Kepler
V. Somnium
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Languidecía la tarde cuando por fin llegó a Ratisbona. La lluvia delgada caía oblicuamente en medio del ocaso de noviembre y cubría con una piel plateada su capa, el pantalón y las lacias crines del rocín. Cruzó el Steinerne Brucke para salvar el taciturno oleaje del Danubio. Difusas figuras sin rostro y decididas se cruzaron con él por las calles. En sus oídos resonaba un zumbido agorero y le temblaban las manos al sostener las riendas escurridizas. Se convenció de que todo era producto de la fatiga y el hambre: no podía darse el lujo de enfermar, ahora no podía. Había ido para abordar al emperador, para reclamar el pago de lo que le debían.
Los faroles estaban encendidos en casa de Hillebrand Billig. De lejos divisó las ventanas amarillas, al ventero y a su esposa. Era una imagen surgida de un sueño: la luz que brillaba en medio de la penumbra amarronada y la lluvia, y las personas que aguardaban su llegada. El viejo caballo tosió y chacoloteó hasta detenerse. Hillebrand Billig lo contempló desde la puerta.
—Vaya, señor, no lo esperábamos hasta mañana.
Siempre igual: demasiado tarde o demasiado pronto. No sabía con certeza cuál era el día de la semana.
—¡Pues aquí estoy! —Golpeó contra el suelo sus pies entumecidos, con los ojos llenos de lágrimas a causa del frío.
Lo pusieron a secar en la cocina, junto al fuego, provisto de una bandeja con jamón y alubias, una jarra de ponche, de medio litro, y un cojín para sus almorranas al rojo vivo. A sus pies un perro anciano echaba una cabezada y jadeaba y gruñía en medio del sueño. Billig, hombre corpulento, de barba negra y vestido con ropa de cuero, revoloteaba a su alrededor.
Frau Billig estaba paralizada de timidez delante del fogón y sonreía a sus trastos. Kepler ya no recordaba cómo ni cuándo había conocido a esa pareja. Daba la impresión de que estaban allí desde siempre, como los padres. Sonrió vacuamente al fuego. Los Billig eran veinte años más jóvenes. El año próximo cumpliría sesenta.
—Me dirijo a Linz —explicó.
Acababa de recordarlo. Tenía que cobrar los intereses de unos bonos austríacos.
—¿Pasará unos días en casa? —preguntó Hillebrand Billig. Añadió con pesada tunantería—: Ja, como sabe, la tarifa es
barata. —Era el único chiste que sabía y no se hartaba de repetirlo—. ¿No es verdad, Arma?
—Sí, claro —logró responder
Frau Billig—. Doctor Kepler, aquí siempre será bien recibido.
—Gracias —murmuró Kepler—. Pues sí, pasaré unos días aquí. Tengo que ver al emperador, me debe dinero.
Los Billig quedaron impresionados.
—Su majestad regresará muy pronto de Praga —dijo Hillebrand Billig, que se enorgullecía de estar al tanto de esos asuntos—. Por lo que me han dicho, el congreso ha terminado sus sesiones.
—Indudablemente daré con él. Lo que no sé es si estará dispuesto a saldar su deuda conmigo. —Su Majestad estaba ocupada con cuestiones más importantes que el salario adeudado al matemático imperial. De pronto Kepler se incorporó inquieto y derramó el ponche. ¡Las alforjas! Se puso de pie y echó a andar hacia la puerta—. ¿Dónde está mi caballo? ¿Qué se ha hecho de mi caballo? —Billig lo había enviado a las cuadras—. ¡Y las alforjas, las las… mis alforjas!
—El mozo las traerá.
—Ay —gimió Kepler y se movió de un lado a otro. Todos sus papeles estaban en esas carteras, incluida la orden imperial timbrada y sellada del pago de 4000 florines que la corona le debía. La ínfima punta de algo inefable se dejó ver fugazmente con una mueca correcta y se esfumó. Kepler volvió a sentarse espantado—. ¿Cómo?
Hillebrand Billig se inclinó a su lado y dijo con toda claridad:
—He dicho que iré personalmente a buscar sus alforjas, ¿de acuerdo?
—Ah.
—Doctor, ¿se encuentra mal?
—No, no… gracias.
Johannes tiritaba. Evocó un repetido sueño de la infancia en el que sin prisa se desplegaba ante él la serie de torturas y catástrofes más atroces, mientras alguien a quien no podía ver observaba sus reacciones con regocijo y atención casi amistosa. En ese momento la visión —por llamarla de algún modo— se pareció a la de otrora, con el mismo floreo hábil y la misma sensación de encubierto regodeo. Seguramente se trataba de algo más que mero miedo por sus pertenencias. Tembló.
—¿Cómo? —
Frau Billig le había dicho algo—. Disculpe, señora, pero no la he oído.
—¿Y su familia? —repitió en voz más alta, sonrió nerviosa y se alisó el mandil—. ¿Y
Frau Kepler y los niños?
—Ah, están muy bien, muy bien, sí. —Un ligero espasmo, casi una punzada de dolor lo recorrió de la cabeza a los pies. Tardó un instante en identificarlo: ¡la culpa! Como si a estas alturas aún no la conociera—. Últimamente hemos celebrado una boda.
Hillebrand Billig regresó con la barba mojada por la lluvia y depositó las alforjas junto al hogar.
—¡Ah, qué bien! —masculló Kepler—. Ha sido muy amable. —Puso los pies sobre las alforjas y dirigió los dedos hacia las llamas: que sus sabañones sufrieran un poco, se lo merecían—. Sí, una boda. Nuestra querida Regina nos ha dejado. —Miró a los Billig que, desconcertados, guardaron silencio—. ¿Pero qué estoy diciendo? Me refiero, por supuesto, a
Susan. —Tosió y lanzó un escupitajo. Le daba vueltas la cabeza—. El matrimonio se estableció en el cielo, cuando Venus habló al oído de mi joven ayudante, Jakob Bartsch, también astrónomo y doctor en medicina. —Cuando la diosa se dio por vencida al ver que ese Adonis era un ejemplar realmente tímido, el propio Kepler asumió la tarea. También entonces había sufrido punzadas de culpa. ¡Cuántas intimidaciones! Se preguntó si había actuado correctamente. Había mucho de su madre en esa niña. ¡Pobre Bartsch!—. El joven Ludwig, mi hijo mayor, también estudiará medicina. —Hizo una pausa—. Yo tampoco estuve ocioso: el último abril he tenido otro hijo, una niña —añadió y miró al fuego con timidez.
Frau Billig sacudió las perolas sobre el fogón: desaprobaba a la joven esposa de Kepler, lo mismo que Regina. Ésta le había escrito:
Sería un matrimonio si mi Herr Padre no tuviera hijos. ¡Vaya modo curioso de expresarlo! Había visto demasiadas cosas en esa carta, era excesiva. Sueños insensatos y pecaminosos. Regina aludía una vez más a la condenada herencia. Le había contestado que se ocupara de sus asuntos, que se casaría en el momento que quisiera y con quien le diera la gana. Pero… ah, Regina, lo que no pude expresar es que me recordaba a ti.
El nombre Susanna había aparecido tres veces en su vida: dos hijas, una muerta en la infancia y otra casada ahora y, por fin, una esposa. Alguien había intentado decirle algo. Quienquiera que fuese, tenía razón. La había escogido entre once candidatas. ¡Once! Sólo después se dio cuenta de la parodia. Ya no las recordaba a todas. Le habían ofrecido varias candidatas: la viuda Pauritsch de Kunstadt, que intentó aprovecharse de sus hijos sin madre en propio beneficio; las madre y la hija, ansiosas cada una de venderle a la otra; María, la gorda de los rizos; la mujer de Helmhard, con formas de atleta, y otras con títulos, cuyo nombre ya no recordaba, una Gorgona de tomo y lomo: todas con ventajas, casas y padres ricos y, pese a la oposición universal que encontró, eligió a una huérfana pobre de pedir, Susanna Reuttinger de Eferding. Hasta su tutora, la baronesa Von Starhemberg, la consideró una pareja demasiado humilde para Kepler.
Susanna tenía 24 años la primera vez que la vio en casa de los Starhemberg en Linz: era una muchacha alta, ligeramente desgarbada, guapa y de mirada vivaz. Su silencio lo perturbó. Aquel primer día apenas pronunció palabra. Kepler había imaginado que se reiría de él: un hombre menudo, maduro y tiquismiquis, con mala vista y la barba salpicada de gris. Pero lo atendió con una especie de tierna intensidad, le dedicó sus solemnes ojos grises y su boca curvada hacia abajo. No se trataba de que se parecía mucho a Regina, sino de que había algo, un aire de ordenada reserva que lo conmovió. Era hija de un ebanista, como tú, como tú.
—Hemos puesto a la niña el nombre de Anna María —dijo y Anna Billig se dignó sonreír—. Creo que es un nombre muy bonito.
Susanna le había dado siete hijos. Los tres primeros murieron poco después de nacer. En ese momento se preguntó si había contraído matrimonio con otra Barbara Müller, de soltera también Müller. Susanna se dio cuenta de lo que pensaba al contemplarlo con esos ojos tristes y temerosos. Kepler tuvo la sospecha, y la idea lo llenó de asombro, de que ella no estaba dolida por ese pensamiento, sino preocupada por él y por
su pérdida, su sentimiento de traición. ¡Pedía tan poco! Susanna le había dado la felicidad. Y ahora la había abandonado.
—Sí, un nombre muy bonito —repitió.
Cerró los ojos. Las ráfagas de viento sacudieron la casa y creyó oír el ruido más allá del tamborileo de la lluvia. El fuego le dio calor. Los gases atrapados entonaron una débil melodía en lo más profundo de sus entrañas. Ese alivio instintivo lo llevó a pensar una vez más en la niñez. ¿Por qué? En casa del viejo Sebaldus había habido muy pocos y preciosos fuegos de troncos y vasos de ponche. Acarreaba en su interior la visión de la paz y el orden perdidos, una esfera de armonía que jamás existió pero para la cual la idea de la infancia era una especie de aproximación. Eructó y rió para sus adentros por el espectáculo que estaba dando: un viejo bobo y embrutecido por el alcohol, que dormitaba con las botas puestas y divagaba acerca de los años perdidos. Debería quedarse dormido con la boca burbujeante entreabierta y soltando un hilillo de saliva, así completaría la imagen. Pero el fuego ardiente que rugía en su trasero lo mantenía en vela. El perro aulló mientras soñaba con ratas.
—Bueno, Billig, ¿ha dicho que el congreso de los electores concluyó sus sesiones?
—Así es. Los príncipes ya han partido.
—Ya era hora, han tardado seis meses. ¿Está garantizada la sucesión del joven calavera?
—Eso dicen, señor.
—En ese caso, debo darme prisa para que su padre me abone lo adeudado.
Los Billig celebraron la chanza, pero a desgana. Kepler se dio cuenta de que no se dejaban atrapar por su estilo campechano. Se morían de ganas de saber el verdadero motivo por el cual había huido de su casa y de su familia para emprender esa aventura de locos. A él también le habría gustado saberlo. ¿Acaso buscaba una compensación? La promesa de los 4000 florines seguía en sus alforjas y el lacre estaba intacto. Probablemente en esta ocasión le darían otro trozo de pergamino igualmente inútil que haría compañía al anterior. Había conocido a tres emperadores: al pobre Rodolfo; al usurpador Matías, hermano del anterior, y ahora la rueda del infortunio había trazado un círculo completo y ostentaba la corona su viejo enemigo Fernando de Estiria, azote de los luteranos. Kepler jamás se habría acercado a él de no mediar la deuda impagada. Habían transcurrido diez meses desde la última vez que lo abordó.
La mañana había sido fría, el cielo parecía una glándula amoratada, en el cielo se respiraba un regusto metálico y todo contenía la respiración bajo el asombro de la nieve caída. Por el río se deslizaban blancos pero manchados cantos rodados de hielo. Había permanecido despierto en la penumbra que precede al alba, temerosamente atento a los témpanos que chocaban con la proa, a los crujidos, los gemidos y las súbitas ráfagas de restallidos como lejanos disparos de mosquetes. Atracaron con las primeras luces. En el muelle no había nadie, salvo un perro mestizo de barriga hinchada que perseguía la resbaladiza guindaleza. El gabarrero miró a Kepler con el ceño fruncido y su aliento a cebolla superó el hedor que llegaba de la carga de pieles que trasladaba en la bodega. «A Praga», había dicho con un ademán desdeñoso, como si en ese instante hubiese fabricado la ciudad muda que se alzaba a sus espaldas, en medio de la helada bruma. Kepler había regateado el precio de la travesía.
Acababa de llegar de Ulm con los primeros ejemplares impresos de las Tabulae Rudolphinae. Durante el viaje había hecho un alto en Ratisbona, donde Susanna estaba alojada en la venta de los Billig. Era Navidad y hacía casi un año que no veía a su esposa y a sus hijos, pero no podía quedarse de brazos cruzados. Los jesuitas de Dillengen le habían mostrado cartas de sus sacerdotes en China, cartas en las que solicitaban noticias sobre los últimos descubrimientos astronómicos. De inmediato decidió componer un breve tratado para uso de los misioneros. Los niños apenas lo recordaban. Hacía un alto en el trabajo cada vez que percibía los ojos de los crios clavados en su espalda y en cuanto se volvía los niños se escabullían, susurraban alarmados y se protegían en la cocina de Anna Billig.
Había querido seguir viaje solo, pero Susanna no se lo permitió. No se amilanó al oírle hablar de tormentas de nieve y del río helado. Su vehemencia sorprendió a Kepler:
—Me da lo mismo que vayas a Praga
caminando: caminaremos contigo.
—Pero…
—Nada de peros… —insistió. Repitió con más ternura—: Querido Kepler, no quiero oír más peros… —Sonrió.
Kepler supuso que Susanna pensaba que no era bueno que pasase tanto tiempo solo.
—Eres muy amable —musitó—, muy amable.
Johannes siempre creyó a pies juntillas que los demás eran mejores que él: más reflexivos, más honorables, un estado de cosas que no compensaba la apología eterna de su vida. Su amor por Susanna era una especie de angustia inexpresable que le comprimía el corazón, pero
no bastaba, no bastaba, como todo lo que él era y hacía. Le tomó las manos con los ojos llenos de lágrimas e, incapaz de articular palabra, expresó con un asentimiento su embotada gratitud.
En Praga se alojaron en La Ballena, junto al puente. Los niños tenían tanto frío que ni siquiera lloraban. Los portuarios hicieron rodar desde el muelle, a través de la nieve y la mugre, su querido barril con libros. Afortunadamente los había envuelto con guata y había taponado las duelas con hule. Las Tablas rudolfinas eran un bonito volumen tamaño folio. ¡Intermitentemente había dedicado veinte años a esa obra! Sabía que contenía la mayor parte de su persona, aunque no la mejor. Sus vuelos más excelsos estaban en La armonía del mundo y en la Astronomia nova, incluso en el Misterium, su primer libro. Sabía que había dedicado demasiado tiempo a las Tablas. Habría bastado un año, dos como máximo, si se hubiese concentrado cuando murió el danés y dispuso de las observaciones. Podría haber sido su salvación. Y ahora que todos estaban demasiado ocupados cortándose mutuamente los cuellos para atender a obras de ese tipo, podría considerarse afortunado si recuperaba los gastos de edición. Aún quedaban algunos interesados… pero ¿qué les importaba convertir a los chinos o, en este sentido, a los papistas? De todas maneras, marineros, exploradores y aventureros honrarían su nombre. Siempre le había atraído la idea de los audaces nautas desentrañando los gráficos y los diagramas de las Tabulae, escudriñando con sus ojos penetrantes las páginas descoloridas. No eran los astrónomos, sino los navegantes, los que daban vida a su obra. Durante unos segundos su mente moraba en las inmensidades, sentía la quemazón del sol y del viento salobre, oía aullar la tempestad en los aparejos: ¡y eso que él nunca había visto el océano!
No estaba preparado para los acontecimientos de Praga, para el nuevo espíritu que campaba por sus respetos en la ciudad. La corte había retomado de su sede vienesa para la coronación del hijo de Fernando como rey de Bohemia. Al principio Kepler se mostró encantado y creyó que volvía la era de Rodolfo. Había tenido miedo de ir a Praga, no sólo por el hielo que cubría el río. La guerra era favorable a los bandos católicos y Kepler recordaba que, treinta años antes, Fernando había perseguido a los herejes protestantes hasta expulsarlos de Estiria. En palacio imperaba el ajetreo y una confusión casi desenfrenada, justo donde esperaba encontrar sosiego y sigilo. ¡Y las vestimentas! Las capas amarillas y los calcetines escarlata, los brocados, las galas y las cintas púrpura: nunca había visto semejantes vestidos, ni siquiera en tiempos de Rodolfo. Era como si se encontrase en medio de un engendro de franceses. Y fue a través de la vestimenta como comprendió rápidamente cuánto se había equivocado. No existía ningún espíritu nuevo, todo era un espectáculo, un frenético homenaje que nada tenía que ver con la grandeza, sino con la fuerza pura. Esos rojos y esos púrpuras sólo eran el sangriento distintivo de la Contrarreforma. Y Fernando no había cambiado un ápice.
Si Rodolfo le había recordado a una madre que chochea —sobre todo al final—, su primo Fernando parecía una esposa insatisfecha. Pálido y barrigón, de piernas frágiles, se mantuvo a distancia del astrónomo con actitud tensa y preocupada, como si aguardara la llegada del catador para que probara un bocado antes de correr el riesgo de acercarse. Era propenso a silencios interminables e inquietantes, truco heredado de sus predecesores, oscuras charcas en cuyas profundidades nadaban las formas indiscernibles del recelo y la acusación. Los ojos miraban como centinelas precavidos que guardaban esa nariz gorda y ridícula, su mirada era empañada y clara y, más que atravesado, Kepler se sintió palpado. Se preguntó vanamente si la hosquedad imperial tenía que ver con un estómago flatulento, ya que Fernando expulsaba suaves y ligeros eructos que atrapaba con las yemas de los dedos como un prestidigitador que palmea baratijas ilusorias.
Logró mostrar un mórbido esbozo de sonrisa cuando Kepler se presentó ante él. Las Tablas le gustaron: tenía pretensiones de sabiduría. Llamó a un secretario y, con un ademán, dictó una orden por el pago de 4000 florines en reconocimiento a los esfuerzos del astrónomo y para cubrir los gastos de edición, añadiendo incluso un memorándum en el sentido de que aún se le adeudaban 7817 florines. Musitando y sonriendo como un lelo, Kepler pasó el peso del cuerpo de un pie a otro. La magnanimidad imperial siempre era una mala señal. Aunque Fernando lo despidió con un ademán no poco amistoso, Kepler no se dio por enterado.
—Su majestad ha sido muy amable y generosa —dijo—. No sólo me refiero a la pródiga concesión. Denota un espíritu noble el hecho de que me mantenga en mi cargo de matemático pese a profesar una fe que en su reino es anatema.
Sobresaltado y algo alarmado, Fernando lo miró furtivamente. El título de matemático imperial, que Kepler tenía desde la época de Rodolfo, ya no era más que una formalidad pero, en medio de la guerra de confesiones, se proponía conservarlo.
—Sí, sí… —dijo el emperador sin comprometerse—. Bien… —calló. El secretario miró a Kepler con bronco regocijo y mordisqueó la punta de la pluma. Kepler se preguntó si había cometido un error táctico. Ése era el tipo de solicitud de que gustaba Rodolfo, indirecta y almibarada con halagos, pero estaba hablando con Fernando. El emperador añadió—: Sí, bueno, su religión es… ah, una incomodidad. Tenemos entendido que está pensando en la conversión. —Kepler suspiró: la misma mentira de siempre. Permaneció en silencio. El regordete labio inferior de Fernando se irguió hasta mordisquear una punta del bigote—. En realidad, no tiene demasiada importancia. Todo hombre tiene derecho a profesar aquello que… aquello que… —Reparó en la mirada impaciente y acosada de Kepler y no tuvo arrestos para concluir la frase. El secretario tosió y ambos se volvieron para mirarlo. Kepler se alegró de ver la rapidez con que de su rostro se borró la mueca presuntuosa—. Pues no, no tiene importancia —insistió el emperador y alzó una mano enjoyada—. Claro que la guerra crea dificultades. El ejército y el pueblo nos miran en busca de guía y ejemplo y debemos ser… cuidadosos. Supongo que lo comprende.
—Sí, su majestad, por supuesto.
Claro que lo comprendía. En la corte de Fernando no había espacio para él. De pronto se sintió muy viejo y cansado. En el otro extremo del salón se abrió una puerta. Entró una figura que caminó hacia ellos con las manos cruzadas a la espalda e inclinada la cabeza para mirar las botas altas, negras y brillantes que recorrían el mármol a cuadros del suelo. Fernando lo observó con algo parecido al desagrado.
—Sigue aquí —dijo como si le hubieran jugado una mala pasada—. Doctor Kepler, le presento al general Von Wallenstein, nuestro comandante en jefe.
El general hizo una reverencia y dijo:
—Señor, me parece que lo conozco.
Kepler lo miró sin entender.
—El general cree que lo conoce —comentó Fernando y la idea le causó gracia.
—Creo que sí, me parece que hemos tenido algún contacto —insistió el general—. Hace mucho tiempo… diría que veinte años, por rutas sinuosas envié a cierto astrónomo de Graz, cuya reputación conocía, la petición de que hiciera mi horóscopo. El resultado fue impresionante: una relación completa y sorprendentemente exacta de mi carácter y mis actos. Y fue aún más impresionante porque pedí a mis agentes que no revelaran mi nombre.
Las altas ventanas de la izquierda permitían la panorámica desde el Hradschin hasta la ciudad bloqueada por la nieve. En una ocasión Kepler había estado exactamente en el mismo sitio, ante la misma panorámica, junto al emperador Rodolfo, evaluando el proyecto de las Tabulae Rudolphinae. ¡Cuán arteramente se organiza todo! Lo recordaba.
—Señor, como sabe, no fue difícil averiguar nombre tan eminente —comentó y sonrió inseguro.
—Ah, en ese caso sabía quién era yo. —Meneó la cabeza desilusionado—. Aun así, hizo su trabajo maravillosamente bien.
El emperador masculló y se alejó taciturno, abandonándolos con la actitud de un chiquillo a quien un peleón le ha arrebatado la pelota. De todos modos, no era un juguete muy apreciado.
—Vamos —propuso el general y tomó a Kepler del hombro—. Me gustaría que habláramos.
Así comenzó lo que se convertiría en una relación fugaz y tormentosa. Kepler se admiró de la elegancia de la situación: había ido a buscar el mecenazgo del emperador y le concedieron el de un general. No desagradeció la organización de los destinos. Necesitaba amparo. Un año atrás había dicho su último y amargo adiós a Linz.
No es que Linz fuera el peor sitio del mundo. Es verdad que esa ciudad había sido su desesperación durante catorce años y que al partir había pensado que sólo sentiría alivio. Sin embargo, cuando llegó el día, una astilla de duda se clavó en la carne viva de sus expectativas. Al fin y al cabo, en Linz estaban sus mecenas, los Starhemberg y los Tschemembl. También tenía amigos, por ejemplo, el pulidor de lentes Jakob Wincklemann. En aquella vieja casa oscurantista a la vera del río había pasado muchas noches joviales bebiendo y soñando. Y Linz le había dado a Susanna. Le apenaba pensar que él, matemático imperial, quedaría reducido una vez más a enseñar a sumar a los mocosos y a los hijos duros de mollera de los mercaderes, a dar clases en una escuela regional, pero aún en eso había algo, la extraña sensación de que le daban una segunda oportunidad, como si volviera a vivir los días de Graz y la Stiftsschule.
La Alta Austria era un refugio para los exiliados religiosos del oeste. Linz casi era una colonia de Württemberg. Allí estaban el jurista Schwarz y el secretario regional Baltasar Gurald, ambos oriundos de Württemberg. Incluso apareció fugazmente el médico Oberdorfer, un espectro corpulento y perturbado, con su bastón, sus ojos claros y su aliento ponzoñoso; no aparentaba un día más que aquella ocasión en la cual, hacía veinte años, había celebrado el oficio por la muerte de los hijos de Kepler. Para demostrar que no le guardaba rencor, Kepler ofreció al médico que hiciera de padrino en el bautismo de Fridmar, el segundo hijo superviviente habido con Susanna. Oberdorfer abrazó a su amigo con los ojos llenos de lágrimas y barbotó su agradecimiento. Kepler pensó que estaban dando un espectáculo: el viejo impostor y el papá canoso fundidos en un abrazo y soltando sandeces junto a la cuna del bebé.
Y en Linz también vivía Daniel Hitzler. Era el pastor principal. Más joven que Kepler, había estudiado en las mismas escuelas de Württemberg; por el camino había atado los cabos de la escandalosa reputación que fue dejando su turbulento predecesor. Kepler se sintió halagado porque Hitzler lo consideraba muy peligroso. El pastor era un hombre rígido, que cultivaba la apariencia de gran inquisidor. Sin embargo, había pequeñas señales que lo desmentían: la capa negra era demasiado negra y la barba demasiado puntiagudamente puntiaguda. Aunque Kepler solía tomarle el pelo, le tenía afecto y no le guardaba rencor, lo cual resultaba extraño porque fue Hitzler quien lo hizo excomulgar.
En todo momento Kepler había sabido que se toparía con semejante situación. En cuestiones de fe no cedió un ápice. Como no estuvo plenamente de acuerdo con ningún bando, fuera católico, luterano o calvinista, los tres lo consideraron enemigo. Sin embargo, se consideró en comunión con todos los cristianos, se llamaran como se llamasen, mediante el vínculo cristiano del amor. Observó la guerra con la que Dios premiaba a una Alemania pendenciera y supo que tenía razón. Siguió la Confesión de los Augsburgo y no quiso firmar la Fórmula de la Concordia, que desdeñó por considerarla una negociación política, pura palabrería que nada tenía que ver con la fe.