Kraken

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Sexta parte » 79

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Los pistogranjeros corrían ¿Para qué iban a quedarse? Byrne se quedó. ¿Para qué, y adónde, se iba a ir? Dejó que Billy la desarmara. Pasó los dedos por el agua que había en el suelo.

—Muy buena, tipo duro —le dijo Collingswood a Billy.

Él se sentó de espaldas a las paredes rezumantes. Londres estaba a salvo, pensaba Billy sin cesar, no sujeta a ese totalitarismo cósmico escrito. Oyó venir a Saira y a Simon, tras haber visto huir a sus enemigos. Collingswood se volvió cuando entraban.

—De acuerdo, que nadie se mueva —dijo—. Es la policía.

Se quedaron todos mirándola.

—Que no, que estoy de coña —dijo—. ¿Qué ha pasado, Billy? Joder, mira la cosa esa. ¡Coño, y se mueve!

El Architeuthis se revolvía indolente.

Collingswood medio agarró a Byrne, que se derrumbó y no opuso resistencia.

—¿Dónde está tu fantasma? —le dijo Billy a Simon.

—… Creo que ya no está.

Oyeron sirenas, ruedas derrapando en la calle mojada de mar. Entraron policías en la casa, no mucho más tarde.

—Hola, Baron —dijo Billy al entrar este, perplejo, con la pistola por delante, parpadeando atónito ante el desastre marítimo. Baron y sus agentes no apartaban la vista del crispado calamar, de los exhaustos combatientes.

—Billy —dijo Baron—. El mismísimo Billy Harrow en persona, que me parta un rayo aquí mismo…

—Jefe —dijo Collingswood, y volvió la espalda—. Ya veo que lo ha logrado.

Se encendió un cigarrillo.

—¿Qué demonios han estado tramando todos? —dijo Baron.

—¿Quiere que le ponga al corriente? —dijo Collingswood.

—¿No está Vardy? —dijo Billy.

Baron se encogió de hombros.

—Usted se viene conmigo, Billy.

—Ahí le ha dado, jefe —dijo Collingswood—. El que los ha puesto firmes.

—Vale ya de lo de suyo, Kath —dijo él.

—Iré con usted —aceptó Billy—. Siempre que pueda dormir.

—¿Qué van a pensar de esto los polis? —dijo Baron.

—Collingswood le hará un informe —dijo Billy.

—Lo dudo —dijo ella. Estaba mirando entorno a la sala, fisgando, husmeando, manipulando—. Espere.

Billy se acercó al Architeuthis. Baron lo vio y lo dejó ir. Le susurró como si fuera un perro asustado.

—Hola —le dijo al neonato conservado de ocho metros y múltiples brazos, que se movía en los posos de su conservante, cubriéndose profusamente con sus prensiles brazos no muertos, suspirando por la merma.

—No ha terminado —dijo Collingswood, con voz apagada.

—Mira —le dijo Billy al Architeuthis. Retorció sus brazos, gruesos como muñecas—. Lo has arreglado tú. Nos has salvado.

Le respondió un chapoteo. Collingswood estaba respirando profundamente y mirándolo, con una especie de confusión en el rostro. Saira fruncía el entrecejo. Billy volvió a oír el ruido húmedo.

Lo que había advertido era el montón más grueso de pescado. Vio sus ojos encapotados. Algo se trasladaba de un lado al otro. Era una enormidad ceratioide, un inmenso rape varado y desplomándose bajo su propio peso. Luchaba por abrir la desproporcionada hendidura de su boca. Lo vio venir y blandió de nuevo el esputo orgánico ante sí; su cebo, una trampa aún reluciente sobre un espolón, tan largo como un brazo, que le salía de la cabeza. Lo agitaba de un lado a otro. ¿Acaso estaba intentando engañarlo para atraerlo hasta su boca, incluso ahora que se estaba ahogando en aire?

No. En el movimiento de su carne anzuelo no había ni rastro del espasmo irregular propio de la pequeña vida nadadora que imitaría para cazar. Hacía un tictac con el señuelo, en un movimiento en absoluto propio de un pez, sino de un humano. Hablando su lengua. El movimiento de su cebo era el meneo de un dedo corrector. Le había dicho al espécimen de Architeuthis «Nos has salvado», y el mar decía «No, no, no, no, no».

—¿Qué demonios? —susurró Billy.

—¿Qué significa? —dijo Saira—. ¿Qué está pasando?

—No se ha acabado —dijo Collingswood—. Su puta madre.

Estaba sangrando. Los ojos, la nariz, los labios. Escupió el cigarrillo y la sangre.

—Solo se le ha acercado un huevo, joder.

Billy cerró los ojos. Estaba temblando, una alergia preventiva a lo que fuera que estaba a punto de pasar.

—Aún está… —dijo.

Para su sorpresa, notó que le tiraban de las manos por la espalda. Baron lo había esposado.

—¿Es que se ha vuelto loco? —dijo—. ¡Está a punto de arder todo!

—Usted, cierre el pico —dijo Baron. Hizo señas a uno de sus hombres para que esposara también a Saira.

—Oh, algo se está jodiendo de verdad —dijo Collingswood—. Jefe, no me sea gilipollas.

Por toda Herejiópolis, los sensibles debían de estar rezando por estar equivocados, por que aquello que notaban fuera otra cosa que la nada quemada que sentían acercarse a toda velocidad.

—Suélteme —dijo Billy.

—Baron, espere —dijo Collingswood.

—Nunca ha tenido sentido —le dijo Saira a Billy. Se miraron el uno al otro—. Por muy poderosa que sea la tinta de kraken, es imposible que hubiera podido… dejar que él, y que todo… En llamas. Aunque hubiera querido, cosa que ¿por qué…?

—Jefe —dijo Collingswood—. Deles un segundo.

—¿Qué hace que todo se detenga? —dijo Saira—. El fuego, el calamar, el…

Billy observó, y pensó, y recordó. Cosas que había oído y visto, momentos, de semanas y semanas atrás.

—Terminas para volver a empezar —dijo—. Desde el principio. De modo que quemas hacia atrás. Esto no es un final… Es un reinicio.

—Fuera —dijo Baron—. Muévase, Harrow.

—¿Cómo? —le dijo Saira a Billy.

—Prendes fuego a todo aquello que te guía en la dirección equivocada. Si quieres llevar a cabo un programa distinto. Oh, Dios mío, esto nunca ha tenido nada que ver con el pobre calamar… era un mero testigo. Nosotros lo empezamos. Vosotros. Fitch no paraba de repetir que se estaba acercando, cuanto más intentabais protegerlo todos. Lo pusisteis en el punto de mira.

Se produjo un ruido de presión. Todos miraron hacia arriba. Era el cielo tensándose, listo para estallar en llamas.

—¿A cuánto estamos del Centro Darwin? —dijo Billy—. ¡¿A cuánto queda el museo?!

—A seis, siete kilómetros —dijo Collingswood.

—Fuera —dijo Baron, inútilmente.

—Está demasiado lejos… Baron, puede mandarle un mensaje a… Tiene que enviar a alguien…

—Cállese o lo rocío con gas pimienta —dijo Baron—. Ya estoy harto.

—Jefe, cierre la boca —dijo Collingswood. Sacudió la cabeza. Señaló, y Baron la miró pasmado por la ofensa, incapaz, de repente, de hablar—. ¿Qué decías, Harrow?

Algo nuevo había surgido cuando los londromantes se enteraron de los planes de Grisamentum, cuando Al Adler había complacido a las tradiciones y el respeto, su jefe le había enseñado y había optado por una lectura supuestamente inútil. Lo nuevo había ganado fuerza en sí mismo cuando se llevaron al kraken, y las alternativas se habían reducido. Pero fue después de eso cuando los ángeles de la memoria habían salido a buscarlo, cuando su sensibilidad, su metaindividualidad, se había vuelto lo suficientemente grande.

—¿Por qué no está aquí el ángel de la memoria? —dijo Billy—. Se supone que es mi ángel de la guarda, ¿no? Quiere protegerme, ¿verdad?, e imponerse a esta condenada profecía, ¿no? Entonces ¿por qué no está aquí? ¿Qué tiene que hacer que sea más importante?

Billy supo exactamente dónde había estado cuando había empezado esta última fase, y qué había estado mostrando y a quién. Supo cuál era el desarrollo concatenado que había hecho el mar, esa sopa de vida, qué era, y por qué había tenido la sensación de estar amenazado. Supo qué estaba sucediendo y por qué, y a manos de quién, y no podía hacer que nadie estuviera donde debería, y no podía explicarlo lo bastante rápido.

Tenía que estar en el Centro Darwin, ahora.

—Oh, Dios —resolló, y se desplomó; luego volvió a levantarse y se puso derecho. El rape había dejado de moverse. Billy, calladamente, se despidió de todo.

—Simon —dijo—. Simon —ordenó—. Conoces la ubicación del Centro Darwin. Su núcleo central. Llévame allí, ahora. Ahora.

Simon vaciló. Baron se tensó y trató, en vano, de hablar.

—Pero ya sabes lo que eso significa. Así es como yo…

—Llévame. Allí. Ahora.

Simon no podía desobedecer aquel tono. Billy procuró, rápidamente, mirar a todos a los ojos. Saira, comprendiendo a medias, afligida. Simon, hundido por tener que volver a cometer un crimen. Baron, gritando con ganas, ignorado en buena medida. Collingswood lo miró asintiendo, como a un soldado diciendo adiós.

Hubo aquel trémulo sonido estático, un lamento sordo, al hacer Billy un ruido, lo último que iba a hacer en su vida, mientras la luz lo envolvía desde dentro, se fue apagando y desapareció, y Baron se descubrió tirando de la nada.

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