Kraken

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Segunda parte » 34

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Kath Collingswood estaba en un almacén sin ventanas, como el corazón olvidado de una casa de muñecas, en la estación de Neasden. Baron observaba a través del cristal reforzado con alambre de la puerta. Ya había visto a Collingswood llevando a cabo aquella operación con anterioridad. Se trataba de una metodología de su propia cosecha. Vardy estaba allí, un poco más atrás, mirando por encima del hombro de Baron.

Era una habitación polvorienta. Collingswood consideró que la presencia de esa desecación, los posos del tiempo, era eficaz. No podía estar segura. Reprodujo todas las circunstancias que pudo de su airoso primer éxito, sabedora de que algunas de ellas podían ser meras supersticiones, y ella una suerte de rata skinneriana. De forma que la pila de cajas de cartón vacías en un rincón se dejó tal cual había permanecido durante meses. Cuando Baron descolocó una, golpeándola sin querer, ella le había dado una reprimenda y se había pasado varios minutos tratando de reconstruir el montón para que recuperase su estado original, por si hubiera algún matiz de fuerza en sus ángulos.

—Wati no vendría aquí —le había dicho a Baron—, aunque pudiera.

Había guardias apostados en el interior de la estación, para mantener las figuras y los juguetes que había libres de autoestopistas.

—Tenemos que trincarlo donde vive.

No en las estatuas; esos eran instantes de reposo. Wati vivía en una de las infinitas iteraciones del éter.

En medio de la sala, alumbrada con fluorescentes, había un montón de trastos de artería: un brasero en el que ardía un fuego coloreado con químicos, un taburete sobre el cual reposaban botellas de sangre, palabras en lenguas ancestrales sobre un papel especial. Había enchufados tres televisores viejos alrededor del montón, iluminándolo con una luz estática.

* * *

—Ahí vienen los APD —le dijo Baron a Vardy en tono familiar.

Collingswood vertió gotas de sangre en el fuego. Vació dentro pequeñas urnas de cenizas. Desprendía llamaradas. Añadió papeles. Las llamas cambiaron de color.

Los fluorescentes uniformaban el conjuro, concedían pocos espacios para que las sombras se recogieran o se ocultaran, si bien las sombras se las arreglaban. Manaban manchas, como aire sucio. Collingswood murmuraba. Pulsó un mando a distancia y el televisor empezó a emitir vídeos trillados al fuego. El sonido estaba bajo, pero se oía: músicas de temas entrecortados, montajes sincopados, hombres gruñendo.

—Agentes —dijo Collingswood—. Visita de cortesía.

El torbellino de objetos empezó a arremolinarse alrededor del fuego creciente, murmurando. déjalo oyó un susurro.

Collingswood echó al brasero dos vídeos. Salió a borbotones un humo que se espesó, y las penumbras se sumergieron en él. Había siseos como de placer. Subió el volumen de los televisores. Empezaron a gritar. Vardy movió la cabeza de lado a lado.

—Piense lo que quiera —dijo Baron—. Es más lista que el hambre, inventándose esto.

—Solo porque estén en el otro barrio —les dijo Collingswood a las nadas susurrantes— no significa que no estén de servicio.

Farfullaron contra los hombres duros de corte de pelo desfasado, las retransmisiones de persecuciones de coches y las peleas a puñetazos. Echó otro vídeo al fuego, algunos libros de bolsillo. Las sombras canturrearon.

APD, había llamado Baron a las presencias a las que estaba invocando: Agentes de Policía Difuntos.

Hay un millar de formas de habitarlo, pero el éter, ese intervalo, es siempre lo que es; y los fantasmas, espíritus, las almas de soñadores lúcidos se estrujan al pasar los unos junto a los otros en una compleja ecología asomática. ¿Quién mejor para cercar a Wati, el subversivo incorpóreo, que las fuerzas de seguridad incorpóreas?

—Vamos, agentes —dijo Collingswood—. Yo diría que viven para estas mierdas, pero eso sería un poco ordinario.

Acercó cada uno de los televisores a las llamas. Los agentes sombra formaron una espiral en torno al fuego. Ladraban como focas espectrales.

Cacofonía de programas antiguos solapados. Las lunas de los televisores se volvieron negras y, primero uno y, a continuación, rápidamente, los otros dos equipos se apagaron de golpe, cesaron las transmisiones. De sus rejillas salía humo, que luego se volvió a meter dentro, bajo la presión de los APD, que desplomaron la gradiente de temperatura en los equipos, parloteando.

alto. Un gruñido en el súbito silencio de la sala.

alto porcedia pa’ la cala de ajo

dejalo, oyó Collingswood, tarde tarde toda la tarde toda, tene un soplapolas sargento, callo por la calera, alto porcedia.

—De acuerdo —dijo—. Agente Smith, agente Brown y agente Jones. Ustedes tres son héroes. Todos ustedes hicieron el sacrificio supremo por el Cuerpo. En cumplimiento del deber.

Los fantasmas de humo sucio se estremecieron, vistos y no vistos, esperaron orgullosos.

—Esta es su oportunidad —dijo— de hacerlo de nuevo. De trabajar por esas pensiones que nunca recibieron, ¿no es cierto?

Levantó un grueso archivador.

—Aquí dentro está toda la información que tenernos sobre el caso hasta el momento. Lo que necesitamos es a cierto chico malo, de nombre Wati. Revolotea un poco, este Wati. Hay que meterlo en cintura.

wati wati? dijo una voz salida del humo. sena a soplapolas suena a chocho paki rezumante wati?

—Un segundo —dijo Collingswood. puta una puta oyó, a tincar a esa puta. Dejó caer el archivador al fuego. quero estar orguloso.

Los entes fantasmas emitieron unos «ah», como si estuvieran sumergiéndose en una bañera. Revolvieron una espuma de éter que le causó un picor a Collingswood en la piel.

Fantasmas, pensó. Ya.

* * *

Era un timo cuyas víctimas estafadas eran el timo en sí mismo. Una ilusión. Esas cosas que había ensamblado, construidas a base de vagos recuerdos, si bien profundamente orgullosos, de pitorreo de cantina, delincuentes abatidos, cabroncetes fanfarrones enderezados a hostias, oficinas humeantes y muertes sucias, sórdidas, honorables, no habían existido hasta hacía unos instantes.

Los fantasmas eran complicados. El residuo de un alma humana, de cualquier alma humana que se precie, era en verdad demasiado compleja, contradictoria y testaruda, por no decir traumatizada por la muerte, como para hacer nada que uno quisiera. En los casos aislados y aleatorios en los que la muerte no significaba el final, no había forma de saber qué aspectos, qué facetas repudiadas del personaje, podían imponerse a otros por la fuerza en una identidad póstuma.

No es ninguna paradoja de la hechicería (solo los vivos lo perciben así) que los fantasmas a menudo no se parezcan en absoluto a los vivos de los que son un vestigio: que el niño al que visita un tío amable y muy querido que sucumbió al cáncer se quede espantado ante el cruel y vengativo hostigamiento de su sombra; que el espíritu retornado de algún cabrón aterrador no haga sino sonreír y tratar, con una torpe intervención ectoplasmática, de darle de comer al gato que su pierna de carne y hueso había pateado días antes. Incluso de haber conseguido invocar el espíritu del agente más tenaz, reverenciado e inflexible de la Brigada Móvil de los últimos treinta años, Collingswood bien podía haberse encontrado con el espíritu convertido en un melancólico esteta o un estupefacto niño de cinco años. De manera que las puertas de la experiencia y el verbo de las genuinas generaciones de muertos estaban cerrados para ella.

Había otra opción: echar mano de unas cuantas funciones policiales en crudo que se creyeran fantasmas.

No cabía duda de que en la combinación había algo del alma de oficiales auténticamente finados. Una base, una primera capa de lógica policial. La clave, según había descubierto Collingswood, era mantener el carácter general. Lo más abstracto posible. Ella podía amalgamar retazos de acción sobrenatural a partir de la voluntad, la técnica, unos pocos remanentes de memoria y, por encima de todo, imágenes, mejor cuanto más obvias. De ahí las novelas policíacas baratas que quemaba. De ahí que los televisores y las cintas, copias de Veinticuatro horas al día, Los profesionales, aderezadas con una pizca de Dixon por la parte de la santurronería, se elevaran en un torbellino de sueño absurdo de la época dorada, que guiaba a sus funciones espectrales en torno al qué hay que hacer y cómo hay que ser.

No era este un terreno de juego apto para sutilezas. A Collingswood no le interesaban las finuras de la acción policial desarrolladas tras el caso Stephen Lawrence, formación en la sensibilidad, trabajo a nivel comunitario. Se trataba de la ilusión de la ciudad. Unos años setenta fetiches, llenos de hombres hechos y derechos. Allá va un DVD de Life on Mars a la pira.

Lo que hacía Collingswood era invocar la presencia de los tenaces tópicos patrioteros que se tomaban en serio a sí mismos. Se oyó caer en el absurdo registro que empleaban las propias funciones, las pronunciaciones de mal gusto y los acentos londinenses alargados, exagerados.

—Ahí lo tiene, patrón —dijo—. Eso es lo que hay. Wati. Última dirección conocida: cualquier puta estatua. Ocupación: complicarnos la vida.

Ellos no tenían que ser, no podían realmente ser, listos, los falsos fantasmas; pero tenían una suerte de ingenio repulsivo, y la agudeza acumulada equivalente a años de fantasía de un guionista. cabroncete los oyó decir. mirar esta mierda, una oleada de cenizas procedentes de historiales. traer a ese mequetefe, oras estras, violador, escoria, jefe, sargento, procediendo por la calle del ojo. Chasqueaban las palabras. Conspiraban por lo bajo, comparaban anotaciones inexistentes. Collingswood los oyó decir nombres propios del caso (wati billy dane adler archie teuthex hay que joderse) a medida que los iban conociendo por los archivos quemados.

La presencia o presencias (oscilaban entre la unidad y la pluralidad) se escapaban furtivamente de la sensibilidad, de la sala. me cagüen la puta, oyó Collingswood. la que le va a caer.

—Muy bien —dijo, mientras ellos se marchaba, y el olor a chamusquina y a televisores reventados, que había dejado de impregnarlos, empezó a inundar la sala—. Tráiganlo. No hagan… ya saben qué. Tienen que traer a ese mamón. Hay que preguntarle unas cuantas cosas.

* * *

Marge acudió a todos los lugares que se le ocurrieron que pudieran guardar alguna conexión con Leon o Billy, y colgó carteles fotocopiados. Una hora y media en su portátil, dos jpg y una exposición básica: «¿Ha visto a estos hombres?». Daba sus nombres y el número de un teléfono móvil que había comprado expresamente, dedicado únicamente a esta búsqueda.

Los grapó a árboles, colgó los carteles en los tablones de anuncios de los quioscos, los pegó con celo en los laterales de los buzones. Durante un día o dos, había creído estar afrontando la situación con la máxima normalidad posible para ella, y para cualquiera, en semejantes circunstancias. Habría dicho que si bien, sí, claro, perder a su amante de un modo tan desconcertante y haber sido amenazada más tarde por aquellos seres terroríficos era horrendo, no dejaba de ser cierto que algunas veces esas cosas horrendas ocurrían.

Marge dejó de decirse cosas así cuando, después de un día y otro día, evitaba acudir a la policía para relatarles su encuentro. Porque…; y ahí se le hacía difícil dar con las palabras adecuadas. Porque ahora en el mundo algo era distinto.

Esos policías. Se habían empleado a fondo a la hora de sacarle respuestas, fascinados con ella como espécimen, pero no había detectado ni una pizca de interés personal en ninguno de ellos. Resultaba evidente que tenían una tarea urgente por delante. También, por lo que pudo comprobar, estaba bastante segura de que esa tarea no tenía nada que ver con garantizar su seguridad.

¿Qué era todo aquello? ¿Qué narices, pensó, pasa aquí?

Se sentía bloqueada, como atrapada en una tela que alguien estuviera estirando. El trabajo le llegaba con cuentagotas. En casa nada funcionaba como debía. Cuando salía agua de los grifos, salpicaba, interrumpida por burbujas de aire. El viento parecía empecinarse en sacudir sus paredes y ventanas con más fuerza de la habitual. Por las noches, le llegaba mal la señal del televisor, y la farola que había al lado de su casa se encendía y se apagaba, ridículamente rota e imperfecta.

Marginalia se pasó más de una tarde yendo del sofá a la ventana, del sofá a la ventana, y mirando fuera, como si Leon (o Billy, que apareció más de una vez en esos, ¿qué eran?, ensueños) pudiera estar allí mismo, apoyado en la farola, esperando. Pero solo estaban los transeúntes, la luz nocturna del colmado de allí al lado, y la farola, sin nadie apoyado.

Fue después de muchas horas de apagados y encendidos, un efecto teatral a través de las cortinas, una noche, cuando, exasperada, Marge le prestó algo de atención a la farola y cayó en la cuenta, con una sacudida física, una epifanía que la hizo tambalearse por un momento y la obligó a arrimarse a la pared, de que los caprichos de la iluminación no eran arbitrarios.

Detectó el bucle. Permaneció sentada durante muchos minutos, observando, contando, y al final, a regañadientes, como si hacerlo fuera a confirmarle algo que no quería confirmar, se puso a tomar notas. La farola, sibilante, se encendía, se apagaba. Centelleo, centelleo. Rápido, despacio, un destello más largo. Encendida apagada encendida encendida encendida apagada encendida apagada encendida apagada, y luego un fundido sibilante y otro pequeño patrón.

¿Qué otra cosa podía ser? Largo corto, en cuidadosas combinaciones. La farola le estaba escupiendo su luz en código morse.

Encontró el código en la red. La farola le estaba diciendo: LEON MUERTO LEON MUERTO LEON MUERTO.

* * *

Marge se lo hizo repetir una y otra vez, muchas veces. Durante aquellos largos minutos no pensó en lo que sentía.

—Leon muerto —susurraba. Procuraba no pensar en el significado, solo quería asegurarse de haber traducido los destellos de punto y raya correctamente.

Se reclinó en su asiento. Había estupor, por supuesto, ante lo absurdo del asunto, ante el cómo de aquel mensaje, y las palabras en sí mismas, su contenido, su explicación a la desaparición de Leon, no podía obviarlo, quedarse al margen. Marge se dio cuenta de que estaba llorando. Lloró durante mucho rato, casi en silencio, conmocionada.

Acompasada con el ritmo de la luz como estaba, reparó de inmediato en un último y repentino cambio. Echó mano de la leyenda del código morse y derramó lágrimas sobre él. Esta última frase, la farola solo la repitió dos veces. NO, leyó, TE METAS.

Conteniendo suspiros de abatimiento, deslizándose como atravesando una masa viscosa, Marge fue hasta donde tenía el ordenador y se puso a investigar. No se le ocurrió ni por un instante obedecer este último mandamiento.

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