Kim

Kim


Capítulo 8

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Le debo algo al suelo que me produjo,

Más a la vida que me alimentó,

Pero aún más a Alá que me dio

Una cabeza con dos partes distintas.

Renunciaría a camisas, a zapatos,

A amigos, tabaco o pan

Antes que perder por un instante

Una de las dos partes de mi cabeza.

El hombre de las dos partes

—Entonces, en nombre de Dios, cambia el rojo por el azul —dijo Mahbub, aludiendo al color hindú del horrible turbante de Kim.

Kim contraatacó con un viejo proverbio:

—«Cambiaré mi fe y mi ropa de cama, pero

tienes que pagar por ello».

El tratante se rio hasta caerse casi del caballo. La transformación tuvo lugar en una tienda, a las afueras de la ciudad, y Kim salió convertido, al menos en apariencia, en un musulmán.

Mahbub alquiló una habitación frente a la estación, encargó una comida exquisita, con dulces de almendra y cuajada (

balushai lo llamamos) y tabaco de Lucknow finamente picado.

—Esto es mejor que lo que comí con el sij —dijo Kim, sonriendo mientras se acuclillaba—, y desde luego en mi madraza no sirven estas comidas.

—Tengo ganas de escucharte contar sobre esa madraza. —Mahbub se llenó la boca con grandes albóndigas de cordero especiado, frito en grasa con col y cebollas bien doradas—. Pero cuéntame primero bien, y con sinceridad, de qué manera escapaste. Porque, oh Amigo de todo el Mundo —aflojó su cinturón que reventaba—, no creo que suceda a menudo que un

sahib, hijo de

sahib, se escape de allí.

—¿Cómo podrían hacerlo? No conocen la tierra. No fue nada —dijo Kim, y empezó su historia. Cuando llegó a la parte del disfraz y del encuentro con la chica del bazar, la gravedad de Mahbub Ali desapareció. Se rio a mandíbula batiente, golpeándose el muslo con la mano.

¡Shabash! ¡Shabash! ¡Oh, bien hecho, pequeño! ¿Qué dirá de esto el curador de turquesas? Ahora, despacio, oigamos que sucedió después, paso a paso, sin omitir nada.

Paso a paso pues, Kim contó sus aventuras, interrumpiéndose por algún acceso de tos cuando el tabaco, de un sabor intenso, le entraba en los pulmones.

—Ya lo dije —Mahbub Ali hablaba consigo mismo—, dije que el poni se escapó para jugar al polo. El fruto ya está maduro, excepto que debe aprender las distancias, el paso, las varas de medir y la brújula. Escúchame ahora. He desviado de tu piel el látigo del coronel y no es un pequeño servicio.

—Cierto. —Kim fumaba soltando bocanadas con serenidad—. Es verdad.

—Pero no hay que creerse que este corretear de aquí para allá es bueno para algo.

—Eran mis vacaciones,

hajji. Fui un esclavo durante muchas semanas ¿Por qué no podía largarme cuando la escuela estaba cerrada? Además, fíjate que, viviendo de mis amigos o trabajando para ganarme el pan, como hice con el sij, le he ahorrado al

sahib coronel un gran gasto.

Los labios de Mahbub se contrajeron bajo su bien recortado bigote musulmán.

—¿Qué son unas pocas rupias —el pastún hizo un gesto de arrojar algo con desprecio— para el

sahib coronel? Él gasta el dinero con un propósito, no por cariño hacia ti.

—Eso —dijo Kim despacio— lo sé desde hace mucho tiempo.

—¿Quién te lo dijo?

—El propio coronel

sahib. No con tantas palabras, pero lo suficientemente claro para alguien que no sea corto. Sí, me lo dijo en el

te-ren cuando íbamos hacia Lucknow.

—Que así sea. Entonces te contaré algo más, Amigo de todo el Mundo, aunque al hacerlo pongo mi cabeza en tus manos.

—Ya estuvo en mis manos —dijo Kim con gran placer—, en Ambala, cuando me recogiste en tu caballo después de que el tambor me golpeara.

—Habla un poco más claro. Todo el mundo puede contar mentiras excepto tú y yo. Porque también tu vida está en mis manos si decido levantar aquí el dedo.

—Eso también lo sé —dijo Kim colocando el trozo de carbón ardiente sobre el tabaco—. Es un lazo muy fuerte entre nosotros. Es verdad, tu poder es más fuerte que el mío porque ¿quién iba a echar de menos a un chico muerto a golpes, o arrojado tal vez a un pozo a la vera del camino? Por el contrario, mucha gente aquí y en Simia, y más allá de los pasos, tras las montañas, dirían: «¿Qué ha sucedido con Mahbub Ali?» si fuera encontrado muerto entre sus caballos. Seguro también que el coronel

sahib haría preguntas. Pero a pesar de todo —la cara de Kim se arrugó con malicia— no haría una investigación muy larga, por miedo a que la gente preguntara: «¿Qué tiene que ver este

sahib con el tratante de caballos?». Pero yo… si yo viviera…

—Pero como tú seguramente morirías…

—Puede ser; pero digo,

si yo viviera, yo y sólo yo sabría que alguien se acercó de noche, como un vulgar ladrón quizás, al soportal de Mahbub Ali en el caravasar y allí le había asesinado, antes o después de haber rebuscado a fondo en las alforjas y entre las suelas de sus babuchas. ¿Son esto noticias que darle al coronel o me diría él (recuerdo cuando me envió de vuelta por una caja de cigarros que

no se había olvidado) «¿Qué tengo yo que ver con Mahbub Ali?»?

Una nube de humo denso se elevó por el aire. Hubo una larga pausa. Entonces Mahbub Ali habló con admiración:

—¿Y con todo esto en tu cabeza, te acuestas y te levantas entre todos los pequeños hijos de

sahib en la madraza y aceptas sin rechistar las enseñanzas de tus profesores?

—Es una orden —dijo Kim con suavidad—. ¿Quién soy yo para discutir una orden?

—Un completo hijo de Eblis —dijo Mahbub Ali—. Pero ¿qué es esa historia del ladrón y del registro?

—Lo que vi —contestó Kim— la noche que mi lama y yo pasamos en tu parte del caravasar de Cachemira. La puerta no estaba cerrada, lo que no creo que sea tu costumbre, Mahbub. Entró como si estuviera seguro de que no regresarías pronto. Acerqué el ojo a la rendija de un tablón. El desconocido parecía buscar algo en particular, ni alfombras, ni estribos, ni bridas, ni cacharros de latón, algo pequeño y escondido con mucho cuidado. Si no ¿por qué hurgó con un hierro entre las suelas de tus babuchas?

—¡Ha! —Mahbub Ali sonrió con benevolencia—. Y viendo todo eso ¿qué historia te figuraste, Pozo de la Verdad?

—Ninguna. Puse mi mano sobre mi amuleto, que está siempre sobre mi piel, y, recordando el pedigrí del semental blanco que me encontré al morder un trozo de pan musulmán, me fui a Ambala sabiendo que habían puesto sobre mí una gran confianza. Si lo hubiera querido, habrías perdido tu cabeza en ese momento. Sólo necesitaba decirle a aquel hombre «aquí tengo un papel que no puedo leer, pero que trata de un caballo». ¿Y entonces? —Kim atisbo el rostro de Mahbub bajo sus cejas.

—Entonces, a renglón seguido hubieras tragado agua dos veces, quizás tres. Más de tres veces no creo —dijo simplemente Mahbub.

—Es verdad. Pensé en eso un momento, pero pensé sobre todo en que te tenía cariño, Mahbub. Por ello fui a Ambala, como sabes, pero (y esto no lo sabes) me escondí entre las plantas del jardín para ver lo que el coronel

sahib Creighton hacía al leer el pedigrí del semental blanco.

—¿Y qué hizo? —preguntó Mahbub, ya que Kim había interrumpido la conversación.

—¿

das noticias por amor o las vendes? —le preguntó Kim.

—Vendo y compro. —Mahbub cogió una moneda de cuatro annas de su cinto y la sostuvo en alto.

—¡Ocho! —dijo Kim, siguiendo automáticamente el instinto comerciante del Oriente.

Mahbub se rio y agarró la moneda.

—Es muy fácil tratar en ese mercado, Amigo de todo el Mundo. Cuéntamelo por amor. Cada uno de nosotros tiene la vida del otro en la mano.

—Muy bien. Vi al

sahib Jang-i-Lat (el comandante en jefe) llegar a una gran cena. Lo vi en la oficina del

sahib Creighton. Vi a ambos leer el pedigrí del semental blanco. Escuché las mismísimas órdenes que dieron para el comienzo de la gran guerra.

—¡Hah! —Mahbub asintió con sus profundos ojos encendidos—. El juego está bien jugado. La guerra está ahora concluida y, esperémoslo, el mal cortado de cuajo antes de que pudiera prosperar, gracias a mí, y a ti. ¿Qué hiciste después?

—Hice de las noticias un gancho para conseguir comida y respeto entre la gente de un pueblo cuyo sacerdote drogó a mi lama. Pero como yo le guardé la bolsa al viejo, el brahmán no encontró nada. Así que a la mañana siguiente estaba enfadado. ¡Ho! ¡Ho! ¡Y también usé las noticias cuando caí en manos del regimiento de blancos con su toro!

—Eso fue una tontería —le reprochó Mahbub—. Las noticias no son para esparcirlas por ahí como si fueran tortas de boñiga, sino para usarlas con moderación, como el

bhang[99].

—Ahora yo también pienso lo mismo y además, no me hizo ningún bien. Pero eso fue hace mucho tiempo —hizo como si lo borrara todo con su mano delgada y morena— y desde entonces, especialmente en la madraza, en las noches bajo el

punkah, he pensado muchísimo.

—¿Está permitido preguntar adónde ha podido conducir el pensamiento del Nacido en el Cielo? —preguntó Mahbub con refinado sarcasmo, acariciando su barba escarlata.

—Está permitido —dijo Kim adoptando el mismo tono—. Dicen en Nucklao que ningún

sahib debe confesarle a un negro que ha cometido una falta.

Mahbub se golpeó el pecho con la mano porque llamar a un pastún «hombre negro»

(kala admi) es una afrenta que se lava con sangre. Luego cambió de opinión y sonrió.

—Habla,

sahib. Tu hombre negro escucha.

—Pero —dijo Kim— yo no soy un

sahib y digo que me equivoqué maldiciéndote, Mahbub Ali, aquel día en Ambala cuando pensé que era traicionado por un pastún. No tenía la cabeza clara porque acababa de ser atrapado y deseaba matar a aquel tambor descastado. Ahora digo,

hajji, que estuvo bien hecho; y veo mi camino hacia un servicio de provecho muy claro ante mí. Me quedaré en la madraza hasta que esté preparado.

—Bien dicho. En este juego hay que aprender especialmente las distancias, los números y la manera de usar brújulas. Alguien te espera arriba en las montañas para mostrártelo.

—Aprenderé sus enseñanzas con una condición: que, cuando la madraza esté cerrada, mi tiempo me pertenezca sin preguntas. Pídele esto al coronel para mí.

—Pero ¿por qué no preguntar al coronel en el lenguaje del

sahib?

—El coronel es el servidor del Gobierno. Basta una palabra para enviarle aquí o allá y debe pensar en su propia promoción (¡Ves cuánto he aprendido ya en Nucklao!). Además, conozco al coronel desde hace sólo 3 meses. Pero hace seis años que conozco a un tal Mahbub Ali ¡por eso! Iré a la madraza. Aprenderé en la madraza. Seré un

sahib en la madraza. Pero cuando la madraza cierre, entonces tengo que quedar libre para ir con mi gente. Si no, ¡me muero!

—Y ¿quién es tu gente, Amigo de todo el Mundo?

—Esta tierra grande y maravillosa —dijo Kim, haciendo un gesto con la mano que abarcaba toda la pequeña habitación de paredes de arcilla, donde la lámpara de aceite en su nicho ardía con dificultad a través del humo del tabaco—. Y, además, vería a mi lama otra vez. Y además, necesito dinero.

—Eso lo necesita todo el mundo —dijo Mahbub con pesar—. Te daré ocho annas, porque no se saca mucho dinero con los cascos de los caballos y esto debe bastar para muchos días. En cuanto al resto, estoy muy satisfecho y no es necesario hablar más. Date prisa para aprender y en tres años, o puede ser que menos, serás una ayuda, incluso para mí.

—¿He sido tal estorbo hasta ahora? —dijo Kim con una risita de pícaro.

—No me repliques —gruñó Mahbub—. Eres mi nuevo mozo de caballos. Ve y duerme entre mis hombres. Están cerca del extremo norte de la estación con los caballos.

—Si llego sin autorización, me echarán a golpes al extremo sur.

Mahbub tanteó en su cinto, mojó su dedo en una pastilla de tinta china y marcó la huella en un trozo de suave papel indio. Desde Balkh[100] a Bombay los hombres conocen esa huella de bordes desiguales con la vieja cicatriz cruzando en diagonal.

—Basta mostrarle esto al jefe de mis hombres. Yo iré por la mañana.

—¿Por qué calle? —preguntó Kim.

—Por la que viene de la ciudad. Sólo hay una, y luego regresamos junto al

sahib Creighton. Te he librado de una paliza.

—¡Alá! ¿Qué es una paliza cuando la propia cabeza está floja sobre los hombros?

Kim se deslizó en la noche silenciosamente, dio media vuelta alrededor de la casa manteniéndose pegado a los muros y se alejó de la estación una milla más o menos. Entonces, haciendo un amplio rodeo dio la vuelta despacio porque necesitaba tiempo para inventar una historia en el caso de que alguno de los guardas de Mahbub hiciera preguntas.

Los hombres estaban acampados en un terreno abandonado al lado de la estación y, naturalmente, como buenos nativos, no habían descargado los dos vagones en los que estaban los animales de Mahbub junto a una partida de caballos autóctonos, comprados por la compañía de tranvías de Bombay. El vigilante, un musulmán demacrado, de pinta tuberculosa, enseguida le dio el alto a Kim, pero se tranquilizó a la vista de la señal digital de Mahbub.

—Por su bondad el

hajji me ha dado trabajo —dijo Kim con sequedad—. Si no lo crees, espera a que llegue por la mañana. Entre tanto, un sitio al lado del fuego.

Siguió la habitual charla trivial que todos los nativos de casta baja deben entablar a la mínima ocasión. Cuando se acalló, Kim se tumbó un poco más allá del pequeño séquito de Mahbub, casi bajo las ruedas de un vagón de caballos, con una manta prestada para cubrirse. Un lecho entre trozos de ladrillos, gravilla y basura en una noche húmeda, entre caballos apretujados unos contra otros y baltis sin lavar no atraería a la mayoría de los chicos blancos; pero Kim se sentía en la gloria. El cambio de escenario, de trabajo y de entorno era como oxígeno para su pequeña nariz y el recuerdo de las buenas camas blancas y limpias de San Javier, alineadas bajo el

punkah, le daba tanto gusto como la repetición de la tabla de multiplicar en inglés.

—Soy muy viejo —pensó somnoliento—. Cada mes me vuelvo un año más viejo. Era muy joven y un tonto del que aprovecharse, cuando llevé el mensaje de Mahbub a Ambala. Incluso cuando estaba con ese regimiento blanco era muy joven y pequeño y aún no tenía juicio. Pero ahora aprendo algo cada día y en tres años el coronel me sacará de la madraza y me dejará ir por el camino con Mahbub a la caza de pedigríes de caballos o a lo mejor voy solo; o a lo mejor encuentro al lama y voy con él. Sí, eso es lo mejor. Caminar otra vez como

chela con mi lama cuando él vuelva de Benarés. —Los pensamientos llegaban más lentos y desconectados. Estaba sumergiéndose en un bello mundo de sueños cuando sus orejas captaron un susurro, fino y agudo, por encima de la charla monótona alrededor del fuego. Venía del vagón de caballos revestido de hierro.

—¿Entonces no está aquí?

—Dónde va a estar sino retozando en la ciudad. ¿Quién busca a una rata en un estanque de ranas? Vámonos. No es nuestro hombre.

—No debe cruzar los pasos una segunda vez. Es la orden.

—Encarga a alguna mujer que le envenene. Son sólo unas pocas rupias y no hay rastro.

—Excepto el de la mujer. Tiene que ser más seguro; y recuerda el precio por su cabeza.

—Sí, pero la policía tiene un brazo largo y estamos lejos de la Frontera. ¡Si estuviéramos ahora en Peshawar!

—Sí, en Peshawar —se mofó la segunda voz—. Peshawar, lleno de sus parientes de sangre, lleno de escondrijos y de mujeres bajo cuyas faldas puede esconderse. Sí, Peshawar o Jehannum, los dos nos vendrían igual de bien.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

—Oh, ¡serás imbécil!, ¿no te lo he contado ya cien veces? Esperamos hasta que venga a acostarse y entonces un tiro certero. Los vagones nos protegerán de una persecución. Sólo tenemos que correr de vuelta sobre las vías y seguir nuestro camino. No verán de dónde viene el disparo. Espera aquí al menos hasta el alba. ¿Qué especie de faquir eres para temblar ante una pequeña vigilancia?

—¡Oho! —pensó Kim, con sus ojos cerrados—. Se trata otra vez de Mahbub. ¡Es cierto que un pedigrí de un semental blanco no es una buena mercancía para vendérsela a los

sahibs! O a lo mejor Mahbub ha estado vendiendo otras noticias. ¿Qué hay que hacer ahora, Kim? No sé dónde se aloja Mahbub y si él llega antes del amanecer, le van a disparar. Eso no te traería cuenta, Kim. Y no es un asunto para la policía. Eso no le traería cuenta a Mahbub; y —casi se carcajeó en alto— no recuerdo ninguna lección de Nucklao que me ayude. ¡Alá! Aquí está Kim y allí están ellos. A ver, primero Kim tiene que despertarse y marcharse, de tal modo que no sospechen. Una pesadilla despierta a un hombre, así…

Kim se apartó la manta de la cara y se incorporó de repente con el grito terrible, balbuceante e inarticulado de los asiáticos despertados por una pesadilla.

—¡Urr-urr-urr-urr! ¡Ya-la-la-la-la!

¡Narain! ¡El

churel! ¡El

churel!

Un

churel es el fantasma especialmente maligno de una mujer que ha muerto de parto. Está al acecho en caminos solitarios, sus pies están girados hacia atrás a la altura de los tobillos y lleva a los hombres al tormento.

El aullido tembloroso de Kim subió de tono hasta que al final se puso de pie y se alejó tambaleante y medio dormido mientras el campamento le maldecía por despertarles. Unas veinte yardas vía arriba se echó al suelo otra vez, cuidando de que los susurradores oyeran sus gruñidos y gemidos mientras recobraba la calma. Después de unos minutos rodó hacia la carretera y se escabulló en la densa oscuridad.

Kim anduvo veloz hasta llegar a una canalización y se dejó caer detrás, con el mentón al nivel de la cuneta. Desde allí controlaría el tráfico nocturno sin ser visto.

Dos o tres carros pasaron tintineando de camino hacia los suburbios, un policía tosiendo y uno o dos apresurados caminantes que cantaban para mantener alejados a los malos espíritus. Entonces repicaron los cascos de un caballo.

—¡Ah! Este parece Mahbub —se dijo Kim cuando el animal pegó un respingo ante la pequeña cabeza por encima del conducto.

—Ohé, Mahbub Ali —murmuró—, ¡ten cuidado!

Las riendas tiraron del caballo hacia atrás quedando este casi sobre sus cuartos traseros y le forzaron a acercarse a la canalización.

—Nunca más —dijo Mahbub— tomaré un caballo herrado para cabalgar por la noche. Van recogiendo todos los huesos y clavos de la ciudad. —Se inclinó para levantarle la pata delantera y eso colocó su cabeza a un pie de la de Kim—. Agáchate, mantente agachado —murmuró—. La noche está llena de ojos.

—Dos hombres esperan tu llegada detrás de los vagones de caballos. Te dispararán cuando estés acostado porque hay un precio por tu cabeza. Lo he oído cuando me estaba durmiendo cerca de los caballos.

—¿Los viste?… ¡Tranquilo, Señor de los Demonios! —dijo con furia al caballo.

—No.

—¿Tenía uno la apariencia de un faquir?

—Uno le dijo al otro, «¿Qué clase de faquir eres que tiemblas por una pequeña vigilancia?».

—Bien. Vuelve al campamento y acuéstate. Esta noche no moriré.

Mahbub hizo girar su caballo y desapareció. Kim regresó por el foso de la canalización hasta que llegó al punto opuesto al de su segundo lugar de descanso, se deslizó como una comadreja a través de la carretera y se enroscó en su manta de nuevo.

—Al menos Mahbub lo sabe —pensó contento—. Y la verdad es que habló como si lo esperara. No creo que a esos dos les aproveche la vigilancia esta noche.

Pasó una hora, y, a pesar de tener la mejor intención del mundo de mantenerse despierto toda la noche, Kim se durmió profundamente. De vez en cuando, un tren nocturno rugía a lo largo del metal a veinte pies de él, pero Kim poseía la indiferencia oriental hacia el ruido y este no se coló en ninguno de sus sueños mientras dormía.

Mahbub desde luego no estaba durmiendo. Le enfurecía terriblemente que gente de fuera de su tribu y sin nada que ver con sus asuntillos amorosos persiguieran su vida. Su primer impulso fue cruzar la vía férrea por abajo, subirla de nuevo, pillar a sus bienhechores por detrás y ejecutarlos sumariamente. Pero aquí, reflexionó con pena, otra rama del Gobierno, totalmente desconectada del coronel Creighton, podría pedir explicaciones que serían difíciles de facilitar y Mahbub sabía que al sur de la Frontera se armaba un lío ridículo por un cadáver o dos. Desde que envió a Kim a Ambala con el mensaje, no había sido molestado de esta manera y había creído que al fin la sospecha había sido desviada.

En ese momento se le ocurrió una brillante idea.

—El inglés cuenta eternamente la verdad —se dijo—, así que nosotros, los de este país, pasamos eternamente por tontos. Por Alá, ¡le contaré la verdad a un inglés! ¿De qué vale la policía del Gobierno si a un pobre kabuli le roban sus caballos en los mismísimos vagones? ¡Esto es tan peligroso como Peshawar! Depositaré una queja en la comisaría. Aún mejor, ¡ante algún

sahib joven del ferrocarril! Esos le ponen mucho empeño y si capturan ladrones se recordará como un gran mérito.

Ató su caballo fuera de la estación y anduvo hasta el andén.

—¡Hola, Mahbub Ali! —saludó un joven asistente del inspector de tráfico del distrito que iba a inspeccionar el tramo, un joven alto, con pelo de estopa y cara caballuna, vestido de lino blanco deslucido.

—¿Qué hace por aquí? Vendiendo jamelgos, ¿eh?

—No; no me preocupan mis caballos. Vengo a buscar a Lutuf Ullah. Tengo un vagón cargado vía arriba. ¿Puede llevárselo alguien sin permiso del ferrocarril?

—No lo creo, Mahbub. Si lo hacen, puede presentar una queja contra nosotros.

—He visto a dos hombres que llevan casi toda la noche agazapados bajo las ruedas de uno de los vagones. Como los faquires no roban caballos, no les he prestado más atención. Quería encontrar a Lutuf Ullah, mi socio.

—¡Rayos! ¿Los vio? ¿Y no se preocupó más de ellos? Por mi honor, tanto mejor que le haya encontrado. ¿Qué aspecto tenían esos hombres?

—Eran sólo faquires. Quizás no quisieran más que coger un poco de grano de uno de los furgones. Hay muchos vía arriba. El Estado no lo echará en falta. Vine en busca de mi socio, Lutuf Ullah…

—No se preocupe por su socio. ¿Dónde están sus vagones de caballos?

—Un poco de la parte de ese lugar más alejado donde hacen las lampearas para los trenes.

—¿La cabina de señales? Entiendo.

—Y sobre la vía más cerca de la carretera, a mano derecha cuando uno está así de cara a la línea. Pero en lo que concierne a Lutuf Ullah, un hombre alto con una nariz rota y un galgo persa…

¡Aie!

El chico se marchó corriendo a despertar a un policía joven y entusiasta, porque, como dijo, el ferrocarril había sufrido muchos pillajes en el almacén de cargas. Mahbub Ali se rio entre su barba teñida.

—Andarán con sus botas haciendo un ruido del demonio y luego se extrañarán de que no haya faquires. Son chicos muy avispados, el

sahib Barton y el

sahib joven.

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