.

Surcaron las calles, de las que Billy había perdido toda consciencia. Debían de encontrarse ya por la zona tres o cuatro, donde los comercios eran cerrajerías y papelerías independientes. No se veían cadenas grandes. No había cafeterías de marca ni grandes supermercados. ¿Cómo podían llamarse calles? Garajes, almacenes de carpintero, gimnasios de yudo, aceras frías donde la basura se movía en silencio. El cielo cerró su última rendija y se hizo de noche. Billy y sus abductores iban siguiendo las vías, persiguiendo un tren iluminado. Los conducía a alguna parte. Se detuvieron junto a un puente oscuro.

—Vamos, vamos —dijo Goss. Miró hacia arriba sospechosamente y husmeó. Sacó a Billy del coche de un estirón. Billy pensó que iba a vomitar. Tuvo una arcada. Goss exhaló una de sus bocanadas humeantes. Abrió con llave una puerta de calamina y empujó a Billy a la oscuridad. Subby tiró de él desde algún lugar indeterminado.

Goss habló como si él y Billy estuvieran enfrascados en una conversación.

—Entonces, ¿es él? No lo sé, puede ser, ¿lo tienes todo? Está bien, coge la puerta, ¿listo?

Algo se abrió. Se produjo un cambio en el ambiente frente a Billy. Goss susurró:

—Ahora, silencio.

La estancia en la que se encontraban olía a humedad y a sudor. Algo se movió. Hubo un ruido, un chisporroteo y un crujido. Se encendieron las luces.

No había ventanas. El suelo era de cemento sucio. Los ladrillos en pendiente que tenían por encima estaban salpicados de moho. La habitación era inmensa. Goss estaba en pie junto a la pared, con la mano en una palanca que había bajado. La sala estaba plagada de luces colgadas de cables y de hongos que sobresalían por las rendijas de las paredes.

Goss soltó un moderado improperio, como mirando unos cerdos peculiares. Billy oyó una radio. Unas personas aguardaban formando un círculo. Siluetas con chaquetas de cuero, vaqueros oscuros, botas, guantes. Algunos, con camisetas de grupos; todos, con cascos de motorista. Portaban pistolas, cuchillos, atroces palos tachonados, casi caricaturescos. Una radio emitía una música clásica electrostática, distorsionada. Había un hombre desnudo a cuatro patas. Sus labios se estremecían. Tenía diales clavados en el cuerpo, encima de cada pezón. No sangraban, pero sobresalían claramente de su cuerpo. Era de su boca abierta de donde salían aquellos ruidos radiofónicos. Sus labios se movían para dar forma a la música, las interferencias, las emisiones fantasmas de otras sintonías.

Encima de un estrado de ladrillo había un hombre. Un viejo punk escuálido con el pelo de punta. Un pañuelo le ocultaba la boca. Tenía los ojos tan abiertos que parecía trastornado. Respiraba con dificultad, la tela de su máscara se movía hacia dentro y hacia fuera, y estaba sudando pese al frío. Iba desnudo de cintura para arriba. Estaba sentado en un taburete, con las manos en el regazo.

Billy estaba aturdido y mareado por todo lo sucedido esa noche. Trató de no creerse lo que estaba viendo. Procuró imaginar que podría despertarse.

—Puto Billy Harrow —dijo el hombre—. Vete a ver qué hace esa perraca.

Una de las siluetas con casco le dio vueltas al dial que tenía el hombre radio en el pecho, y la boca del hombre radio se alteró para dar paso repentinamente a nuevas formas, a medida que la canción se terminaba. Musitó en breves ráfagas y habló con interacciones apenas audibles, voces de hombres y de mujeres.

«Recibido ese ic2, Sarge»., dijo, y: «Habla con Vardy, ¿quieres?» y: «Tiempo estimado, 15 minutos, corto».

—Todavía no han llegado —dijo el hombre del pañuelo—. Van a visitar tu antigua casa.

Su voz sonaba enérgica y grave, con acento de Londres. Goss empujó a Billy para acercarlo a él.

—Pues envía a esa tropa —dijo—. ¿Acaso me vas a obligar a hacer más movimientos de la cuenta, Billy Harrow? ¿No podrías simplemente decirme con quién estás y qué es lo que haces? ¿Puedes decirme, por, fa, vor, qué es lo que está pasando esta noche, qué es lo que has puesto en marcha? Porque hay algo ahí fuera. Y, coño, para ser más exactos, ¿me podrías decir de una puta vez qué interés tienes tú en esto?

* * *

—¿Qué es esto? —musitó Billy por fin—. ¿Qué le habéis hecho a Leon?

—¿Leon?

—Ya sabes cómo van estas cosas —dijo Goss—. Te estás peleando por el mejor volován y al minuto se los han comido todos.

Goss tenía sujeto a Billy como si fuera una marioneta. Las pequeñas manos de Subby se aferraban a las de Billy.

—¿Qué está pasando? —dijo Billy. Miró por todas partes, al hombre radio; forcejeó—. ¿Qué es esto?

El hombre sentado suspiró.

—Hijo de puta —dijo—. Lo vas a hacer.

Sus ojos no se alteraron ni un ápice.

—A ver si nos entendemos, Billy. ¿Tú qué coño eres?

Giró sobre su taburete. Levantó un poco las manos. Estaba parpadeando violentamente.

—¿Para quién trabajas? —preguntó—. ¿Qué eres?

Billy reparó en que no llevaba el pañuelo al estilo vaquero, sino que lo tenía metido en la boca de cualquier manera, hecho una bola. El hombre estaba amordazado. Movió las manos y vio que llevaba puestas unas esposas.

—¡Vuelve la cabeza, cojones! —continuó diciendo la voz de aquel hombre, que no podía estar hablando—. Date la vuelta.

Uno de los guardianes con casco le propinó un bofetón en la cara y él profirió un grito amortiguado por la mordaza.

—Levantad a este cabrón.

Dos guardianes lo levantaron por los sobacos. Le colgaba la cabeza.

—Vamos a ver —dijo la voz. Los guardianes giraron al hombre para colocarlo de cara a la pared que tenía detrás.

Aparecieron unos colores. La espalda entera del hombre del torso desnudo era un tatuaje. Por los bordes tenía manojos de espirales de color, fractales cruzados de nudos celtas. En el centro había un gran rostro estilizado, perfilado en negro. Llamativo y elaborado por manos expertas. El semblante de un hombre, en colores poco naturales. Un viejo rostro afilado de ojos rojos, un término medio entre un profesor y un demonio. Billy se lo quedó mirando.

El tatuaje se movió. Sus ojos de gruesos párpados se clavaron en los de Billy. Él lo miraba fijamente y el tatuaje lo miraba a él.

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