Iris

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Xavier » Capítulo 6

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Volvieron los días de guardia, el patrullar nervioso por calles polvorientas. Los movimientos involuntarios de su bíceps derecho habían empeorado; debía hacer esfuerzos para que sus brodis de patrulla no se dieran cuenta. Reynolds lo notó una mañana antes de salir del Perímetro; le hizo estirar los brazos, ordenó que los mantuviera quietos. Sólo el izquierdo no se movió.

Si no quiere salir puedo reasignarlo. Será un día tranquilo.

Voy, dijo Xavier. Lo repitió como para cerciorarse de que era cierto lo que decía.

Recuerde, le di la oportunidad de quedarse.

El bodi de Reynolds era compacto, el uniforme azul con el sello de SaintRei en el pecho —el perfil estilizado de unas montañas— resaltaba sus músculos. Hacía ruidos extraños al respirar, como si se ahogara. Se decía que estuvo a punto de ganar una carrera contra un chita, lo que atizaba los rumores sobre su naturaleza artificial.

El Código es severo si decide hacerlo por cuenta propia, continuó Reynolds. Podría terminar en la cárcel ko. O perder ese pod tan cómodo que tiene. Podemos revisar los tests de su mujer tu, no hemos sido estrictos y lo sabe.

Para qué asustarlo. Se había dado cuenta de su fragilidad, sospechaba que algunas madrugadas no quería salir de su cama y hubiera preferido refugiarse en el baño. Sí, tirarse en el piso en posición fetal, contener las lágrimas mientras amainaba el ataque de pánico.

Reynolds cambió el tono, le puso una mano en el hombro.

Normal lo que le ocurre. El miedo, la tristeza, las pesadillas. Difícil mas normal.

Xavier asintió.

Tiene que salir a luchar por todos nos, recuérdelo. Nosos enemigos son dung. Dung de las mejores. Dung dung… dung.

Se dio la vuelta, dando la conversación por terminada. Xavier tardó en despertar. Reynolds lo había sorprendido. En el jipu, se dijo que igual no debía bajar la guardia y permitir que Reynolds fingiera ser su amigo.

Cuando se asomaba al anillo exterior se le venía a la mente el rostro solemne de Song y tenía ganas de disparar a los irisinos que veía en las puertas de sus casas, incluso a los que agitaban la mano amistosamente y le pedían alimentos en su idioma de sintaxis retorcida. El sol le quemaba la cara, debía bajar la máscara de fibreglass del casco para protegerse. Escondía los ojos, mejor así.

Prith, un shan que era díler de los oficiales, le ofreció PDS (polvodestrellas). Song había sido adicto al PDS; Xavier lo recordaba afirmando entusiasmado que con PDS todos los colores y sonidos eran más intensos y que cuando lo ingería se conectaba espiritualmente a toda la humanidad, incluso a aquellos que se habían quedado Afuera.

Si está prohibido debe de ser peligroso, dijo Xavier.

Por su grado extremo de empatía, di, replicó Prith haciendo una mueca desdeñosa.

Mas nos dan swits empáticos seguido.

Pa tolerar Iris y no ponernos a disparar al primer irisino que veamos, di. Hay empatías y empatías.

Indid, escupió un pedazo de kütt al suelo. Xavier se fijó en los tatuajes de Prith en los hombros. La proa de un barco en alta mar. Una lluvia de puntos que se le antojaron estrellas fugaces. Qué decía de él. Las ganas de comunicarse a través de los gestos, las manchas del bodi. Conocía la leyenda del hombre del mapa, un shan que después de una ingestión potente de swits había visto el mapa detallado de la ciudad infinita de los muertos y se lo había tatuado por todo el bodi. Como no se calmaba, los oficiales lo arrestaron y lo tuvieron un par de semanas en la cárcel. Ni siquiera eso lo arredró. Volvió a las filas. Un buen shan, dijeron los oficiales a modo de disculpa. Todos somos él, pensó Xavier al ver a Prith: tartamudos, incompletos hombres del mapa.

No me interesan las drogas empáticas, dijo Prith. Prefiero las que me despiertan la agresividad y sacan a pasear al búfalo que llevo adentro.

Pa eso estamos ki, di.

El ultimate high de Song. Debía intentarlo. Las cosas químicas le producían confianza; las naturales le provocaban miedo, eran difíciles de controlar y él no quería perder el control.

Escuchó el precio. Le alcanzaba para siete pastillas de colores rojos y azules.

Esa noche, en el bar de los franceses, Prith recibió geld y Xavier las pastillas.

Una madrugada despertó para ir al baño y al volver lo rebeló el sueño pesado de Soji, sus ruidos guturales. Dormía con los labios abiertos formando un círculo, como capturada en un gesto de terror. Quizás lo era, quizás veía en sueños la llegada del Apocalipsis. Tuvo la tentación de despertarla. Golpeó la pared, hizo caer el riflarpón. Nada. Se cruzaba poco con ella porque los dos estaban fuera durante el día y luego Soji salía del pod en la noche temprana, a sus reuniones. A orarle a Xlött, a pedirle fuerzas para que ayudara a Orlewen en su lucha.

Ella decía que no era nada personal pero él se sentía aludido, como si el dedo de un ángel vengador lo señalara. Era injusto, SaintRei había aprendido de sus errores, había que luchar contra el enemigo pero aun así ya no estaban en la época de la represión brutal. Él lo vivía en la práctica, en las nuevas reglas que debía seguir cuando le tocaba estar de patrulla y que eran culpables de la muerte de Song. Tan sólo meses atrás, en una situación similar, Song y él habrían aniquilado al anciano sin necesidad de hacer preguntas. Un poco absurdo; Orlewen se había hecho fuerte a partir de ese cambio de actitud.

Tosió. Soji parecía llorar en sueños.

Sacó una pastilla de PDS de un cajón y la miró con delicadeza, como si se tratara de una piedra preciosa, la llave que lo sacaría de sus angustias, una promesa de inmortalidad o al menos algo más que veinte años.

No, no lo haría.

Shan o boxelder.

Shan shan… shan.

Lo hago por ti, Luann.

Se metió una pastilla a la boca. Salió del pod.

La mañana era fría, el aire tan claro que podía ver las colinas en la lejanía, las nubes color carbón que se desplomaban sobre el camino que iba hacia el valle de Malhado. Xavier iba en el jipu con Rudi, un shan que provenía de Guatemala y hablaba con lentitud, sin juntar las palabras. Había llegado hacía menos de un mes, le dijo que la soledad lo mataba, que se distraía haciéndole preguntas al Instructor o jugando Yuefei. Extrañaba Afuera.

Se te pasará, di. Tanta gente, las ciudades pronto serán invivibles. Alguna vez valieron la pena, nau un huracán, la subida de las aguas, cualquier cosa las destruye.

A no ser que seas Sangaì para tener recursos y construir una fortaleza a tu alrededor.

A Sangaì ya no se puede emigrar. No los culpo.

Por qué qomkuats habrá venido, se dijo Xavier, mas no importan las razones: sintió pena por él. Aquí venían los que ya no le encontraban sentido a la vida pero eran incapaces de suicidarse, por convicciones religiosas o éticas, cobardía o falta de costumbre. Los que se habían vuelto fantasmas para los otros pero no lo sabían del todo. Venir a Iris era una forma lenta de suicidio. Tuvo pena hasta del Dios que había creado todo, porque las cosas no le habían salido tan maravillosas como hubiera querido para su creación. Un Dios menor, un demiurgo borracho o atolondrado, que había dejado a los humanitos a merced de sí mismos. Había que pagar las culpas de ese Dios y ahí estaban, dándose de golpes en las tinieblas, sus gestos extraviados como la única moneda de cambio para la cancelación de esa deuda.

Un sacudón eléctrico. Una oleada de aire frío. Xavier sintió el primer embate del polvodestrellas y se preparó para lo que vendría.

Cómo haces para no extrañar, dijo Rudi.

Otro con preguntas tontas. Xavier se regodeaba ayudando a que esos chicos altaneros recién llegados en busca de aventura se comieran su orgullo, como si ése fuera el único alimento posible para ellos. En cuanto a los otros, los asustados como Rudi, la labor era más fácil pero igual de necesaria. Sólo se trataba de empujar al abismo a aquellos que asomaban su cabeza, inocentes, curiosos.

Veo el Afuera como un planeta imaginario, di, dijo Xavier sintiendo que los músculos de la cara se expandían y hacía una sonrisa involuntaria. Desos que aparecen en los juegos. Con tecnología, lenguaje, religiones inventadas.

No es tan fácil.

Lo es después dun tiempo.

Rudi lo miró asombrado y lo dejó tranquilo. Pero no era cierto que fuera fácil. Porque Luann estaba sentada a su lado. Tenía puesta la blusa blanquiceleste de los River Boys con la que solía dormir en las noches cálidas del verano. Su piel lanzaba chispas que salpicaban a Xavier. Una de las chispas se posaba en la palma de su mano pero desaparecía cuando intentaba cogerla entre sus dedos. Como los arcoíris. Xavier había ido una vez en busca del final de uno con Katja y Cari, en un cerro en las afueras de Munro. A medida que se acercaban el arcoíris retrocedía, hasta que, cuando estaban a punto de atraparlo, se fue y no volvió más. Esperaron en vano durante una hora. Ese recuerdo se había vuelto mágico con los años. Sus hermanas y él bromeaban con aire cómplice, y cuando uno de ellos se metía a un proyecto utópico lo llamaban guardián del arcoíris. Xavier se sentía uno de ellos en Iris. Un orgulloso guardián.

El jipu aceleraba y las casas se convertían en ráfagas rojizas como la tierra que lo rodeaba, y en el cielo la estela gris de los drons se movía y parpadeaba. Luann lo abrazaba y él se sentía protegido. Sonreía. Carcajeaba.

Pasa algo.

No te distraigas, di.

Los guardabarros laterales del jipu eran las pinzas de una langosta. En la pantalla, las lucecitas anaranjadas y azules se encendían y apagaban. Los números palpitaban. Anuncios de una pelea de muaytai; la versión irisina era más brutal que la de Munro y no le llamaba la atención. Los primeros meses en Iris había participado en peleas clandestinas con shanz, hasta que una patada bien puesta le descentró la mandíbula por un par de días. Su padre aguantaba esos golpes todas las semanas. Esa furia. No debía de ser fácil, llegar a casa y esconder la furia. Aunque él lo hacía bien. El problema había comenzado cuando dejó de pelear. Muy rápido todo. No llegar a los cuarenta y tener que retirarse porque los jóvenes son más fuertes y ágiles. Vivir de recuerdos el resto de la vida. Así cualquiera se ahogaba. No, no justificarlo.

Nova le sonrió desde un afiche enorme en una esquina. Era la primera artificial que había triunfado en los Hologramones de Afuera. SaintRei había creado un clon de ella para Iris. Pero la gente quería a la artificial verdadera y su presentación había resultado un fracaso. Xavier no era exigente, no quería serlo. Esa noche se había divertido en el Hologramón.

No debiste, susurró Luann. No debiste.

Que no le recriminara nada. Para eso se había exiliado en Iris. Pero escapar no era fácil. Cerró los ojos, quería que ella desapareciera.

Todavía seguía ahí. Tenía brillos en el pelo y llevaba puestos los aros de Soji. Fulguraban como si fueran de un material radiactivo. Quizás lo eran.

Circulaban por las calles del anillo exterior. Debía estar alerta. Debía. Estar. Alerta.

El jipu se detuvo. Las pinzas de langosta titilaron. Quiso bajar.

Dónde vas, di. Vuelve, tendré que reportarte.

Una calle principal iluminada por reflectores blanquecinos. Se internó por callejuelas oscuras, se sintió observado por drons. Luann venía con él. Imaginó que alguien en la sala de monitoreo se fijaba en algo sospechoso en esa pareja, revisaba en los archivos y hacía conexiones inmediatas; al rato una patrulla los bloqueaba en la siguiente esquina, les revisaba los iris de los ojos para identificarlos, se cercioraba de que no estuvieran haciendo nada incorrecto.

Luces rojas y amarillas suspendidas en las ventanas de las casas. Caminaba dentro de un holo, con cada paso iba ganando puntos. Cada gesto se le iba haciendo interminable. Su bodi era de un material esponjoso, elástico. Contracciones involuntarias de la mandíbula. Apretaba los dientes. El lugar adonde iba parecía alejarse como el arcoíris. Dónde estaban sus piernas. Una de ellas avanzaba y la otra la seguía. Los movimientos se repetían. Un brazo estaba ahí, colgando. El otro también. Eran suyos esos brazos.

Luann se detuvo frente a una puerta custodiada por dos mujeres idénticas. Gemelas de verdad o artificiales, dijo. Vieron el uniforme y lo dejaron pasar. Los ruidos retumbaban por el pasillo. Leyó frases de Orlewen en las paredes:

Ustedes son los verdaderos mutantes

El Advenimiento adviene

Fue a dar a un segundo piso con sofás de color rojo chillón. Cuando comenzó a salir con Luann iban con frecuencia a getogeters; insistencia de ella, cada día que se quedaba en el piso lo sentía como perdido. En Munro había una competencia de rikshòs que recorría la ciudad y era conocida como «La vuelta al valle»; cuando salían a getogeters ella decía que quería dar «La vuelta al valle», las noches se hacían interminables, dibujaban un circuito tortuoso en el mapa de Munro, con subidas y bajadas y excursiones a distritos peligrosos. Solían llegar a la madrugada y a veces ni siquiera eso, de regreso al piso veían una fila de gente esperando entrar en un after mientras los bouncers de gafas oscuras se hacían los importantes y recibían geld por debajo, y Xavier estaba seguro de que Luann gritaría que ese after era suyo, sin él la vida estaría incompleta, y allí iban, cansados pero felices.

Música de tambores. Parejas y grupos en las mesas, en los pasillos. Irisinas de pieles que contrastaban con los colores de sus aros (cómo les gustaba el amarillo neón, el anaranjado incendiario, el púrpura eléctrico). Qué hacían por la mañana en ese getogeter. Olor punzante, parecido al incienso. El camarero trajo un licor dulzón hecho de hierbas con un toque de brebaje de farmacia. Los cuadros en las paredes: figuras geométricas rojas que flotaban en espacios negros, afiches de bebidas alcohólicas, de héroes y heroínas de la insurgencia.

Un anuncio de una pelea de muaytai estuvo a punto de indisponerlo. Su padre lo agarraba colgado de los pies al borde de los escalones en el segundo piso de la casa, le gritaba uno de sus refranes inventados, su sabiduría de bolsillo que procuraba corregir la supuesta mala educación de sus hijos, no por mucho escuchar mis órdenes dejarás de obedecerlas,

y

lo

dejaba

caer.

Golpeaba la cabeza contra uno de los escalones, se desvanecía. Katja y Cari lo llevaban a su cama. Arriesgada Cari, porque él también se las tomaba con ella. Katja había tenido suerte. Su madre también, aunque ya no estaba seguro de eso. No sabía qué pensar de ella. Podía haber hecho algo. Intervenir. Interceder. Y sólo el silencio. El silencio solo.

Era el alcohol, había pensado durante tanto tiempo. Ahora no estaba seguro. Algo más que eso. Algo que estaba en su padre antes incluso de comenzar su carrera triunfal en el muaytai. Antes de los afiches y los premios y las mujeres que se le entregaban, la gloria efímera de las noticias. Un vacío llenado con patadas voladoras y movimientos de brazos capaces de ahogar al rival. Luego, el retorno al vacío. O al menos eso creía. Una caída tan abrupta. Un día campeón, poco después el deseo de retirarse mientras seguía arriba. Decía eso en las entrevistas pero en su cara no había felicidad. Tenía como para cinco años más en la cima. Una decisión tan misteriosa como cuestionable. Sobre todo para él y Cari. Y ellos tan orgullosos de su padre ante sus amigos, contando sus hazañas en el ring. Él, que veía sus peleas y quería emular ciertos movimientos ante un espejo. Él, que no tenía un espíritu luchador pero estaba dispuesto a seguir la senda de su padre. Hasta los catorce sólo había soñado con dedicarse al muaytai. Quería que su padre lo abrazara y estuviera feliz de él. Faltaba el temperamento. Y sin embargo estaba ahí, en Iris, con un riflarpón en la mano. Quizás seguía tratando de impresionar a su padre, aunque él ya no estuviera cerca.

Se levantó para ir al baño. Los cuadros y el piso se movían. Como si hubiera tomado mucho, como si se hubiera echado en la cama y las aspas de un heliavión imaginario hubiesen comenzado a rotar. Todo retumbaba en uno de sus oídos. En el otro un zumbido.

Caminó peleando contra la fuerza de gravedad. Cada uno de sus pasos le costaba, como si tuviera que cortar un aire espeso para desplazarse. Daba indicaciones mentales para que una de sus piernas se moviera hacia delante y confiaba en que la otra pierna escuchara las instrucciones e hiciera lo propio. A veces no lo hacía y se quedaba quieto, como si no supiera qué seguía, como si se hubiera olvidado de que para caminar de un lugar a otro había que usar las piernas. Para qué moverse, por qué no quedarse quieto. Un problema filosófico. Un complejo desafío existencial. Para qué hacerlo y sin embargo hacerlo. Sí, avanzaba. La travesía continuaba, por más que no llegara a toparse con el principio o el final de un arcoíris. Qué era un arcoíris.

Las calaveras en las paredes le sonreían. Apareció el cuadro de una virgen puesto al revés, emitiendo destellos desde el halo que la rodeaba. Otro cuadro en el que varios pieloscuras se encontraban suspendidos de cabeza. El fokin Advenimiento. Un reloj que no daba la hora. Un afiche en el que la lluvia amarilla caía desde cuatro aviones. Un dibujo amenazante de Orlewen.

Vomitó en el baño. Le dolían los irisinos. Le dolía que hubieran recibido esa lluvia. Tan fácil entenderlos, y sin embargo costaba. Había que apagar el Qï, taparse los oídos con cera para no escuchar las instrucciones de SaintRei.

Estaba hincado en el suelo y tenía la cabeza metida en la taza. Los irisinos no eran dung, él era dung. Todos sus días serían así. No habría más normalidad para él.

Luann.

Golpes en la puerta. Que se apurara.

Cuando volvió a su asiento descubrió que habían encendido velas. La sala se había convertido en el recinto oloroso a palosanto de una iglesia popular en las afueras de Munro. Se estremeció: hacía tiempo que no iba a esas iglesias. Alguna vez la casa de su infancia se había transformado en una iglesia, de la mano de ese predicador con una cruz tatuada en la frente que vino a oficiar una misa, a bendecir los cuartos y la sala, poco después de que papá le diera una pateadura a mamá. Mamá se cubría la cara en el suelo mientras papá corría a la cocina como desaforado, amenazando terminar todo con un cuchillo, gritando Las intenciones, asesinas son del alma. Katja miraba todo sin hacer un solo gesto, hipnotizada por la fuerza de la realidad. Cari lloraba y no se desprendía de su muñeco parlante. El muñeco mugía, balaba, gruñía, y Xavier quería tirarlo por la ventana.

Alrededor de veinte personas hacían un semicírculo en la sala. Un hombre a quien creyó reconocer como uno de sus superiores dirigía las oraciones. Cómo sería el cráneo de Reynolds. Abrirlo, una gran aventura. Sólo placas yuxtapuestas, cada una con códigos que se hablaban entre sí para crear emociones, articular ideas. Entre los ojos un chip borboteando datos, imágenes incesantes que se superponían a todo lo que podía verse a través de las retinas. Una realidad aumentada. La realidad estaba siempre aumentada, eran los hombres los que la veían pequeña y debían servirse de diversos ayudines para percibirla más intensa. Los pobres humanitos.

Una letanía estremecedora salió de la boca del hombre. Xavier quiso fijarse en Luann, que juntaba las manos y dirigía la mirada al techo, pero le costaba concentrarse. El piso seguía moviéndose y las luces de las velas saltaban hacia él como si estuvieran a punto de quemarlo. Ardería en una conflagración, junto a todos.

Las náuseas regresaron. Fer estaba junto a Luann. Debía restregarse los ojos. Agarrar una de las velas, prepararse para la defensa. Un anciano se le acercaría y explotaría y él terminaría en el suelo y Fer y Luann no estarían más con él.

Alzó la vela. Gotas de sebo cayeron en la palma de su mano. El fuego lo quemó. Su grito cortó la letanía. El hombre que lideraba las oraciones lo miró y Xavier se tocó la mano y sintió que le ardía, y luego un bodi helado lo abrazó y su sangre se congeló, se detuvo, cesó la circulación de sus venas y sus arterias, desapareció el rubor de sus mejillas, se desvaneció la herida en la mano.

El abrazo duraba. No podía ver quién era pero lo sentía. Un bodi poderoso y compacto. Como si lo apretujara una roca. Eso era: un bodi de piedra maciza.

Fue adquiriendo contornos: pudo distinguir una cara sin rostro. Las cuencas vacías de los ojos como perforaciones en la roca viva. Un falo inmenso que sangraba, enroscado en torno a la cintura.

No era sangre líquida. Parecían fragmentos de estalactitas.

Un abrazo envolvente y protector y a la vez algo que hacía que su piel se volviera transparente y lo dejaba expuesto a la intemperie.

Se sentía enorme, se sentía invencible, sentía que el corazón del universo discurría por él.

Se sentía una nada, polvo cósmico en la galaxia infinita.

Se sentía como un río luminoso.

Sentía que si alguien lo viera en ese instante se encontraría en las cavernas del horror más profundo.

Dejó de ser abrazado. Escuchó gritos y disparos.

Se desvaneció.

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