Kraken

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Segunda parte » 35

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Llovía papel sobre Londres.

Era de noche. De la torre One Canada Square, en Canary Wharf, salían despedidos recortes. Una mujer, subida a la punta de la pirámide que había en lo más alto, la cima de aquel edificio feo de cojones. Le habría resultado más fácil acceder a la torre BT, pero aquí se encontraba cuarenta y siete metros más elevada. La topografía del conjureo era compleja.

Los tiempos de la torre BT habían quedado atrás. Había un momento que recordaba bien, cuando el minarete, con sus anillos y platos y transmisores, tuvo a Londres inmovilizado. Durante meses había mantenido bien atadas a las energías ocultas, cuando las fuerzas del mal habían querido dispersarlas. Las energías de seis de los más poderosos taumaturgos de Londres (combinados con los pensamientos de camaradas de Cracovia, Mumbai y el cuestionable municipio de Magogia) se habían concentrado a lo largo del mástil de la torre y habían lanzado una potente ráfaga que evaporó la amenaza DesLocalizada más poderosa de los últimos setenta y siete años.

¿Y alguna vez se lo habían agradecido al edificio? Vale, sí, pero solo los pocos que sabían lo que había hecho. Ahora la torre BT era un arma obsoleta.

Canary Wharf había nacido moribunda: ese era el origen de sus irritantes poderes. En aquellos años noventa de la quiebra, cuando sus plantas superiores estaban vacías, su lucrada desolación había supuesto una poderosa ubicación para el realidadismo. Cuando por fin los promotores se trasladaron allí, se quedaron estupefactos ante los restos de sigilos, de la quema de velas y manchas de sangre, resistentes a la lejía, que volverían a encontrase si alguna puñetera vez se eliminaban las moquetas, increíblemente feas.

La mujer permanecía junto al ojo de luz en eterno parpadeo de la punta de la torre. Oscilaba al viento sin miedo. Aceptaba el zarandeo, pestañeando para desembarazarse de las lágrimas de frío. Metía la mano en su bolso y sacaba aviones de papel.

Los lanzaba al vacío. Trazaban arcos, sus pliegues los proyectaban aerodinámicamente por la oscuridad, con las calles alumbrándolos desde abajo. Los aviones seguían corrientes. Pequeños trajinantes. Ascendían hacia la luna como polillas. Los aviones emprendían su búsqueda, por encima de los autobuses, sumergiéndose en los haces de luz.

Avanzaban a su antojo, corazonadas de Londres. Cruzando los cruces, rotando en las rotondas, enfilando por su único sentido las calles de sentido único. A la altura del Westway, uno dibujó una espiral por encima, por debajo, por encima de la gran carretera elevada, con lo que no podía ser otra cosa que placer.

Muchos se perdieron. Una inclinación mal calculada y alguno podía pararse en seco en una valla de tela metálica. El ataque de algún búho londinense confundido, un papel liberado que cae hecho trizas sobre la acera. Al final, uno a uno, fueron dando vueltas sobre los tejados, encaminándose en dirección a los territorios… no de donde procedían, sino hacia sus hogares.

Para entonces, la mujer que los había enviado estaba allí, esperándolos. También ella había cruzado la ciudad, más deprisa y por medios más cotidianos, y esperaba. Los fue recogiendo, uno por uno, durante horas. Les aplicó a todos una cuchilla, rasgando, o cortando, tan escrupulosamente como pudo, el mensaje que contenían. Reunió un montoncito de palabras. Escritura sin papel que reposaba junto a ella curiosamente enlazada.

* * *

Los aviones que no culminaron su regreso a casa aceleraron su propia putrefacción en las cunetas, si bien no pudieron hacerlo de forma instantánea. Había basura arcana.

—Hola, Vardy. —Collingswood entró en la oficinucha de la UDFS—. ¿Dónde está Baron? El muy cabrón no contesta al teléfono. ¿Y usted qué hace?

Estaba tomando notas junto a su ordenador.

—Vardy, ¿está viendo fotos cachondas de gatos?

Se asomó por encima de la pantalla de su ordenador. Él la miró con frialdad.

—¿Ola k ase? —dijo—. ¡Birlá un kalamá!

—Se supone que no se puede fumar aquí.

—Y mira por dónde, ¿eh? —dijo ella—. Coño, mira por dónde.

Le dio una calada. Él la miró con sosegada repugnancia.

—Cómo está el mundo, ¿eh? —siguió.

—Pues sí.

Collingswood llamó a Baron otra vez, y de nuevo le reclamó a su buzón de voz que contactara con ella cuanto antes.

—Bueno, ¿ha averiguado algo? —dijo—. ¿Quién está detrás de nuestro borroso robo?

Vardy se encogió de hombros. Estaba conectado a los chats secretos frecuentados por los afectos a la magia y los cultos. Tecleaba y miraba. Collingswood no decía nada. Se quedó exactamente donde estaba. Él fracasó en su intento por ignorarla.

—Hay murmullos de toda índole —dijo por fin—. Rumores acerca del Tatuaje. Y hay gente a la que no había visto nunca. Alias que no conozco. Chismorreando sobre Grisamentum.

Desvió la mirada hacia ella, pensativo.

—Dicen que todo ha ido mal desde que murió. Ya no hay contrapeso.

—¿El Tatuaje sigue sin aparecer en el radar?

—Al contrario. Está por todo el condenado radar, pero esa es otra cara del mismo problema, no logro encontrarlo. Por lo que tengo entendido, tiene… ¿se puede decir agentes subcontratados?, ¿autónomos?, ahí fuera, buscando a Billy Harrow y a su amigo, ese disidente krakenista.

—Billy, Billy, el rompecorazones —dijo Collingswood. Tamborileó con las uñas sobre la mesa. Las llevaba pintadas con minúsculos dibujos.

—Ahora mismo cualquier cosa es posible, por lo que se ve —dijo Vardy—. Cosa que no nos ayuda demasiado. Y detrás de todo esto, no sé, sigue estando todo eso…

Hizo un gesto amplio, difuso.

—Algo emocionante. —Realmente parecía emocionado—. Algo grande, grande, grande. Hay una especie de vigor en este enardecimiento. Todo se está acelerando.

—Vale, antes de que entre en su trance vudú —Collingswood le colocó delante una fotocopia—, échele un ojo a esta mierda.

—¿Qué es esto?

Se inclinó por encima del mensaje plegado. Leyó lo que tenía escrito

—¿Qué es esto? —dijo despacio.

—Mogollonazo de aviones de papel. Hasta en la sopa. ¿Qué es? ¿Alguna idea?

Vardy no dijo nada. Escudriñó la letra diminuta.

Fuera, en una de las innumerables penumbras de la ciudad, uno de los aviones había hallado a su presa. Vio, siguió, se presentó ante dos hombres que caminaban apresuradamente y en silencio por los paseos que bordeaban los canales de algún lugar para el olvido. Circuló; comparó; estuvo por fin seguro; apuntó; procedió.

* * *

—¿Qué deduces de todo ese rollo de los londromantes? —dijo Billy—. Lo que vieron. No parece que hayamos sacado nada nuevo.

Dane se encogió de hombros.

—Ya los has oído, igual que yo.

—Como decía, nada nuevo.

—Fueron ellos los primeros en verlo. Teníamos que intentarlo.

—Pero ¿qué hacemos al respecto?

—No hacemos nada «al respecto». ¿«Al respecto» de qué? Déjame decirte una cosa.

El abuelo de Dane, dijo, había sido testigo de lo peor de más de una contienda. Cuando acabó la segunda guerra mundial, los grandes conflictos religiosos de Londres no acabaron, y la Iglesia del Dios Kraken se había enzarzado en una lucha brutal con los seguidores de Leviatán. Ganchos de barbas de ballena contra curtidos látigos tentaculares, hasta que Parnell padre llevó a cabo una incursión en la línea de marea de Essex y dejó al vicario de Leviatán muerto en el suelo. Su cuerpo fue hallado cubierto de rémoras clavadas por todas partes, también muertas, colgando como bubas marinas.

Estas historias entonadas, estas historias se convertían en anécdotas de cantina, en el tono de un borracho fanfarrón y entrañable; eran lo más que se acercaba Dane a dar muestras de su fe.

—No tiene nada de cruel, me dijo —siguió Dane—. No era nada personal. Habría sido igual abajo, en el cielo.

Abajo en el oscuro, gélido cielo, donde combatían dioses, santos y ballenas.

—Pero hubo otras que no te imaginarías.

Una batalla sangrienta contra los Péndula, contra el núcleo más duro de Shiv Sena, contra la Hermandad del Soslayo.

—«Y eso no es fácil, hijo» —dijo Dane citando a su abuelo— «como cuando la pared está por los suelos y tú caes longitudinalmente, en paralelo al suelo. ¿Sabes qué hice? Nada. Esperé. Hice que aquellas arpías laterales vinieran a mí. El movimiento que parece inmóvil. ¿Has oído hablar de él? ¿Quién te hizo, muchacho?»

—Pensaba que no te gustaba todo eso del «movimiento que parece inmóvil» —dijo Billy.

—Bueno, a veces —dijo Dane—. Solo porque alguien utilice algo de manera errónea no significa que sea inútil.

Con más asiduidad ahora que antes, Billy oía a su espalda ruidos metálicos. Un avión de papel se deslizó surcando la noche hasta la mano de Dane. Él se detuvo. Miró a Billy y bajó la vista hacia el papel. Lo desplegó. Era una hoja DIN A4, crujiente, fría por el aire. Llevaba escrito, en caligrafía pequeña, fina, en gris marengo: EL LUGAR DONDE TUVIMOS UNA CHARLA, AQUELLA VEZ, Y TÚ ME RECHAZASTE, Y NECESITO HABLAR. ALLÍ CADA NOCHE A LAS 9.

—Hostia puta —susurró Dane—. Tinta y mierda de la lusca de las fosas del infierno. No me jodas. Coño.

—¿Qué pasa?

—… Es Grisamentum.

* * *

Dane se quedó mirando a Billy.

¿Qué era aquello en su voz? Tal vez exultación.

—Dijiste que estaba muerto.

—Lo está. Lo estaba.

—… Está claro que no.

—Yo estaba allí —dijo Dane—. Conocí a la mujer que lo hizo… Lo vi arder.

—¿Cómo ha…? ¿De dónde ha salido esa nota?

—Del aire. No lo sé.

Dane estaba casi meciéndose.

—¿Cómo sabes que es suya?

—Por esto que dice. Nadie supo que nos vimos.

—¿Por qué os visteis?

—Quería que trabajara para él. Le dije que no. Soy un hombre del kraken. Nunca lo hice por dinero. Él lo entendió. —Dane no dejaba de mover la cabeza—. Dios.

—¿Qué quiere?

—No lo sé.

—¿Vamos a ir?

—Ya te digo que vamos a ir. Ya te digo. Tenemos que averiguar qué ha pasado. Dónde ha estado y…

—¿Y si fue él quien se lo llevó?

Dane clavó sus ojos en Billy cuando lo dijo.

—Vamos —dijo Billy—. ¿Y si fue él quien se llevó el calamar?

—No puede ser…

—¿Qué quieres decir con «no puede ser»? ¿Por qué no?

—Bueno, lo averiguaremos, ¿no te parece?

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