Kraken

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Cuarta parte » 48

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Jason Smyle, el camaleón proletario, escuchaba mientras Billy le suplicaba que llevara a cabo una misión no remunerada.

—Eres amigo de Dane —dijo Billy.

—Sí —dijo Jason.

—Hazlo por él —insistió.

Billy no sabía dónde estaba Jason. No tuvieron tiempo de concertar un encuentro. Le había dado a Wati el número de teléfono que, sin demasiada dificultad, incluso en los desoladores momentos que siguieron al asalto, había robado. Wati encontró a Jason y le pasó el número.

—¿Entiendes lo que ha pasado? —dijo Billy—. Se lo han llevado. Los nazis del caos. Ya sabes lo que significa eso.

Billy sentía como si también lo supiera, como si llevara mucho tiempo viviendo allí. A diferencia de él, Dane no había tenido a ningún angelus ex machina velando por él.

—¿Qué quieres de mí? —Cuando habló, Billy tuvo la sensación, aun a través del teléfono, de que conocía a Jason de algo.

—Tenemos que encontrarlo y tenemos que saber qué está pasando. Aquí hay conexiones negativas. Escucha. —Billy se colgó el teléfono del hombro y se metió en un patio vallado a través de un agujero en el alambre—. A esos nazis los paga el Tatuaje. Y son los mismos que están reventándole los piquetes a Wati. Junto con la policía.

»Tenemos que saber hasta dónde llegan las conexiones. Por lo que sabemos, Dane podría estar en manos de la pasma. Está claro que están conchabados de alguna forma con el Tatuaje, por lo menos deben de saber dónde está. Así que te necesitamos. Pero, aunque los encontráramos, tú no podrías acercarte a los nazis, no funcionaría, ¿verdad?

—No —dijo Jason—. No les pagan, así que es imposible. Están comprometidos, y yo no puedo esconderme tras un credo. Eso y un poco de magia, y me joderían vivo.

—Vale. Entonces tienes que entrar en la comisaría de Neasden a ver qué saben de todo esto. Averigua lo que puedas. Jason, es Dane.

—… Sí —dijo Jason—. Sí.

A pesar de no haberse planteado la posibilidad de que Jason rehusara, Billy cerró los ojos aliviado.

—Llámame cuando estés, cuéntame lo que hayas averiguado —dijo Billy—. Gracias. Tienes que hacerlo ahora, Jason. Gracias. No tenemos ni idea de dónde están.

—¿Qué vas a…?

—Hay otras cosas que tengo que averiguar. Jason, por favor, haz esto ahora. Tenemos que encontrarlo.

Billy colgó.

¿Cómo te alejas de un escenario como ese? Lo único que fue capaz de hacer Billy una vez se llevaron a Dane, en medio de la fría quietud observada por grandes edificios muertos, fue seguir la voz de Wati. El espíritu rebelde lo había guiado desde su bolsillo y desde las pocas figurillas que pudo encontrar en aquel terrible sector vacío.

Billy dijo:

—Los londromantes.

—Mantén la calma, colega —le había dicho Wati desde algo que Billy ni siquiera veía—. Nadie nos va a ayudar.

Aquel núcleo central, Fitch y Saira y su camarilla, el hombre inconsciente al que Billy había disparado y presionado sin querer, no podían acudir en su ayuda, Billy no disponía de pisos francos ni de escondites.

—Oh, mierda —dijo Wati.

Por si no tuviera ya bastantes problemas, la UAM tenía que hacer de niñera de este mesías repentinamente despojado de todo. Pero Billy no había obedecido su mandamiento de levantar la tapa metálica de la calle y, con intrincadas artimañas y una fuerza insólita en él hacía solo unas pocas semanas, adentrarse en el submundo de la ciudad. En lugar de eso, Billy había hecho un receso, había cerrado los puños sin apretar, y había sentido cómo el tiempo vacilaba y regresaba, moviéndose como una sábana agitada. Le había dicho a Wati que mejor se fuera con él, y encima va y roba un teléfono. Había cogido en una tienda la más pequeña de las figuras de una muñeca rusa, la sostuvo a la altura de sus ojos en vez de aquel estúpido Kirk al que, pese a todo, había conservado, y le dijo a Wati:

—Esto es lo que tenemos que hacer.

* * *

—De todos los mequetrefes con los que tenernos que vernos las caras —dijo Baron—, los nazis del caos de las narices son a los que más detesto.

Estaba entre Collingswood y Vardy. Se rascaba la cara furiosamente, con ansia. Estaban apiñados entre sí, mirando a través de un cristal reforzado que daba a una habitación de hospital, donde un hombre vendado permanecía atado a una cama mediante tubos y grilletes. Una máquina le controlaba el ritmo cardíaco.

—Acaba de decir «mequetrefes» —dijo Collingswood—. ¿Aspira a algún papel en algo?

—Está bien —dijo vagamente. Se sorbió la nariz—. Imbéciles.

—No me joda, jefe —dijo Collingswood—. Suba el listón. Cagazorros.

—Cabrones.

—Escupescamas, jefe. Follaculebras. Coñoavispillas. Brindadores mascapollas.

Baron se la quedó mirando.

—Oh, sí —dijo Collingswood—. Así es. Tengo un don. Soy un genio.

—Dígame —interrumpió Vardy—. ¿Qué les hemos sacado a estos exactamente? Son varios, ¿correcto?

—Sí —dijo Baron—. Cinco, con lesiones de distintos grados. Y los muertos.

—Quiero saber con todo detalle qué fue lo que vieron. Quiero saber con todo detalle qué está pasando.

—¿Tiene alguna idea, Vardy? —dijo Collingswood.

—Oh, sí. Ideas sí que tengo. Demasiadas, maldita sea. Pero estoy intentando poner orden en todo esto. —Vardy miró al hombre que estaba en la cama—. Es el Tatuaje. Nos enteramos de que estaba contratando verdugos. No esperaba que fuera esta chusma.

—Sí, se ha abusado un poco del protocolo, ¿no es así? —dijo Baron—. Los ene del ce no se juntan con compañías demasiado amables.

—¿Ha trabajado antes con ellos? —dijo Collingswood.

—No, que yo sepa —dijo Vardy.

—¿Y Grisamentum?

—¿Cómo? —La miró—. ¿Por qué dice eso?

—Es que estuve echándoles un vistazo a todos los archivos que tiene encima de la mesa, lo de los socios del Tatu. Y también incluye a Grizzo. Me preguntaba a qué venía eso.

—Ah —dijo él—. Bueno, es cierto. Esos dos… Se mueven al compás el uno del otro. Siempre lo han hecho, cuando estaba Grisamentum. Que, como ya sabemos todos, ¿estamos de acuerdo?, parece que sigue estando. Los socios de uno podían ser socios del otro.

—¿Por qué? —dijo Collingswood—. Eso no tiene ningún sentido. Se odiaban mutuamente.

—Ya sabe cómo funcionan estas cosas —dijo Vardy—. ¿Los polos opuestos se atraen? ¿Untado, renegado, lo que sea?

Collingswood sacudió la cabeza.

—Si usted lo dice, colega. No sé —dijo—. El grupito de Griz lo requetequería, ¿no es verdad? Esa banda era fan total hasta la náusea.

—Nadie es tan leal como para no dejarse comprar —dijo Vardy.

—Olvidaba la panda de pirados con los que se codeaba al final —dijo Collingswood—. Griz. He estado mirando los archivos esos.

Vardy la miró arqueando una ceja.

—Médicos, doctores muerte… Y piros, también, ¿no?

—Sí. Eso es.

—Y según tiene entendido algunos de ellos trabajan ahora para el Tatuaje, ¿verdad?

Vardy vaciló y se echó a reír. No era propio de él.

—No —dijo—. Resulta que no. Pero no hay razón para no comprobarlo.

—Entonces, ¿sigue persiguiéndolos?

—Sí, maldita sea, ya lo creo. Los persigo a todos, a cada uno de ellos, hasta que sepa de una vez por todas a ciencia cierta que no están metidos en lo del calamar, ya sea con Grisamentum o con el Tatuaje. O por libre. Usted haga su trabajo, que yo hago el mío.

—Pensaba que su trabajo consistía en canalizar el espíritu del chiflado toca narices de los dioses y reseñar libros sagrados.

—Vale, los dos —dijo Baron—. Tranquilícense.

—¿Por qué cojones no encontramos el calamar, jefe? ¿Quién lo tiene? Esto se está convirtiendo en una memez.

—Collingswood, si lo supiera, sería inspector jefe de la Metropolitana. Vamos a intentar, por lo menos, saber quién es quién en este lío. Bueno, tenemos a los nazis del caos, nuestros mascapollas, muchas gracias, agente, entre los empleados recién contratados por Tatuaje. Junto con todo el resto de la ciudad.

—No todos —dijo Collingswood—. Hay pistogranjeros por ahí, pero esos van por otros derroteros. Nadie sabe cuáles, y nadie se siente muy seguro al respecto.

—Pues ese tiene que ser nuestro calamarraptor, seguro —dijo Vardy—. ¿Quién les paga?

—No he podido seguir el rastro. Se han puesto en modo silencio.

—Pues sáqueselo —dijo Baron.

—Jefe, ¿usted qué cree que estoy intentando hacer?

—Espléndido —dijo Baron—. Es como un koan zen, ¿verdad? ¿Qué es mejor?, ¿que unos pistoleros visionarios sagrados estén luchando contra nosotros y junto con los nazis del caos, o contra ellos y que nosotros estemos en medio? Respóndame a eso, mi pequeña bodhisattva.

—¿No podríamos, por favor —dijo Vardy—, dejar claro con ese tipo qué es lo que está pasando aquí? ¿Alguno de ellos nos ha dicho algo?

—Desde luego —dijo Baron—. Ha tenido que replantearse la estrategia por lo poco que he tardado en hacerlo claudicar, así que, con el pretexto de jactarse del caos que iba a sembrar aterrorizándome con la verdad, blablablá por aquí y blablablá por allá, este capullín ha cantado como el más hermoso ruiseñor.

—¿Y? —dijo Vardy.

—Y Dane Parnell no está pasando por su mejor momento. Nos han sisado a nuestro exiliado, por lo visto. Eso es lo que llegó a ver antes de desmayarse —dijo, señalando por la ventana con la barbilla—. Cosa que nos deja con el pobre Billy perdido y solo en la ciudad. ¿Qué hará ahora?

—Sí, pero tampoco es que esté desamparado, precisamente, ¿no? —dijo Collingswood—. O sea, solo con señalar…

Movió la mano en dirección al hombre salvajemente agredido.

—Tampoco es que Billy no pudiera defenderse solito, ¿verdad?

—Vardy —dijo Baron—. ¿Le importaría darnos su opinión?

Abrió su cuaderno de notas con gran afectación, como si no lo recordara todo acerca de la descripción que estaba a punto de dar.

—«Era una botella, policía, gusano de la ley, nos traemos el caos mutuamente, escoria, etcétera, etcétera» —leyó, impasible—. Voy a recortar en epítetos y a saltarme los especificativos. «Era una botella. Una botella que nos atacó. Nos mordía con una calavera. Sus brazos eran huesos. Era un auténtico enemigo de cristal». Me gusta esa última frase, tengo que reconocerlo.

Dejó a un lado el cuaderno.

—Pues bueno, Vardy —dijo—. Debe de tener algo en mente.

Este había cerrado los ojos. Se reclinó contra la pared e infló las mejillas. Cuando por fin volvió a abrir los ojos, no miró a Baron ni a Collingswood: fijó sus ojos intensamente en el lisiado nazi del caos, al otro lado de la ventanita.

—Ya sabemos de qué va esto, ¿no? —dijo Baron—. Lo diré de otra forma. No tenemos ni idea de qué va esto. Nadie la tiene. Pero, maldita sea, tenemos un indicio razonable de qué fue lo que se precipitó y arrambló con el joven Harrow.

—De acuerdo, voy a volver al museo. A ver si consigo que todo esto tenga un poco más de sentido. Por una vez en la puñetera vida —dijo Vardy con súbita agresividad—, sería un auténtico placer que el puñetero mundo funcionara como debería. Estoy harto de que el universo sea siempre un maldito disparate aleatorio, todo el rato, maldita sea.

Suspiró y movió la cabeza. Ante la sorpresa de Collingswood, esbozó una breve y tensa sonrisa cohibida.

—Bueno —dijo—. En serio. Vamos. ¿Por qué iba a estar protegiendo a Billy un condenado ángel de la memoria?

* * *

Pero a Dane no lo estaba protegiendo, un hecho que lo había llevado a estar sumido, en ese mismo instante, en una aturdida duermevela, sujeto con correas en una postura que le causaba terribles calambres y que le había costado mucho tiempo identificar como una encorvada cruciforme. Estaba adherido como una ofrenda a una tosca esvástica del tamaño de un hombre. No abría los ojos.

Oía ecos. Pasos. Provenientes de alguna parte, deliberadas risas histéricas, estruendosas, que lo aterrorizaban igualmente, a pesar de su ostentación. El gruñido y los ladridos de un perro enorme. Uno a uno, fue tensando los músculos de sus brazos y piernas, para comprobar que seguía entero.

Kraken, dame fuerza, rezaba. Dame fuerza desde tu profunda oscuridad. Sabía, si abría los ojos, qué figuras vería. Sabía que su desdén, por intenso y real que fuera, no sería menor que su terror, y que tendría que sobreponerse a él, y en ese preciso momento no tenía la claridad de ideas ni las agallas para hacerlo. De modo que mantuvo los ojos cerrados.

La mayoría de los brujos del caos te matarían de aburrimiento hablando de que el caos que ellos explotaban era la «emancipación», que su ilusionismo no lineal era la antítesis de la actitud rayana en la línea recta que conducía, según insistían, a Birchenau, un puto trabalenguas. Pero siempre era un juego de manos político, para destacar únicamente ese aspecto de la extrema derecha. Había otra tradición, en cierto modo reprimida, aunque no menos fiel y fielmente fascista: el barroco decadente.

De entre las sectas fascistas, los más exuberantes, ansiosos como strasseristas por reclamar lo que, insistían, era el verdadero núcleo de un movimiento desviado, eran los nazis del caos. El crujiente cuero negro de las SS, insistían ante los poquitos que estaban dispuestos a escucharlos, y no a salir huyendo o a matarlos a las primeras de cambio, era una pornografía de cobardes, una remilgada corrupción de la tradición.

En cambio, mirad, decían, la furia del este. Mirad la estructura autónoma de las células del terror de la operación Werewolf. Mirad las orgías sibaritas en Berlín, que no eran corrupción, sino culminación. Mirad la fecha sagrada de su calendario: Kristallnacht, todo ese caos de esquirlas relucientes en el adoquinado. El nazismo, insistían, era exceso, no un comedimiento mojigato, no ese escudete del superego que habían escogido los burócratas.

Su símbolo era la estrella del caos de ocho puntas, modificada de forma que haría ahogarse en lágrimas al mismísimo Moorcock, con los brazos diagonales doblados, una esvástica que señalaba en todas direcciones. ¿Qué es la «Ley», decían, qué es la némesis del caos sino la tora? ¿Qué es la Ley sino Ley judía, que es el carácter judío propiamente dicho, y por lo tanto, qué es el caos sino la renuncia a ese sucio código torabolchevista? ¿Qué era lo mejor de la humanidad sino la voluntad y la ira y la indulgencia, haced de vuestra propia voluntad la autopoyesis del Übermensch? Y así, hasta la saciedad.

Eran unos provocadores, por supuesto, y un hatajo de lo más ridículo, pero destacaban entre los malvados por actos ocasionales de increíble y artística crueldad, restaurando el auténtico espíritu de sus profetas. Sin duda la Solución Final era eficaz, insistían, pero era desalmada. «El problema de Auschwitz», insistían los chistosos intelectuales del asesinato con tortura, «¡es que era la clase de “campo” equivocada!». El führer del Caos que esperaban, pensaban, debía alcanzar un nivel suficiente de genocidio artístico.

Era a semejantes elementos a los que el Tatuaje, Goss y Subby habían recurrido en busca de ayuda, y se habían encargado de que Londres supiera a quiénes habían recurrido. Se habían dirigido a estos estrambóticos y peligrosos payasos monstruosos para dar caza a Dane y a Billy. Y de ellos Billy había sido rescatado, y Dane, no.

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