Kepler

Kepler


V. Somnium

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Efectos y consecuencias lo obsesionaban. ¿Existía algún vínculo entre su lucha interior y la crisis confesional tan extendida? ¿Era posible que, por alguna razón, sus tormentos íntimos provocaran al enorme gigante negro que acechaba Europa? Su fama de cripto-calvinista le había impedido acceder a una cátedra en Tubinga, su luteranismo lo había obligado a desplazarse de Graz a Praga y de ésta a Linz, y muy pronto esas temibles pisadas sacudirían los muros del palacio de Wallenstein en Sagan, su último refugio. Durante el invierno de 1619 asistió desde su atalaya de Linz al frustrado intento del palatino calvinista Federico de arrancar a los Habsburgo la corona de Bohemia. Tembló tan sólo de pensar en sus relaciones, tan débiles, con ese desastre. ¿Había contribuido a desviar la mirada penetrante del gigante permitiendo que Regina se casara en el Palatinado y dedicando Harmonice mundi a Jacobo de Inglaterra, suegro del monarca Federico? Parecía un sueño de ésos en los que gradualmente comprendes que

has cometido el crimen. Sabía que se trataba de nociones burdamente solipsistas, pero…

Hitzler no estaba dispuesto a darle la comunión a menos que accediera a ratificar la Fórmula de la Concordia. Kepler se sintió agraviado.

—¿Reclama esta condición a todos los comulgantes?

Hitzler lo miró con sus ojos acuosos, preguntándose quizá si vadeaba profundidades en las que ese hereje nervioso podía ahogarlo.

—Señor, se lo reclamo

a usted.

—Si fuera porquero o príncipe de sangre, ¿me lo exigiría?

—Usted ha negado la omnipresencia del cuerpo de Cristo y ha reconocido que está de acuerdo con los calvinistas.

—Hay algunas cuestiones, escúcheme bien, algunas cuestiones en las que no

disiento. Rechazo la bárbara doctrina de la predestinación.

—Lo caracteriza su acto de considerar la comunión como una señal de la fe establecida en la Fórmula de la Concordia, al tiempo que contradice dicha señal y defiende su contraria.

Hitzler se consideraba orador. Kepler sintió un asco profundo.

—¡Tonterías! Señor cura, mi argumento se limita a sostener que los predicadores son demasiado altaneros y no acatan la simplicidad de toda la vida. ¡Lea a los Padres de la Iglesia! El peso de la antigüedad será mi justificación.

—Doctor, no es usted caliente ni frío, sino tibio.

La controversia duró años. Se encontraban en casa de Kepler o en la de Hitzler y discutían hasta la madrugada. Paseaban junto al río, Hitzler muy severo con su capa negra y Kepler agitando los brazos y gritando. A pesar de todo, disfrutaban y, hasta cierto punto, jugaban el uno con el otro. Cuando los representantes de la Iglesia de Linz actuaron para destituir a Kepler de su puesto en la escuela regional —de la que sólo lo salvó la influencia de los barones, que coincidían con su posición—, Hitzler no hizo el menor intento de ayudarlo, a pesar de que era inspector escolar. Entonces acabó el juego. Lo que más enfureció a Kepler fue la hipocresía. Cuando salía de la ciudad y visitaba las aldeas de los alrededores, nadie le negaba la comunión. En los pueblos encontró sacerdotes amables y sencillos, demasiado ocupados en curar a los enfermos o asistir al parto de los temeros de los vecinos para interesarse por las sutilezas doctrinarias de los Hitzler de este mundo. Kepler apeló al Consistorio de Stuttgart. Lo vetaron. Sólo le quedaba acudir personalmente a Tubinga y recabar el apoyo de Matthias Hafenreffer, rector de la universidad.

Michael Maestlin había envejecido mucho desde la última visita del antiguo discípulo. Iba distraído, como si constantemente llamara su atención algo más acuciante. Mientras Kepler relataba sus últimos contratiempos, el anciano se movía, pidiendo disculpas furtivamente y haciendo esfuerzos por concentrarse. Meneó la cabeza y suspiró.

—¡Cuántas dificultades carga sobre sus espaldas! Recuerde que ya no es un estudiante que discute en las tabernas y que proclama la rebelión. Hace treinta años le oí decir las mismas cosas y nada ha cambiado.

—No, nada ha cambiado —reconoció Kepler—, ni el mundo ni yo. ¿Prefiere que niegue mis convicciones o que mienta y diga que acepto la moda del momento con tal de estar cómodo?

Maestlin apartó la mirada y apretó los labios. Bajo su ventana, en el jardín de la universidad, el sol carmíneo de finales de otoño bruñía las hojas de los árboles.

—Me considera un viejo tonto y un alcahuete, pero he vivido honradamente y con honor, lo mejor que pude —dijo Maestlin—. No soy un gran hombre ni he alcanzado las cumbres por usted holladas… ya puede reír, pero es la verdad. Tal vez su desdicha y la causa de sus problemas reposan en que hizo grandes cosas y destacó. A los teólogos les trae sin cuidado que

yo me burle de los dogmas, pero si usted lo hace… bueno, eso es harina de otro costal.

Kepler no tenía respuesta para ese comentario. Un rato más tarde llegó Hafenreffer. Había sido profesor de Kepler en Tubinga y casi amigo. Kepler nunca lo había necesitado tanto como en este momento, motivo por el cual entre ambos se instauró una gran cautela. Si lograba poner de su parte al rector —y con él a la Facultad de Teología—, el Consistorio de Stuttgart tendría que ceder porque Tubinga era el centro de la conciencia luterana. Incluso antes de que el rector hablara, Kepler comprendió que estaba perdido. Matthias Hafenreffer también había envejecido y en él la acumulación de los años había sido un proceso de refinamiento que lo afiló como un cuchillo. Era todo aquello que Hitzler jugaba a ser. Aunque su saludo fue apático, dirigió a Kepler una aguda mirada. Maestlin se puso nervioso por su antiguo discípulo y se paseó de aquí para allá, llamando quejumbrosamente a sus criados. Como no aparecieron, se levantó y preparó para los invitados una jarra de vino y una bandeja con pan. Pidió disculpas por el humilde alimento. Hafenreffer sonrió al mirar la mesa y comentó:

—Profesor, es un banquete realmente adecuado. —Desconcertado, Maestlin lo miró nervioso. El rector se dirigió a Kepler—: Dígame, doctor, ¿qué significa todo lo que me han contado?

—Ese hombre, Hitzler…

—Sí, es muy entusiasta, pero también escrupuloso y un buen pastor.

—¡Se ha negado a darme la comunión!

—A menos que ratifique la Concordia, ¿verdad?

—¡En nombre de Dios, me excluye por la sinceridad con que en un único artículo reconozco que, en lo que se refiere a la omnipresencia del cuerpo de Cristo, los Padres primitivos son más concluyentes que la Concordia! Puedo citar en mi defensa a Orígenes, Fulgencio, Vigilio, Cirilo, Juan de…

—Sí, sí, no me cabe la menor duda, conocemos la amplitud de su erudición. Pero en la doctrina de la comunión se decanta por la concepción calvinista.

—Para mí es evidente que la materia no es capaz de transmutación. El cuerpo y el alma de Cristo están en el Cielo. Señor, Dios no es alquimista.

En el silencio que se desencadenó, surgió la impresión de testigos fantasmagóricos que miraban escandalizados y se cubrían las bocas con las manos. Hafenreffer suspiró.

—De acuerdo. Lo que dice es claro y honesto. Doctor, me pregunto si ha analizado las repercusiones de lo que sustenta. En concreto me refiero a la consecuencia de que, según esta… esta doctrina, convierte el sacramento de la comunión en un mero símbolo.

Kepler meditó.

—Yo no diría

mero. ¿No es el símbolo algo sacro, siendo a la vez sí mismo y otra cosa más grande? ¿Acaso no podría decirse otro tanto del mismísimo Jesucristo?

Más tarde llegó a la conclusión de que ese comentario lo decidió todo. La cuestión duró un año más pero, al final, Hitzler ganó, Kepler fue excomulgado y Hafenreffer rompió sus relaciones con él. El rector escribió:

Si algún afecto siente por mí, evite ese entusiasmo apasionado. Era un consejo sensato pero sin pasión Kepler no habría sido Kepler. Lió el petate y partió rumbo a Ulm, donde imprimirían las Tabulae Rudolphinae.

También en otro sitio los Kepler habían atraído la mirada inyectada de sangre del gigante. El invierno de 1616, después de años de murmuraciones y amenazas, las autoridades suabas se decidieron a actuar oficialmente y a juzgar a su madre por brujería.

Frau Kepler huyó a Linz, con su hijo Christoph. Kepler estaba horrorizado.

—¿Por qué has venido? Lo tomarán como un reconocimiento de culpa.

—Hay cosas peores —comentó Christoph—. Madre, díselo.

La vieja desvió la mirada y se sorbió los mocos.

—¿Puede haber algo peor? —preguntó Kepler, que en realidad no deseaba enterarse—. ¿Qué ocurrió?

—Intentó sobornar al magistrado Einhorn —informó Christoph y se alisó una arruga del jubón.

Kepler buscó a tientas una silla y se sentó. Susanna le apoyó una mano en el hombro. Einhorn. Toda su vida lo habían perseguido personas con ese tipo de apellidos.

—¿Intentó

sobornarlo? ¿Por qué? ¿Cómo?

Christoph se encogió de hombros. Era quince años más joven que el astrónomo, bajo, prematuramente barrigón, con la frente corta y los ojos de un extraordinario matiz violeta. Había ido a Linz básicamente con el propósito de ver el mal rato que pasaba su hermano al recibir las nuevas.

—Una fulana, la hija de la Reinbold, asegura que empezó a sufrir dolores después de que nuestra madre le tocó el brazo. Einhorn estaba preparando un informe para el tribunal de justicia cuando madre le ofreció una copa de plata si lo olvidaba. ¿No es así, mamá?

—¡Jesús bendito! —exclamó Kepler débilmente—. ¿Y qué pasó?

—Como era previsible, Einhorn se mostró encantado porque ha hecho muy buenas migas con la facción de Reinbold y denunció inmediatamente el intento de comprar su silencio, así como otros cargos. La situación es bastante grave.

—Nos alegra ver que la situación no es tan grave como para preocuparte profundamente —comentó Susanna.

Christoph la contempló sorprendido. Ella afrontó su mirada y Kepler notó que los dedos de su mujer se tensaban en su hombro.

—Calma, calma, no discutamos —pidió y palmeó la mano de Susanna.

Katharina Kepler tomó la palabra:

—Pues no, Einhorn no está tan enfadado porque tú, tu hermana Margarete y su sagrado marido, el pastor, habéis jurado que me abandonaréis voluntariamente si se comprueba que estoy equivocada. Es lo que le habéis dicho al magistrado. ¡Qué mala pasada!

Christoph se ruborizó. Kepler lo observó con pesar, mas sin sorpresa. Nunca había llegado a querer a su hermano.

—Debemos pensar en nuestro buen nombre —declaró Christoph y se hizo fuerte—. ¿Qué cabía esperar? Mamá estaba advertida. Durante el año pasado en nuestra parroquia han quemado a una veintena de brujas.

—Que Dios os perdone —murmuró Susanna y les dio la espalda.

Christoph se fue poco después sin dejar de protestar. La vieja se quedó nueve meses. Fue una temporada penosa. Ni la vejez ni el infortunio había mellado su lengua afilada. Kepler la observaba con dolorosa admiración. Su madre no se hacía ilusiones sobre el peligro que afrontaba y él estaba convencido de que, de una manera retorcida, disfrutaba de todo. Nunca antes había recibido tantas atenciones.

Frau Kepler mostró un vivo interés por los detalles de la defensa que Kepler se ocupó de organizar. No negó las pruebas en su contra, simplemente cuestionó las interpretaciones.

—Sé que esta zorra de Ursula Reinbold y los demás, Einhorn incluido, sólo buscan apoderarse de mis pocos florines en cuanto perdamos el proceso. Como sabes, Reinbold me debe dinero. Propongo que los ignoremos. Ya se hartarán de esperar.

Kepler puso reparos.

—Madre, ya te he dicho que el proceso fue enviado al tribunal ducal de Württemberg. —No supo si reír o llorar con la llamarada de orgullo que iluminó los ojos de su anciana madre—. En lugar de esperar, debemos reclamar una pronta audiencia. Son ellos los que dan largas al asunto porque saben que penden de un hilo y necesitan más pruebas. Ya han causado bastante daño. ¡Si hasta me acusan a mí de interesarme por las artes prohibidas!

—Oh, sí, claro, también tú debes pensar en tu buen nombre.

—¡Por amor de Dios, mamá!

La vieja giró el rostro y se sorbió los mocos.

—¿Sabes cómo empezó todo? Porque defendí a Christoph ante la zorra de la Reinbold.

—Sí, ya me lo has dicho.

La anciana pretendía volver a contárselo.

—Christoph tenía algunos negocios con esa tribu y estalló una disputa. Por eso lo defendí. Y ahora dice que me dejará en la estacada.

—Cálmate, yo no te abandonaré.

Johannes lanzaba cañoneos en todas direcciones: a Einhorn y a su pandilla, a sus conocidos de la Facultad de Derecho de Tubinga, al tribunal de Württemberg. Las respuestas fueron evasivas y lejanamente amenazadoras. Llegó a tener la convicción de que los sumos poderes conspiraban para hacerle daño a través de su madre. Tras ese miedo había otro aún más difícil de afrontar.

—Madre… —Intentó aclararse y se retorció en el asiento—. Madre, hablemos claro, júrame que… que…

La vieja lo miró.

—¿No me has visto pasear de noche por la ciudad a lomos de mi gato?

El tribunal decidió que el juicio se celebrara en septiembre en Leonberg. Christoph, que vivía allí, apeló de inmediato al tribunal ducal y logró que trasladaran el proceso a la aldea de Güglingen. Cuando Kepler y su madre llegaron, se llevaron a la vieja y la encadenaron, en compañía de dos guardias, a una habitación de la torre de entrada. Los carceleros eran hombres alegres que disfrutaban con su trabajo. Eran bien pagados con fondos de la propia detenida. Al ver que los futuros daños y perjuicios mermaban, Ursula Reinbold reclamó que sólo hubiera un guardia, al tiempo que Christoph y su cuñado, el pastor Binder, le reprochaban a Kepler que los gastos se dispararan: Johannes había insistido en que cambiaran todos los días la paja en que dormía su madre y en que por la noche encendieran fuego. Se tomó declaración a los testigos y enviaron las transcripciones a Tubinga, donde los amigos de Kepler de la Facultad de Derecho llegaron a la conclusión de que, con esas pruebas, la anciana debía ser nuevamente interrogada bajo amenaza de tortura.

Un rojizo día de otoño la condujeron a la cámara situada detrás del tribunal. La brisa agitaba perezosamente la hierba, como un aleteo de alas invisibles. Se encontraban presentes el magistrado Einhorn, un hombre menudo pero enjuto y fuerte de la punta de cuya nariz colgaba una gota, así como varios empleados y funcionarios judiciales. El grupo avanzó lentamente porque

Frau Kepler aún estaba bajo los efectos de las cadenas. Kepler la ayudó y, en vano, intentó encontrar palabras de consuelo. En el trayecto desde Linz había leído Diálogo sobre la música antigua y moderna, del padre de Galileo, y ahora recordaba fragmentos de esa obra, cual si fueran melodías grandiosas y solemnes. Pensó en las tristes canciones lanzadas al viento por los mártires que iban a la hoguera.

Entraron en un cobertizo bajo y con techo de paja. Estaba oscuro por contraste con la luz del sol, salvo el rincón donde un brasero, cual algo vivo, palpitaba impaciente y decidido. Súbitamente a Kepler le dolieron las muelas. Aunque el aire era asfixiante, tuvo frío. El cobertizo le recordaba una capilla a raíz del silencio, del arrastramiento de pies, las toses acalladas y la sensación de espera ensimismada. Percibió un olor acre, mezcla de sudor y de brasa, y algo más amargo y metálico que, supuso, era el hedor del miedo. Los instrumentos se encontraban en una baja mesa de caballetes, agrupados según sus fines: las empulgueras y los cuchillos relucientes, las varas de quemar, las tenazas. Eran los útiles de un artesano. El torturador dio un paso al frente; se trataba de un hombre fino, alto y de barba tupida, que también cumplía las funciones de dentista en la aldea.

Grüss Gott —murmuró, se llevó un dedo a la frente y dirigió una mirada severa e inquisitiva a la vieja.

Einhorn carraspeó y soltó un agrio soplo que apestaba a cerveza. Con dificultades para repetir la fórmula, se dirigió al torturador:

—Señor, le encomiendo que presente a la mujer que aquí comparece los instrumentos de percusión para que, por la gracia de Dios, recapacite y confiese sus delitos. —Tenía el labio superior ancho y manchado, como una especie de aleta prensil, y la gota que colgaba de la punta de su nariz brilló bajo el resplandor del brasero. Los días que duró el proceso, ni una sola vez había mirado cara a cara a Kepler. Titubeó, ese labio buscó palabras inútilmente y al retroceder un paso chocó con un ayudante—. ¡Proceda, hombre, proceda!

En silencio y amorosamente, el torturador exhibió sus instrumentos uno tras otro. La vieja apartó la mirada.

—¡Mírelos! —ordenó Einhorn—. ¡Cómo han comprobado, esta criatura no llora ni siquiera en este momento!

Frau Kepler meneó la cabeza.

—En mi vida he llorado tanto que ya no me quedan lágrimas. —De repente gimió y cayó de rodillas en una grotesca parodia de súplica—. ¡Hagan lo que quieran conmigo! Aunque me arranquen una tras otra todas las venas del cuerpo, no tendré nada que reconocer.

La vieja cruzó las manos y gimió un Paternoster. Sin saber qué hacer, el torturador miró a su alrededor.

—¿Tengo que traspasarla? —inquirió al tiempo que alzaba un hierro.

—Ya está bien —intervino Kepler como quien pone fin a un juego infantil que se ha desmadrado.

La sentencia establecía que sólo fuera amenazada. Hubo movimientos y murmuraciones generalizadas. Einhorn se escapó por la tangente. Así llegaron a su término varios años de litigio. Lo absurdo de la situación abrumó a Kepler. Al salir apoyó la cabeza en la pared de ladrillos calentados por el sol y se echó a reír. Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que estaba llorando. Su madre permaneció a su lado, azorada y algo incómoda, palmeándole el hombro. Las seráficas alas del viento los rodearon.

—Y ahora, ¿adónde irás? —preguntó Kepler y se sonó la nariz.

—A casa. O a Heumaden, a casa de Margarete.

Menos de un año después moriría en su lecho en casa de Margarete, en medio de grandes quejas y llantos.

—Sí, sí, vete a Heumaden. —Se frotó los ojos y miró impotente los árboles, el cielo vespertino, una aguja lejana. Comprendió sorprendido y con una punzada de malestar que se sentía, sí, era la única palabra que lo expresaba, se sentía desilusionado. Al igual que todos los demás, incluida probablemente su madre, había querido que pasara algo; no necesariamente la tortura, sino

algo, y por eso estaba decepcionado—. ¡Dios mío, madre!

—Calla.

Fue declarada inocente por decreto del duque de Württemberg e inmediatamente la dejaron en libertad. Einhorn, Ursula Reinbold y los demás recibieron la orden de pagar las costas de juicio. Para los Kepler supuso una gran victoria. Pero, extrañamente, también una derrota. A su regreso a Linz, Kepler se enteró de que se había largado su viejo amigo Wincklemann, al pulidor de lentes. Su casa contigua al río estaba tapiada y vacía y estaban rotos los cristales de todas las ventanas. Kepler no logró quitarse de encima la convicción de que en algún sitio, en algún taller invisible del mundo, habían enlazado el sino del judío y el fallo del juicio con la ayuda de instrumentos relucientes y bajo la luz blanquecina de un brasero. Después de todo, algo había ocurrido.

Transcurrieron semanas, meses y nada se supo del judío. Kepler se sintió impelido a visitar una y otra vez la casita de la calle del río. Era un pinchazo de alfiler sobre la superficie de un mundo conocido, agujero a través del cual, si lograba poner el ojo correctamente, vería atrocidades. Desarrolló un ritual: pasaba deprisa dos o tres veces por delante de la tienda, a la que sólo dirigía una mirada de reojo, se detenía bruscamente, llamaba a la puerta y esperaba hasta que, dándose por vencido, ahuecaba las manos alrededor del rostro y dirigía una larga e inexplicablemente satisfactoria mirada por las grietas de los postigos. La penumbra interior estaba poblada de formas grises e indiscernibles. ¡Y si algún día se movían…! Luego retrocedía, meneaba la cabeza y se alejaba pensando, aparentemente desconcertado.

Se rió de sí mismo: ¿en beneficio de quién montaba esa estupidez? ¿Acaso se figuraba que había una conspiración en su contra y que por doquier había espías que lo vigilaban? Aunque al principio la tomó a broma, la idea acabó por dominarlo. Ni siquiera en sus peores momentos de temor y presentimientos imaginó que tras la trama se ocultara un poder humano. Hasta los fenómenos azarosos crean pautas que, en virtud de la tensión de su mera existencia, generan efectos e influencias. Así razonaba y entonces se inquietaba un poco más. Una cosa habría sido un enemigo palpable, pero eso, esa inmensa e impersonal… Cuando procuró información entre los vecinos del judío, obtuvo la callada por respuesta. El cerrajero de al lado, un gigante rubio con pata de palo, lo miró furibundo largo rato, apretó los dientes y se alejó diciendo:

—Caballero, aquí sólo nos ocupamos de nuestros asuntos.

Kepler miró al bruto internarse en su tienda y pensó en la esposa rolliza y joven del pulidor de lentes hasta que su mente, incapaz de soportar las posibilidades, tomó otro rumbo.

Un día algo se movió con un estrépito casi audible de ruedas dentadas y palancas y pareció que se trataba de un intento de compensar su pérdida.

Lo reconoció de lejos por su modo de andar: los laboriosos hombros encorvados y el balanceo, como si a cada paso modelara una compleja forma en el aire que se le resistía para luego pisarlo delicadamente. De pronto Kepler recordó un salón atestado de Benatek y al susodicho bajando de la mesa de su amo y diciendo afablemente, como hacía tan a menudo,

Señor, lo requieren, con la gran cabeza sonriente desde su fuente de sucio encaje y una mano sigilosamente posada en el borde de la mesa cual si fuera la mandíbula de un saurio. Sin embargo, algo había cambiado en él. Su paso era torturado más que viejo y avanzaba con el rostro cansinamente inclinado, agarrado celosamente al estribo de un caballo pío.

—Vaya, señor matemático, ¿es usted? —Palpó el aire con la mano extendida. Sólo le quedaba la clarividencia pues sus cuencas oculares eran asteriscos vacíos: lo habían cegado.

Dieciséis años atrás se habían visto por última vez en el funeral de Tycho en Praga. Jeppe no había envejecido. La ceguera había vaciado su rostro de todo lo que no fuera una especie de atención pueril, por lo que parecía atender constantemente a algo que se encontraba muy lejos, más allá de lo inmediato. Vestía como un mendigo.

—Es un disfraz, por supuesto —comentó y rió disimuladamente.

Iba de camino a Praga. El encuentro no pareció sorprenderlo. Kepler pensó que cabía la posibilidad de que en esa inmutable oscuridad el tiempo operara de otra manera y para Jeppe dieciséis años no fueron nada.

Fueron a una taberna del puerto. Kepler escogió un lugar donde no lo conocían. Dio a entender que también estaba de paso. No supo por qué sintió la necesidad de disimular. El rostro inerte de Jeppe estaba atentamente inclinado hacia el suyo y sonrió al oír la mentira. Kepler se ruborizó como si esas heridas fruncidas lo miraran. En la taberna reinaba la calma. En un rincón dos viejos jugaban una aburrida partida de dominó. El tabernero les sirvió dos jarras de cerveza. Observó al enano con curiosidad y cierto disgusto. La vergüenza de Kepler fue en aumento. Tendría que haberlo invitado a su casa.

—¿Se ha enterado de que Tengnagel ha muerto? —preguntó Jeppe—. Por lo que recuerdo, le jugó una mala pasada.

—Sí, tuvimos nuestras diferencias. No sabía que había muerto. ¿Qué hay de su esposa, la hija del danés?

El enano sonrió y meneó la cabeza, como si saboreara una broma íntima.

—También murió doña Christine. Son tantos los muertos, señor, y usted y yo seguimos aquí.

En la ventana de la taberna apareció súbitamente la vela color rojo óxido de una goleta que hacía el trayecto río arriba. Las fichas de dominó cayeron y uno de los viejos lanzó un juramento.

—¿Y qué sabe del italiano? —preguntó Kepler.

De buen principio pareció que el enano no lo había oído, pero poco después respondió:

—Hace muchos años que no lo veo. Me llevó a Roma a la muerte del maestro Tycho. ¡Qué tiempos aquéllos! —Era una historia llamativa. Kepler imaginó los pinos, las columnas y los leones de piedra, el sol sobre el mármol, y oyó la risa de las putas pintarrajeadas—. En aquella época era un bravucón propenso a los duelos y las refriegas, un gran jugador de dados que pasaba de una partida a otra con la espada al lado y este bufón, su humilde servidor, señor, tras él. —Estiró la mano en busca de la jarra de cerveza y Kepler se la acercó sigilosamente—. Señor, ¿recuerda cuando lo cuidamos en casa del danés? Aquella herida nunca cicatrizó del todo. Juraba que a través de ella percibía los cambios del clima.

—Estábamos convencidos de que moriría —rememoró Kepler.

El enano asintió.

—Señor, usted le tenía estima, veía su valía tanto como yo.

Kepler se sorprendió. ¿Era así?

—Rebosaba vida. Y, a pesar de todo, también era un sinvergüenza.

—¡Ya lo creo! —Hicieron una pausa y repentinamente Jeppe rió—: Le contaré algo para que se divierta. ¿Sabía que el danés permitió que Tengnagel se casara con su hija porque la moza estaba en estado de buena esperanza? El mocoso no tuvo nada que ver con Tengnagel. Félix estuvo en esa gruta antes que él.

—¿Y el junker estaba enterado?

—Por supuesto, pero le importaba un bledo. Sólo le interesaba compartir la fortuna de los Brahe. Señor, usted debería apreciar más que nadie esta broma. Lo que Tengnagel le estafó fue heredado por el bastardo del italiano.

—Sí, es una idea muy divertida —reconoció Kepler y rió incómodo. Entre el cornudo y el majadero no había dónde elegir. Experimentó un desasosiego archiconocido: ese enano sabía demasiado—. ¿Y ahora dónde está el italiano? ¿En la cárcel o prófugo?

Jeppe pidió otra cerveza y dejó que Kepler pagara.

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