Iris

Iris


Orlewen » Capítulo 24

Página 52 de 68

Un Orlewen desfalleciente encontró protección en una comunidad de irisinos y kreols con malformaciones congénitas, «defectuosos» que se habían negado a la política de SaintRei de recluirlos en monasterios y habían huido a zonas montañosas de difícil acceso desde los valles.

Una vez que se sintió mejor, Orlewen pidió que lo dejaran solo y se internó en el valle por su cuenta. Asumía las muertes de Ankar y Zama y sus seguidores, o al menos la cárcel. Se sentía responsable del desastre. Necesitaba saber los pasos a seguir. Si valía la pena continuar la lucha.

Caminó por un sendero hasta encontrar un claro. Se echó sobre una roca con una superficie plana como una lámina de grafex. Probó jün y esperó a que hiciera efecto mientras la niebla avanzaba. Estaba lúcido cuando pidió que Xlött lo liberara de su pacto. Era demasiada responsabilidad. Lo fatigaba el pensamiento de la muerte, la de los otros y la suya. Quería salvar a su pueblo, pero no morir ni hacerse cargo de otras muertes. Quería vivir en el tiempo después del Advenimiento, liberado de la humillación de los pieloscuras.

Volvió a tener visiones dolorosas. Las visiones se transformaron en hechos y Orlewen se encaminó al origen de la nueva historia de Iris. La de los bombarderos que surcaban el cielo con su carga letal. Con la lluvia amarilla. Estaba en un descampado en las afueras de Joanta cuando divisó los aviones en el horizonte. Oía su zumbido asesino al igual que los monos y los lánsès, que, espantados, buscaron refugio en lo más profundo del valle. Fue corriendo al pueblo a dar la voz de alerta. Hubo algunos que le hicieron caso y buscaron esconderse del ataque. Él se metió en un jom abandonado por irisinos ricos que, siguiendo el pedido de las autoridades, habían dejado la isla días atrás. Las habitaciones estaban cerradas con llave. Ingresó al jardín. Alguien se encontraba en el cuarto de los criados. Un irisino de ojos desalmados y dientes que castañeteaban. Apuntaba al cielo. La muerte vendrá de ahí, dijo. Vámonos, gritó Orlewen. El zumbido de los aviones era atronador. El irisino se puso a llorar y dijo que no podía irse de la casa porque sus amos lo habían obligado a quedarse custodiando sus objetos de valor hasta que ellos retornaran. Orlewen lo jaló, pero el irisino lo rechazó de un empujón. Rugía de la impotencia cuando sintió que la tierra se sacudía. Como si un rayo hubiera caído en medio del poblado, partiéndolo en dos. Se desplomó en el piso, de espaldas. Alzó la vista.

Vio cómo caía la lluvia amarilla. Caía en las afueras de Joanta, pero la nube en forma de medusa no tardaba en invadir la ciudad. Y veía cómo, al contacto con su bodi, la piel se le derretía y dejaba al descubierto un nuevo bodi de fluidos y huesos y órganos. Sintió que sus huesos se pulverizaban, que los pulmones ardían, que el corazón funcionaba a un ritmo cada vez más apagado. Que al aire le costaba discurrir por la garganta, que las convulsiones lo doblaban de dolor. Que quería correr, a donde fuera, en busca de protección, pero que se quedaba congelado con un paso en el aire, como una estatua de sha. La estatua era derribada

sha entregada a la sha.

Dónde estaba el criado. No lo veía por ninguna parte.

Un ataque de tos. Quizás él también tenía los pulmones enfermos.

El jün no siempre luminoso, a veces aterrador.

El sol se enfrentaba a la niebla y lanzaba destellos fulgurantes que incendiaban los árboles del valle. Tanta intensidad en los colores que a ratos debía cerrar los ojos. Estaba en un desierto y quería hablar con alguien pero se encontraba solo. Su bodi se iba despellejando y se convertía en una enorme llaga.

Una mujer se arrojaba del borde de un precipicio, quería salir de ahí y no podía. La mujer no moría, se arrojaba una y otra vez como condenada a la repetición eterna.

El pecho le temblaba como si el corazón no estuviera a gusto, lo remecían los escalofríos y una manta hirviente se posaba sobre él y el sudor se le escurría por la frente y le dolía la cabeza, incapaz de contener la avalancha de percepciones, agotada ante el esfuerzo que requerían las imágenes que visitaban su cerebro. Una tela fina cubría todo, buscaba a la zhizu que la había tejido y no la encontraba. Debía descabezarla, pero ella se escondía. Ante él desfilaban dragones de Megara rojos con enormes lenguas de fuego. Quién los había creado. Quién. Un Dios saico.

Rostros de guerreros irisinos en la sha. Una raza gloriosa

una raza guerrera

una raza imperial

dónde estaban

debían regresar.

Los jolis se llenaban de puntos rojos. Veía miles de boxelders por el rabillo del ojo. La lluvia caía torrencialmente sobre el valle y surgían jolis por todas partes. Era del clan de los jolis, estaba orgulloso de serlo.

La expulsión parecía no llegar nunca, pero cuando lo hacía todo se justificaba. Sus brodis se agitaban en la superficie, exaltados, y los otros, los pieloscuras, tenían el bodi enterrado en un hoyo en el desierto, su cabeza apenas entrevista, devorados a picotazos por los lánsès. Orlewen, todavía golpeado por el hemeldrak, la mirada en esas nubes inquietas que se escurrían por entre las hendijas de las ramas de los jolis, en esos pedazos de cielo que de cuando en cuando se imponían en su campo de visión, se sentía capaz de enfrentarse sin armas a mil pieloscuras con riflarpones y salir triunfante.

Luego descubría que los jolis habían adquirido una textura membranosa. Nada había terminado.

Ir a la siguiente página

Report Page