Iris

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Xavier » Capítulo 5

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Pero Soji no sólo le contaba rumores, descubrió Xavier, aunque debía haberlo sospechado desde hacía mucho.

La había conocido en una de sus rondas de patrullaje. Iba en jipu por las calles destruidas del centro imaginando que los edificios en ruinas eran el resultado de una guerra, preguntándose cómo era posible que SaintRei hubiera dejado que todo se deteriorara tanto, cuando una mujer apareció en una esquina agitando las manos. Tenían órdenes de no detenerse, la insurgencia usaba a mujeres como señuelo para atraer a los shanz hacia trampas. El jipu siguió de largo, él se quedó mirando a la mujer. No era irisina pero lo parecía: tenía la piel muy blanca y reluciente, como si le faltara el pigmento que asemejaba a algunos irisinos con los albinos.

Observó a la mujer hasta perderla de vista. Su rostro implorante lo acompañó durante varios días. No fue difícil encontrarla semanas después. Caminaba abriéndose paso entre la multitud en un mercado, observando puestos que ofrecían huevos de dragones de Megara (lagartos gigantes, traducía Xavier), animales colgados de ganchos que se asemejaban a gallinas con el caparazón de una tortuga y la cabeza de una iguana. La vio sentada en un banco tomando un güt humeante y se detuvo. Pidió que lo cubrieran.

Ella alzó la mirada y lo vio. El gewad de color ladrillo tenía incrustaciones de perlas falsas a la altura del pecho. Dijo algo en irisino, Xavier hizo señas de que no la entendía a pesar de que la frase traducida apareció en sus retinas. Ella cambió de idioma y le dijo que se acordaba de él. Xavier quiso saber qué había pasado aquella vez. Necesitaba ayuda para un amigo agonizante. Tenía una enfermedad de los pulmones, había sido minero. Xavier susurró para que no lo escucharan sus brodis: quería ayudarla. Ella dijo que podía encontrarla en el mercado cuando quisiera y se despidió.

Xavier buscó formas de volver a verla. Salía a los tugurios de la ciudad cuando no estaba de turno. Soji vivía con Mun, una irisina con el cuello estirado por trece aros, en el séptimo piso de un edificio del centro. Cuando Soji se la presentó, Xavier le extendió la mano pero ella no le devolvió el saludo. Era mejor así. Había tocado a irisinos en la prisión del Perímetro, la textura rugosa de su piel producía escalofríos. Décadas de mutaciones los habían convertido en lo que eran: doloroso verlos. Munro quiso eludir responsabilidades argumentando que antes de las pruebas nucleares en la isla había ofrecido relocalizar a los irisinos; algunos habían aceptado, pero la mayoría no, porque consideraba que Iris era un lugar sagrado y ancestral.

Se sintió incómodo con Mun cerca; tenía relaciones cordiales con los irisinos que trabajaban en el Perímetro —traductores, choferes, cargadores—, pero nunca había cruzado con ellos más palabras de las necesarias y jamás se le hubiera ocurrido verlos como amigos. La miraba asombrado como un fenómeno de feria y quería preguntarle cómo le habían puesto los aros en torno al cuello y si le dolía y si no prefería sacárselos. Se quedaba callado, y leía al Instructor, que decía que los aros en el cuello eran un símbolo de belleza para las irisinas, que las jóvenes ya no seguían esa costumbre excepto las que provenían de las aldeas más pobres…

Xavier se compadecía de las penurias de Soji y le traía alimentos de contrabando. Estaba seguro de que Luann lo habría comprendido. Podía haberse ido a Alaska en un barco carguero, como había sido su plan original, pero luego se le había ocurrido que ya que la decisión de irse estaba tomada debía ser radical. El sueño de Luann había sido Iris y él debía continuarlo. No le interesaba el ultimate high de ella —se hubiera reído al saber que en todo su tiempo en Iris él sólo había probado swits—, no tenía su carácter y todo le costaba. Quizás en Alaska podía haber estado más tranquilo, pero ya de nada servía eso. Sólo le quedaba tratar de construir una vida en Iris, y mejor si lo hacía acompañado.

Soji le contó que había vivido durante un par de años en Yakarta con Timur, un experto informático tan celoso y posesivo que montó en el piso un sistema de circuito cerrado para controlarla cuando él no estaba. Decidió dejarlo el día que lo descubrió. Lo peor comenzó ahí: la llamaba por la madrugada y le hacía escuchar el ruido del percutor de un revólver, le dejaba mensajes amenazantes, la seguía después del trabajo. Soji recurrió a la policía, pero no encontraron registros de las llamadas ni de los mensajes y concluyeron que el exceso de trabajo le estaba jugando una mala pasada. Ella les dijo que Timur podía borrar registros y hacerlos aparecer a su antojo, pero le pidieron que no les hiciera perder el tiempo. Las amenazas arreciaron y se sintió vigilada: creía que él la observaba desde el Qï, que la seguía desde los drons que se desplazaban por la ciudad flotando sobre las cabezas de los ciudadanos. Un día se descubrió escondiendo el Qï en un armario para no ser vista por él, comunicándose sólo a través de la escritura en retazos de papel que botaba a la basura una vez que los leía la persona a la que le escribía, y pensó que no podía continuar así y que era hora de retomar el control de su vida. Si la policía no le aseguraba la paz, huiría rumbo al único lugar en el que sospechaba que podría estar a salvo de Timur. Iris.

A veces veo entre los shanz a alguien que se parece mucho a él, dijo ella. Y me desalmo. Den me digo tranqui, son las secuelas. No sé si hice lo correcto. Escapé en vez de dar la lucha, encontré la paz mas a qué precio. Den pienso en lo que descubrí ki y no regreteo nada ko.

Nostá bien de la cabeza, pensó Xavier. Paranoia pura. Quizás había estado mucho tiempo sola, extraviada, viviendo a la intemperie o refugiada en edificios en ruinas, sin nada que comer, sin más compañía que unos cuantos irisinos y pieloscuras tan pobres como ella.

Soji había trabajado durante un tiempo en el Perímetro, en la oficina encargada de administrar las minas. Su curiosidad la había llevado a aprender los rudimentos del irisino y, a su vez, eso hizo que sirviera de enlace con los líderes de los mineros irisinos. Fue enviada varias veces a Kondra y a Megara a negociar con ellos, aprendió de su religión, de los abusos que sufrían, y terminó identificándose con su causa.

Tenían marcas por todo el bodi, cicatrices de riflarpones, huellas del electrolápiz que usaban pa castigarlos. Se pintaban de negro o rojo sobre esas cicatrices pa que no se notaran. Uno se llamaba Wilc y le faltaban dientes. Entendí que había estado en la cárcel porque creían q’era un contacto de la insurgencia, y que allí lo torturaron desdentándolo. Una tarde no acudió a la reunión y me dijeron que la noche anterior se había fugado, que mandaron chitas a perseguirlo y lo cazaron como a un animal en las afueras de Kondra. Le dieron de chicotazos en la espalda hasta que sangró. El capataz escribió nel cuello sus iniciales con la punta del riflarpón.

Xavier se estremeció al pensar en los chitas, esos temibles robots capaces de correr tres veces más rápido que un ser humano, usados para cazar irisinos. La presión de políticos irisinos y representantes de derechos humanos había logrado que SaintRei dejara de usarlos en las ciudades, pero servían en las minas y acompañaban a los shanz en misiones peligrosas en el valle de Malhado.

Lo ocurrido con Wilc había llevado a Soji a no volver al Perímetro. Se quedó en Kondra, cerca de las minas. Quería ayudar a los irisinos a organizarse para lograr un trato más equitativo con SaintRei. Su idealismo no duró mucho: ellos la veían como una extraña y desconfiaban. Ni siquiera era una kreol (una hija de pieloscuras nacida en Iris, o la que provenía de la mezcla de pieloscura con irisino o irisina). La fueron marginando hasta que un día le dijeron que no era bienvenida. Tuvo que volver a Iris. Desde entonces vivía en la ciudad, o mejor, sobrevivía. Lo confesaba: tenía un odio profundo a la ocupación, pero a la vez extrañaba el Perímetro.

Xavier quiso saber si estaba dispuesta a volver. Ella se demoró en responder. Se sacó los aros de las muñecas, jugó con ellos. Fulguraban en sus manos pero a la vez perdían algo de vida: el contraste de sus colores chillones con la piel de las irisinas o la de Soji les daba un brillo particular, destellos que iluminaban su paso por calles y mercados.

Soji le contestó que si se podía, sí. Él le dijo que lo intentaría.

Habló con sus superiores. Es una desertora, dijo Reynolds cuando se enteró de quién se trataba, las reglas deben respetarse. Nunca habían faltado los pieloscuras que por una u otra razón abandonaban el Perímetro y abrazaban una forma de vida irisina. Sin embargo, Reynolds hizo todo por ayudar a Xavier a que Soji fuera readmitida en el Perímetro. No es bueno ir contra la moral de la tropa, decía un nuevo comunicado de SaintRei que intentaba rectificar décadas de mano dura para mantener las leyes. Debemos evitar deserciones. Hay que tomar en cuenta que los shanz luchan nun territorio inhóspito, extrañan el mundo que han dejado atrás. Hubo baterías de tests para ver cuán «intoxicada» estaba Soji por las creencias de los irisinos, cuánto de empatía tenía hacia ellos. Al poco tiempo, después de que se comprobara que no era peligrosa, Xavier se llevaba a Soji a vivir a su pod en el Perímetro.

Xavier no tardó en descubrir que ella creía en la religión irisina. A veces mencionaba a Xlött con convicción, otras a Malacosa y a algunos dioses menores. Él los conocía por los templos diseminados en las calles de Iris; los shanz tenían prohibido entrar a ellos, pero desde la puerta él podía atisbar esos monumentos que adoraban los irisinos, salpicados de flores y envueltos en incienso: dioses con cara de animales o forma de plantas. El templo al Dios Boxelder, en un distrito comercial cerca del centro, lo convenció de que no debía ser fácil vivir con las secuelas de explosiones nucleares. Te hacían erigir un templo a un insecto.

Un día que él tenía libre ella le pidió que fueran a conocer el Gran Lago. El viaje fue tranquilo a pesar de la carretera en mal estado. Una colina se recortaba en la distancia y ella le dijo que pertenecía al clan del dragón de Megara; cuando a los miembros de ese clan les llegaba la hora del verweder, debían pasar inevitablemente cerca de esa colina. Con algo de esfuerzo Xavier creyó distinguir en los contornos rocosos de la colina la espalda de un dragón de Megara. Soji le habló de un dragón herido que debía proveer a sus seis criaturas y por ello había enrumbado hacia el Gran Lago; lejos del desierto habría vegetación. El dragón podría morir luego en paz, la colina conmemoraba el lugar de su muerte. Cada hijo era un nuevo camino. A partir de ahí había varias opciones, el trazo del dragón se convertía en seis trazos. El entusiasmo de ella contagiaba.

Fue Soji quien le explicó qué era el Advenimiento. Xavier le dijo que tuviera cuidado, si SaintRei se enteraba se metería en problemas. La libertad de cultos funcionaba fuera del Perímetro, no dentro. Soji tuvo cuidado. Una vez a la semana, por la noche, se escabullía a salas vacías dentro del Perímetro y se reunía con creyentes como ella —pieloscuras, irisinos que trabajaban dentro de la base—. SaintRei creía tener localizados a todos gracias al geolocalizador en los lenslets de quienes vivían en el Perímetro; sin embargo, en el mercado negro de los shanz se ofrecían dispositivos para neutralizar el geolocalizador y dar una información diferente a la correcta. Igual era arriesgado hacerlo.

A veces Soji volvía pasada la medianoche y otras en la madrugada, con las pupilas dilatadas y una electrizante convicción en sus palabras: el jün le había revelado la verdad. Debía experimentar el hemeldrak. El momento de éxtasis en la ceremonia del jün, cuando la planta ya ha hecho efecto y lo único que uno quiere hacer es perderse en la contemplación del cielo. Xavier sabía del jün, pero prefirió mantenerse a distancia: era la planta psicotrópica que los irisinos usaban en sus ceremonias. El ultimate high de Luann.

Xavier vivía asustado, no sólo por la posibilidad de que arrestaran a Soji sino por la sensación de que ni siquiera el Perímetro era un lugar seguro: las creencias de Iris habían traspasado sus murallas y reptaban insidiosas de edificio en edificio. No podía confiar en nadie: aquellos irisinos humildes que limpiaban los baños de los edificios, esos shanz que defendían lo mismo que él podían ser por la noche brodis de Soji a la hora de rezarle a Xlött.

No entiendo a qué quieres llegar, le dijo una vez Xavier después de una larga discusión. Milagro den, explotan por una razón divina.

No sé si es un milagro. Sí una señal.

Cuál es la diferencia, no has visto nada. Son rumores.

Tú viste algo.

Sólo sentí una fuerza que me tiró al suelo.

Hacía tiempo que había Afuera suicidas con bombas poderosas del tamaño de swits, las ingerían y explotaban en cafés y parques. Esa tecnología no estaba disponible para los irisinos. A menos que hubiera pieloscuras trabajando para la insurgencia.

Por qué Xlött manda una señal precisamente nau.

Orlewen está ki pa convertir en realidad los deseos de Xlött, el tono de Soji era didáctico. SaintRei obliga a los irisinos a servir en las minas y eso tiene que cambiar. Las minas están nel lugar más tóxico de la isla, aparte de q’el aire de las galerías los debilita. Con suerte llegan a los cuarenta años.

He visto ancianos.

Excepciones que confirman la regla.

Nos tampoco la pasamos bien. Hay shanz que no han llegado a vivir ni diez años.

No se compara. Nos elegimos esto. Ellos no.

Quiero pruebas. Pa mí Xlött es como Malacosa. Una leyenda popular.

Xavier salió dando un portazo. Deambuló por el parque Central. Los jóvenes hacían volar cometas eléctricas y jugaban con krazikats y wakidogs (gatos genéticamente modificados que prestaban atención a sus dueños, perros hiperexcitados todo el tiempo). Los shanz en su día libre se recostaban en el césped a jugar en el Qï, a ver series sangaìs. Las patrullas de turno trataban de pasar desapercibidas pero de vez en cuando asomaba el brillo de un riflarpón. Los drons se desplazaban por entre los árboles y los espacios abiertos, cubriendo sin descanso todos los sectores.

Llegó a ocurrírsele que todo lo relacionado con Soji era una ficción. Las autoridades de Yakarta debían estar en lo cierto: no había informático que la hubiera amenazado, ella sufría de delirios de persecución y así había terminado en Iris. Los delirios seguían, y aunque se presentaba como altruista en su relación con los irisinos, quizás en el fondo había abrazado la fe de Xlött porque creía que era lo único que podía protegerla de su expareja. Pero Xlött era una superstición, con lo cual Soji básicamente recurría a una ficción para preservarse de otra.

Qué sabía de ella. No podía exigirle mucho. Todos los que llegaban a Iris estaban dañados. Huían de algo sin saber que ese algo se venía con ellos. Como él, que acarreaba a Luann y a Fer por todas partes.

Debía dejar en paz a Soji con sus creencias. Mientras ella estuviera con él, mientras creyera en él, podía ser capaz de aceptar su paranoia, su delirio, su fe.

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