Kraken

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Quinta parte » 56

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Hubo una alteración en el ambiente, alguien adentrándose en la penumbra de la Piedra de Londres, con la Piedra en mente. Londres siempre tuvo la sensación de estar al borde del fin, de que el mundo se acababa. Pero ahora más que nunca. No, en serio, musitaba la ciudad. De verdad. Saira se olía una usurpación, sin necesidad de que fuera Fitch el que la cogiera por banda y le susurrara el asunto, todo alarmado.

—Alguien —repetía sin cesar.

Saira pensó en varias posibilidades a la hora de prepararse para hacer frente a lo que quiera que fuera. Pero, aunque albergaba la esperanza de verlo de nuevo, estaba absolutamente condenada a emerger de la trastienda de los londromantes al establecimiento que la precedía y los protegía, para darse de bruces contra un agotado, exhausto y pugnaz Dane Parnell.

Billy estaba detrás de él, fáser en mano, con el muñeco relleno de Wati en el bolsillo. Dane estaba apoyado en el quicio de la puerta.

—¡Jesús, María y Londres! —dijo—. ¡Dane! ¿Qué demonios haces…? Te has escapado, gracias a Dios, no sabíamos, estábamos…

—Saira —dijo él. Sonaba como muerto. Tenía una mirada inexpresiva.

—Dane, ¿qué estás haciendo? Podrían verte, tenemos que quitarte de en medio, que no te vean…

—Llévame con el kraken.

Saira se crispó, nerviosa, y dio unas palmaditas al aire para indicarle que guardara silencio; la mayoría de sus compañeros no sabían nada.

—Ahora mismo —añadió.

—De acuerdo —dijo ella—, de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Tengo que ir a buscar a Fitch. ¿Qué ha pasado, Dane? Tengo que…

—Ahora mismo. Ahora. Ahora. Ahora.

* * *

Por supuesto, Billy y Wati, que había sentido la salida de Billy de aquella zona nazi protegida y se había zambullido en el muñeco que portaba, habían clamoreado a Dane, aliviados, y procurado hacer que descansara.

—También tenemos que encontrar a Jason —dijo Billy, y Dane asintió.

—Lo haremos —dijo. Por lo menos la policía, por muy cruel que pudiera ser, no llegaría hasta el punto, pensó, de matar a su amigo. Aún no—. ¿Estaba intentando encontrarme?

—Sí.

—Lo haremos. En cuanto haya… —Sus palabras se interrumpieron ahí.

—¿Quieres contármelo? —dijo Billy—. ¿Qué ha pasado?

¿Se puede saber qué clase de pregunta estúpida es esa?, se dijo a sí mismo en el mismo instante en que salía de su boca, en el silencio que le siguió. No dijo nada mientras Dane no decía nada y simplemente caminaron, y por fin, Dane dijo:

—Estuvo el Tatuaje.

—¿Lo viste?

—No podía ver nada. Pero estuvo; lo oí. Hablaba a través de uno de sus chismes. Está desesperado. Lo están atacando. Algunos de sus asuntos. Son los arreadores de monstruos. Si no sabe que Grisamentum ha vuelto, a estas alturas desde luego debe de sospecharlo.

Tenía la garganta intacta, pero la voz de Dane se quebraba con el recuerdo del daño, de las veces que lo habían mutilado.

—¿Qué quería que le dijeras?

—Dónde está el kraken. Dónde estás tú.

—¿Le dijiste…?

—No. —Dane lo dijo con cierto asombro—. No.

—Pensé que te…

—Sí —dijo Dane—. Sí, me mataron.

Pero había regresado. Incluso a pesar de sus perversas intervenciones, Dane había regresado. ¿Cuántos mártires emergen del otro lado de martirio?

—Presiente algo —dijo Dane—. Igual que todos los demás.

Cerró los ojos, estiró los brazos.

—Sabe que los ángeles han salido…

—Tengo que hablarte de eso —dijo Billy.

—Enseguida. Ya no se trata de quererlo para ganar más poder. Sabe que hay un fin y sabe que tiene que ver con el kraken, y se está volviendo loco porque piensa que, si logra ponerle las manos encima, quizá pueda evitar lo que está sucediendo. No puede. No quiere. Convertirá lo que sea que está pasando en… algo. Nosotros sí podemos evitar que pase, sea lo que sea.

—Los londromantes no parecen haberlo conseguido —dijo Billy.

—¿No? —Dane se volvió hacia él, con una mirada renovada—. Tal vez el universo me estaba esperando.

—Sí. Tal vez.

De modo que cuando llegaron a los londromantes, Dane dijo, simplemente, llevadme allí ahora mismo.

* * *

—Tenemos que tener cuidado —dijo Saira.

—Ahora —dijo Dane.

—No te pueden ver con nosotros —dijo ella, y Billy le puso la mano en el brazo a Dane. Tranquilo. Una preparación algo atropellada. Saira y Fitch fueron en el cochecito de Fitch, y dejaron que Dane robara otro para ir detrás. Le dieron un GPS trucado, una pequeña unidad portátil a la que Dane enchufó un retal de tela con una gota de la sangre de Saira (se había cortado allí mismo, delante de él, para demostrar su buena fe).

—¿Por qué íbamos a querer huir de vosotros? —adujo—. Nos necesitamos mutuamente.

Billy y Dane fueron recogiendo basura a su paso. De noche parecían disfrazados, de lo desapercibidos que pasaban. Billy no se dejó engañar por eso y mantuvo su fáser a punto.

—Solo es cuestión de tiempo que nos vuelvan a encontrar —dijo—. ¿Dónde narices están Goss y Subby?

Nadie lo sabía. Habían llegado y se habían largado. ¿Se había acabado todo? Nadie lo creía. Pero ya no estaban en la ciudad, eso saltaba a la vista por el hecho de que todo el mundo se sentía un poco más oxigenado. Estamos buscando algo en tierras lejanas, es lo que, supuestamente, le había dicho Goss a alguien a quien, inexplicablemente, le habían perdonado la vida.

El GPS parpadeó y les indicó el trayecto por las calles, siguiendo el movimiento de Saira.

—Mira —dijo Billy—. Vigílala. Maniobras de evasión.

A medida que se aproximaban a los límites de Londres, Billy se fue sintiendo extraño.

—¿Adónde va? —dijo Wati. Estaba sujeto de forma que pudiera asomarse por el borde del bolsillo de Billy.

—El mar no podía verlo, ni oírlo —dijo Billy. Torcieron hacia la circular del norte, la circunvalación de la ciudad, y la tomó en sentido este.

—Están… Mira, mira.

Había un coche estacionado, y allí, apartado en el arcén, había un camión. Grande, no uno de los articulados enormes que inundaban las calles como hormigón líquido, pero lo bastante grande, mucho más que la mayoría de los de mudanzas. En los laterales lucía un logo poco memorable. Pararon detrás y las puertas traseras se abrieron mínimamente. Saira los llamó por señas. Cerró la puerta detrás de ellos, después de que se arrastraran hasta el interior tenebroso. Wati no pudo traspasar los campos de rechazo. Murmuró algo y se fue a su otro frente abierto, la guerra sindical. El vehículo volvió a arrancar. Se encendieron unos fluorescentes.

Fijado con correas en el centro del camión, protegido con almohadones y rodeado por un grueso cordaje industrial que tiraba desde los bordes y las esquinas, sujetándolo de manera que apenas rozaba la mesa de acero, estaba el tanque. Y dentro, plácido en su largo baño de muerte, estaba el kraken.

* * *

El camión viró levemente, enviando un lengüetazo de líquido por el interior del tanque. El movimiento nubló el líquido conservante. Allí estaban los nudosos brazos, los ojos ausentes. Architeuthis. Billy prácticamente le susurró un saludo.

Otro par de londromantes, miembros del cónclave alojado en la secta, ya de por sí secreta, estaban allí. Había aparejos. Microscopios, escalpelos, ordenadores en los que se habían instalado programas de modelado biológico y lentas conexiones de 3G. Centrifugadoras. Sillas, libros, un armero, un microondas, fragmentos de escombros arrancados de muros de Londres, literas armadas en las paredes del camión.

Nada se movió por un momento, salvo el camión y los jirones de piel sumergidos en formol. Por supuesto que se desplazaba, para no llamar la atención. Un peso de divinidad animal como ese no podía sino volverse significativo: si permanecía estático, la gente repararía en él. De manera que era escoltado en círculo, como un rey envejecido. Su movimiento lo ocultaba, al igual que los pedacitos de grisgrises, los restos, los avíos colgados o colocados en el interior del vehículo.

—¿Quién conduce? —dijo Billy. Se volvió.

Dane estaba de rodillas. Se arrodilló muy cerca del tanque. Tenía los ojos cerrados, movía la boca. Las manos entrelazadas. Estaba llorando.

* * *

Incluso los londromantes, acostumbrados a fervores extraños, dieron un paso atrás. Dane murmuraba. Rezaba en un tono medio audible. Billy no podía oír lo que decía, pero recordó un fragmento que había leído en el canon téuthico, una frase: «Kraken, con tu tacto extendido, palpando el mundo para comprenderlo, pálpame y compréndeme a mí, tu hijo insignificante, ahora».

La pasión duró todo el tiempo que podía durar, y fue mucho. Dane abrió sus ojos llorosos. Tocó el cristal.

—Gracias —le dijo, una y otra vez, al tanque. Al fin se puso en pie.

—Gracias —dijo a la sala.

—No me lo puedo creer, joder —gritó de repente—. ¿Por qué habéis hecho esto? ¿Por qué no quisisteis contármelo?

Se desplomó, y torció el gesto como debió de haberlo torcido, pensó Billy, cuando estaba siendo torturado hasta morir.

* * *

—Pero lo, lo, lo habéis cuidado —dijo—. A mi dios.

Dane se hundió de nuevo. Pobre hombre torturado. Rezó. Billy se puso uno de los guantes de goma de brazo entero, como los de veterinario, que los londromantes le proporcionaron. Ellos (bueno, su pequeña camarilla interna) lo observaban.

No sabía exactamente lo que andaba buscando. Miró a Dane hasta que Dane lo vio hacerlo y no se lo impidió ni dijo nada, y con ese permiso Billy apartó la tapa y metió el brazo entre el frío caldo de células muertas y sustancias químicas. Tocó el espécimen. Era denso, fría y mortalmente denso.

Te hemos encontrado, pensó.

—¿Qué sucede? —dijo Saira.

Billy cerró el puño, pero ahora el tiempo no se contrajo. Presionó la carne para sentir lo que él sentiría. Lo recorrió con las manos, separó sus partes, con suavidad, presionó con las puntas de los dedos las ventosas que salpicaban los miembros del animal muerto como si fuera acné. No podía succionarlo, pero la propia forma de aquellas almohadillas se le quedaron pegadas por un instante, como aferrándose a él, pese a lo muerto que estaba. Oyó que Fitch emitía un ruido, como «uh». Entonces Fitch dijo:

—Tengo… Tengo que leer…

—Yo no lo creo —dijo Billy, sin darse la vuelta. Presionó hacia abajo. Y esto ¿qué es?, pensó, pero las puntas de sus dedos no permitieron traslucir conocimiento alguno, sus propios diez tentáculos inadecuados. Movió la cabeza: gnosis táctil, sin percepción. No había nada, no había conocimiento de lo que iba a ocurrir, ni por qué, ni qué tenía ese puto calamar, ¿por qué ese calamar? ¿Por qué iba a dar entrada al fin?

Porque todavía iba a hacerlo.

—No creo que haya que ser vidente para saberlo —dijo—. Abre en canal la ciudad, y verás lo mismo.

Se volvió y sostuvo los brazos en alto como un cirujano en un campo estéril, chorreando toxinas.

—Sé que teníamos esperanzas —dijo—. Habría estado bien, ¿verdad?

Miró a Dane, asintiendo.

—Ha regresado de entre los muertos para esto, ¿sabéis? Eso tiene que estar escrito en alguna parte. No me podéis decir que no hay versículos sobre esto escritos en alguna parte. Y luego estoy yo. Debe de ser que hay algún texto sagrado infestado de nosotros dos, como si fuéramos un maldito sarpullido, así que debíais de pensar que esto iba a cambiar las cosas.

Se quitó un guante.

—Venga, vamos. —Se encogió de hombros—. Todo sigue igual.

Quizá resultaba que era un malentendido. Él, Billy, había sido elegido por el ángel de la memoria a causa de un estúpido error, una broma mal entendida. Magia de espécimen, no la majestuosidad extraterrestre del béntico tentacular.

—No importa —dijo Dane, sorprendiéndolo, como si hubiera hablado en voz alta—. ¿Cómo te crees que se escoge a los mesías?

Dane era el verdaderamente importante, era él quien había estado allí metido y había vuelto a salir, y esa era la auténtica fe. Alguien podía haber albergado la esperanza de que aquello era el fin, de que la reunión entre el adorador y el adorado bastaba para curar la quemadura. Que quizá los londromantes, tras haber fracasado en su intento por deshacer lo irreversible, ofreciéndose a sí mismos como rescatadores, comprendiendo finalmente que el propósito de Billy y Dane no era prenderle fuego con sus propias manos, entregando el control del varado dios de las profundidades a su devoto y a algo parecido a una especie de profeta, podían haber evitado lo peor. Aún así.

—Nada ha cambiado —dijo Billy. Estaba seguro, no hacía falta ser, como lo era él, el falso favorito de un ángel para sentirlo. Londres seguía equivocado. Se oía la tensión sin fin en la ciudad, la continuación no de las luchas, sino de una clase de lucha en particular, el terror que lo impregnaba todo.

Aún todo iba a arder.

* * *

Saira se sentó, derrotada. Sopesó con ansiedad un puñado de ladrillos y argamasa, una herida arrancada de un muro. Lo amasó. En sus manos y con su don, todas las tablas y trozos y fragmentos desprendidos de la ciudad eran la materia plástica de Londres. Ella penetraba y presionaba los ladrillos, y estos se aplastaban en silencio hasta convertirse en otros ladrillos. Ella hundía los dedos y transformaba aquello en otra esencia de Londres: una masa de envases de comida, el nudo de una tubería, el pasamano arrancado de una barandilla, el silenciador de un coche.

—Y ahora ¿qué?

Fue Saira quien lo dijo, por fin, pero pudo haber sido cualquiera de ellos. Extendió la mano y Billy la ayudó a levantarse. Tenía la mano pegajosa de grasa londinense.

—¿Te acuerdas de Al Adler? —dijo Billy—. ¿El que matasteis?

Estaba demasiado cansada como para torcer el gesto.

—¿Sabes para quién trabajaba? Para Grisamentum.

Ella lo miró fijamente

—Grisamentum está muerto.

—No. No lo está. Dane… No lo está. —Saira no dejaba de mirarlo—. Si tiene que ver con algo, no lo sé. Pero fue Adler el que… empezó esto. Con vosotros. Y seguía estando con Grisamentum cuando lo hizo. Adivina quién lo planeó.

—Sabemos que lo que está pasando ya está cerca, y sabemos que empezará cuando el calamar arda —dijo—. Así que supongo que tenemos que seguir intentándolo. Solo tenemos que mantenerlo a salvo. A lo mejor, si somos capaces de hacerlo, de mantenerlo sin quemar más allá de… esta noche… todo irá bien. Lo único que podemos hacer es seguir vigilantes. El Tatuaje no tiene motivos para prenderle fuego al mundo. Y Al tampoco los tenía. Y tampoco Grisamentum, sea cual sea su plan…

Negó con un gesto.

—Es otra cosa. Tenernos que procurar mantener esto a salvo.

—Entonces, vamos.

Todos miraron a Dane. Era lo primero que decía en mucho rato que no fuera susurrada devoción a su dios muerto. Se levantó, aparentemente reconfigurado.

—Vosotros mantenedlo seguro —le dijo a Saira—. Nosotros no podemos estar aquí. Somos demasiado peligrosos. Haremos lo que dices —le dijo a Billy—. Primero vamos a sacar a Jason.

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