Kim

Kim


Capítulo 8

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Esperó con tranquilidad unos minutos, contando con verlos subir aprisa por la vía férrea pertrechados para la acción. Una locomotora ligera se deslizó por la estación y pudo divisar al joven Barton en la cabina de mando.

—No le he hecho justicia al chico. No es para nada lerdo —dijo Mahbub Ali—. Coger un carruaje de fuego para atrapar un ladrón es un juego nuevo.

Cuando Mahbub Ali llegó al alba a su campamento, nadie consideró interesante contarle las novedades de la noche. Nadie, excepto un pequeño mozo de cuadras, promovido recientemente al servicio del gran hombre, a quien Mahbub llamó a su pequeña tienda para que le ayudara a empaquetar.

—Lo sé todo —susurró Kim, inclinándose sobre las alforjas—. Dos

sahibs llegaron con el

te-ren. Yo estaba corriendo de un lado a otro en la oscuridad de esta parte de los vagones cuando el

te-ren se movió arriba y abajo, muy despacio. Los

sahibs cayeron sobre los dos hombres sentados bajo ese vagón,

hajji, ¿qué debo hacer con este montón de tabaco? ¿Envolverlo y colocarlo bajo la bolsa de sal? Sí, y los noquearon. Pero uno de los hombres apuñaló a un

sahib con un cuerno de macho cabrío de faquir (Kim se refería al par de cuernos unidos de macho cabrío negro, que son la sola arma terrenal del faquir), corrió la sangre. Así que el otro

sahib, después de haber dejado sin sentido a su propio adversario, golpeó al que había apuñalado a su compañero con un arma corta que había caído rodando de la mano del primer hombre. Se enzarzaron unos con otros como si estuvieran locos.

Mahbub sonreía con una mansedumbre celestial.

—¡No! Eso no es tanto

dewanee (locura, o un caso para el Tribunal Civil, la palabra puede usarse con doble sentido) como

nizamut (un caso criminal). ¿Un arma dijiste? Entonces diez buenos años de cárcel.

—Luego los dos hombres se quedaron quietos, pero creo que estaban casi muertos cuando los metieron en el

te-ren. Sus cabezas iban bamboleándose. Y había mucha sangre sobre la vía. ¿Vienes a verlo?

—Ya he visto sangre antes. La cárcel es el sitio más seguro y probablemente den nombres falsos y posiblemente nadie vaya a encontrarlos durante mucho tiempo. No eran amigos míos. Tu destino y el mío parecen pender del mismo hilo. ¡Qué historia para el curador de perlas! Ahora rápido con las alforjas y los cacharros de cocina. Sacaremos a los caballos y nos iremos a Simia.

Rápido, según como lo entienden los orientales, es decir, con interminables explicaciones, insultos y charla insustancial, de forma descuidada, entre cientos de pausas por pequeños olvidos, se desmontó el desordenado campamento y, en el amanecer fresco a causa de la lluvia caída, condujeron a la media docena de caballos, rígidos e inquietos, por el camino de Kalka. Kim, percibido como el favorito de Mahbub Ali por todos aquellos que deseaban estar a bien con el pastún, no fue llamado para trabajar. Avanzaron haciendo cómodas etapas, parándose cada pocas horas en un refugio al borde del camino. Muchos

sahibs viajan por el camino de Kalka y, como Mahbub dice, todo

sahib joven se cree con el derecho de considerarse a sí mismo un entendido en caballos y, aunque esté endeudado hasta las orejas con el prestamista, tiene que hacer como si quisiera comprar. Por esa razón, un

sahib tras otro de los que pasaban por allí en diligencia se paraba e iniciaba una charla. Algunos incluso descendían de los vehículos y palpaban las patas de los caballos haciendo preguntas absurdas, o, por pura ignorancia de la lengua nativa, insultando groseramente al imperturbable tratante.

—Cuando traté por primera vez con

sahibs, y esto fue cuando el

sahib coronel Soady era gobernador del Fuerte Abazai y, por rencor, inundó el terreno de acampada del comisionado —le confiaba Mahbub a Kim, mientras el chico le llenaba la pipa bajo un árbol—, no sabía lo estúpidos que son y eso me hacía perder la paciencia. Y así… —y le contó una historia sobre una expresión mal usada con toda ingenuidad, con la que Kim se partió de risa—. Ahora veo, sin embargo —exhaló el humo lentamente— que con ellos es como con toda la gente; para algunos asuntos son muy listos, para otros completamente tontos. Es de tontos de remate usar la palabra equivocada con un extranjero porque, aunque el corazón puede estar limpio de ofensa, ¿cómo va a saberlo el extranjero? Es más probable que busque aclarar la verdad con una daga.

—Cierto. Cierto lo que dices —dijo Kim con gravedad—. He oído a tontos decir que un gato está maullando, cuando es una mujer que está pariendo, por ejemplo.

—Por eso, para alguien en tu situación es conveniente pensar de las dos maneras. Entre los

sahibs, nunca olvides que eres un

sahib; entre la gente del Indostán, recuerda siempre que eres… —Se detuvo con una sonrisa de desconcierto.

—¿Qué soy? ¿Musulmán, hindú, jain, o budista? Ese es un nudo difícil de desatar.

—Eres, más allá de toda duda, un infiel y por ello serás condenado. Así lo dice mi Ley, o creo que lo dice. Pero eres también mi Pequeño Amigo de todo el Mundo y te tengo aprecio. Eso dice mi corazón. Este asunto de los credos es como con la carne de caballo. El hombre sabio sabe que todos los caballos son buenos para algo, que de todos se puede extraer un beneficio, y, si por mí fuera, podría creer lo mismo de todas las religiones, pero como soy un buen suní, odio a los hombres de Tirah[101]. Está claro que dejarán coja a una yegua kathiawar si la llevan de las arenas de su lugar de nacimiento al oeste de Bengala, y lo mismo un semental balkh (y no hay caballos mejores que los de balkh, si no fueran tan pesados de hombros) no sirve para nada en los grandes desiertos del norte, en comparación con los camellos de nieve que he visto. Por ello, digo en mi corazón que las religiones son como los caballos. Cada una tiene mérito en su propia tierra.

—Pero mi lama dice una cosa completamente distinta.

—Oh, él es un viejo soñador de sueños de Bhotiyal. Mi corazón está un poco enojado, Amigo de todo el Mundo, por el hecho de que puedas ver tal valor en un hombre tan poco conocido.

—Es verdad,

hajji; pero lo veo y mi corazón se inclina hacia él.

—Y el suyo hacia ti, por lo que he oído. Los corazones son como los caballos. Van y vienen a pesar del bocado o las espuelas. Llama a Gul Sher Khan, allí, para que clave con más firmeza las estacas del semental bayo. No queremos una lucha entre caballos a cada parada de descanso y el pardo y el negro van a enzarzarse de un momento a otro. Ahora escúchame. ¿Es necesario para la tranquilidad de tu corazón ver a ese lama?

—Es parte de mi trato —dijo Kim—. Si no le veo y si lo apartan de mí, me iré de esa madraza en Nucklao y, y… una vez me haya ido ¿quién me va a encontrar otra vez?

—Es cierto. Nunca hubo un potro atado por la pata con una cuerda tan fina como la tuya —afirmó Mahbub con la cabeza.

—No tengas miedo —Kim lo dijo como si pudiera volatilizarse en ese momento—. Mi lama ha dicho que vendrá a verme a la madraza…

—Un mendigo con su escudilla en presencia de esos jóvenes

sa

—¡No todos lo son! —interrumpió Kim con un bufido—. Muchos de ellos tienen ojos azulados y sus uñas están ennegrecidas con la sangre de los de casta baja. Hijos de

mehteranees[102], cuñados del

bhungi (barrendero).

No necesitamos retrazar el resto de la genealogía, pero Kim aclaró la cuestión con precisión y sin acalorarse, masticando todo el rato un trozo de caña de azúcar.

—Amigo de todo el Mundo —dijo Mahbub, empujando la pipa para que el chico la limpiase—, he conocido a muchos hombres, mujeres y chicos y no pocos

sahibs. Pero en mi vida me he topado con otro diablillo de tu especie.

—¿Y por qué? Si siempre te digo la verdad.

—Quizás por esa razón, porque este es un mundo peligroso para hombres honrados. —Mahbub Ali se levantó del suelo, se apretó el cinto y se fue hacia los caballos.

—¿O te la vendo?

Algo en el tono de Kim hizo a Mahbub detenerse y girarse.

—¿Qué nueva diablura es esta?

—Ocho annas y te lo cuento —dijo Kim con una sonrisa maliciosa—. Tiene que ver con tu paz.

—¡Oh

shaitan! —Mahbub le dio el dinero.

—¿Recuerdas el pequeño asunto de los ladrones en la noche, allá abajo, en Ambala?

—En vista de que buscaban mi vida, no lo he olvidado en absoluto. ¿Porqué?

—¿Recuerdas el caravasar de Cachemira?

—Te retorceré las orejas en un minuto…

sahib.

—No hay necesidad… pastún. Sólo que el segundo faquir, a quien los

sahibs dejaron sin sentido a golpes, era el hombre que vino a registrar tu soportal en Lahore. Vi su cara cuando lo subían a la locomotora. Era el mismo hombre.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—Oh, ese irá a la cárcel y estará seguro unos años. No hay necesidad de contar de golpe más de lo que uno debe. Además, entonces no necesitaba dinero para dulces.

—¡Alá

kerim[103]! —dijo Mahbub Ali—. ¿Venderás algún día mi cabeza por un puñado de dulces si te viene en gana?

Kim recordará hasta el final de sus días aquel viaje lento y largo desde Ambala, a través de Kalka y los cercanos jardines de Pinjore, hasta Simla. Una crecida repentina del río Gugger se llevó a un caballo (por supuesto el más valioso) y Kim casi se ahoga entre las rocas arrastradas. Más adelante en la ruta, los caballos salieron de estampida por culpa de un elefante del Gobierno y, como estaban en buena forma gracias a los pastos, costó un día y medio juntarlos de nuevo. Luego encontraron a Sikandar Khan que venía con algunos rocines invendibles, restos de su partida, y Mahbub que tiene más experiencia en caballos en su pequeña uña del dedo que Sikandar Khan en todas sus tiendas, tuvo que comprar dos de los peores y eso significó ocho horas de negociación laboriosa y abundante tabaco. Pero todo era una pura delicia, el camino serpenteante, subiendo, descendiendo y discurriendo por las estribaciones montañosas; la luz roja de la mañana extendida a lo largo de las nieves lejanas; los cactus de múltiples brazos, grada sobre grada en las laderas rocosas; el rumor de miles de corrientes de agua; el parloteo de los monos; los imponentes deodares, con sus ramas caídas, trepando uno tras otro; la vista de la llanura extendida ante ellos a lo lejos; el alboroto incesante de las bocinas de los tonga[104] y las espantadas salvajes de los caballos enganchados cuando un tonga aparecía en una curva; las paradas para los rezos (siempre y cuando el tiempo no apremiara, Mahbub era muy religioso en lo tocante a abluciones en seco y a vocear oraciones); las charlas nocturnas en las paradas de reposo, cuando los camellos y los bueyes masticaban juntos con ceremonia, y los estólidos conductores contaban las novedades del camino, todo ello daba alas al corazón de Kim y le hacía cantar en su interior.

—Pero cuando se acabe el canto y la danza —dijo Mahbub Ali—, vendrán los del

sahib coronel y esos no son tan agradables.

—Una bella tierra, una tierra hermosísima este Indostán, y la tierra de los Cinco Ríos es la más hermosa de todas —canturreó Kim—. A ella iré de nuevo si Mahbub Ali o el coronel levantan la mano o el pie contra mí. Una vez que me haya ido ¿quién va a encontrarme? Mira,

hajji, ¿no es aquella de allí la ciudad de Simia? ¡Por Alá, qué ciudad! —El hermano de mi padre, y ya era un hombre viejo cuando en Peshawar el pozo del

sahib Mackerson estaba recién construido, podía acordarse de cuando sólo había dos casas en ella.

El tratante condujo los caballos por debajo de la calle principal al bazar de la Simia baja, una serie de conejeras atestadas que suben por el valle hasta el ayuntamiento en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Un hombre que conozca sus pasajes puede desafiar a toda la policía de la capital de verano de la India, así de astutamente se comunican veranda con veranda, callejón con callejón y escondite con escondite. Aquí viven los que suministran lo que necesite la alegre ciudad, los

jhampanis que por la noche transportan a las bellas damas en los

rickshaws[105] y después se dedican al juego hasta el alba; tenderos, vendedores de aceite, de curiosidades, tratantes de leña, sacerdotes, carteristas y empleados nativos del Gobierno. Aquí, las cortesanas discuten sobre cosas que son supuestamente grandes secretos del Consejo de la India; y aquí se juntan todos los subsubagentes de la mitad de los Estados nativos. También aquí Mahbub Ali alquiló una habitación cerrada, con mucha más seguridad que su soportal de Lahore, en la casa de un tratante de ganado musulmán. También era un lugar de prodigios porque allí entró al anochecer un mozo de cuadras musulmán y una hora más tarde salió un muchacho euroasiático —el tinte de la chica de Lucknow era excelente— con ropas de confección que no le quedaban bien.

—He hablado con el

sahib Creighton —comentó Mahbub Ali—, y una segunda vez la Mano de la Amistad ha evitado el Látigo de la Calamidad. Dice que tú has desperdiciado sesenta días en el camino y, por ello, es demasiado tarde para mandarte a una escuela de montaña.

—He dicho que mis vacaciones son mías. No voy a ir dos veces a la escuela. Es una parte de mi trato.

—El

sahib coronel aún no está al corriente del acuerdo. Vas a alojarte en la casa del

sahib Lurgan hasta que sea la hora de volver de nuevo a Nucklao.

—Preferiría alojarme contigo, Mahbub.

—No te das cuenta del honor que representa. El mismo

sahib Lurgan lo pidió. Subirás la colina y después seguirás la carretera de la cima todo recto y una vez allí debes olvidar por un rato que me has visto o que has hablado conmigo, Mahbub Ali, el que vende caballos al

sahib Creighton y a quien tú no conoces. Recuerda esta orden.

Kim asintió.

—Bien —replicó— ¿y quién es el

sahib Lurgan? Nay —dijo al captar la mirada cortante de Mahbub—, nunca he oído su nombre. ¿Es por casualidad —y bajó la voz— uno de nosotros?

—¿Qué manera de hablar es esa de

nosotros, sahib? —replicó Mahbub Ali con el tono que empleaba con los europeos—. Soy un pastún; tú eres un

sahib e hijo de un

sahib. El

sahib Lurgan tiene una tienda entre los negocios europeos. Todo Simla lo conoce. Pregunta allí… y, Amigo de todo el Mundo, es alguien a quien hay que obedecer a ciegas. Los hombres dicen que hace magia, pero eso no te concierne. Ve colina arriba y pregunta. Aquí empieza el Gran Juego.

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