Iris

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Orlewen » Capítulo 23

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En el campamento minero en las afueras de Megara había pieloscuras dedicados al contrabando de armas. Fueron ellos quienes proveyeron a Orlewen de materiales para la fabricación de bombas. Le vendieron riflarpones, uniformes de grafex, instrumentos para detectar la presencia del enemigo. Le ofrecieron lenslets piratas, que se conectaban a la localnet y extraían información valiosa sobre el territorio y el clima. Orlewen prefirió no aceptar. Se rumoreaba que los lenslets permitían que todo el que los usara fuera geolocalizado por las computadoras de SaintRei. Que fueran piratas no garantizaba nada.

Dicen las leyendas que el movimiento de Orlewen era completamente irisino. Lo cierto es que tuvo ayuda desde el principio de grupos de pieloscuras y kreols descontentos con SaintRei. Aparte de los interesados en la autonomía irisina y cansados de una situación anacrónica, estaban los humanistas, preocupados por el avance de los artificiales en los núcleos de poder de SaintRei. Esos grupos no aplaudían los intentos de políticos irisinos de llegar a acuerdos con SaintRei. Creían que era necesaria una lucha de liberación nacional, un movimiento descolonizador profundo. La vanguardia de la revolución debía ser irisina, y pieloscuras y kreols debían apoyarla desde sus posiciones de privilegio. Para ellos, Orlewen venía a encarnar fantasías que provenían de todo el espectro ideológico.

Para organizar sus ataques, Orlewen utilizaba viejos manuales de guerrilla urbana. Insistía a sus seguidores que no quería que su revuelta se mezclara con sangre, aunque gente de su entorno como Ankar disentía. Era una propuesta demasiado idealista, quizás podía servir para un primer momento pero no para el largo aliento.

La campaña de bombas en lugares clave de la infraestructura de la ciudad fue tan exitosa que hubo un momento en que los líderes irisinos buscaron reunirse con el jefe guerrillero. Orlewen ganaba en popularidad entre la población, y eso no auguraba nada bueno para quienes creían que esos logros momentáneos harían que SaintRei desatara toda su maquinaria bélica y tomara represalias contra los irisinos. De hecho, ya lo estaba haciendo. Las negociaciones de los dirigentes irisinos con SaintRei fueron canceladas y hubo levas sorpresivas en comunidades alejadas de las grandes ciudades, en las que jóvenes irisinos fueron detenidos y enviados a trabajar a las minas.

Orlewen recibió llamados para deponer las armas a través de varios intermediarios. Era un hereje, le dijeron. Alguien que sólo pensaba en su bien. Un individualista que ponía en riesgo a la comunidad. Le hicieron llegar holos de irisinos arrestados injustamente. Le dijeron que SaintRei amenazaba con usar sus temidos chitas y drons y que tenía la fuerza necesaria como para esfumar a Iris del mapa, llegado el caso.

Orlewen escuchó a los intermediarios, pero dijo que no se reuniría con ningún dirigente irisino que se encontrara en tratativas con SaintRei. Pasaban los años y las décadas, y con la actitud humilde y pacifista no se había conseguido nada. Tan sólo, quizás, mayores humillaciones. Era mejor morir en la lucha orgullosa que seguir en esa postura blanda de rogar que los pieloscuras les tuvieran piedad y se dignaran a tratarlos mejor. Había que seguir presionando para obligar a Munro a que rescindiera las concesiones para explotar las minas a la corporación. Sin SaintRei en la isla, sería más fácil que Munro aceptara la autodeterminación de Iris y el protectorado dejara de ser tal.

Orlewen quizás no debió haberse reunido con ningún intermediario. Uno de ellos traicionó la confianza puesta en él y dio detalles a las autoridades de SaintRei acerca de la ubicación de las fuerzas de Orlewen. Una madrugada, un comando de shanz atacó el lugar con granadas y morteros y apoyo de heliaviones. Orlewen dormía cuando ocurrió el ataque. Su instinto lo llevó a salir corriendo y a meterse entre los árboles. Corrió mientras silbaban las balas y explotaban los morteros en torno a él. No quiso pensar qué ocurría con Ankar y Zama, con su gente fiel.

Se hizo el silencio. Estaba a salvo en una cueva en el valle. No tenía mucho tiempo, los chitas estarían pronto tras sus huellas.

Un político irisino llegó a proclamar ante el Supremo la pronta muerte de Orlewen. Había escapado, pero no por mucho. Se desencarnaría de inanición en el valle. No había que hacer caso a los gestos de tristeza del pueblo ante esa derrota. Orlewen sería olvidado pronto.

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