Inferno

Inferno


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La gran sorpresa era que aún podía sorprenderme. De hecho, que podía sentir alguna emoción, la que fuera. Que existía.

Estaba, pero no estaba. Tenía la impresión de que era capaz de ver pero no había nada que ver, sólo un color uniforme, una especie de bronce metalizado. A veces oía algún que otro ruido, pero no tenían ningún significado. Y cuando miré hacia abajo no pude ver mi cuerpo.

Intenté moverme pero no pasó nada. Sentí como si me hubiera movido. Mis músculos habían enviado las señales de posición adecuadas. Pero no había pasado nada, nada en absoluto.

No podía tocar nada, ni tan siquiera a mí mismo. No podía sentir, ver o percibir nada aparte de mi propia postura corporal. Sabía que estaba sentado, o de pie, o caminando, o hecho un nudo, igual que un contorsionista, pero no sentía nada de nada.

Grité. Pude oír el grito y grité pidiendo ayuda. No obtuve respuesta alguna.

Muerto. Tenía que estar muerto. Pero los muertos no piensan en la muerte. ¿En qué piensan los muertos? Los muertos no piensan. Y yo estaba pensando, pero estaba muerto. Eso me pareció tan gracioso que sufrí un ataque de histeria. Después logré controlarme y volví a darle vueltas a lo mismo, una y otra vez.

Muerto. Esto no se parecía en nada a ninguna de las enseñanzas religiosas. Cuando vivía jamás me había dejado contagiar por las religiones pero no había ninguna que hubiera advertido a sus fieles de algo semejante. Desde luego, no estaba en el Cielo y aquello estaba demasiado vacío para ser el Infierno.

Mira, Carpentier: esto es el Cielo pero tú eres el único que ha conseguido llegar hasta él. ¡Ja!

No podía estar muerto. Entonces, ¿qué me pasaba? ¿Estaría congelado? ¡Congelado! ¡Claro, me han convertido en un carámbano! La convención se celebraba en Los Ángeles, allí donde había nacido el movimiento para congelar a los muertos y allí donde tiene más seguidores. Debieron congelarme. Me habían metido en un ataúd de doble pared lleno de nitrógeno líquido y cuando intentaron revivirme algo salió mal. ¿Qué soy ahora? ¿Un cerebro encerrado en una botella, alimentado por tubos de distintos colores? ¿Por qué no intentan hablar conmigo?

¿Por qué no me matan?

Quizá aún tienen alguna esperanza, quizá creen que conseguirán despertarme. Esperanzas. Quizá aún hay esperanzas, después de todo.

Al principio pensar en equipos de especialistas que trabajaban para conseguir que volviera a convertirme en un ser humano me resultó muy halagador. ¡Los aficionados! ¡Se habían dado cuenta de que todo era culpa suya y decidieron pagar los gastos! ¿En qué año me despertaría? ¿Y cómo sería todo? Puede que hasta la definición de humano hubiera cambiado.

¿Habrían conseguido la inmortalidad? ¿La estimulación de los centros cerebrales que controlaban los poderes psíquicos? ¿Habría imperios que abarcasen miles de mundos? ¡Yo había escrito sobre todos esos temas y mis libros seguirían en circulación! Sería famoso, yo había escrito sobre…

Había escrito relatos sobre culturas del futuro que robaban carámbanos para conseguir piezas de repuesto que usar en los trasplantes. ¿Sería eso lo que me había sucedido? ¿Habrían despedazado mi cuerpo para utilizarlo como piezas de repuesto? Entonces, ¿por qué seguía estando vivo?

Porque no podían utilizar mi cerebro.

¡Pues que lo tirasen a la basura!

Quizá todavía no eran capaces de utilizarlo.

No sé cuánto tiempo estuve allí. No sentía pasar el tiempo. Grité mucho. Corrí eternamente hacia ninguna parte y sin ningún propósito: no podía quedarme sin aliento y jamás acabé encontrándome con un muro. Escribí novelas, docenas de ellas, dentro de mi cabeza, sin tener ninguna forma de consignarlas por escrito. Reviví aquella última fiesta de la convención un millar de veces. Jugué conmigo mismo. Recordé cada detalle de mi vida, con una sinceridad brutal que jamás había poseído antes; ¿qué otra cosa podía hacer? Y mientras hacía todo eso me aterrorizaba la idea de volverme loco, y luchaba contra ese terror, porque podía acabar haciéndome enloquecer…

Creo que no me volví loco. Pero todo siguió igual, igual, igual, igual, hasta que volví a gritar.

¡Sacadme de aquí! ¡Por favor, alguien, quien sea, sacadme de aquí!

Y no pasó nada, claro está.

¡Desenchufad esto y dejadme morir! ¡Haced que pare! ¡Sacadme de aquí!

Nada.

Eh, Carpentier. ¿Recuerdas «El escalofrío»? El héroe de tu relato era un carámbano y dejaron que su temperatura bajara demasiado. Su sistema nervioso se había convertido en un superconductor. Nadie sabía que él seguía vivo, convertido en un pedazo de hielo sólido pero pensando y chillando dentro de su cabeza sintiendo aquel frío horrible…

¡No! ¡Por el amor de Dios, sacadme de aquí!

Estaba tumbado sobre mi costado izquierdo, en un campo, sintiendo la tierra bajo mi cuerpo, bañado por una cálida luz. Estaba mirándome el ombligo, ¡y podía verlo! Jamás habría podido imaginar que vería algo tan maravilloso. Tenía miedo de moverme; mi ombligo y yo podíamos reventar igual que una burbuja de jabón. Necesité mucho tiempo para reunir el valor necesario y levantar la cabeza.

Pude ver mis manos, mis pies y todo el resto de mi cuerpo. Cuando movía los dedos podía ver cómo se agitaban.

Y estaba entero, intacto. Era como si jamás hubiera caído ocho pisos para acabar convirtiéndome en gelatina.

Vestía una especie de camisón blanco bastante holgado y un poco abierto por el pecho. No me sorprendió demasiado, claro, pero ¿dónde estaba el hospital? No creía que se dedicaran a despertar Durmientes en mitad de un prado, ¿verdad?

Y, ¿dónde estaban? No había nadie más visible. Estaba en un campo, con señales de pisadas aquí y allá, y el suelo iba haciendo pendiente hasta convertirse en un barrizal. Alcé la cabeza y él estaba detrás mío. Un hombre gordo, alto pero con la cantidad suficiente de carne y grasa como para que al principio no me fijara en su talla. Tenía un gran mentón cuadrado que asomaba hacia adelante, y ése fue el primer rasgo de su cara en el que me fijé. Tenía los labios gruesos y la frente despejada, y dedos cortos, fuertes y de uñas romas. Llevaba un camisón de hospital como el mío.

Era hermoso. Todo era hermoso. Todo salvo mi ombligo. ¿Qué cómo era mi ombligo? ¡Magnifique!

—¿Te encuentras bien? —me preguntó.

Habló con un acento peculiar: mediterráneo; español, quizá, o italiano. Estaba mirándome fijamente.

—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarme.

—Sí. Creo que sí. ¿Dónde estoy?

Se encogió de hombros.

—Ésa es la primera pregunta que hacen todos. ¿Dónde crees que estás?

Meneé la cabeza y sonreí, sólo por el placer de hacerlo. Todo era un placer: moverme, ver cómo me movía, sentir el contacto de la tierra en mis nalgas y saber que algo se opondría a mis movimientos. Ver mi cuerpo bañado por la luz era un puro éxtasis. Alcé los ojos hacia el cielo.

No había cielo.

De acuerdo, tiene que haber cielo. Ya lo sé. Pero no vi nada. ¿Nubarrones? Pero no había ninguna nube que ver, sólo una capa grisácea que me pareció horrible incluso en mi estado actual, con mi devoradora hambre de sensaciones.

Me encontraba en mitad de un campo que se extendía unos tres kilómetros hasta llegara unas colinas amarronadas. En las colinas había gente, muchas personas que corrían detrás de algo que no pude distinguir con claridad. Me senté en el suelo, queriendo ver mejor el horizonte.

Las colinas terminaban en una gran pared que se extendía en ambas direcciones hasta allí donde podían ver mis ojos. La pared parecía tan recta como la línea de un matemático, pero tuve la sensación de que se curvaba hacia dentro, de una forma casi imperceptible, antes de esfumarse en la oscuridad. Había algo raro en la perspectiva, pero no puedo explicar con precisión qué era, sólo que no parecía estar del todo bien.

Las colinas y el barrizal formaban una gran franja situada entre la pared y un río de aguas veloces tan negras como la tinta. El río se encontraba a un kilómetro y medio de distancia y desde donde yo estaba no parecía muy ancho. Podía verlo perfectamente, lo cual era otra distorsión sensorial, ya que se encontraba demasiado lejos para que pudiese ver todos aquellos detalles.

Más allá del río había campos verdes y edificios blancos de aspecto mediterráneo, complejos amurallados de líneas cuadradas y aire clásico, algunos de ellos bastante grandes. No estaban colocados en ningún orden particular, y el efecto general resultaba bastante agradable. Me volví hacia la pared.

Me pareció que no era demasiado alta. Lo bastante para que trepar por ella resultara algo difícil, quizá unas dos o tres veces mi estatura, que es de metro ochenta. Mis problemas con la perspectiva hicieron que calcularlo me resultara algo difícil. El punto más cercano de la pared podría haber estado a dos kilómetros de distancia o a diez, aunque diez me parecía una cifra ridícula.

Tragué una honda bocanada de aire y los olores que percibí no me gustaron nada. Fétidos y un tanto acres, podredumbre y un perfume repugnantemente dulzón para disimular el olor de la muerte, flores de naranjo mezcladas con aromas de hospital, y todo ello lo bastante sutil como para no haberlo notado antes pero indiscutiblemente repugnante. No hablaré muy a menudo de los olores, pero siempre estaban ahí. Uno acaba acostumbrándose a casi todos los tipos de pestilencia y pronto dejas de percibirlos, pero esta mezcla era demasiado fuerte y los componentes cambiaban con una frecuencia excesiva. Te acostumbrabas a una mezcla determinada, y un instante después ya había variado.

En el suelo había una botellita de bronce cuya forma recordaba a la de un ánfora clásica. Calculé que podría contener como un cuarto de litro. Dejando aparte al hombre era el único objeto visible.

—Olvidémonos de dónde estoy —le dije—. ¿Dónde he estado? No recuerdo haber perdido el conocimiento. Estaba gritando, y ahora me encuentro aquí. ¿Dónde estuve?

—Primero preguntas dónde estás. Después dónde has estado. ¿No se te ocurre ninguna otra cosa que decir? —Estaba frunciendo el ceño con una cierta desaprobación, como si yo no le gustara ni pizca. Entonces, ¿qué estaba haciendo aquí?

Sacarme de donde quiera que hubiese estado, naturalmente.

—Sí. Gracias.

—Deberías darle las gracias a Aquel que me ha enviado.

—¿Quién te ha enviado?

—Le pediste ayuda…

—No recuerdo haberle pedido ayuda a nadie. —Pero entonces me di cuenta de que había utilizado una letra mayúscula—. Sí. «Por el amor de Dios», dije… ¿Y bien?

Sus gruesos labios se retorcieron en una mueca y sus ojos se llenaron de preocupación. Cuando volvió a mirarme ya no lo hizo con disgusto, sino con una profunda simpatía.

—Muy bien. Tendrás que aprender montones de cosas. En primer lugar, responderé a tus preguntas. ¿Dónde estás? Estás muerto, y te encuentras ante el Vestíbulo del Infierno. ¿Dónde estabas? —Su pie calzado con una sandalia golpeó la botella de bronce—. Ahí dentro.

Mierda y maldición, estoy en el manicomio y el lunático en jefe ha venido a hablar conmigo.

Carpentier despierta mil años después de su última zambullida y su torpe aterrizaje y ya se ha metido en líos. Cucharas, tenedores y palillos chinos, semáforos, la forma en que un hombre se pone los pantalones…, quizá tenga que volver a aprenderlo todo. La ley y las costumbres cambian mucho en mil años. Puede que la sociedad ni tan siquiera considere que Carpentier está cuerdo.

Pero despertadle en un manicomio del siglo treinta rodeado por chalados del siglo treinta, ¿y ahora qué? ¿Cómo puede adaptarse a lo que tenga que adaptarse?

Había más botellas esparcidas por el suelo, algunas mayores que la mía, otras más pequeñas. No sé por qué no las había visto antes. Cogí una y enseguida la dejé caer. Me quemó los dedos y de su interior brotaban unos leves ruidos.

Parecía una voz humana hablando un idioma extranjero, una voz que estaba gritando maldiciones. Sí, por el tono no podía ser ninguna otra cosa. Una interminable ristra de gritos y maldiciones…

¿Qué razón podía impulsarles a meter radios en viejas botellas de bronce y dejarlas tiradas por el suelo del manicomio? Tenía que elaborar un poco más mi hipótesis.

La gente de las colinas seguía corriendo. Habían vuelto al sitio donde estaban cuando les vi por primera vez y, fuera lo que fuese lo que estaban persiguiendo, aún no lo habían atrapado. ¿Dejarán que los chalados de un manicomio futuro se dediquen a correr en círculos?

¿Dónde había estado? ¿Dónde? Por aquí no había ningún hospital, ni instalaciones para conservar a un carámbano, ya fuese en todo o en parte: no había nada salvo aquel loco y un montón de botellas de bronce y gente que corría en círculos y…, y una especie de insectos. Algo zumbó por el aire y se lanzó como un kamikaze sobre mi oído. Algo más me picó en la nuca. Empecé a darme de bofetadas, moviendo las manos frenéticamente, pero no había nada que ver.

Hasta el dolor era agradable.

Mi «salvador» estaba esperando pacientemente a que le diera alguna respuesta. Seguirle la corriente hasta obtener más información no me haría ningún daño.

—De acuerdo, estoy en el Vestíbulo del Infierno y estaba dentro de una botella. Una botella de genio. ¿Cuánto tiempo estuve metido ahí? —Le dije la fecha en que me había caído de la ventana.

Se encogió de hombros.

—Ya descubrirás que aquí el tiempo no tiene el mismo significado al que estabas acostumbrado. Tenemos todo el tiempo que podamos llegar a necesitar. La eternidad se extiende ante nosotros. No puedo decirte cuánto tiempo estuviste metido dentro de esa ánfora, pero sí puedo asegurarte que no tiene importancia.

¿Que no tiene importancia? ¡Casi me vuelvo loco ahí dentro! Comprenderlo hizo que empezara a temblar y el hombre gordo se arrodilló junto a mí, todo preocupación, para ponerme una mano en el hombro.

—Se acabó. Dios no permitirá que vuelvas al interior de la botella. No puedo asegurarte que no debas pasar por algo peor antes de que abandones el Infierno. Habrá cosas mucho peores que eso. Pero con fe y esperanza serás capaz de soportarlas, y al final podrás marcharte de aquí.

—Qué gran consuelo.

—Infinito. ¿Es que no lo has comprendido? ¡Sé cómo salir de aquí!

—¿Sí? Yo también. Basta con subir por esa pared.

Se rió. Estuve escuchándole durante un rato, hasta que el sonido se fue haciendo más bien irritante. Finalmente, logró controlar sus carcajadas y acabó convirtiéndolas en risitas.

—Lo siento, pero todos suelen decir eso. Supongo que la única solución es dejar que lo intentes. Después de todo…, tenemos montones de tiempo. —Volvió a reírse.

Y ahora, ¿qué? ¿Me delataría si trataba de trepar por la pared? Me puse en pie y me sorprendió lo bien que me encontraba, dejando aparte los insectos y el olor. Mis ejercicios imaginarios dentro de la botella…

Miren, no importa dónde pasé realmente todo ese tiempo, a efectos prácticos estaba dentro de la botella, ¿verdad? Sí, creo que es la forma más cómoda de expresarlo. Bueno, pues mis ejercicios dentro de la botella habían sido bastante útiles. Empecé a caminar rápidamente hacia la pared.

Cada vez que el suelo bajaba de nivel se volvía fangoso: el barro me llegaba hasta los tobillos y dentro de él había pequeños seres vivos. Intenté ir por las zonas más altas. El hombre gordo se mantenía pegado a mí. No tenía ni idea de cómo librarme de él.

—Ya que vamos a caminar juntos —le dije pasado un rato—, creo que podrías revelarme tu nombre, ¿no?

—Me llamo Benito. Llámame Benny, si quieres.

—De acuerdo, Benito. —Benny me parecía demasiado amistoso—. Mira, Benito, ¿no quieres salir de aquí?

Di justo en el blanco. Se quedó quieto, con su rostro convertido en un torbellino emocional como jamás había visto.

—Sí —dijo pasados unos segundos.

—Pues entonces trepa conmigo por la pared.

—No puedo. Y tú tampoco puedes hacerlo. Ya lo verás. —No quiso decirme nada más, y se limitó a mantenerse a mi altura mientras que yo seguía avanzando.

Y avanzando.

Y avanzando, avanzando, avanzando. La pared estaba muy lejos. Tenía razón en lo de la perspectiva. Me pareció que ya llevábamos caminando más de una hora, y la pared no daba la impresión de estar más cerca que antes.

Caminamos hasta quedar agotados, y la pared seguía estando a una gran distancia. Acabé dejándome caer en el barro y me dediqué a espantar insectos.

—No parecía estar tan lejos… Y, de todas formas, ¿qué altura tiene? Debe ser inmensa.

—Sólo mide tres metros de alto.

—No digas tonterías.

—Mira hacia atrás.

Me llevé la mayor sorpresa de mi vida. El río se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia, en vez de a uno. Y habíamos estado caminando durante horas. Pero…

Benito asintió con la cabeza.

—Podríamos pasarnos toda la eternidad caminando y jamás lograríamos llegar hasta la pared. Y tenemos a nuestra disposición toda la eternidad. No, ya veo que no me crees. Muy bien, convéncete por ti mismo. Sigue caminando hacia la pared. Continúa hasta estar seguro de que nunca podrás alcanzarla y después te diré cómo podemos escapar de aquí.

Necesité unas cuantas horas, pero acabé creyéndole.

La pared era como la velocidad de la luz. Podíamos acercarnos a ella, pero jamás seríamos capaces de alcanzarla. Igual que la velocidad de la luz, o el fondo de un agujero negro, pero sin parecerse a ninguna otra cosa del universo que yo conocía.

Así jamás conseguiríamos salir de este sitio.

Y…, ¿dónde estábamos?

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