Kraken

Kraken


Segunda parte » 12

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Billy gritó conmocionado y trató de alejarse de allí como fuera. Goss lo sujetó.

Los guardianes inmovilizaron al hombre del pelo de punta. Los ojos entintados del tatuaje se desplazaban de lado a lado, como si fuera un dibujo animado, uno que se proyectara sobre él. Los gruesos bordes negros se movían, las secciones de piel azul sombreado, verde azulado y cobrizo modificaban sus formas al tiempo que el tatuaje fruncía los labios, y observaba a Billy arqueando las cejas. Abrió la boca, y con ella se abrió a su vez una oquedad de tinta oscura, el dibujo de una garganta. Habló con aquella voz profunda de Londres.

—¿Dónde está el kraken, Harrow? ¿Tú qué opinas? ¿Qué quieren contigo los de Baron?

El hombre emitió unos susurros electrostáticos.

—¿Qué eres…?

—Déjame que te explique nuestro problema —dijo el tatuaje. El hombre en cuya espalda se hallaba forcejeó con los guardianes que lo mantenían sujeto—. Mi problema es que nadie te conoce, Billy Harrow. Has salido de la nada. Nadie sabe qué tajada te llevas tú. Y normalmente me la traerían floja tus intenciones, pero ese kraken, tío. Ese kraken es cosa fina, colega. Y ya no está. Y eso es una movida. Con cosas así, siempre hay un ángel velando. Aunque no lo ha hecho muy bien, ¿eh? Ahí está la cosa, no acabo de entender lo que has hecho ni cómo lo has hecho. Así que ¿por qué no me iluminas?

Billy procuró pensar en algo, encontrar algo que decir para lograr que aquellos improbables abductores lo dejaran marchar. Les diría lo que fuera. Pero no conseguía darle sentido ni a una sola de las preguntas que le hacía el tatuaje.

Las sombras se movieron.

—Te codeas con la pandilla de Baron —dijo el tatuaje—. Un gusto de mierda, pero yo puedo salvarte de ti mismo. Ahora que tú y yo trabajamos juntos, no podemos tener secretos entre nosotros. De manera que ponme al corriente.

El tatuaje se quedó mirando.

—¿Cómo ha sido?

Gente que se despliega y hombres que son generadores y tinta a lomos de un hombre.

—Míralo —dijo el tatuaje—. Este capullo es un Jesucristo, ¿a que sí? ¿Dices que en su casa no hay nada?

—Sabía a sodomía —respondió Goss. Carraspeó, y se tragó lo que había arrancado.

—¿Quién se ha llevado el kraken, Billy? —dijo el tatuaje. Billy lo intentó. Se produjo un largo silencio.

—Mira —dijo Goss—. Sabe cosas.

—No —contestó despacio el tatuaje—. No. Te equivocas. No sabe. Creo que esto vamos a tener que someterlo al taller.

El hombre tembló y dejó escapar un gemido, y un guardián volvió a golpearlo. El tatuaje se balanceó junto con el cuerpo que lo llevaba.

—Ya sabes lo que necesitamos —añadió el tatuaje—. Llévalo al taller.

El hombre que era una radio murmuró un parte del tiempo mal sintonizado.

* * *

Goss arrastró a Billy, consiguiendo que sus piernas se movieran en un nuevo medio de locomoción, como una cabriola animada. El pequeño Subby iba detrás.

—Suéltame —jadeó Billy con brusquedad. Goss esbozó una sonrisa de abuelo.

—Atención, todos —dijo Goss—. Me encanta cuando estás muy, pero que muy calladito. Al otro lado de esta puerta, justo al otro lado de la calle, podemos abrir el viejo capó, echar un vistazo dentro, ver qué es lo que hace que el pobre se agarrote de esa manera.

Le dio unos golpecitos a Billy en el vientre.

—Todos reciclamos, todos tenemos que poner nuestro granito de arena, ¿no es verdad?, por el calentamiento global y los osos polares y todo eso. Le daremos una vida nueva en forma de nevera.

—Espera —susurró Billy. Susurrar era lo único que podía hacer—. Oye, yo puedo…

—¿Tú puedes qué, cielo? —dijo Goss—. No me perdonaría haberte permitido que te convirtieras en un obstáculo para el progreso. A la vuelta de la esquina hay todo un mundo de innovación candente, y todos debemos estar preparados. Nunca lo habíamos tenido tan cerca.

Goss abrió la puerta, dando paso al frío y a una torre de alumbrado público. Subby salió. Goss hizo salir a Billy detrás, a cuatro patas. Luego lo siguió. Billy levantó las manos. Sintió una ráfaga. Oyó cristales rotos.

Billy se apartó a gatas. Goss no fue tras él. Subby no se movió. El ambiente estaba sereno. Billy no comprendía. Nada se estremeció salvo él, durante uno, dos segundos, y no oyó nada más que su propio corazón. La ráfaga volvió a rozarle nuevamente las orejas, y solo entonces, demasiado tarde, el cristal de la ventana que se había roto, fuera cual fuera, impactó contra el suelo y Goss se apartó, moviendo la cabeza en un instante de confusión, mientras miraba el lugar en el que Billy había dejado de estar.

Algo tropezó contra Subby.

—Uf —dijo, y se precipitó a unos cuantos metros de allí.

La silueta de un hombre en la oscuridad, empuñando un fragmento de cañería a modo de porra. Goss chilló. El atacante estrelló el metal contra él. Sonó como si también él estuviera hecho de metal. Goss ni se inmutó. Corrió hasta donde se encontraba postrado Subby, parpadeando atónito.

El hombre de la tubería agarró a Billy. Era grande, corpulento, pero se movía con agilidad; tenía el pelo muy corto, y ropa negra y desarreglada. El leve destello de una farola lo alcanzó.

—¿Dane? —dijo Billy con voz entrecortada—. Dane.

* * *

Echaron a correr por el sucio descampado, junto a las vías elevadas, dejando atrás el terrorífico pasaje. Pasó un tren, luces retumbando en el cielo. A sus espaldas, en alguna parte, Goss se arrodilló junto a Subby.

—Vamos —le apremió Dane.

Algo salió corriendo por los ladrillos que tenían detrás, algo que Billy no pudo distinguir.

—Tenemos dos minutos antes de que se levanten. Tenemos un minuto antes de que su jefe se entere de lo que ha pasado. Estás sangrando. Goss lo puede saborear.

Pasó otro tren. Desde otras calles más lejanas llegaba el ruido del tráfico. Dane apremiaba a Billy.

—Es imposible que pueda con ellos —dijo Dane—. Solo he alcanzado a darle porque no se lo esperaban. Además, había…

Dane lo condujo por una intrincada ruta hasta que salieron del laberinto de ladrillo. Estaban junto a un parque, la única presencia humana en la calle. Frente al perfil de una arboleda, Dane abrió un coche y empujó a Billy dentro.

Billy cayó en la cuenta de que llevaba una barba de sangre. Tenía la camisa manchada. En algún momento, el maltrato nocturno le había partido el labio. Goteaba.

—Mierda —musitó—. Mierda, lo siento, yo…

—Uno de sus cabezas huecas —dijo Dane—. Ponte el cinturón.

Algo repugnante, salido de un canalón de la tapia que había al otro lado de la calle desierta, se coló en el coche. La ardilla, que se acurrucó debajo del asiento. Billy se la quedó mirando.

—Shtum —dijo Dane. Arrancó y se puso a conducir, rápido—. De no haber sido por esta condenada comenueces no te habría encontrado. Se subió al coche de Goss.

Doblaron una esquina que daba a una calle alumbrada, llegaron a una zona donde había gente de compras, y borrachos en bares de copas y salones recreativos. A Billy le entraron ganas de llorar al verlos. Era como rajar un menisco, como si por fin estuviera inmerso en una noche real. Dane le pasó un pañuelo de papel.

—Límpiate la boca.

—Leon…

—Límpiate la sangre. No queremos que nos paren.

—Tenemos que pararnos, tenemos que ir a la policía… —

¿En serio?, pensó Billy al mismo tiempo que decía aquello.

Tú ya no estás ahí.

—No —dijo Dane, como si estuviera oyendo aquel monólogo—. No vamos a ir.

Ya lo sabes, ¿verdad?

—Nos vamos a limitar a conducir. Límpiate la boca. Te voy a sacar de aquí.

Billy contempló un plano de Londres que no reconoció más que si fueran las calles de Trípoli.

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