Kraken

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Cuarta parte » 49

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Billy se puso las gafas. Estaban inmaculadamente intactas, y aún limpias. Dijo:

—Wati.

—No sé dónde está Dane —dijo Wati de inmediato—. Sigo buscando, pero vamos a tener que esperar a que Jason tenga más suerte. Han puesto hechizos o algo así.

Billy dijo:

—Quiero contarte una cosa que he soñado. —Hablaba como si siguiera soñando—. Se notaba que era importante. Soñé con el kraken. Era un robot. Había regresado, estaba metido dentro del tanque. Yo estaba en pie a su lado. Y algo me dijo: «Estás mirando en la dirección equivocada».

Hubo unos segundos de silencio.

—Jason va a entrar, y mientras lo hace yo quiero averiguar por qué el ángel de la memoria está cuidado de mí —dijo Billy—. Puede que él sepa algo de lo que está pasando. Supo cómo encontrarme. Y es probable que haya estado cuidando de mí, pero permitió que se llevaran a Dane.

Le contó a Wati lo que habían hecho Fitch y Saira. No lo dudó, aunque sabía que se trataba de un secreto profundamente secreto. Confiaba en Wati, en la misma medida en que ahora confiaba en cualquier londromante.

—Diles que tienen que ayudarnos —dijo.

Wati parecía estar jugando a la pídola, saltando de cuerpo en cuerpo, pero tuvo que regresar:

—No puedo entrar ahí —dijo—. Es la Piedra de Londres. Me repele. Es como subir a nado por una cascada. Pero…

—Pues será mejor que vayas buscando la forma de decirles que tienen que ayudarme, porque si no, voy a salir a la calle a contarle a toda la ciudad a grito pelado lo que hicieron. Diles eso.

—No puedo entrar, Billy.

—Reviéntales los secretos.

—Billy, escucha. Se han puesto en contacto con nosotros. Recibí un mensaje de esa mujer, Saira. Es lista, sabe que yo estaba contigo y con Dane. Me hizo llegar un mensaje a través de la oficina. No dejaba entrever nada, solo: «Estamos intentando establecer comunicación con nuestro amigo común. ¿No podríamos concertar una reunión?». Nos está diciendo que quieren ayudar. Ya están en contra del Tatuaje. Eso los hace más amigos que enemigos nuestros, ¿no crees? Yo no puedo entrar, pero puedo enviar a alguno de los míos. Que le pregunten a Fitch dónde están los nazis.

—Porque si es en Londres… —dijo Billy—, debería saberlo.

—Así es. Así es.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé.

—Nos movemos —dijo Billy—. Lo sacaremos. Estoy mirando en la dirección equivocada. Tengo que saber quién lucha contra mí y quién lucha conmigo. Así que, Wati, ¿cómo puedo informarme acerca de los ángeles?

* * *

En una ciudad como Londres…

Un momento: esa forma de pensar en ello no ayudaba en absoluto, porque no había ninguna ciudad como Londres. Esa era la cuestión.

Londres era un cementerio embrujado por fes muertas. Una ciudad y un paisaje. Un mercado erigido sobre feudalismos. Recolección y caza, y también pequeños focos de otredad, pero por encima de todo lo que había a ese nivel, Billy había acabado por vivir en un alicatado de feudos, ducados teocráticos, zonas y esferas de influencia, supervisadas por algún déspota local, algún pope del crimen. Todo consistía en un «quién conoce a quién», «quién da acceso a qué», «quién unta la mano de quién en qué ruta hacia dónde».

Londres tenía sus intermediarios, guerreros shadchan que facilitaban encuentros por una tajada. Wati podía decirle a Billy dónde estaban, y cuál de ellos mantenía una débil conexión con los ángeles. Wati seguía buscando, y además tenía su propia guerra que librar. La luna sacaba los cuernos, el cielo estaba nudoso. Las sectas estaban caprichosas.

Y allí estaba Billy, solo, y sabía que debería haber estado aterrorizado, pero no lo estaba. Estaba ansioso. Le parecía como si los relojes vacilaran a cada paso que daban. Era temprano cuando empezó a recorrer la lista que Wati le había proporcionado.

Billy sabía que era un objetivo. Ahora más que nunca. Descubrió que sus piernas habían aprendido las tretas que Dane había empleado por él en su andar, que ahora él caminaba con un ritmo de autocamuflaje. Que buscaba la penumbra de forma automática, que procedía como un soldado que quiere pasar desapercibido. Llevaba agarrado el fáser dentro del bolsillo, y vigilaba su entorno con avidez.

Así, solo, Billy llamó a la puerta trasera de una tienda de bocadillos de Dalston. Una iglesia y una sala de muestras de alfombras de Clapham. Un McDonald’s de Kentish Town.

—Wati me ha dicho que podéis ayudarme —decía una y otra vez a los suspicaces individuos que respondían.

La mejor manera de abordarlos era no hablar nunca con nadie sobre nada. La comunicación podía significar implicarse en alguna disputa que ni te imaginabas que estuviera produciéndose, tomar partido, firmar inadvertidamente sobre una línea de puntos. Aun así.

Conseguidores y acudidores tenían sus propios escenarios. Salas y chabolas con internet, donde los hombres y mujeres contratados por sus fes para robar, torturar, asesinar, cazar y conseguir cosas pudieran verse con otros que comprendieran las presiones de su trabajo y con los que poder intercambiar chismorreos.

—Dane no podría haber ido —le advirtió Wati a Billy—. Lo habrían reconocido. Pero a ti la gente no te conoce. Puede que te conozcan por el nombre, si tienen bien abiertas las orejas. Pero no por tu cara.

—Algunos, sí.

—Sí.

—Algunos podrían hablar con Goss y Subby.

—Podrían.

—¿Dónde estarán, a todo esto?

—No sé.

Los políticos de una ciudad de cultos contribuyen a los encuentros complejos. Ver a un asesino de los Beltway Brethren contándole un chiste a alguien de los Mansour Elohim, pero dando de lado a los gemelos de la Iglesia del Cristo Simbionte era un curso intensivo de realtheologie. En la mayor medida posible, no obstante, en estos sitios que visitaba Billy, uno se dejaba las lealtades en casa. «Eso», tal y como rezaba el mensaje que había encima de la puerta de un escondite, «es la Leyral».

Ley u oral debía de ser («Leyral», la unión de esas dos palabras), pero no seamos idiotas. Billy entró en cada uno de esos lugares con precaución, y llevaba puesto un bigote falso. Incluso de no haber estado buscando a Dane y apoyando a sus camaradas, Wati no habría podido entrar. No se permitía la entrada a familiares, y «Prohibido muñecos», decían los carteles a la entrada, y Billy no quería arriesgarse a desobedecer. Todas las estatuillas habían sido excluidas a partir del inicio de la huelga. El de la hechicería era un mundo de lo más burgués y mezquino. Se pasaban esos ratos de ocio indeseado criticando a sus familiares, y no querían a ningún sindicalista escuchando a escondidas.

En dos ocasiones la petición de ayuda de Billy fue rechazada cuando mencionó el poco dinero que podía ofrecer.

—¿Ángeles de la memoria? —dijo una anciana—. ¿Por ese precio? No me puedo meter en eso. ¿Ahora? ¿Cuando están saliendo?

Billy fantaseó con atracos a bancos, pero de repente surgió una idea muy distinta, otra forma de captar esa ayuda. Regresó adonde había visto la llave en el asfalto. A base de instantes entre coche y coche que pasaba, la cazó con la navaja y la rescató de la carretera. Al enderezarse con ella se tambaleó, ortostático. Comió rápidamente en un restaurante de un sótano y examinó la llave alquitranada. Un mugriento pedazo de chatarra con metáfora. Pensar en ese registro le ayudó a sacar un inesperado provecho del lugar. De camino al servicio, en un hueco de la pared, había una bombilla que descansaba sobre una sartén. Fue un juego visual tan desbordante, tan completamente aovado, que ahogó una exclamación. Tenía que llevárselo, en un robo momentáneo, insignificante a la par que poderoso.

Cuando llegó a la siguiente dirección que tenía de un agente de contactos, un bar de Hammersmith, lo primero que le dijo al chico fue:

—Puedo pagarte. Pon esto en las manos adecuadas, abrirá la cerradura de la carretera. —Le tendió la llave. Le tendió la bombilla—. Y no sé qué se está cociendo aquí dentro, pero alguien debería incubarlo.

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