Inferno

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Al otro lado de la pared todo era precioso. Bajé de un salto al suelo, cubierto por una hermosa capa de hierba. La atmósfera estaba muy limpia, igual que en la cima de una montaña, con ese olor a fresco que sólo puedes encontrar después de haber hecho un buen trayecto con tu mochila a la espalda en un país remoto. Los insectos habían desaparecido. Nos dirigimos hacia las casitas de líneas rectas y ángulos cuadrados, con la luz del crepúsculo dándole a sus paredes el color de las piedras.

Había mucha gente a nuestro alrededor. Mujeres, hombres y niños: un montón de niños, demasiados, y todos observándonos con sus grandes ojos muy abiertos (también había ojos rasgados: el Infierno parecía gozar de un considerable grado de integración racial). Tanto los niños como los adultos parecían sentir una gran curiosidad hacia nosotros pero nadie nos dirigió la palabra.

Y tampoco querían estar cerca de nosotros. Cada vez que nos acercábamos a ellos se apartaban rápidamente.

Resultaba bastante embarazoso. Pensé que debíamos seguir llevando con nosotros los olores de la zona del Vestíbulo, aquella fétida pestilencia a rosas y podredumbre. Tendríamos que encontrar un sitio donde lavarnos.

—Creo que esto va a gustarme —dije.

Benito me miró con una cierta curiosidad pero lo único que dijo fue:

—Agradable, ¿verdad? Aquí no hay castigos.

La palabra me molestó. Castigos significa que hay una autoridad, alguien con más poder que tú y una posición moral superior. No podía aceptar eso. Estábamos en manos de los Constructores de Infiernolandia, y al otro lado del río negro ya había averiguado cuanto necesitaba saber sobre sus opiniones morales.

Pero no le dije nada de eso a Benito.

—Entonces, ¿éstos son los clientes privilegiados del Infierno? —le pregunté con voz jovial.

—Sí. —Benito no sonreía—. Nunca pecaron. Si hubieran conocido a la Iglesia habrían podido llegar al Cielo.

—¿Y los niños?

—No fueron bautizados.

Había oído algo de eso en las creencias católicas. Pero incluso estando en Infiernolandia el destino de aquellos niños me parecía demasiado duro.

—Creía que iban al Limbo.

—Llámale Limbo si quieres. Éste es el Primer Círculo del Infierno. —Se calló, como si no supiera muy bien qué decir a continuación—. Algunas leyendas afirman que estos niños volverán a nacer.

¡Aquí había tantos niños como adultos! Igual que si los Constructores hubieran conseguido un descuento por la cantidad… Hmmm. ¿Sería posible que todas aquellas criaturas fuesen androides?

Quizá todo acabara reduciéndose a un mero problema económico. Los niños androides serían más baratos que los adultos: más pequeños, menos reflejos… ¿Sería más barato construir androides que buscar seres humanos y capturarlos? No tenía forma de averiguarlo, no sin saber cuál era la fuente de todo: quiénes eran los Constructores o el por qué estaba aquí, por qué una mano desconocida me había metido en este sitio sin yo saberlo o sin dar mi consentimiento. Y si lo habían hecho conmigo, ¿por qué no con un millar de personas más? ¿Por qué no mil millones?

Benito no iba a ayudarme mucho en eso. Parecía aceptar todo lo que veía sin hacerse ni la más mínima pregunta al respecto.

Robots o seres humanos, niños o adultos: todos parecían felices. Salvo aquellos que estaban más cerca de nosotros…

—Benito, ¿qué les pasa?

—Se dan cuenta de que no debemos estar aquí. Yo vengo de una parte más profunda del Infierno y el olor de los abismos sigue pegado a mi alma.

—Pero yo no vengo de ahí.

Su sonrisa era casi una mueca.

—A ti tampoco te aceptarán.

No estaba tan seguro de eso como él. Si encontraba una forma de asearme, y ropas distintas… Hmmm. Dejar sin sentido a alguien y robarle la toga: ¿por qué no? Bueno, en parte porque si me pillaban quizá fueran capaces de hacerme pedacitos. Y en parte porque aquí no había ningún sitio donde actuar con discreción. En las casas, quizá. O…

Señalé hacia lo que podría haber sido un planetario terminado en cúpula, el edificio más cercano visible.

—¿Qué es eso?

Benito miró hacia allí.

—Nunca lo había visto.

—Vamos.

Me siguió, pero de mala gana.

—Quizá no nos dejen entrar. Es un edificio público, pero nosotros no pertenecemos a la categoría de público adecuada.

—Nosotros… —No llegué a completar la frase: un patriarca de blanca barba vestido con una especie de sábanas ribeteadas de púrpura acababa de agarrarme por el brazo. Me preguntó algo en una lengua que no entendí, y por el tono parecía bastante enfadado—. Vuelve a tus papelotes —le contesté.

Frunció el ceño.

—¿Inglés reciente? Te he preguntado por qué invades un sitio que no está hecho para ti.

—Estoy inspeccionando el lugar. ¿Sois felices aquí? ¿Estáis satisfechos?

Soltó un bufido.

—No.

—Entonces, ¿por qué no os marcháis? —le preguntó Benito—. Hay una forma de salir.

El hombre barbudo le miró de arriba abajo mientras que unos cuantos transeúntes se paraban a escuchar nuestra conversación.

—¿Y en qué dirección se encuentra esa salida? —le preguntó.

—Cuesta abajo. Hay que llegar al centro. Conocer el mal es una forma de acabar conociendo el bien.

Como diálogo era más bien horroroso. El hombre barbudo parecía pensar lo mismo que yo.

—No pongo en duda que sepas mucho sobre las profundidades del Infierno —le dijo con cierta malicia—. Pero creo que mientes.

—¿Por qué iba a mentir? Queremos salir del Infierno… —Benito se vio interrumpido por una ronca carcajada. Estábamos empezando a atraer toda una multitud, y no parecía demasiado amistosa—. Todos podéis salir de aquí. —Benito se había puesto terriblemente serio—. Venid conmigo, internaos más y más en el Infierno. Aprended a odiar el mal…

—¿La salvación a través del odio? —preguntó uno de los hombres de mayor edad—. Qué forma tan extraña de salvarse.

Benito parecía conocerle.

—Sí, Epicteto, eso es lo que debéis aprender. No se trata de odiar a los hombres, sino de odiar sus pecados. Y eso es algo que no puede hacerse con moderación. Ahora sabes cuál es la verdad. Sabes que la razón por sí sola no es suficiente. Debes pedir que se te conceda la gracia…

Decidí aprovechar el sermón para escurrir el bulto. La muchedumbre se había quedado en silencio, aguardando cortésmente a que Benito terminara de hablar. Lo que podía haber sido un linchamiento de masas se había convertido en una discusión erudita.

¿Cuánto duraría? Benito estaba intentando empujarles en una dirección que ellos no pensaban aceptar, y no les caía nada bien. Cuando me miraban lo hacían con la misma expresión que utilizaban para él; una especie de ingenuo desprecio condimentado con una pizca de mofa. Querían salir de allí y no creían que hubiera ninguna salida, y si de algo estaban seguros era de que no pensaban escuchar durante mucho rato a un hombre que no tenía por qué estar entre ellos.

Benito estaba predicando el odio y ellos le odiaban. Tendría que haber tenido algo más de sentido común. Como yo.

La cúpula: no podía ser un planetario. Allí no había cielo. Lo más probable era que fuese una casa de baños donde podría quitarme de encima ese olor pestilente y quizá lograra encontrar una toga olvidada en un rincón. Empecé a subir hacia allí.

No había centinelas. Pasé por entre unas columnas dóricas y subí unos peldaños de mármol negro hasta llegar a un gran suelo de mármol negro. Media docena de personas hablaban formando un círculo. Parecían estar perdidas en la lejanía pero aunque yo me encontraba muy distante de ellas nada más verme se pusieron de espaldas y siguieron hablando.

El lenguaje no me resultaba nada familiar.

El lugar estaba tan vacío como todo lo que había visto desde que abandonamos la zona de las botellas. Seis hijos de perra con muy malos modales y algo situado en el centro del negro suelo de mármol. Podría haber sido una escultura o podría haber sido una máquina. Era un grueso anillo plateado de unos cuatro metros de altura, sosteniéndose de lado y con un tablero de control en la base.

El tablero parecía capaz de funcionar. Los mandos tenían etiquetas en inglés. Un interruptor (con ENCENDIDO y APAGADO), una palanca y una especie de hendidura con un control encajado en ella. La hendidura iba de una punta a otra del tablero.

Probé suerte con la palanca. Podía moverse en seis direcciones: izquierda, derecha, adelante, atrás, empujar y tirar. Cuando accioné el interruptor el aire contenido dentro del anillo empezó a volverse opaco y acabó convirtiéndose en un espacio estrellado.

Era un planetario.

Le di a la palanca pero no pasó nada.

Examiné más atentamente las señales que había junto a la hendidura. Eran de tipo logarítmico, y según las etiquetas indicaban parsecs por segundo. El control estaba puesto al final de la ranura izquierda.

Lo llevé hacia la derecha y volví a probar suerte con la palanca.

El universo saltó hacia adelante y me golpeó en la cara. ¡Whoosh! Las estrellas pasaron velozmente junto a mí, dejándome atrás; un sol vino hacia mis ojos, estalló en una fracción de segundo de intolerable brillantez y se esfumó. Y me encontré tumbado de espaldas a un par de metros del planetario.

¡Eso sí que era un auténtico planetario!

La media docena de nativos me estaba observando con leves expresiones de diversión. A la mierda con ellos. Volví al tablero de mandos, bajé el control hasta un parsec/segundo y luego a una décima parte de eso. Accioné la palanca.

Esta vez el movimiento resultó mucho más lento, pero aun así era claramente perceptible. Iba hacia una estrella blanco azulada; moví el control para reducir la velocidad a medida que me iba acercando. Entré en ella.

La luz tendría que haberme quemado los ojos. Pero ni tan siquiera resultaba dolorosa. Qué extraño…

Pasé por el centro de la estrella (azul rayos X) y salí por el otro lado (tremendas protuberancias precediéndome por el espacio) hasta llegar al vacío. ¿Y ahora qué? ¿Buscar un planeta? ¿Una estrella distinta? Estaba contemplando una extensión de negrura llena de chispas y lo más fácil sería encontrar una estrella pero me encantaría lanzarme hacia un mundo del tipo terrestre. Sumergirme en él, examinarlo capa por capa, ver su reluciente corazón de níquel y hierro… Espera, esa manchita blanca no demasiado brillante podría ser una enana amarilla. Moví el control…

Una gran mano cayó pesadamente sobre mi hombro.

Me retorcí igual que un hombre electrocutado. Me di la vuelta y me encontré con el linchamiento de masas que creía haber dejado atrás: unos cincuenta hombres muy corpulentos formaban un círculo alrededor de la Máquina Para Ir a Cualquier Sitio, conmigo y Benito como centro.

—Vas a marcharte de aquí —dijo el hombre de la barba blanca que hablaba inglés.

—¡Maldita sea…! —dije yo—. ¿Por qué? No hay nadie que quiera utilizar esta condenada máquina. ¡Me he pasado la vida esperando encontrar algo como esto!

—No queremos tenerte aquí —me dijo—. Hemos esperado porque pensábamos que un mensajero de los dioses se encargaría de llevársete. Podríamos haberle hecho preguntas… pero ya hemos tolerado tu presencia demasiado tiempo. En cuanto a la máquina… —Una comisura de sus labios se tensó levemente hacia arriba—. Si eres capaz de llevártela, puedes quedarte con ella.

Le maldije. Y dejé de maldecirle en cuanto sus amigos de anchos hombros empezaron a converger sobre mí. ¡Había varios que llevaban armadura! El círculo se fue apretando más y más, conmigo y con Benito en el centro.

—Benito, ¿no puedes detenerles? —le pregunté en un susurro.

—¿Cómo? —Y me miró.

Sí, claro.

Pero de haber sabido lo que nos esperaba más abajo, creo que habría intentado plantarles cara.

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