Kraken

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Sexta parte » 80

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Y el olor del mar (pareció) remitir, súbitamente reemplazado por el de sustancias químicas. Ante los ojos de Billy, la luz vibraba, de forma distinta a como (no) lo había hecho en sus ojos hacía solo un instante. Sabía que no recordaba nada, que esas eran más bien imágenes con las que había nacido. Pero ahora no iba a pensar en ello.

Se encontraba en el interior de la sala del tanque, en el Centro Darwin. Frente a él, con dos filas de tanques de acero de por medio, estaba Vardy. Que se volvió.

A Billy le dio tiempo a ver que la superficie de trabajo que Vardy tenía delante estaba cubierta de frascos, tubos y vasos, líquidos borboteando, celdas galvánicas. Tuvo tiempo de ver que Vardy lo apuntaba con una pistola, y se echó al suelo. La bala le pasó por encima, haciendo estallar un bote, alto hasta la cadera, de monos conservados desde hacía mucho tiempo. Se desmoronaron, al tiempo que el hediondo conservante salía en cascada. Billy luchaba contra las esposas que seguían (por así decirlo) constriñéndolo. Permaneció por debajo del nivel del acero y avanzó a rastras. Otro tiro. Cristal y formol inundaron el suelo que tenía ante sí, y una cría de delfín eviscerada cayó al suelo, interponiéndose en su camino.

—Billy —dijo Vardy, con voz grave, tersa, como siempre, igual que siempre. Podía ser una sentencia, un saludo, una maldición. Cuando Billy intentó aproximarse reptando, una bala echó a perder otro espécimen.

—Te voy a matar —dijo Vardy—. El ángel de la memoria no pudo detenerme, y desde luego no vas a ser tú quien lo haga.

Se puso a chillar, a rechistar en un tonillo agudo. Por las rendijas, entre el mobiliario, Billy vio a un lado una pequeña figura furiosa. Era el mnemophylax: una botella de formol a modo de cuerpo, brazos de hueso y garras, un cráneo como cabeza, chasqueando como un perro guardián. Estaba bajo una campana de cristal. Vardy ni siquiera se había tomado la molestia de matarlo. Había ido y venido tantas veces, había emergido y se había disipado con tanta frecuencia que era diminuto. Un tubo de cristal del tamaño de un dedo, que podría haberse empleado para contener a un insecto, y sus miembros debían de ser ¿qué, patas de ratón? El cráneo que lo coronaba era de algún tití pigmeo, o algo así. Era un chiste, un pequeño fracaso animado, como un dibujo de la tele.

—¿Qué has hecho con el piro? —gritó Billy.

Vardy dijo:

—Cole está como una rosa. Hizo exactamente lo que le pedí; ¿tú no lo habrías hecho, si te hubieran explicado pacientemente que tu hija estaba bajo mi custodia y protección?

—Así que conseguiste lo que querías. Fuego del tiempo.

—Entre los dos, lo conseguí.

Vardy volvió a disparar y destrozó un cocodrilo enano de ochenta años de antigüedad.

—He estado probando algunas versiones y creo que somos buenos. Quédate donde estás, Billy, puedo oír cada uno de tus movimientos.

—Kata…

—Katacronoflogisto. Cállate, Billy. Pronto habrá terminado.

Billy se acurrucó. Fue él quien le había dado a Vardy la idea. La profecía se había originado a sí misma. Lo había atrapado a él y a Dane y a sus amigos, porque ellos le habían prestado atención, como si fuera una enfermedad, una máquina patológica. La maldijo en silencio. Eso era lo que había estado combatiendo el ángel de la memoria, esa certeza, luchando por el hecho en sí mismo. Al destino le traía sin cuidado lo que predestinara, siempre que predestinara algo. Se oyó el tintineo ocasionado por los saltos del phylax, y los golpes que se daba en el cráneo contra la parte baja de la campana que lo tenía aprisionado.

El ruido del porteo volvió a sonar. Las sombras y reflejos se movieron. El Architeuthis en su tanque había regresado al lugar del que había sido robado. Billy lo miró fijamente. Una vez más, el ser sin ojos parecía intentar mirarlo a él. Serpenteaban sus retorcidos brazos de zombi. ¿Qué coño?, pensó Billy.

—¿Lo has revivido? —dijo Vardy—. ¿Para qué?

—Vardy, por favor, no lo hagas —dijo Billy—. Esto no va a funcionar, nunca funcionará. Se acabó, Vardy, y tu viejo dios perdió.

—Podría no hacerlo —dijo este. Se oía el ruido de la combustión en su terminal de trabajo—. Funcionar. Puede que no. Pero puede que sí. Tienes razón: él perdió, mi dios, y yo eso no puedo perdonárselo al muy cobarde. Yo digo que hay que asumir el condenado riesgo.

—¿En serio crees que son tan poderosos? ¿Tan simbólicos? —Billy siguió reptando.

—Todo es cuestión de persuasión, como ya sabrás, probablemente, a estas alturas. Todo depende de construir un argumento. Por eso no me preocupé demasiado por Griz. ¿Allí es donde has estado, con él? Con un error de calado como ese en su plan…

Negó con la cabeza. Billy se preguntó hasta qué punto había penetrado Vardy en lo que Grisamentum tenía en mente hacer, y cómo.

—Bueno, esas cosas fueron el principio de todo. Fueron el punto en el que comenzó la discusión.

Billy se arrastró cerca de los verdaderos objetivos del fuego del tiempo, el auténtico tema de la profecía predatoria. No y nunca el calamar, que no había sido otra cosa que un mero espectador, atrapado por la proximidad. Aquellos otros ocupantes de la sala, en su anodina vitrina, como cualquier otro espécimen, ejemplares y paradigmáticos. Los pequeños animales conservados del viaje de Darwin en el Beagle.

* * *

Este era un reinicio feroz. Cargando contenidos para un mundo nuevo.

Se había acordado de la melancolía de Vardy, de la rabia que llevaba dentro, y de lo que había dicho Collingswood en una ocasión. Estaba en lo cierto. La tragedia de Vardy era que su fe había sido derrotada por la evidencia, y no podía dejar de añorar esa fe. No era un creacionista, ya no, desde hacía años. Y eso se le hacía insoportable. Solo podía desear que lo que anteriormente fuera su incorrección hubiera sido correcta.

Vardy no quería erradicar la idea de la evolución: quería rebobinar su hecho. Y a la evolución (esa llave, esa cuña, esa fuente) le seguirían todas aquellas otras cosas, el débil y apagadamente vulgar ateísmo contingente que no tenía absolutamente nada a su favor, salvo, para exasperación de cualquiera, su verdad.

Y él estaba convencido, y estaba tratando de persuadir a la ciudad y a la historia, de que era en estos especímenes contemplados, en estos animales desvaídos, conservados en sus antiguos líquidos, donde había nacido la evolución. ¿Qué sería la evolución si los humanos no hubieran reparado en ella? Nada. Ni siquiera un detalle. Al verla, Darwin la había hecho real, y siempre lo había sido. Esas cosas del Beagle estaban infladas.

Vardy les prendería fuego para convertirlas en objetos que nunca fueron, desmadejar los hilos que Darwin había entretejido, erradicar los hechos. Esa era la estrategia de Vardy para ayudar a su propio dios no nacido, el severo y bondadoso dios literalista que había leído en las escrituras. No podía hacerle ganar (la batalla estaba perdida), pero podía hacer que hubiera ganado. Hacer arder la evolución hasta conseguir que nunca hubiera existido, y el universo reiniciado y las personas que lo poblaban pudieran ser, en cambio, creados, del modo en que debería y deberían haber sido creados.

Solo sucedería esa noche porque Billy y sus camaradas habían hecho que fuera esa noche, habían provocado la guerra del fin, y ese caos y esa crisis. De modo que Vardy sabía cuándo tenía que actuar.

—No funcionará —repitió Billy, pero sentía la presión del tiempo y del cielo, y tenía la intensa sensación de que sí, que funcionaría. El condenado mundo era plástico. Vardy tenía en la mano un cóctel molotov.

—Mira —dijo Vardy—. Magia embotellada.

Rellena del flogisto que había obligado a Cole a hacer, con la ayuda de su hija indocta, bajo la amenaza a la vida de su hija. Una llama Tachyon en combustión. Crepitaba en un estruendoso flujo, iluminando el rostro de Vardy.

Se la acercó un poco más, y su resplandor iluminó ranas conservadas dentro de un tarro. Se movieron. Se encogieron al calor del abrasador de tiempo, escondieron sus ancas en el tronco. Se volvieron más nimias, desgarbados renacuajos sin patas y de largas colas. Sostuvo la llama y deshizo su haber existido, y menguaron al caer, y nunca fueron, y contra el suelo no se estrelló nada.

Vardy se dirigió hacia la estantería de los especímenes de Darwin, y alzó el brazo.

Billy se levantó con esfuerzo. Solo podía pensar: Así, no. Quería intentar verter el fuego. Tal vez revirtiera el ciclo vital del resistente suelo, separando las gomas, causando un retroceso de los químicos a sus formas más elementales. Pero tenía las manos a la espalda y estaba demasiado lejos.

—¡No! —resolló Billy, sangrando.

Las sombras que proyectaba el fuego bailaron sobre las etiquetas escritas a mano por Charles Darwin. Billy cayó de bruces como un amia calva. Con un aullido de júbilo religioso, Vardy lanzó el misil incendiario del tiempo.

* * *

Voló y viró en su trayectoria. Billy tenía los brazos atrapados. Pero en aquella sala abundaban otros brazos.

El espécimen no muerto de Architeuthis soltó sus largos miembros de caza, cruzando toda la estancia, desde muy lejos. Una última depredación. Alcanzó la botella. La cogió en el aire.

Vardy lo miró. Vardy gritó enfurecido.

El fuego del tiempo estaba tocando la piel del Architeuthis, y estaba ardiendo. El segundo brazo de caza del calamar zombi restalló como un látigo, con todo el peso del formol, rodeando a Vardy por la cintura con un chasquido. Se enroscó en torno a él. Azotó la botella en dirección a su boca. Vardy dejó escapar un alarido al tiempo que los brazos más cortos del animal se abrían para recibirlo.

Vardy gritó. El fuego del tiempo rugía, y se estaba propagando. El calamar se encogía. Los brazos y las piernas de Vardy se acortaban.

El calamar miró a Billy. Nunca podría precisar con palabras lo que había en aquella mirada, aquellos ojos súbitos, lo que el espécimen embotellado le estaba comunicando, pero era un compañerismo. No servilismo. No estaba obedeciendo. Sino que hizo lo que hizo deliberadamente, como una ofrenda, y lo miró, despidiéndose.

El fuego del tiempo siguió reduciéndolo, borró la muerte de su piel, la hizo suave. Un egoísmo desinteresado. Sin evolución, ¿qué serían él y sus hermanos? Los dioses de las profundidades no eran los hermanos de esa cosa: se dejó robar no por el bien del kraken, sino por los exemplae, todos esos especímenes que había a su alrededor, de todas las formas, esos dioses de la ciencia embotellados.

El tanque crepitaba por el fuego. La piel estaba rejuveneciendo por efecto de las llamas. Hubo un último arrebato de combate. Perfilado en el resplandor, Billy vio un bebé chillando una furia adulta contra el pequeño calamar, del tamaño de un brazo, que se enroscaba a su alrededor. Ambos estaban ardiendo. Entonces, los dos, aún peleando, se convirtieron en embriones calientes, que se entrelazaban y se aquietaban en una grotesca relajación protoplásmica y, ardiendo, dejaron de ser.

Los laterales del tanque se desplomaron, convertidos en cristales de ascuas de mena y sustancias químicas, y luego átomos, antes de poder ni tan siquiera hacerse añicos.

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