India

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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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Íbamos en un taxi negro y amarillo, y circulábamos lentamente: la luz del sol, las multitudes y el estruendo de los cláxones, los gases de los escapes de los autobuses, ondeantes, negros, el polvo que se pegaba a la piel. Y, en medio de todo aquello, una visión de pureza: un grupo de muchachos delgados con taparrabos blancos que caminaban rápidamente al otro lado de la carretera.

Los muchachos eran jainistas, dijo Papú,

muñís, aspirantes a la vida religiosa, y tenían que ser discípulos de un gurú. Los

muñís carecían de residencia fija; se les exigía que se trasladaran de un sitio a otro y vivieran de la caridad. Había ciertos lugares vinculados a los templos en los que podían pasar una noche; pedían comida en las casas de los jainistas.

¿Cómo sabían qué casas eran jainistas?

—Normalmente hay un letrero a la entrada, o algún emblema, o una baldosa. En la actualidad, incluso pegatinas. Pero por lo general los jóvenes

muñís van con un acompañante, que los lleva a todas partes y les señala las casas. Se dice que el objetivo de esta disciplina consiste en dominar el

ego. En el jainismo, el conocimiento es muy importante. Supuestamente, los brahmanes son las personas más intelectuales: todo el mundo les hace caso. Los

munis van de un sitio a otro pidiendo comida para ser como ellos. Para obtener el conocimiento, primero tienen que dominar el

ego.

Pero los ritos y las tradiciones procedían de una época más bucólica. ¿Cumplían su objetivo cuando se realizaban actualmente en las calles de Bombay?

La actitud de Papú consistía en que había que adaptar constantemente los ritos. Por ejemplo: supuestamente, los jainistas debían bañarse todas las mañanas e ir descalzos y con una prenda sin coser al templo. En Bombay, aún había muchos jainistas que podían hacerlo: la madre de Papú lo hacía, en el barrio en el que vivían ella y su hijo. Pero Papú no podía. Podía ir andando hasta el templo después de bañarse, pero no descalzo ni con una tela sin coser, porque pasaba por el templo de camino al trabajo.

Le hablé de mi visita a la zona musulmana y de la conversación que había mantenido con Anuar. Dijo:

—La agresión puede convertirse en algo creativo. Nosotros jugábamos al baloncesto con un equipo musulmán de esa zona. La agresividad de los chicos musulmanes les hacía buenos jugadores de baloncesto. Les proporcionaba el instinto asesino. —El instinto asesino que Papú veía en el industrial indio, pero que los comerciantes como él no poseían todavía—. Si yo los ataco, ellos devuelven el ataque. Y juegan solo para ganar, mientras que yo vuelvo a casa satisfecho con un buen partido. Si ellos me atacaran, yo no respondería. Me limitaría a quejarme; nada más.

Volvió a hablarme de su deseo de jubilarse cuando cumpliera cuarenta años para dedicarse a las obras sociales. Por lo que me había dicho antes, yo sabía que albergaba ciertas dudas al respecto, especialmente sobre el posible desaprovechamiento del talento que Dios le había concedido y que, bien empleado, podía producir más dinero para sus obras benéficas. En aquel momento —sentado en el taxi, en medio del polvo y el resplandor de la tarde, al final de su jornada laboral— daba la impresión de que las dudas se habían apoderado de él y lo habían desmoralizado. Ni siquiera estaba seguro de la obra social que realizaba los domingos entre las gentes del barrio de chabolas de su zona.

—Todos los domingos, un grupo de personas, sobre todo jainistas, damos de comer a la gente del barrio. Podemos dar de comer quizá a unos quinientos. Empezamos hacia las diez y media de la mañana. Para muchos de ellos quizá sea la única comida fuerte de toda la semana. Les ayuda a seguir adelante. Yo lo hago para ayudarlos; de eso no cabe duda. Pero, además, parece como si así aliviara el sentimiento de culpa que tengo continuamente. Por mucho que haga por ellos, sé que hay limitaciones. Quizá debiera intentar ayudarlos a valerse por sí mismos. Mi padre tenía una idea al respecto: «Me gustaría enseñarles a pescar, no darles pescado.» Si yo les doy una comida como es debido, ahí se acaba todo. Lo que creo que me gustaría, incluso si eso significara ayudar solo a cinco niños en lugar de a quinientos, es que los cinco a los que ayudara fueran capaces de ganarse la vida.

Le obsesionaba la idea de la caridad, de lo que él, con sus beneficios, podía hacer por los demás. La caridad era como una expresión de la vida religiosa, de la vida prudente, de la vida pura.

Llegamos por fin a Sion. Tal era el nombre del barrio de las afueras en que vivía. Le pidió al conductor que pasara por la zona de las «viviendas». Su ánimo, muy bajo durante todo el trayecto, decayó aún más. Me habló de la prostitución y la desesperación en los callejones más apartados, pero sin mirar los parajes que íbamos atravesando. Sin embargo, las «viviendas» eran solo casas estatales, bloques de pisos para funcionarios. Urbanísticamente, resultaba deprimente —la arquitectura india en su expresión más ignorante e inhumana, un bloque de cemento tras otro plantado en un terreno baldío, pedregoso, en algunos sitios como un basurero—, pero no era el barrio de chabolas que yo esperaba ver.

Ese barrio, el famoso, estaba al otro lado de Sion. No obstante, Papú dejó de hablar de él. Y yo empecé a tener la sensación de que, aunque había sido idea suya enseñarme la zona, su estado de ánimo había cambiado durante el trayecto y no podía enfrentarse a ello.

Llegamos a su calle. Estaba en la zona de clase media de Sion, a cierta distancia de las «viviendas», al otro lado de la carretera. Parecía una calle de gente acomodada y próspera: había árboles grandes, y hombres y mujeres bien vestidos, oficinistas, que esperaban el autobús. El piso que Papú había comprado en aquella calle le había costado el equivalente de cien mil libras esterlinas, y eso que nos encontrábamos a una hora del centro de Bombay, cerca de un enorme barrio de chabolas. Con eso se puede uno hacer idea de lo que había ocurrido con los precios de los inmuebles en la zona. Explicaba por qué el gran problema de la mayoría de los habitantes de Bombay consistía en encontrar alojamiento, un sitio donde vivir, un sitio donde dormir, y por qué las chozas, las chabolas y las construcciones a base de harapos rellenaban tantos agujeros de la ciudad.

El patio cubierto de arena del bloque de pisos de Papú estaba barrido, limpio y desnudo. En otra ciudad, hubiera podido parecer lúgubre. Pero allí resultaba extraordinariamente limpio, extraordinariamente desnudo, y parecía como si el vacío del patio fuera un aspecto de su limpieza. Papú dijo:

—Este bloque de pisos es una cooperativa. Es decir, que la gente que vive aquí es vegetariana. Los del otro edificio (el bloque de al lado, arquitectónicamente similar) son una mezcla de vegetarianos y no vegetarianos. Aquí, el precio de los pisos es más elevado porque el bloque es de vegetarianos. Si cocinan pescado, el olor nunca desaparece. Si hay una persona no vegetariana en el edificio, a veces se ve una cabra atada en el patio durante un par de días, y cuando de repente no la ves, significa que la han matado y se la han comido. Pero en nuestra comunidad las cosas están cambiando para los jóvenes. Cuando salen al mundo exterior se dan cuenta de que los demás comen carne, y a veces piensan que son débiles, que no tienen hombría. Todo el mundo intenta adaptar las cosas según su conveniencia.

Papú pensaba lo mismo sobre los ritos: que se adaptaban continuamente.

Cogimos el ascensor, muy anticuado, para subir a su casa. Me enseñó la pegatina sobre la puerta que servía de distintivo jainista, y los signos hindúes en las puertas de otros pisos. El salón de su casa, que daba a la calle y al colegio al otro lado de la calle, era grande y estaba despejado. Era igual que el patio: su amplitud suponía un auténtico lujo. Las paredes estaban limpias, el suelo de terrazo lanzaba destellos.

Le pregunté qué tenía que hacer con los zapatos. Me dijo que no hacía falta que me los quitara; pero poco después dijo algo que me hizo pensar que debería habérmelos quitado sin preguntar. Estábamos hablando sobre los ritos, y me contó que un amigo suyo, punjabí, le había dicho que el suelo del salón en que nos encontrábamos era un suelo por el que verdaderamente se podía andar descalzo. A lo que se refería el amigo era a que, normalmente, el rito de quitarse los zapatos —antes de entrar en un templo, por ejemplo— significaba caminar sobre suciedad, ensuciarse los pies, limpios, en aras de una limpieza ritual.

Papú dijo:

—Me gusta el concepto de pureza. Me gusta como modo de vida.

Salió su madre y me la presentó: una señora de expresión grave, silenciosa, que había pasado parte de su vida en Birmania, hasta que, con la independencia del país, los indios fueron expulsados. Juntó las palmas de las manos, el gesto de saludo hindú, y recordé que iba descalza al templo todas las mañanas.

—En la India, la religión interviene en todos los terrenos —dijo Papú. Abrió un cajón—. Son informes de la empresa. —Sacó uno—. Esto es el informe anual de una empresa del sur de la India.

Me enseñó las fotografías de la cubierta. Recogían la visita a la sede de la empresa de un hombre santo, que aparecía de pie en medio de los directivos, todos ellos desnudos de cintura para arriba y con una prenda de

puja.

—Es una de las fábricas de cemento más solventes del país —dijo Papú—. En el fondo, siempre tenemos en mente la idea de que respetar la religión o los ritos no puede perjudicarnos. Así que ¿por qué no íbamos a hacerlo? Me acuerdo del suegro de un amigo mío. Un día me dijo que para tener éxito en algo concreto hay que darle de comer a una vaca ciertas cosas todos los días. Trigo, por ejemplo. Darle trigo todos los días a la vaca. Bueno, en esta etapa de mi vida, si estoy persiguiendo un objetivo, no quiero dejar nada sin hacer, y sé que eso no me va a perjudicar. Así que ¿por qué no hacerlo?

»Hay ciertos lugares de culto en Bombay —templos, mezquitas, incluso iglesias— adonde va la gente en determinados días. Los martes van al templo de Sidi Vinayak, consagrado a Ganesha. ¿Por qué los martes? En realidad no se sabe, pero probablemente toda la gente que va allí lo hace por la misma razón, y basándose en el mismo principio: ¿por qué no?

—¿Una actitud materialista?

—Desde luego. Entre nosotros, el 90 por 100 recurre a Dios cuando necesita algo. Aquí hay una iglesia a la que van los hindúes. Es algo en lo que creen, pero no es su religión. Si eres hindú, ¿cómo puedes ir a una iglesia?

En el estante inclinado del centro de la pared había un ejemplar de la revista

Fortune y un libro,

Elementos de inversión. Papú era consciente de la incongruencia: los libros y revistas prácticos, su fe jainista, su necesidad de pureza absoluta, el entorno, las otras creencias que lo rodeaban.

Trajeron la merienda, en bandejitas de acero inoxidable. Era comida jainista, vegetariana, nada preparado con huevos. Había un

puri, y diversos fritos a base de harina y lentejas.

Pensé que Papú había abandonado la idea de la visita al gran barrio de chabolas de Daravi. Pero se había animado en el salón de su casa, y después de la merienda me llevó a una habitación trasera, para mostrarme el panorama. El barrio estaba más cerca de lo que yo creía. Se encontraba justo detrás de los raíles del tren que se extendían por la parte trasera de la calle en la que se alzaba el bloque de pisos en que vivía Papú. La zona de Papú, de clase media, de aspecto tan próspero al llegar a la calle, estaba encerrada en una estrecha franja entre la zona de las «viviendas» y la del gran barrio de chabolas.

Dijo, refiriéndose a las chabolas:

—No soportaría usted el hedor.

Un poco más tarde, con la decisión y brusquedad con que la gente acomete el mal tiempo, dijo que debíamos marcharnos.

Partimos a pie. Nos separaba del barrio de chabolas un corto paseo. Empezamos a atravesar el polvoriento puente, abarrotado de gente, sobre las vías del tren. El tráfico vespertino era delirante. Apenas habíamos descendido la joroba del puente cuando Papú, perdiendo un tanto la decisión anterior, dijo que debíamos coger un taxi.

Para resaltar la extensión del barrio de chabolas, dijo:

—Mire. Ni un solo edificio alto desde aquí hasta allí.

Era una buena forma de abarcarlo. De otro modo, circulando al nivel de la carretera, se podría haber perdido de vista la extensión de la accidentada llanura, delimitada por lejanas torres.

Y a continuación, en nada de tiempo, empezamos a circular por el lindero del barrio de chabolas, algo tan repentino, tan evidente, tan abrumador, que parecía como escenificado, como sacado de un plato de cine, con personas que desempeñaban el papel de habitantes de las chabolas: barracas y chamizos unos detrás de otros, unos junto a otros, una impresión dominante de negro y gris y barro, estrechos senderos desiguales que se curvaban hasta perderse de vista; después, la carretera se elevaba; a continuación, barro negro, hombres, mujeres y niños defecando a la orilla de un lago negro, ciénaga y aguas residuales, con una infernal iridiscencia oleaginosa.

El hedor era casi insoportable; pero había que sobreponerse. El taxi se detuvo en un embotellamiento. El embotellamiento se debía a una hilera de camiones cargados al otro lado de la carretera. El barrio de Daravi era también una especie de zona industrial, con muchos talleres abiertos sin licencia, fábricas de cuero y fábricas de productos químicos entre otros, que no se hubieran permitido en una zona con mejores regulaciones urbanísticas.

Los gases de la gasolina y el queroseno contribuían al hedor. En medio de aquella pestilencia, muchas personas trabajaban con los brazos desnudos, en algo que yo no había visto hacer a nadie hasta entonces: recoger o descargar restos de tela y de cartones, entre un polvo blanco-grisáceo que se amontonaba en el suelo como si fuera nieve y amortiguaba el ruido de los pies y las manos, junto a la carretera o en pequeñas chabolas: una trapería a gran escala.

Papú dijo que raramente pasaba por allí. En el taxi, fue sentado mirando hacia el extremo opuesto del barrio de chabolas. Miraba hacia el otro lado de la carretera, donde estaban quietos los camiones, y donde, a lo lejos, se veían los bloques de pisos de Bandra, una zona de clase media, junto al mar.

Los coches empezaron a moverse de nuevo. Al llegar a cierto punto, Papú dijo:

—Esta es la parte musulmana. La gente le dirá que aquí los musulmanes son fundamentalistas. Pero ¿no le parece que esta gente lucharía por cualquier cosa que les dijeran que luchase?

El hedor a pieles y excrementos de animales, a ciénaga, productos químicos y gasolina, el polvo de los desechos de telas, la neblina ámbar de los tubos de escape de los camiones, con el sol de la tarde, sesgado... Qué alivio dejar todo aquello atrás y entrar en la otra Bombay, la Bombay conocida y a la que uno tardaba tanto tiempo en acostumbrarse, la Bombay de calles asfaltadas y autobuses y gente con ropas ligeras.

Resultaba difícil pasar por la zona, pero aun más imaginar cómo sería vivir allí. Sin embargo, sus habitantes vivían en medio de la pestilencia y el aire espantoso, y ejercían su profesión allí. Entre ellos había incluso abogados, según me contaron. El olor a excrementos, ¿estaba solo en la periferia, en el lago negro con iridiscencias? No: el hedor invadía Daravi por completo. Pero me extrañó aún más leer en una revista de Bombay un artículo sobre la zona de Papú, Sion, en el que se presentaba Daravi, el barrio de chabolas, como algo propio de bohemios, algo que ponía sal y pimienta a la monótona vida de la clase media. Saltaba a la vista que Bombay inmunizaba en cierto modo a sus habitantes.

Tuve otra visión de Daravi poco después, mientras me dirigía en taxi al aeropuerto de vuelos nacionales de Santa Cruz. El taxista —un musulmán de Hiderabad, muy digno, nervioso por vivir en Bombay, temeroso de hundirse, con intención de volver a su región pronto, maniático con su coche y su ropa—, el taxista me fue enseñando los bloques de pisos a un lado de la carretera del aeropuerto donde habían realojado a chabolistas. Al otro lado me enseñó el fangal en el que se había desarrollado Daravi, a lo lejos, la baja línea negra del famoso barrio de chabolas.

Visto desde allí, Daravi parecía artificial, innecesario incluso en Bombay: se permitía su existencia porque, como decían, era un banco de votos, un banco de odios, algo que mucha gente podía explotar. Todas las corrientes enfrentadas de Bombay también confluían allí; todas las peculiaridades nuevas que surgían, allí se intensificaban. Y, sin embargo, la gente vivía allí, sometida a esa otra explotación, porque en Bombay, en cuanto se tenía un sitio en el que vivir, se podía ganar dinero.

Y las personas podían quedar marcadas por las condiciones en las que vivían, al igual que marcan a los animales las condiciones en que se crían: como los pollos (por traer a colación un recuerdo de Trinidad de hacía cuarenta años) criados en una jaula pequeña, a los que les resultaba imposible andar cuando los soltaban, e iban medio a la pata coja y medio volaban, como hacían en la jaula. Del mismo modo, la gente que habitaba los reducidos espacios de Bombay se acostumbraba a ellos; se acostumbraba a la vida comunitaria de aquellos espacios, y la otra vida, la vida privada, podía perturbarlos emocionalmente.

El señor Ghate era un alto cargo del Sena. Se había criado en la zona fabril, en una habitación de una

chaul o casa de vecindad de obreros fabriles; y seguía viviendo en una

chaul, a pesar de tener la posibilidad, por su elevada posición, de vivir en un alojamiento mejor y también en una zona mejor. Lo había intentado unos años antes, pero la cosa acabó mal. Su mujer padeció mucho en la amplitud y el retiro relativos del apartamento independiente al que se mudaron. Fue algo más que melancolía: sufrió un grave trastorno mental. El señor Ghate se mudó de nuevo a una

chaul, a las dos habitaciones que ocupaba cuando lo conocí, volvió a la sensación de una multitud envolvente y a los ruidos de la vida a su alrededor, y a ser feliz de nuevo.

Fui a la

chaul del señor Ghate en compañía de Charu, un joven brahmán maharashtra. Sin Charu, el señor Ghate quizá no me hubiera recibido. El señor Ghate, según me dijo Charu, era uno de los hombres «toscos» del Sena, y «tosco» era la palabra brahmánica de Charu para referirse a una persona dura y agresiva.

El señor Ghate vivía en la planta superior del bloque. Sin Charu, no creo que hubiera podido llegar ni a la escalera interior del edificio: me sentía desmoralizado, asfixiado, con el estómago casi en la boca, por el olor de la entrada, con restos de basura húmeda y gatos y gatitos carroñeros en un pequeño patio, por el olor intenso y cálido, que se me agarraba a la garganta, de desagües atascasdos. Fue Charu, con su sentimiento del deber brahmánico, con su deseo de mantener una cita, quien (vigilándome continuamente, y a veces incluso tendiéndome una mano, como un padre que lleva por primera vez a su hijo desde la arena de la playa hasta el agua) me condujo, por las escaleras de la

chaul, mientras pasábamos junto a puertas abiertas que ofrecían atisbos del espacio vital de las familias.

Debería haber ascendido aire caliente; pero en la última planta el aire estaba más fresco. El emblema de un tigre en una puerta, el emblema del Siv Sena, identificaba el apartamento o habitación del señor Ghate. Daba a la carretera. Las ventanitas, de cristal deslustrado y marcos pintados de verde, estaban abiertas tras el alambrado antirrobo; los gases de los vehículos que entraban resultaban incluso refrescantes.

El señor Ghate tenía dos habitaciones pequeñas. Una, detrás de la entrada con cortina, era la cocina. La habitación en la que nos recibió, donde seguramente dormían por la noche, por el día se transformaba en una especie de oficina del Sena. Estaba llena de papeles, guardados en un armario empotrado de una pared lateral: un inesperado toque de modernidad. Entre otros objetos decorativos, en una pared había un cartel, quizá en principio de una empresa petrolífera, con una fotografía en color de un tigre y las siguientes palabras, en inglés:

Se observa mucho... mirando.

El padre del señor Ghate había sido obrero fabril. Ganaba cuatrocientas rupias al mes, algo más de treinta libras. Era una familia numerosa, cinco hermanos y dos hermanas. Nacieron cuatro chicas, pero dos de ellas murieron. La única habitación en la que vivían todos era la habitación normal de una

chaul, de poco más de tres por tres metros, y les había dado bastante buen resultado cuando eran pequeños. Por las mañanas, para desayunar solo tomaban té, nada de comer. Desde las siete hasta la una los niños estaban en el colegio. Eso significaba que por la mañana, durante un mes o así cada vez, el padre del señor Gathe disponía de cierto espacio. El padre del señor Gathe tenía turnos en el trabajo de la fábrica; todos los meses cambiaba el turno.

Recordé lo que había dicho el señor Raote sobre la cultura que poseía todo maharashtra, y le pregunté al señor Ghate si de niño iba al gimnasio. Me dijo que no, pero la pregunta tenía cierta importancia para él, porque inmediatamente añadió que había practicado algunos deportes. Le pregunté por la religión: ¿Cómo, viviendo en una

chaul, había aprendido cosas sobre la religión y las enseñanzas de los santos? Dijo que no era religioso; de modo que se había producido una especie de ruptura con el pasado. Pero también dijo que su padre hacía

puja en casa, aunque ni su padre ni su madre eran cultos, y hasta que él empezó a prepararse para la universidad su familia nunca tuvo un solo libro.

Parecía una vida reducida a lo básico, una vida dura. Pero todos habían seguido adelante. Las cosas cambiaron cuando se casó. Su mujer dejó la

chaul de su familia por la del señor Ghate, y después les nació un hijo. Llegó un momento en el que en la habitación de poco más de tres por tres metros vivían diez personas. Surgieron «diferencias» y constantes peleas. Por eso, el señor Ghate se llevó a su mujer y a su hijo a un «alojamiento para personal» —un apartamento independiente en un bloque de pisos— de un barrio a treinta o cuarenta minutos en tren.

Hubiera debido suponer una nueva vida: el distanciamiento de la familia, el fin de las peleas, y el espacio: después de nueve metros cuadrados para diez personas en la

chaul, disponían de veintisiete metros cuadrados para tres personas en el apartamento nuevo; pero resultó desastroso. La mujer del señor Ghate había pasado toda su vida en una

chaul. Cuando tuvo que quedarse sola gran parte del día en sus veintisiete metros cuadrados independientes, sin ver a nadie, sin nadie con quien hablar, se asustó. Comenzó a padecer una grave claustrofobia, y estuvo a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Así que volvieron a la zona fabril, donde se habían criado, y el señor Ghate tuvo la suerte de encontrar sitio en una

chaul. El apartamento o conjunto de dos habitaciones como el que tenía se llamaba en Bombay «cocina con una habitación». La estancia principal era un poco mayor que la habitación de una

chaul normal, de nueve metros cuadrados. Vivían allí cinco personas, y no había problema de espacio.

Adquirió las habitaciones en 1985, y la mecánica de la adquisición fue como sigue. En un principio, las

chaul, muchas de ellas con varias décadas de antigüedad, de los comienzos de la revolución industrial india, iban unidas a las fábricas y estaban destinadas a alojar a los trabajadores. Técnicamente, los propietarios de las fábricas seguían siendo los dueños de las

chaul, pero (debido a las leyes de control de alquileres) ya no cuidaban de ellas y prácticamente las habían abandonado, de modo que los inquilinos tenían libertad para vender el contrato de arrendamiento de las habitaciones. El comprador le pagaba una prima al inquilino y después le pagaba el alquiler al propietario de la fábrica. En 1985, el señor Ghate había pagado una prima de treinta y cinco mil rupias por sus dos habitaciones, unas mil cuatrocientas libras, pero solo le pagaba de alquiler mensual al dueño doce rupias, cincuenta peniques, circunstancia que sin duda explicaba por qué los dueños de las fábricas habían dejado de ocuparse de las

chaul.

El señor Ghate había pasado a ser inquilino protegido; me dijo que podía vivir en sus dos habitaciones para siempre. Y por su forma de hablar, eso era lo que tenía intención de hacer, tras haber intentado marcharse. No todos eran como él, dijo. Muchas personas que no tenían medios soñaban con mudarse a un apartamento. El sí tenía medios; podía pedir un préstamo a un banco; pero se sentía contento donde estaba.

Reanimado por el aire de su habitación, más fresco, empecé a verla un poco con sus ojos. Me di cuenta de las comodidades que tenía. Había un ventilador en el techo; había una recia escalerilla para subir al desván. Debajo del desván había una trascocina, con diversos objetos: un armario para la ropa, un taburete de madera, un tendedero (del que colgaban toallas en aquel momento), un trozo de manguera y un cubo de basura de plástico azul con tapa que se levantaba con un pedal. La trascocina estaba a espaldas del señor Ghate, junto a la ventana abierta. El espacio delantero de la habitación era más bien el despacho, y allí estaba el armario grande. Como si quisiera disculparse por la extravagancia, el señor Ghate dijo que lo había comprado el año anterior, porque debido a su trabajo del Sena tenía que manejar muchos papeles.

Había algo más que papeles tras las puertas de cristal del armario. En el estante superior había vasos y platos de plástico y acero inoxidable. En otros estantes había fotografías, y una placa de color dorado con el nuevo lema del Sena, en márata, del que me habían hablado:

Dilo con orgullo: «Soy hindú.» Al haber adquirido más poder, el Sena intentaba tener un carácter menos local. Apelaba a un sentimiento hindú más general, y a algunas personas este hecho les resultaba tan preocupante como el anterior llamamiento para que Maharashtra fuera para los maharashtras.

Yo quería enterarme de más detalles de la vida en las

chaul. Charu y el señor Ghate estuvieron hablando un rato en márata y después Charu resumió la conversación.

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