Kraken

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Cuarta parte » 50

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—A Vardy se le va la olla —dijo Collingswood. Su erudito minero de la clarividencia salía y entraba de la oficina siguiendo un calendario de ritmo frenético. Salía a la carrera con alguna carpeta repleta de enlaces y contactos.

—Vamos —dijo Baron—. Ya sabe cómo va esto. Hay que darle manga ancha.

Titubeó. Probablemente, los compañeros de Vardy no lo habían visto nunca ponerse tan duro durante tanto tiempo. Se encontraban notas incomprensibles al llegar, referencias a entrevistas que Vardy había llevado a cabo en solitario, con sospechosos o personas de cuyas identidades no estaban del todo seguros. Al igual que estaba pasando con todo el mundo, su comportamiento se había transformado a la sombra de la catástrofe, aquel desalmado milenio tardío.

—¿Adónde ha ido ahora? —dijo Baron, un poco lastimero. Collingswood se encogió de hombros y lo miró con los ojos entornados. Estaba sentada con los pies en alto, jugando a un videojuego. Su invencible avatar esquivaba electrónicamente a las bestias rugientes que intentaban comérsela. A decir verdad, no lo estaba moviendo, estaba concentrada en la conversación, había trucado el joystick para que pasara de nivel solo.

—Ni idea —dijo—. Por lo que puedo descifrar de esos putos garabatos suyos de cangrejo, quiere encontrar a no sé qué soplón de la vieja panda de Grisamentum. Uno de los nigros, o piros o algo. ¿Usted cree que tiene una remota idea de qué está buscando?

—No —dijo Baron—. Pero estoy seguro de que lo encontrará. Tengo entendido que hay pistogranjeros en la ciudad.

—Se lo dije. Sí, de esos y de todos los demás. Las mejores visitas nos las quedamos nosotros, tío —dijo Collingswood señalando los informes que tenía delante.

—¿Qué visitas? —Era Vardy, que regresaba, papeles en mano.

—Ya era hora —dijo Baron—. Pensaba que se había largado.

—Entonces, ¿lo de los granjeros es verdad?

—¿Ha descubierto algo en esa misión suya?

—Si fuese verdad… —dijo Collingswood. Se columpió en la silla para poder situarse de frente a Vardy. Su encarnación digital continuaba con sus aventuras—. ¿Tendría miedo?

Arqueó las cejas.

—Tengo miedo de toda clase de cosas.

—¿Lo tendría?

—Ahí fuera no andan cortos de sectas asesinas.

—Exacto.

Collingswood había enchironado a miembros de algunas de ellas personalmente. Hermanas de la Soga, neothugistas, teologías del kitsch nietzscheano. Eran como los lectores más crudos de Colin Wilson y de Sade, aficionados a Sotos y a un cierto género de «transgresión» trillada, un moralismo de BBC invertido. Glorificaban lo que, singularmente, consideraban la voluntad, difamaban a la humanidad por borrega, divagaban acerca del asesinato. Su banalidad no significaba que no pudieran ser peligrosos nunca, no perpetraran atrocidades para gloria de sí mismos, o de la de alguna deidad lovecraftiana que, según decidieran ellos de forma totalmente iletrada, anhelaba sus ofrendas, las de su Kali de orientalistas o las de quien fuera. Incluso mientras te mataban, los estabas despreciando.

—Bueno, no se parecen a todos esos —dijo Vardy—. Solo son mercenarios de un modo un tanto contingente. La gracia de la pistola no es que sirva para matar, sino la pistola en sí misma. Al principio era pagana de una forma más general.

—¿Les importaría poner al corriente a un viejo? —dijo Baron—. Siento entrometerme.

Vardy y Collingswood intercambiaron una mirada, hasta que ella sonrió.

—¿Alguna vez ha conocido a alguno? —le dijo a Vardy.

—¿Les importa? —dijo Baron.

—Se pusieron malos, jefe, en su día —dijo Collingswood—. Pero nunca he llegado a entender qué era eso de las pistolas.

Una arcana dolencia había invadido su tribu original, convirtiendo su vida en un foco de infección. Todo lo que tocaban salía despedido, las mesas se sobresaltaban, las sillas se sobresaltaban, los libros bailaban, lo inanimado, tan alborotado y alarmado como cualquier recién nacido. Midas no podía comerse un bocadillo hecho de oro, del mismo modo que uno de estos vectores, Marías con apariencia de Vida, no podía comerse las rebanadas de pan y las lonchas de queso, todas ellas con una abrupta disposición a salir corriendo de acá para allá.

—Fue una mutación —dijo Vardy. Lo dijo con cautela y una indefinida aversión—. Una mutación de adaptación.

—¿Y eso es malo? —dijo Collingswood, al ver su expresión.

—¿Malo para quién? Las mutaciones salvan, por lo visto.

Tal vez fuera por la meticulosa disciplina para la cría que requería el sistema de disparo con llave de sílex, ese animal escupidor de plomo; o tal vez reprimían un resentimiento por la vida: por lo que fuera, solo conseguían dar vida a sus armas de fuego, en un sentido más calmado, de menos motilidad; toda arma que manejaran se transformaba en una máquina de genes egoístas.

—Las balas son huevos de pistola —le dijo Collingswood a Baron, mirando a Vardy.

Granjeros exprimiendo sus sagradas bestias metálicas hasta alcanzar un clímax de percusión, fertilización por expulsión de cordita, violentos ponedores de huevos. Buscando lugares cálidos, llenos de nutrientes, protegiendo a sus crías de pistolas en lo más hondo de una caja de huesos, hasta que eclosionan.

—Lo que nunca he pillado es por qué eso los hace tan malos bichos.

—Porque cuidan de sus manadas —dijo Vardy—. Y les buscan nidos.

Miró la hora en su reloj.

—Si usted lo dice. Así que hay alguien que se está buscando que lo maten —dijo Collingswood—. Y ¿quién les está pagando los gastos? No lo acabo de entender. Y lo que eso significa no lo sabe ni Dios.

Si sus intentos de proyección, videncia a distancia, cosquilleo sensorial, rastreo nocturno, interferencias derivadas y una pequeña apuesta jugando a Codewar no habían aportado ninguna información, era porque había, sin duda, un telón ocultando sus objetivos.

—Vardy —dijo Baron—, ¿adónde cree que le lleva todo esto? Ay.

—Olvídelo, jefe —dijo Collingswood—. Deje que Mystic Pizza haga lo que tenga que hacer. Quiero solucionar esto de los pistogranjeros. No necesitamos al Doctor Visiones para seguirle el rastro al dinero, ¿a que no?

* * *

Pete Dwight no estaba convencido de haber elegido la carrera que más le convenía. No se trataba de que fuera un agente de policía especialmente deficiente: no había recibido quejas, ni reprimendas. Pero nunca estaba relajado. Los días de uniforme se los pasaba inquieto, invadido por una ansiedad latente, carcomido por la sensación de que algo debía de estar haciendo mal. Iba a acabar por darle una úlcera o algo.

—¿Qué tal?

El hombre que lo saludaba era un oficial de paisano al que Pete reconoció, aunque no recordaba su nombre.

—¿Qué tal, amigo?

—¿Has visto a Baron por aquí?

—No, creo que no —dijo Pete—. Pero Kath está detrás. ¿Para qué buscas a esos pirados?

Pete se echó a reír como un colegial, y de pronto le asaltó la terrible idea de que el hombre pudiera formar parte de la propia brigada de lucha contra el culto del que se estaba mofando. Pero no, no era de eso de lo que lo conocía, y de todas formas el tipo se estaba riendo con él, mientras se dirigía a la parte trasera de la comisaría.

En la sala principal, entre el martilleo de teclados, Simone Ball estaba hojeando el papeleo. Estaba en la treintena, le encantaban las películas clásicas de animación y disfrutaba viajando por Europa, aunque no lo hacía con demasiada asiduidad. Llevaba siete años trabajando como personal de apoyo para la policía. Tenía sospechas de que su marido la engañaba, y a él lo ponía frenético que ella no le diera demasiada importancia a ese tema.

—¿Dónde está Kath? —le preguntó un hombre. Ella lo reconoció, señaló con un gesto en la dirección oportuna y siguió pensando en su marido.

Por los pasillos, el inspector Ben Samuels, que pensaba en el examen de piano de su hija, levantó la vista y saludó al hombre con familiaridad. El hombre le pidió indicaciones a una agente de uniforme, Susan Greening, que sonrió mientras se las daba, con la sensación de que él y ella, estaba segura, habían coqueteado hacía no mucho tiempo. A la entrada de las oficinas que ocupaba la UDFS había tres hombres intercambiando impresiones sobre un partido de fútbol, aunque uno de ellos no lo había visto y fingía que sí. Se separaron al ver al recién llegado, inclinaron la cabeza y lo saludaron, murmurando fonemas al no recordar su nombre, y el que no decía más que trolas, en un arrebato de excesiva compensación, llegó incluso a preguntarle su opinión acerca del partido. El hombre silbó y movió la cabeza, como admirado, y los tres hombres asintieron con entusiasmo, sin conseguir aún recordar del todo su nombre, aunque sí recordaban que era seguidor de uno de los equipos que habían jugado el partido, o del otro.

Entró en la oficina de la UDFS. La única persona que había en la sala era Collingswood, golpeteando un teclado con parsimoniosa desidia. Alzó la vista para mirarlo y él la saludó con un gesto, cruzó la sala hasta los archivadores que había en la pared del fondo.

—¿Qué pasa, Kath? —dijo—. Solo vengo a buscar unos expedientes.

Abrió los cajones. Oyó como Kath se levantaba. El silencio se prolongó. Dio media vuelta. Collingswood tenía cogida una pistola con su ademán experto, apuntándole al pecho.

—¿Y quién cojones eres tú? —dijo.

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