Joy

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1975 » Capítulo 44. Junio 23, lunes

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Junio 23, lunes

Segundo se había criado en el barrio de La Copa, en Miramar. Desde niño recorrió a nado los arrecifes que unen la playita del Ferretero con el Monte Barreto. Conocía palmo a palmo aquella zona. En cuanto a Evaristo, solo tendría que nadar por donde Segundo le indicara. Segundo disponía, además, de toda la información suministrada por Mauricio, que luego de inspeccionar la zona, había pasado un cifrado a Miami, para aconsejar la entrada por el Ferretero o por la poceta de la calle 34, que tenía una salida directa a la avenida Primera.

Segundo prefirió entrar por la poceta. Tanto él como Evaristo debían introducir un bulto del tamaño de una maleta pequeña, más los tubos de oxígeno y el equipo de pesca submarina. Andar con esas cosas por la madrugada era un gran peligro. Segundo prefería esconder los bultos en lugares que él conocía, y luego sacarlos de día, ante las mismas narices de los bañistas. Suponía, además, que como aún proseguían las clases, no habría por allí demasiada gente en la mañana.

El capitán del buque se las ingenió para llegar al canal a eso de las doce de la noche. Pensaba fondearlo a la entrada de la bahía y atracar al día siguiente, por la mañana. El capitán sabía, además, por las luces de referencia en la costa, dónde debían saltar sus pasajeros furtivos, para salir directo a la calle 34, previo cálculo de la desviación por los efectos de la corriente.

Segundo y Evaristo deberían nadar unas cinco millas, que con patas de rana, y sin matarse, les llevaría menos de hora y media en las aguas mansas de junio. Se había escogido una noche sin luna, e iban preparados para nadar bajo el agua, cuando se estuvieran acercando a la costa.

Los bultos que traían Segundo y Evaristo, podrían sumergirse, pero solo lo suficiente para quedar en suspensión, a pocos centímetros de la superficie, gracias a una pequeña capa de aire insuflada en una de las caras rectangulares del paquete para que actuase como flotador.

Segundo alcanzó a reconocer el perfil de la costa cuando ya les faltaban a unos trescientos metros y por los edificios de la avenida Primera, comprendió que se habían desviado hacia la calle 42. Pensó en penetrar por la rampa de yates del antiguo Club de Profesionales, hoy Escuela Nacional de Natación Marcelo Salado. Allí Segundo conocía lugares de sobra donde esconder los bultos, pero pensó que al otro día no le sería fácil entrar, porque de seguro no habría libre acceso…

De pronto, desde el lado del acuario les llegó el temible ruido de un motor. Sin demora, se colocaron los snorkels conectados al equipo de oxígeno que llevaban a la espalda; se sumergieron a una profundidad de dos metros y nadaron suave hacia la izquierda, en dirección a la calle 34, en medio de la oscuridad. A los cinco minutos, Segundo asomó la cabeza y oyó el motor de la lancha, muy distante ya, que se alejaba hacia El Vedado. Se desconectaron las mascarillas del oxígeno y siguieron nadando sobre la superficie, hasta alcanzar el lugar de destino.

Antes de llegar a tierra, a unos veinte metros de la costa, Segundo se sumergió y encendió una linterna, que puso en fuga a numerosos peces. Buceó unas cuatro brazas hacia una hondonada de arena blanca, salpicada de piedras opalinas, ocres y grises, esmeriladas por el tiempo y el vaivén de las aguas. En el hueco del fondo distinguió unas rocas traspasadas por agujeros donde cabía un puño. En esos huecos solía él amarrar sus nasas. Cuánto hubiera dado porque todo aquello no fuese sino una pesadilla. Ojalá nunca hubiese conocido otra vida. Cerró los ojos, se tapó los oídos e intentó oír un zumbido que de niño él llamaba el silencio del mar…

Por un instante olvidó el peligro a que se expondría unos minutos después, cuando intentara penetrar en la ciudad. ¿Estaría allí todavía la cruz que grabaran él y Juanito el Cojo, cuando juraron compartir el cacicazgo en la tribu de los indios Carajos? Nadó unos metros hacia abajo, a la derecha, y ¡allí estaba! De pronto, atragantado por el deseo de soltar el llanto bajo el agua, se reconvino con rabia: «¡A llorar a la iglesia, coño!»; y volvió a subir hacia donde se deslizaba, fragmentaria y trémula, la blanca sombra de Evaristo.

Entre los dos perforaron las capas de aire de los bultos y los amarraron a los huecos de la roca, en el fondo de la hondonada. Allí estarían seguros hasta el día siguiente. Los bultos traían una argolla y un cordel, dentro de un sobrecito de plástico transparente. Tanto la tela como el cordel resistirían el embate de cualquier pez, incluso los dientes de una picúa. Lo importante era hacer un buen nudo marinero.

Al salir, en un lugar a cubierto de cualquier mirada, se quitaron las patas de rana, la careta, la mascarilla, los tubos de oxígeno y una mochila que llevaban a la espalda. De ella extrajeron pantalones, una camisa de mezclilla y unos tenis. En los bolsillos del pantalón, cada uno llevaba una cartera dactilar, un carné laboral, unos pocos pesos arrugados y algunas monedas.

Segundo escondió los tubos y demás implementos de pesca submarina en un pozo que había a unos tres metros del lugar donde se vistieron, y que estaba lleno de basura desde la época en que dejara de servir como registro para las válvulas hidráulicas de una piscina situada en los fondos de una casa abandonada.

Salieron a la avenida Primera, y caminaron por la calle 34 hasta llegar a Tercera. Allí doblaron hacia la calle 32, y se detuvieron a esperar una 96, rumbo a La Lisa.

Se apearon en la calle 51, caminaron cinco cuadras y llamaron a una puerta. De inmediato oyeron una voz femenina:

—¿Quién?

—Sésamo.

Y la puerta se abrió.

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