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INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

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—Le gusta vivir aquí. Se ha criado en este ambiente. Piensa que una habitación o un apartamento más grande no cambiaría nada para él. Ni envidia ni detesta la riqueza de otras personas. Solo valora a las personas por su mente.

—¿Qué es lo que le gusta de la vida aquí?

Me dio la impresión de que, hablando en márata con Charu, el señor Ghate se dejó llevar por el entusiasmo al describir las ventajas de vivir en una

chaul. Charu dijo en su nombre:

—En una

chaul siempre se sabe qué pasa en todas partes. Se sabe qué ocurre en todas las demás familias. Se oye todo, se ve todo. Por eso las personas viven juntas, comparten los problemas. En un apartamento no hay

vida.

Había mucha vida en aquella

chaul. Solo en la última planta, donde estábamos nosotros, había cuarenta habitaciones. Cinco cuartos de baño para las cuarenta habitaciones. Se veía gente constantemente.

—¿No quiere cierta intimidad?

Charu replicó enérgicamente.

—No quiere intimidad. Dice que los que quieren intimidad pueden irse a un bloque de pisos. —Noté cierta rudeza en sus palabras, después dé lo que había dicho antes sobre la gente que no tenía medios pero quería vivir en bloques de pisos—. Si se necesita cierta intimidad para leer o escribir, siempre se puede conseguir después de la una de la madrugada.

—¿El señor Ghate se queda despierto muchas noches?

—Sí. Muchas noches se queda leyendo hasta las dos y media o las tres. Si no, aquí no se puede leer ni escribir.

—¿No piensa el señor Ghate que un poco más de intimidad contribuiría a que mejorase la educación?

—La inteligencia de una persona, o lo que lee, no depende de que viva en un bloque de pisos o en una

chaul. Es más bien una cuestión de predisposición, de aptitud, de carácter.

Y me contó un caso famoso y reciente, el de un chico que vivía en una chabola de la zona y había sacado las mejores calificaciones en un examen estatal de Maharashtra.

—El señor Ghate, ¿no debería ofrecerles una vida mejor a sus seguidores?

La respuesta, según la traducción directa de Charu, fue dura.

—No quiero ayudar a nadie a llevar una vida de lujo. Esta zona es un barrio obrero.

—¿Quiere que todos sigan siendo obreros?

La pregunta cambió un tanto con la traducción. Al parecer, Charu la planteó con carácter personal, y recibió una respuesta con el mismo carácter.

—El señor Ghate trabaja en un banco. Un hermano suyo trabaja en una empresa estatal. Otro, más joven, en una fábrica. Pero ese hermano no ha estudiado mucho; no tenía la suficiente capacidad intelectual para ello. Ahora gana mil rupias al mes. No es un buen sueldo. Para vivir bien en Bombay, hay que ganar dos mil rupias como mínimo.

Intenté volver a formular la pregunta, de otra manera.

—¿Qué ambiciona para las personas que viven en esta

chaul?

Tampoco acerté esta vez. Dio la impresión de que la pregunta se refería al futuro de la

chaul, y el señor Ghate respondió literalmente.

—Esta

chaul tiene noventa años. La construcción es sólida, y se mantendrá otros cincuenta años; pero tengo mis dudas sobre el futuro. Las familias que viven aquí son pobres. Si se estropea algo en el edificio no podrán arreglarlo ni comprar una casa en otro sitio. Tendrán que marcharse de Bombay, si le pasa algo a la

chaul.

En la pared a sus espaldas, justo debajo del desván, había fotografías y emblemas del Sena. Además del cartel del tigre, había una placa grande, del color del bronce, que representaba a Ganesha sobre fondo de color azafrán, y un dibujo enmarcado de la coronación de Sivaji: una idea como algo sacado del cine indio, de poder, esplendor y brillo.

Aquella idea debía de tener gran significado para el señor Ghate. Me pregunté cómo encajaba con el trabajo que desempeñaba para el Sena y las condiciones de la

chaul. Cuando miraba la

chaul, ¿qué veía realmente? ¿Quién se ocupaba del edificio, quién limpiaba los espacios comunes?

El señor Ghate dijo que lo limpiaban los propios inquilinos. Pregunté por qué no habían hecho nada con los desagües atascados y la basura en descomposición de la entrada. Contestó:

—Bombay nunca será bonita. Hay ciertos defectos inherentes a la ciudad. Limpiaron los desagües hace tiempo, pero volvieron a atascarse. Además, hay problemas con la gente.

Falta de sentido cívico.

Pronunció las últimas palabras en inglés.

El Sena, con su especial filosofía social, ¿no debía hacer algo al respecto?

—Es un problema perenne. Hay que empezar por los niños. No es un problema económico. Esta gente tira la basura por la ventana.

Le pregunté por su pasado, sus orígenes. Su familia, era de una aldea cerca de Goa, me dijo. Todavía tenía parientes allí, y venían todos los años, a pasar diez o quince días. Les atraía Bombay y les hubiera gustado vivir allí; pero sabían que no lograrían fácilmente llevar una vida decente en la ciudad, y siempre volvían.

Se oyeron voces de mujer en la cocina, tras la puerta con cortina. La señora Ghate, que había estado allí dentro todo el tiempo, descorrió la cortina y dijo que había ocurrido un accidente en la

chaul. Acababa de llegar una anciana a dar la noticia y quería saber si podía ver al señor Ghate.

El dijo que sí. La anciana estaba un poco agitada. Se quedó en el umbral y dijo entre lágrimas que dos de los niños de su habitación se habían quemado. Su padre estaba en la fábrica, y no había nadie para ayudarla.

El señor Ghate replicó de inmediato que llevaría a los niños al hospital en su coche. Salió apresuradamente a resolver el asunto, y Charu y yo nos quedamos solos en la habitación.

Charu me contó más cosas sobre la vida comunitaria de los habitantes de Bombay. Dijo que el amor a la vida en común procedía de la vida en la familia ampliada o mixta: era una vida desbordante, de continuas aglomeraciones y relaciones cambiantes, apasionadas, entre los diversos grupos o sectas de esas familias. Añadió que su mujer, que estudiaba para obtener el título de especialista en desarrollo infantil, no podía leer a solas; prefería leer cuando había alguien cerca hablando. Seguía gustándole estar con su familia en su antiguo piso, por la compañía, el calor, la constante seguridad que proporcionaban las voces humanas.

La cortina de la puerta seguía descorrida, como la había dejado la señora Ghate. Vi que había un cajón de

puja en la cocina, muy sencillo, nada que ver con el santuario en un hueco de la pared del señor Raote. El señor Ghate había dicho que no era religioso; el cajón

de puja de la cocina debía de ser para su mujer.

Cuando volvió con nosotros, el señor Ghate parecía preocupado. Había llevado a los niños al hospital; pero le inquietaba su mujer. Se dejaba llevar fácilmente por las depresiones. Conocía a la familia afectada, y el accidente de los dos niños ya había empezado a tener consecuencias negativas para ella.

Sin embargo, aquel incidente vino a demostrar la importancia que revestía para el Sena tener un representante en un sitio como la

chaul. Se conocía el Sena por su labor social, y la gente pensaba que podía acudir a él.

Pregunté si la vida comunitaria de la

chaul y de los barrios superpoblados facilitaba la organización política.

—La

chaul es como una familia más grande. El barrio, una familia incluso mayor.

¿Y también podían organizarse fácilmente otros grupos?

No contestó.

Era un hombre serio, de piel oscura. La preocupación por su mujer, de la que hablaba tan abiertamente, era el único rasgo de delicadeza que mostraba. Se había casado en 1970. Por entonces tenía veintiún años, y su mujer dieciocho. La historia de amor que me contaba se parecía en ciertos aspectos a la del señor Raote, de la lejana Dadar. La muchacha que más adelante sería su mujer vivía en otra

chaul. El empezó a ir a aquella

chaul a darle clase a una amiga que iba un poco floja en matemáticas. Conoció a la familia de la muchacha; empezó a darle clase a ella también; surgió el cariño.

El padre de la muchacha era profesor. (El del señor Ghate, obrero de una fábrica, jamás tuvo un libro propio.) No le gustó nada que el señor Ghate dejara los estudios de ingeniería. Además, por aquella época, el Siv Sena tenía mala fama, de violento. La familia de la chica pensaba que el señor Ghate era un vago. Fue la oposición familiar al señor Ghate lo que desencadenó la primera depresión de su mujer.

El señor Ghate dijo:

—Es sumamente sensible.

Un día estaban los dos juntos, la chica y él, sentados en un hotel. Un

hotal, un restaurante sencillo. Los vieron las hermanas y el hermano de ella. El señor Ghate pensó que a la muchacha le resultaría difícil volver a la habitación de su familia después de aquello, de modo que la llevó a casa de un tío suyo, en un bloque de apartamentos. Se casaron al día siguiente. No era esa su intención cuando la llevó a casa de su tío; pero comprendió que era lo único que podía hacer: la decisión de casarse fue totalmente suya. La boda se celebró según los ritos védicos, más sencillos que los ritos hindúes tradicionales.

De modo que se había casado por amor. ¿Habían seguido su ejemplo otros miembros de la familia?

Dijo que una hermana suya había contraído matrimonio por amor hacía aproximadamente un año.

—¿Cree que ocurre cada vez con más frecuencia?

—Sí. —Pero a continuación, a pesar de la romántica historia de su matrimonio, adoptó una expresión grave. Saltaba a la vista que le disgustaba el matrimonio de su hermana—. Los matrimonios por amor no duran, a menos que haya entendimiento entre las mentes.. Un matrimonio no sobrevive si está basado en la atracción física.

—¿Hubo oposición al matrimonio por amor de su hermana?

Respondió de una forma ambigua.

—No hubo oposición. Se casó por pura atracción física.

—¿En qué trabajaba el marido?

—Es médico ayurveda.

Ayurveda, la medicina tradicional hindú.

—¿Bien situado?

—Bastante bien situado, pero no independiente. Por eso quería yo que mi hermana se pusiera a trabajar. Viven en Sion. Hace poco le encontré trabajo.

Sion era el barrio de Papú. ¿Sería un eufemismo de Daravi?

Pregunté:

—¿Están en una vivienda de Sion?

—Viven en un edificio de apartamentos como es debido, pero la verdad es que no lo sé. Ahora no tengo nada que ver con mi hermana. Ya le he encontrado trabajo, y no quiero saber nada más de ella.

—Pero ¿por qué?

—Ese chico no sabe defenderse en la vida.

—¿Cuánto gana su hermana en el trabajo? En el que usted le ha encontrado.

—Unas novecientas rupias.

—¿No quiere saber qué tal le va?

—Pues no. Le he conseguido trabajo. Tienen un hijo. Pero no, no. Mi hermana no está en la misma onda, y eso no me gusta nada. Tiene una forma de vida mediocre, y sus expectativas también son mediocres. Según ella, yo no soy demasiado culto. Pero creo que mi forma de pensar es superior a la suya. Lo que ella piensa es: «Hay que tener un piso propio. Hay que tener mucho dinero.» Pero ella no tiene aptitudes.

Charu tradujo sus palabras, y no acabé de entender a qué se refería el señor Ghate. Antes había dicho que valoraba a las personas solo por su mente, y quizá después quiso decir que las ambiciones materiales de su hermana excedían su preparación y la hacían parecer ridícula.

—Y no encaja con la gente —añadió el señor Ghate—. Mi mujer sí, pero mi hermana no puede encajar con mi mujer.

Quizá el problema radicara en eso.

—¿Es su hermana una chica guapa? ¿Tiene buen aspecto?

—No totalmente. —Pronunció estas palabras en inglés. Con el movimiento de cabeza de un lado a otro, el gesto afirmativo de los indios, añadió, también en inglés—:

Regular. —Se reafirmó en su postura—. Yo no le doy mucha importancia a la relación de sangre. Mis familiares nunca me han ayudado. Solo me han ayudado mis amigos. Ahora que tengo nombre y posición, muchos de la familia acuden a mí, pero yo no les hago demasiado caso.

—¿Por qué dice que su hermana tiene unas ambiciones mediocres?

No respondió.

Se lo planteé directamente a Charu.

—Como miembro del Sena, ¿no debería animar á las personas como él a tener ambiciones?

Hablaron entre ellos, Charu y el señor Ghate, y Charu me contó la respuesta del señor Ghate.

—Lo importante para una persona es saber si realmente está preparada para tener esa ambición. La gente viene a mí constantemente en busca de ayuda, pero yo no creo que en justicia la merezca. Tiene que ser digna de ella.

Le pregunté por el cartel con el tigre de la pared. Dijo que se lo había dado un amigo. Pronunció las palabras «

Se observa mucho... mirando» en inglés. Las pronunció torpe, entrecortadamente, pero dio la impresión de cargarlas con un significado especial, incluso misterioso. Le pregunté por el dibujo de la coronación o

durbar de Sivaji: ¿En qué año tuvo lugar? No lo sabía.

Su hermana había intentado escapar. Él no la había perdonado, ni por eso ni por el matrimonio por amor que, en su propio caso, consideraba parte de su fortaleza y su carácter. Era un hombre duro, formado por la vida de la

chaul de la que ya nunca podría apartarse. Con aquel orgullo del Sena al que se aferraba, tal vez pensara —junto con todo lo demás— que su hermana había violado los viejos conceptos de honor y corrección.

Quizá la hermana acabase bien; quizá fuera capaz de valerse por sí misma, sin la ayuda de la familia, el clan y la casta; pero no cabía duda de que también era así como, en Bombay, la gente caía al abismo por entre las grietas, y algunos —los afortunados— eran arrojados de nuevo a sitios como Daravi, no lejos de donde, con aquella ambición tan absurda a ojos de su hermano, una invitación a crear problemas, la muchacha tenía un apartamento en «un edificio como es debido», casi seguro en una de las «viviendas» sin carácter que habían sumido a Papú en una profunda tristeza unos días antes.

La gente conocida, y también los articulistas de los periódicos, decían que la sociedad india se estaba «criminalizando». A lo que se referían era a que, con todas las frustraciones de la India, los partidos políticos y la gente metida en negocios utilizaban a la mafia para que les hiciera el trabajo o para acelerar las cosas: para disuadir de deserciones políticas, inducir a hacer donativos a los partidos, obligar a pagar deudas y presionar para adherirse a un contrato no escrito de «dinero negro».

La delincuencia producía excelentes beneficios. Los grupos mafiosos luchaban por su territorio, como los políticos, y las guerras entre ellos aparecían en las noticias de Bombay. Los periódicos y revistas publicaban artículos sobre estas guerras, que eran como relatos de las opacas disputas políticas en muchos estados de la Unión India. Eran opacas por la misma razón que lo eran los políticos: no existían ni principios ni líneas de partido; únicamente personalidades. Solo había enemigos o aliados, y las relaciones entre los mafiosos y los políticos cambiaban sin cesar. Los asesinatos en las atestadas calles de Bombay eran, como la política, una cuestión de poder y jefatura. Y, cuando remitía la tormenta, los periódicos y revistas competían por presentar el perfil del jefe de la banda que empezaba a erigirse en rey de los bajos fondos de Bombay.

Este jefe era como un político, pero en otro sentido: se escribía tanto sobre él, se le hacían tantas entrevistas (aunque tenía su sede fuera de la India, en el Golfo, en Dubai), que todos los artículos sobre el tema eran parecidos. Al igual que muchas personas expuestas a la opinión pública, el jefe se había convertido en los perfiles que de él trazaba la prensa: no tenía nada nuevo que decir.

Pensé que me convendría más conocer a alguien de posición más baja, no a un jefe de la mafia, a alguien que no concediera tantas entrevistas, alguien que no hubiera formalizado hasta tal extremo su propia experiencia y que aún tuviera algo que decir. En realidad, no creía que pudiera concertarse semejante cita —yo era un viajero, alguien que iba de paso, sin nada que ofrecer—, pero a los mafiosos de Bombay les encantaba que les dieran publicidad, y les interesaban especialmente quienes escribían en inglés. También querían que los conocieran fuera.

Mi contacto era Ayit. Un día, a última hora de la tarde, cogimos un taxi para ir a Dadar: un camino que yo ya había empezado a conocer. Cuando bajamos del taxi, anduvimos un poco, entre la relajada muchedumbre de aquella hora, hasta llegar a una cacharrería que estaba al lado de un cine. Esperamos allí un rato, entre la gente de la cola, hasta que una persona nos saludó; después llegó otro hombre. Fue a este a quien seguimos. Pasamos por varias calles de un barrio residencial, de aspecto acomodado, y acabamos por entrar en una casa sombreada de árboles, por una puerta lateral, perdiendo de vista lo que quedaba de la luz del día.

Era un piso de un bloque de apartamentos nuevo. El apartamento de la planta baja en el que entramos estaba bien amueblado, al estilo burgués de la India, como de tienda de muebles. Y me resultó extraño, entre aquel mobiliario tan femenino, y a la débil luz del techo, en una atmósfera de decoro indio (los zapatos se quitaban a la entrada y se dejaban junto a la puerta), ver caras indias que expresaban amabilidad y civismo indios, y oír en voces angloindias, paladeando lo teatral del momento, que me encontraba entre gángsteres.

Había unos seis o siete hombres en el pequeño cuarto de estar. Eran jóvenes, de veintitantos años, y todos ellos, salvo el jefe, que inició la conversación, tenían la cara que hubiera sido de esperar en profesores universitarios u hombres que trabajasen en bancos. Muchos estaban de pie cuando entramos, y continuaron de pie.

El jefe estaba sentado, solo, en un sofá enorme, con demasiado relleno. Como un príncipe misericordioso, me pidió que me sentara a su lado. Tenía la piel oscura, la boca bien formada, con el labio inferior grueso y curvo, y ojos prominentes de párpados bien definidos, la clase de rasgos que resaltaban los pintores de algunas cortes de Rajput.

Yo no sabía de qué hablar con él. Esperaba ver solamente a un hombre, no encontrarme en una habitación llena de gente. También me desconcertó que de repente desapareciese la luz del día y la sustituyese la débil luz de una bombilla colgada del techo, que me obligaba a mirar con mucha atención y era como irritante físico.

Hasta entonces había tenido la esperanza, en todas mis conversaciones, de poder tomarme las cosas con calma, de enfocar el tema de la delincuencia y el gangsterismo con cierta circunspección y acometer al mismo tiempo el material que me interesaba. Pero, por lo que dijo el jefe, saltaba a la vista que él quería comenzar

in medias res. Quería hablar inmediatamente de las guerras que se producían entre los gángsteres, y proclamar los derechos de sus hombres y su grupo. Pero yo sabía muy poco sobre el gangsterismo de Bombay. No conocía a los personajes, ni las rivalidades ni las famosas batallas, y no podía aprovechar las claves que me ofrecía el jefe.

Finalmente pareció comprender mis dificultades. Debió de sentirse decepcionado, pero no lo demostró. Por el contrario, me ayudó con el relato para principiantes que seguramente pensaba que estaba escribiendo. Me dijo que sabía que tarde o temprano lo mataría la bala de un policía. Me dio la impresión de que quería que yo citara la frase. Y después, como si deseara desvelar a un reportero novel el material sensacional que, a su juicio, necesitaba ese reportero, me contó lo que hacía su grupo en el terreno de la delincuencia.

Una parte de sus actividades consistía en proteger a ciertas personas: en esa línea, «trabajaban» con los

dueños de los puestos del mercado. Hacían el juego de los números. Recientemente habían abierto un nuevo campo, con un secuestro para un partido político: habían cogido a un dirigente estudiantil de otro partido durante las elecciones del sindicato de estudiantes. Un negocio rentable y creciente para ellos era alentar a la gente a que dejara las viviendas protegidas, a que renunciase a tierras o edificios para explotarlos de otra manera. También se dedicaban a las «galletas»: a robar «galletas» de oro fundidas, una de las formas más extendidas de guardar el dinero negro. Lo mejor de ese asunto era que cuando alguien perdía las «galletas» no podía recurrir a la policía. El negocio de las galletas era un buen negocio: lo único que se necesitaba era información, y la información podía obtenerse de la policía. En otra época, cuando eran más jóvenes y el dinero no abundaba en Bombay, se dedicaban a la reventa de entradas de cine. Un negocio limpio, sencillo: compraban todas las butacas para una película de éxito y las revendían a más precio. Pero eso era en los viejos tiempos; ya no les compensaba. Lo único que no hacían era asesinar a sueldo: no podían matar a una persona contra la que no tuvieran nada.

El jefe mantenía una actitud confidencial. Estaba reclinado junto a mí en el sofá con demasiado relleno y hablaba sin elevar la voz. Parecía un empresario definiendo sus servicios, folleto en mano. No se movía ni gesticulaba mucho; su tono de voz era monótono; toda la energía, y la poca confianza que inspiraba, asomaban a sus ojos.

Los demás hombres de la habitación no estaban quietos. Iban de un lado a otro continuamente, miraban por la ventana con reja de hierro: la luz de la farola de la calle caía sobre los árboles justo al lado de la puerta. Alguien silbó, dos o tres veces. Y a continuación —la cortesía india— entró un hombre, con refrescos de cola para las visitas.

El jefe —de rostro oscuro, perfecto— me inquietaba cada vez más. Estaba actuando, desde luego: la inmovilidad física, su actitud tranquila, confidencial, la ausencia de gestos, todo era estudiado. Pero incluso cuando sus palabras se teñían de humor, no las pronunciaba con esa intención: quería decir lo que decía; creía en el poder y en la autoridad física.

Y en la habitación había otro hombre que también empezó a inquietarme. Se había quedado de pie, alerta; a veces miraba por la ventana. Llevaba una mano vendada. Al principio vi buenos modales y buena educación indios en su cara; pero después empezó a parecerme vacía, y a resultarme más difícil interpretarla. Era brahmán, o miembro de una casta no inferior, que había ido por mal camino.

Aquella mano estaba vendada, me dijeron, porque le había dado un tajo alguien de otro grupo: cosas de la guerra entre bandas que tenía lugar por entonces. Mientras el jefe hablaba de la agresión, el hombre empezó a quitarse la venda, para mostrar la terrible herida, los dedos retorcidos: por fuerte que sea la voluntad, la carne es solo carne.

—Está bien —dijo el jefe, con su monótono tono de voz—. Vizal está bien. Esa mano todavía puede empuñar una navaja.

Y que no fuera yo a pensar que había que preocuparse por la herida: ya había sido vengada. La había vengado el propio jefe. Un día estaba en un restaurante del vecindario —no un

hotal, sino un restaurante como es debido, uno muy famoso al que acudían los gángsteres— y vio al agresor fuera, en un coche. Salió corriendo del restaurante y, sin más ni más, sin pensar en las consecuencias, disparó contra el agresor, que estaba en el coche. Este cayó de rodillas y se abrazó 11orando a las piernas del jefe, suplicándole que lo perdonase. (Así contó la historia: en un momento dado, el agresor estaba en el coche, y al siguiente, fuera.) Cambiando la pistola por una navaja (para que la historia tuviera lógica), el jefe le puso el arma en los hombros, le asestó repetidamente leves cuchilladas mientras el hombre estaba arrodillado y le dijo: «Estás llorando. Ya no tengo que matarte. Estás llorando y agarrado a mis piernas. ¿Por qué habría de matarte?»

Mientras contaba la historia, repitió esas frases dos o tres veces. Hasta entonces no había hecho muchos gestos; pero de repente se puso a representar las cuchilladas, con movimientos desde atrás hacia adelante, que le había asestado en los hombros al hombre arrodillado.

Fue un gran momento para la banda, aquel momento de venganza, con el agresor aferrado a las piernas del jefe. Vizal y otro más corroboraron las palabras del jefe, y junto con los demás secundaron la continuación de la historia. Después de aquel incidente, el agresor dejó de ser un hombre. Se convirtió en un personaje ridículo; nadie le tenía miedo; tuvieron que echarlo de la banda, y era un don nadie en Bombay: nadie lo aceptaba.

—Vizal está bien —dijo el jefe—. Tiene la mano bien. Puede coger una navaja. —Y a continuación, como si fuéramos colegas y estuviera refiriéndose a cosas que los dos sabíamos (y también con el fin de llenar un vacío en la historia que me había contado), añadió—: Me gustan las navajas. Son más seguras. Con las pistolas nunca se sabe. Disparas, te crees que el otro está muerto, y resulta que la bala solo le ha dado en las costillas.

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