Inferno

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Me senté en el suelo y traté de quitarme de encima a los insectos mientras que Benito volvía a explicármelo todo.

—Hemos muerto y estamos en el Infierno. Esto es el Vestíbulo del Infierno, el sitio donde van a parar aquellos que no quisieron tomar decisiones en vida. Los que no son ni carne ni pescado, ni creyentes ni blasfemos… Ya les verás cuando lleguemos a las colinas. Persiguen un estandarte que jamás conseguirán alcanzar.

Entonces me acordé.

—¿El Infierno de Dante?

Benito asintió, con su gran mandíbula cuadrada moviéndose arriba y abajo igual que las fauces de una ballena.

—Ah, así que has leído el Infierno. Estupendo. De allí saqué la primera pista sobre cómo salir de aquí. Tenemos que bajar…

—Claro, hay que bajar hasta el fondo de todo. —Algo sobre un lago de hielo, y un agujero en el centro del lago. Había pasado mucho tiempo desde que leí a Dante. Y, para empezar, no tenía ni idea de en qué podía ayudarme el recordar un libro escrito en el siglo trece. Esto no podía ser el auténtico Infierno, era imposible. Por ejemplo, la cosmología de Dante era ridícula…

Entonces, ¿dónde había ido a parar?

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que éste es el sitio descrito por Dante?

—¿Qué otro sitio podría ser? Todo lo que describía está aquí, hasta el último detalle.

Y yo llevaba muerto mucho tiempo. ¿Siglos? ¿Qué clase de civilización sería capaz de construir una copia exacta del Infierno de Dante? Una especie de Infiernolandia. ¿Sería quizá parte de un parque de diversiones, como la Tierra de la Frontera en el complejo de Disneylandia? Quizá no hubiera nada aparte de Infiernolandia…

¿Y quién era Benito? ¿Un chalado, o un carámbano revivido como yo?

La pared. ¿Cómo se las habían arreglado para llevar a cabo ese truco? La pared no se había movido y no cabía duda de que yo sí me había movido. ¿Alguna especie de efecto de campo local? ¿Una distorsión temporal? ¿Una curvatura del espacio? Vamos, Carpentier, tú escribías sobre esas cosas. ¿Cuál es la explicación? ¡No la forma en que lo hicieron, sólo una forma plausible de hacerlo!

—En primer lugar, debemos cruzar el río —estaba diciendo Benito—. ¿Me creerás si te digo que no debes intentar cruzarlo a nado, y que no debes permitir que te caiga encima ni una sola gota, o también quieres hacer la prueba por ti mismo?

—Y si me tiro de cabeza al río, ¿qué ocurrirá?

—Que te encontrarás igual que cuando estabas dentro de la botella. Consciente y sin poder moverte. Pero hará mucho frío, y te sentirás francamente mal, y estarás metido allí toda la eternidad sabiendo que todo ha sido culpa tuya.

Me estremecí y agité la mano para espantar a un insecto. Podía estar mintiendo. No pensaba intentarlo.

Lo que había al otro lado del río parecía muy agradable, y si queríamos encontrar el agujero de salida descrito por Dante Alighieri, situado en el centro de Infiernolandia, tendríamos que llegar allí. ¡Al infierno con eso de llegar al centro! Que me dejen llegar hasta esas casas del otro lado y ya me daré por satisfecho.

—Y al otro lado del río, ¿quién hay?

—Los paganos virtuosos —me respondió Benito—. Aquellos que nunca llegaron a conocer la Palabra de Dios, pero que observaron sus Mandamientos. No se les persigue. Puede que su destino sea el más cruel de todos los que contiene este sitio.

—¿Porque no se les tortura?

—Porque creen ser felices. Vamos a verles, así podrás descubrirlo por ti mismo.

—¿Cómo?

—Hay un transbordador. Hubo un tiempo en el que era un simple bote de remos, pero…

—El Infierno empezó a tener exceso de población. Llegaba demasiada gente nueva. Claro, claro. —Y cuando visité Disneylandia había estado en un barco fluvial del Mississippi lo bastante grande como para que cincuenta o sesenta personas pasearan por su cubierta. El barco daba vueltas por un laguito que compartía con un clipper en miniatura. Los Constructores de Infiernolandia tenían cierto sentido del humor: sustituir el viejo bote de Caronte por un transbordador…

Quizá allí pudiéramos conocer a algún cliente que hubiera pagado para conseguir su entrada. No creía que Benito fuera de ésos. Por su comportamiento, parecía más bien un católico, y de los fanáticos.

Y, ¿quién era yo? Nadie me había dado ningún papel al que ceñirme. ¿Cuáles son los habitantes de Infiernolandia?

¿Cuáles son los habitantes de Infiernolandia?

Las almas de los condenados. ¿Sería ése mi trabajo actual? ¿Hacer de alma de condenado para entretener a los turistas? No me parecía un papel demasiado agradable.

Alejarse de la pared requirió tanto tiempo como el que habíamos necesitado para ir hacia ella. Bueno, al menos eso poseía cierta lógica. Este sitio tenía sus leyes. Si pudiera averiguar cuáles eran esas leyes…

Cuando pasamos junto a la botella que había estado a mi lado al despertarme torcimos hacia la izquierda y nos dirigimos rumbo al río. Una vieja canción de borrachera típica de las convenciones de ciencia ficción se repetía continuamente dentro de mi cabeza. «Si comida y cobijo a los hombres no diste, cada noche y todas las noches, el fuego te quemará hasta dejarte en los huesos, y que Cristo acoja tu alma». ¿Estaba realmente en ese sitio, en un auténtico Infierno, un lugar donde aquellos que no creían en Dios recibían su justo castigo?

Aterrador. Eso significaba que Dios existía, y quizá Jonás hubiera sido tragado por una ballena en el mar Mediterráneo, y Josué Ben Nun llegó a detener la rotación de la Tierra por una estupidez…

Había algo apoyado en una roca. Al principio no pude distinguirlo con claridad: un montículo color rosa con una cabellera cubriendo su costado. Nos acercamos un poco más y el montículo se convirtió en doscientos kilos de mujer sentada en aquel fango apestoso, con las piernas cruzadas. Un enjambre de insectos zumbaba a su alrededor. La mujer no intentaba asustarlos.

Nos miró con unos ojos carentes de vida. Benito me cogió del brazo e intentó hacer que apretara el paso, pero me lo quité de encima. Quizás aquella mujer no estuviera demasiado cuerda, pero había una posibilidad de que pudiera revelarme algo. Benito no parecía dispuesto a darme ninguna información, y yo necesitaba ayuda.

Me puse en cuclillas junto a ella y le miré a la cara. Resultaba patética: no daba la impresión de que fuera capaz de ayudar a nadie, incluida ella misma. En el fondo de aquellos túneles de grasa había unas minúsculas chispas de vida, gris opaco recortándose sobre un telón negro. Ojos que habían perdido toda la esperanza, ojos que casi carecían de vida.

—¿Y bien? —dijo.

Su voz era una especie de murmullo enronquecido.

—No sé dónde estoy. Acabo de llegar aquí y necesito saberlo. ¿Puedes ayudarme?

¡Ayudarte! ¡Me morí y después de morirme esto es lo que me pasó!

—¿Te moriste?

—¿De qué otra forma puedes llegar al Infierno? —Alzó la voz, como queriendo que le prestara más atención, pese a mi sorpresa e incredulidad. Sentí toda la fuerza de su aliento, una oleada detrás de otra—. ¿Qué hice? ¡No me merezco esto! No tendría que estar aquí —gimoteó—. Yo era hermosa. Podía comer igual que un caballo y quemaba toda esa comida en una hora. ¡Y cuando me desperté estaba aquí, con este aspecto! —Bajó la voz hasta dejarla convertida en un suave murmullo, como el de quien va a hacerte una confidencia—. Estamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico.

Me eché hacia atrás. Otra vez.

—¿No puedes hacer nada al respecto? —le preguntó Benito.

—Claro. Puedo correr detrás de los estandartes para mantenerme delgada. ¿Y de qué sirve eso? No te dejarán hacer nada útil, nada que tenga ni el más mínimo significado.

Me estremecí. Yo podría estar en su misma situación.

—¿Y qué razón pueden tener para hacerte esto?

—Yo… Creo que quizá fuera porque diez millones de gordos maldecían continuamente mi nombre. —Su voz se cargó de veneno—. Gente gorda, gorda, gorda, gente que no tenía fuerza de voluntad y carecía de todo respeto hacia sí misma.

—¿Por qué?

—¡Por hacer mi trabajo! ¡Porque intentaba ayudar a la gente, intentaba salvarles de ellos mismos! ¡Por prohibir los ciclamatos, por eso! Era por su propio bien —siguió diciendo—. No puedes confiar en la gente, son incapaces de hacer nada con moderación. Hay personas capaces de comer tantos ciclamatos que acaban poniéndose enfermas. Necesitan que se les ayude. ¡Y esto es lo que he conseguido por ayudarles!

—Estamos intentando escapar. ¿Quieres venir con nosotros? Benito cree que si llegamos al centro de esta casa de locos quizá podamos salir.

Una leve chispa de interés ardió en sus ojos. Contuve el aliento. Mi bocaza me había hecho caer de una ventana; ¿cuándo aprendería a mantenerla cerrada? Si decidía acompañarnos jamás conseguiríamos salir de allí. ¿En qué podía ayudarnos?

Intentó levantarse y acabó volviendo a derrumbarse contra la roca.

—No, gracias.

—Como quieras. —Intenté pensar en alguna frase que pudiera utilizar como despedida pero ¿de qué serviría? Si todo iba bien, jamás volvería a verla, así que me limité a marcharme y ella dejó que su cabeza se hundiera en los montículos de grasa que formaban su abultado cuello.

—¿Qué son los ciclamatos? —me preguntó Benito mientras nos alejábamos de ella.

Agité la mano para asustar a un insecto. Los insectos estaban por todas partes y no paraban de picarnos, pero Benito no se tomaba la molestia de espantarlos.

—Un sustituto del azúcar. Para la gente que quiere perder peso.

Frunció el ceño.

—Si hay demasiada comida, supongo que lo mejor es comer menos y compartirla con los que no tienen nada, ¿verdad?

Contemplé su gordo vientre y no le respondí.

—Yo también estoy en el Infierno —me recordó.

—Ah. Y también pueden hacerte lo que le hicieron a ella… —Me estremecí. Habíamos tenido suerte.

—Me parece que no opinas igual que ella, ¿eh?

—Idiotas… Si le hubieran dado tanto azúcar a las ratas de control como ciclamatos a las del grupo experimental, habrían conseguido matar antes a las ratas de control. Lo único que consiguieron fue condenar a mucha gente a la obesidad. No había ningún producto que pudiera sustituir adecuadamente a los ciclamatos. Conozco a un tipo que compró cajas y cajas de una bebida dietética con ciclamatos justo antes de que la prohibición entrara en vigor. Solía ofrecer cajas de «Tab añejo» como regalo de navidades. Y eran muy apreciadas.

Benito no dijo nada.

—Conozco a una pareja que solía ir con bastante frecuencia al Canadá para comprar ciclamatos. Fue una decisión estúpida. —Miré por encima de mi hombro y vi el informe montículo rosa—. De todas formas, creo que se les ha ido un poco la mano con ella.

—¿No es justo?

—¿Cómo puedes decir que eso sea justo? —No añadí nada más, pero recordé lo que la mujer había dicho. «Estamos en manos de un poder infinito e infinitamente sádico».

Y, ¿quién diablos era Benito? ¿Un cliente que había pagado su entrada y estaba divirtiéndose? ¿Un alma condenada, igual que yo? ¿O uno de los empleados de Infiernolandia? Hablaba igual que un fanático religioso; parecía aceptar cuanto veía, sin el más mínimo criterio propio.

Seguirle podía acabar resultando muy arriesgado. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? De una cosa sí estaba seguro: si era capaz de opinar que aquella mujer había sido tratada con justicia, no era mucho mejor que un demonio.

Eh, Carpentier. ¿Crees que un Infierno artificial tendría demonios artificiales? Examiné a Benito con un poco más de atención. Estaba empezando a quedarse calvo. No tenía cuernos en la frente.

Parecíamos estar cubriendo mucha distancia, como si el efecto que hacía quedar tan lejos a la pared estuviera funcionando al revés. Y de repente nos encontramos formando parte de una gran multitud que iba hacia el río. Nadie les obligaba a seguir avanzando, pero todos ponían cara de malos amigos y no hablaban entre ellos. Todo el mundo parecía absorto en sí mismo, sin mirar hacia dónde iba.

El capitán del transbordador tenía una larga barba blanca y ojos como ascuas de carbón. Cada vez que alguien tardaba más de la cuenta en subir dejaba escapar un chillido de rabia. Acabamos apelotonándonos en la cubierta, formando una masa tan compacta que no podíamos movernos.

—¡Otra vez tú! —Sus ojos llameantes se clavaron en Benito—. ¡Ya has estado aquí antes! ¡Bueno, te aseguro que no volverás a escapar! —Y golpeó a Benito con una gran porra. El golpe sonó tan fuerte que creí habría hecho pedazos el cráneo de mi guía, pero Benito se limitó a tambalearse.

La cubierta siguió llenándose más y más hasta que finalmente no pude ni ver. Y el transbordador empezó a moverse. A esas alturas creo que habría preferido seguir donde estaba, pero no había forma alguna de salir de la embarcación.

Dos voces estaban susurrando cerca de mi oído:

—¿Por qué no paraste cuando grité?

—Porque me asustaste y conseguiste que quitara el pie del freno. Al menos ahora ya no tendré que aguantar más tus instrucciones de copiloto…

—Pero estamos en el Infierno, cariño. Seguramente nos meterán en un coche sin frenos. Puede que incluso te proporcionen una bocina. Estoy segura de que te encantaría.

—¡Cállate! ¡Cállate!

La mujer se calló. Se hizo el silencio. Las multitudes nunca guardan silencio. Era como si nadie tuviera nada que decir.

El transbordador llegó a tierra firme.

—Todo el mundo abajo —gritó Caronte—. ¡Almas condenadas! ¡Almas condenadas para toda la eternidad! ¡Habéis tomado el nombre de Dios en vano, y ahora pagaréis por ello!

«¡A la mierda Dios y todo el resto del mundo!». «¡Que te jodan!». «¡Viva el pueblo!». «¡Cabrones, desgraciados, sois todos unos cabrones, deja de pisarme el pie!». «Yo no tendría que estar aquí». «Pero ¿qué he hecho? Venga, decidme qué he hecho…». «Malditos seáis todos, ¡cuando morí yo era un hombre!».

Avanzamos dándonos codazos y empujones, intentando mantenernos de pie entre el gentío. Y, finalmente, nos encontramos al otro lado del río. La multitud estaba corriendo colina abajo, siguiendo un sendero delimitado por dos muros de un grosor bastante considerable. Intenté quedarme algo rezagado, esperando que Benito acabaría perdiéndose entre la muchedumbre. No tuve tanta suerte. El sendero daba muchas vueltas, por lo que no podíamos ver qué nos esperaba, pero eso no me molestaba demasiado: cuando llevábamos unos cuantos minutos en él ya no había nadie visible.

Intenté trepar por el muro. Apenas si había donde cogerse, y no lo conseguí. Después del cuarto intento me quedé acuclillado junto al muro, gimoteando.

—¿Quieres que te ayude? —me preguntó Benito.

—Claro. Dijiste que la única forma de salir de aquí era cuesta abajo, ¿no?

—Y así es, pero tenemos tiempo. Podemos probar. Vuelve a intentarlo, te echaré una mano.

Un poco más y habría conseguido que saliera volando por encima del muro. Logré sujetarme a la parte superior y miré hacia abajo. Benito parecía estar esperando a que le ayudara a subir.

¿Y ahora qué, Carpentier? Te ha ayudado, ¿no? Merece que le ayudes. Sí, pero ¿por qué? Olvídate de él, no hará más que causarte problemas.

Pero él sabe muchas cosas, cosas de las que yo no tengo ni idea. Y me sacó de la botella.

Ah, ¿sí? Benito te ha sacado de una botella en la que no cabría ni medio litro de ron, ¿eh? ¡Venga, olvídate de él!

No tuve el tiempo necesario para tomar una decisión. Mientras estaba pensando qué hacer Benito empezó a trepar por el muro igual que un alpinista, aprovechando grietas y asideros que yo apenas si podía distinguir. Unos instantes después ya había pasado una mano por encima del muro, llegando hasta donde estaba yo. Seguía respirando tan tranquilamente como antes, y no protestó porque me hubiera quedado inmóvil viéndole trepar, en vez de echarle una mano.

Me di la vuelta para contemplar el paisaje. Sí, la verdad es que esta Infiernolandia parecía haber sido creada siguiendo el modelo de Dante. Un cuarto de siglo antes el Infierno había sido uno de los libros básicos de mi curso de Literatura Mundial Comparada. Lo leí, prestándole el mínimo de atención necesario. Apenas si me acordaba del argumento, pero, desde luego, el sitio que describía no era nada agradable. Una cámara de torturas concebida a escala divina, con todo el sabor medieval imaginable.

Empecé a recordar vagamente unas cuantas imágenes del libro: diablos con tridentes, árboles parlantes que sangraban, gigantes y centauros, fuego, serpientes… Pero ¿eran imágenes del Infierno real o lugares comunes procedentes de los libros del mago de Oz y los dibujos animados de Disney? No importa, Carpentier. No vas a ir más lejos.

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