India
INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY
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Contó que habían atacado a una banda rival un día de Navidad, en un funeral. Se metieron entre la gente, con navajas. Los cogieron por sorpresa, y causaron muchas bajas hasta que los demás acompañantes del féretro se dieron cuenta de lo que ocurría.
Una de las cosas que al principio me dejaron perplejo —aparte de la luz y la gente que había en la habitación— fue la idea que yo tenía, quizá por haber entendido mal algo que había dicho Ayit, de que las personas entre las que me encontraba eran de religión musulmana. Yo empecé a hablarles como si lo fueran, y después descubrí que eran hindúes, con sus propios sentimientos de comunidad.
Hasta entonces, el jefe había llevado la mayor parte de la conversación; pero cuando pregunté por los musulmanes de las bandas, Vizal dijo que no se fiaba de los musulmanes de su banda y que prefería no trabajar con ellos. Los gángsteres musulmanes eran de zonas pobres. Ellos, los que estaban en la habitación, pertenecían a la «clase media». Eran de un barrio de clase media, Dadar, como Gavaskar, Patil, Sastri, los grandes jugadores de criquet indios. Mientras volvía a vendarse la mano lesionada con lentitud, mirándola aparentemente sin ninguna emoción, Vizal dijo, como si contase un viejo chiste:
—Es cosa del agua.
Los musulmanes se dedicaban a la delincuencia, según dijeron Vizal y los demás, porque sus valores eran inferiores. Los musulmanes tenían más de una esposa y familias numerosas. Y con un orgullo extraño, como a la inversa, los hombres de la habitación añadieron que, mientras que los gángsteres musulmanes eran héroes entre la comunidad musulmana, los gángsteres hindúes como ellos eran marginados.
Aunque marginados, eran religiosos. Se sentían protegidos por la deidad de un templo, Santoshi Mata, una versión de Durga o Kali, la diosa del poder.
El jefe dijo, con toda seriedad:
—Es la diosa de la victoria del bien sobre el mal.
Eran religiosos: querían que se supiera. Su política consistía, por ejemplo, en no molestar a los pobres.
El jefe dijo:
—Si lo haces, te maldicen. Y la maldición de los pobres es algo muy perjudicial.
Dormían cada noche en un sitio distinto; tenían pisos francos, como en el que estábamos entonces. Nadie sabía dónde dormían los demás. Cada día se reunían en sitios diferentes. Tenían formas de comunicarse. Todos los días, al levantarse, esperaban las novedades, sobre la guerra entre las bandas, sobre cómo habían salido ciertos encargos. Y el jefe dijo que se había casado recientemente. A la muchacha le había deslumbrado aquella vida.
Antes de marcharnos, el jefe le pidió a Ayit que trajera quince ejemplares de un periódico de cierta fecha. Había un artículo sobre él, o en el que lo mencionaban, en el que hablaban del tema que él quería.
Aquella clase de publicidad, aquel reconocimiento, eran importantes para él, su vínculo con el mundo exterior. En su condición de proscrito hindú, aún ferviente creyente de su fe, con una parte de su orgullo todavía centrado en la comunidad hindú, era en realidad un hombre perdido. La situación era desesperada para él, para Vizal y para muchos otros. No podían apartarse de aquella vida; no podían ocultarse. Para ello, tendrían que haberse ido lejos, al otro extremo de la India, fuera del alcance de las bandas. Todos ellos tenían algo de lo que responder. Lo que había profetizado el jefe para sí mismo se aplicaba a todos: a todos los mataría la bala de un policía.
Eran las primeras horas de la noche cuando Ayit y yo volvimos a salir a la calle. Las farolas del barrio residencial se reflejaban amarillas sobre los árboles y proyectaban múltiples sombras. Las tiendas y puestos de las calles principales, bien surtidos, estaban brillantemente iluminados. Por lo que nos habían contado, algunos puestos recibían protección, algo que confería un carácter distinto al panorama.
Los hombres con los que habíamos estado tenían una idea casi cinematográfica del papel que desempeñaban, y quizá hubieran moldeado su personalidad imitando a ciertos astros del cine. Resultaba difícil, mientras hablaban, y mientras se estaba en su presencia, creer lo que decían: parecía algo sacado de una película o de un libro, lo que decían sobre las bandas, la delincuencia y los asesinatos. Se tiraban faroles. Pero, según Ayit, gran parte era verdad. Los hombres de aquella habitación eran responsables de ocho asesinatos. Vizal, el de la mano cercenada, era especialmente peligroso.
Y estaban todos sentenciados. Los gángsteres de la cúspide, los hombres a quienes los periódicos y las revistas llamaban jefes, podían ser figuras públicas famosas, podían rondarles los partidos políticos y la gente del cine, invertir su dinero en la producción de películas, quedar absorbidos en el brillo de Bombay. Pero los hombres de abajo, los del medio, como los que habíamos visto, estaban sentenciados.
Habían sentido inclinación por la delincuencia desde niños. Desde niños, según dijo Ayit, les atrajo el aura de los delincuentes famosos de su barrio, que podían comer en un restaurante sin pagar, que podían llegar a un puesto de fruta, elegir lo que querían y marcharse sin pagar: gestos de elegancia. Era una idea de estilo, de elegancia, que daba Bombay, por la que aquellos hombres habían echado su vida a perder, una idea con elementos trágicos para el extraño, un modo de vida que era como la expresión de la tensión y el nerviosismo de la ciudad de los espacios pequeños: estilo, una necesidad humana, que Anuar sentía en su colonia, y la hermana del señor Ghate en su
chaul.
Los gángsteres presentaban ofrendas en el templo de Santoshi Mata. La hermana del señor Ghate —a pesar de haber sido expulsada de la familia por haber contrariado las costumbres al contraer matrimonio por amor— se había casado con un médico ayurveda, es decir, una persona con una gran carga de tradiciones. Por mucho que hubiera que modificarlos en la ciudad, mucha gente seguía apegada a los ritos del pasado, y en Bombay se necesitaban hombres que conocieran esos ritos.
Por eso era por lo que el
pujari, que oficiaba
pujas profesionalmente, había ido a Bombay. Había nacido en el estado al sur de Maharashtra. Pertenecía al grupo sacerdotal de los brahmanes de Chitrapur Saraswat. Concretamente, formaba parte de una de las siete familias sacerdotales vinculadas a un templo famoso donde se rendía culto a una deidad desde hacía más de trescientos años.
Podía decirse que el
pujari se había criado en un
asram. Su padre también había sido
pujari, y también el padre de su padre: hasta ahí podía trazar su ascendencia. El
pujari había perdido a su padre a los diez años de edad, pero era una familia conjunta, y los hermanos del padre instruyeron al niño de diez años en los
pujas, los ritos y los textos.
Pertenecer a una familia sacerdotal significaba destacar en la comunidad, pero no significaba tener dinero. A manos de los
pujaris vinculados al templo llegaba muy poco efectivo, y el muchacho nunca pudo irse de vacaciones. Pasó casi toda la adolescencia en el templo, y los estudios que cursó allí fueron solo sobre temas religiosos. Cuando los terminó abrieron una universidad, secular y moderna, en la ciudad, pero el
pujari solo asistió un año. De modo que, en realidad, no había recibido una educación moderna, y cuando le llegó el momento de empezar a ganarse la vida, tampoco pudo desempeñar un trabajo moderno.
Al igual que su padre y su abuelo, solo podía ser
pujari. Era difícil. Las siete familias sacerdotales —familias conjuntas— habían dado muchos
pujaris, y sencillamente no había trabajo para todos en el pueblo. Las cosas empeoraron cuando numerosos miembros de la comunidad local brahmánica de Saraswat emigraron a Bombay.
El joven
pujari decidió seguir su ejemplo, para ver qué encontraba en Bombay. Bombay no era una ciudad acogedora, pero el
pujari tuvo un poco de suerte. Una tía suya vivía allí, y se quedó en su casa durante un año. Pero no podía considerarlo nada definitivo, porque su tía tenía un hijo a punto de llegar a la edad del matrimonio: aquel hijo llevaría a casa a su mujer cuando se casara, y el
pujari tendría que irse a otro sitio. Pero, de momento, tenía donde vivir.
Y también había trabajo. Como el templo en el que se había formado gozaba de mucha fama en la comunidad, y como los peregrinos del templo conocían a la familia del
pujari y además había muchas personas en Bombay que lo conocían desde pequeño, no se vería en la situación —al contrario que un abogado joven, por ejemplo, a la espera de un caso— de estar mano sobre mano hasta que empezase a llegarle la gente a pedirle que oficiase los ritos para bendecir una casa nueva o para librarla de los espíritus que la habitaban antes. Comenzó a oficiar breves
pujas casi en cuanto llegó a la gran ciudad.
Era un joven tímido de veinticuatro años, todavía con las costumbres del campo y del templo. Cuando, en aquellos primeros tiempos, oficiaba
pujas y la gente le preguntaba qué tarifa cobraba, él no le daba importancia al tema del dinero y lo dejaba a elección de los demás. La gente se aprovechaba de ello, pero al principio él no se daba cuenta. Cuando comprendió qué ocurría, decidió poner un precio fijo. Cuando dejaba que la gente pagase lo que les parecía conveniente, no le daban
más de trescientas cincuenta rupias por una boda, rito que suponía entonar versículos sin cesar durante seis horas y ejecutar mientras tanto una serie de cosas complicadas. Cuando lo conocí, había fijado la tarifa para una boda en mil rupias, y no había recibido ninguna queja.
De modo que se instaló en Bombay, se estableció como profesional, y cuando, al cabo de un año, más o menos, se casó el hijo de su tía,
elpujari pudo mudarse de casa sin pasar penurias, como «huésped de pago». Era algo especial de Bombay: se pagaba el alquiler de un cuarto o espacio para dormir en el apartamento de una persona, una habitación o un desván. Con eso tenía suficiente.
Descubrió que, como
pujari profesional en la ciudad de Bombay, podía disfrutar de ciertas ventajas. En Bombay había cinco
pujaris de la comunidad. Dos de ellos eran mayores; el tercero había aprendido el oficio en Bombay, con su padre. El joven
pujari, recién salido del templo, como si dijéramos, ejercía cierta atracción sobre la gente anticuada o conservadora. Solo otro
pujari era más joven que él.
Había un sexto
pujari en Bombay, pero era tan famoso, estaba tan bien establecido, era tan imponente y sus métodos tan modernos que podía considerarse que pertenecía a otra categoría. Este
pujari había adaptado de tal modo los antiguos ritos al ritmo de vida de Bombay que era capaz de recitar todos los versículos de una boda —que normalmente llevaban seis horas— en tres horas y media. Este
pujari tenía sesenta y tres años, y por la velocidad a la que recitaba los versículos se le conocía como el «
pujari eléctrico». Este hombre también tenía
pujas grabados en cintas —había grabado los versículos referentes a los
pujas— y los distribuía entre la comunidad extranjera, sobre todo en diversos países productores de petróleo del Golfo Pérsico. Se decía que cobraba mil rupias por una grabación para una boda, y sumas proporcionales para
pujas más breves. Le iba tan bien que —también se contaba eso— su mujer (que trabajaba en un banco) y él habían pasado unas largas vacaciones en Londres y Estados Unidos, y en el transcurso de aquel viaje —el triunfo procura más triunfo— el
pujari eléctrico había celebrado tres bodas y tres ceremonias del hilo. Era tan importante en Bombay que había llegado a dirigente del Siv Sena y había aportado dinero a una película en lengua márata.
Sobre el
pujari eléctrico el joven
pujari dijo lo siguiente: «Es un tipo muy emprendedor.» Pero no quería competir con aquel viejo zorro. No quería trabajar con grabaciones de
puja. Se conformaba con hacer las cosas a la antigua usanza, como las hacía él. Pensaba que había gente a la que le gustaba. Debido al tráfico de Bombay —podía tardar horas enteras todos los días solo en ir de un sitio a otro—, no era capaz de oficiar más de tres
pujas diarios, pero con eso tenía suficiente.
Ganaba una media de mil rupias al mes (como media: no le surgían bodas todos los días), y se sentía satisfecho. Además, le daban regalos en forma de comida: arroz, cocos, fruta y legumbres, elementos necesarios para las ofrendas consagradas de los
pujas: una parte de los sobreabundantes alimentos que entregaban los creyentes se consumía en el rito; el resto quedaba para el
pujari. De modo que, al ir cada día de casa en casa (la misma clase de vida de los
munis jainistas en la Bombay desbordada de tráfico, cuando iban a buscar comida a las casas de los fieles), al
pujari debió de parecerle que el mundo recuperaba su plenitud, tras las escaseces del templo, ya muy lejano.
Era un hombre menudo, delicado, de treinta años y poco más de metro y medio de estatura. Tenía un rostro dulce, bigotito, y la piel clara propia de su comunidad, e iba vestido de blanco. Su
doti tenía un reborde de color marrón claro. Llevaba un collar de cuentas de sándalo, y una bolsa blanca de plástico para sus cosas. Su voz era tan suave como su sonrisa y sus ojos. Era el vivo retrato del brahmán sereno y amable: parecía tan satisfecho y tranquilo como decía estarlo.
La conversación sobre los
pujas y los donativos de comida —y aquel saco o bolsa de plástico, sin duda para llevar las ofrendas— me trajeron recuerdos. ¡Cuántos
pujas en casa de mi abuela, en Trinidad, cuando era niño, cuántas lecturas rituales de las escrituras y las epopeyas! Nos dieron, no tanto la idea de lo que éramos, como de que en Trinidad éramos diferentes. Aquellas lecturas —que a veces se prolongaban durante días enteros— estaban en un idioma que yo no comprendía. Las recordaba como algo de las vacaciones, ocasiones marcadas —en determinados momentos del rito, cuando se alimentaba y dulcificaba el fuego sagrado con mantequilla desleída y azúcar moreno— por el tañido de las campanas, el gemido de las caracolas, el tintineo de los címbalos.
Esas ocasiones dejaron en mí la idea de los privilegios de los pandits. Eran los principales oficiantes en tales solemnidades, y todo se hacía para mimarlos. Se ponían las mejores mantas o sábanas para que se tendieran en ellas; se les guardaba la mejor comida, y se les servía con toda ceremonia al final. Después, cuando acababa el momento religioso, cuando se había reducido a cenizas, por decirlo de alguna manera, y los pandits ya no tenían que lucirse en sentido estricto, seguían disfrutando del privilegio de ir discretamente a recoger las monedas que se habían arrojado al fuego sagrado del altar ornamentado, así como las que se habían arrojado al plato de bronce con alcanfor ardiendo —emblema del fuego sagrado—, que había circulado entre los asistentes a la ceremonia: se arrojaba la moneda al plato, se pasaban los dedos por la llama del alcanfor ardiendo y se llevaban a la frente.
Para mí, eran recuerdos muy lejanos, casi de otra vida. Y allí aparecieron todos juntos, en un entorno insólito. Conocí al
pujari en el apartamento de Nandini. Nandini era periodista, y trabajaba para una revista publicitaria. Pertenecía a la comunidad de los
pujari. Ella no creía en los ritos, ni sentía necesidad de creer, pero en ciertas ocasiones su familia seguía recurriendo al
pujari. El apartamento se encontraba en el barrio de Dadar. Estaba en un bloque —cuatro plantas, diez apartamentos en cada una—, y nosotros fuimos a la planta de arriba: un apartamento respetable de Bombay, de clase media, con terraza, habitación delantera, habitación trasera.
Con el recuerdo del entusiasmo que experimentaba de niño ante la idea de quitar el dinero de las cenizas del altar aún calientes, de recoger las monedas calientes del plato con el alcanfor ardiendo, le pregunté al
pujari si los miembros de su comunidad ponían dinero en el plato del alcanfor. Dijo que no existía tal costumbre en su comunidad, pero que, a veces, la gente que no pertenecía a ella dejaba dinero en el plato cuando el fuego sagrado se pasaba de un fiel a otro, y entonces, incluso los miembros de la comunidad, como no querían quedar mal, hacían otro tanto, y él se llevaba todo el dinero.
Me habló de la deidad del templo
ashram, el
maz, en el que se había criado. La deidad allí era el Señor Bavani Shankar. ¿Quién era? El amigo del Señor Siva. ¿Cuáles eran sus atributos? El
pujari adoptó una actitud como si yo le estuviera sometiendo a un examen. Banavi Shankar era una reencarnación de Yama, el Señor de la Muerte: eso me dijo. Añadió:
—Se le reza para que el alma descanse en paz.
—¿No es un concepto cristiano?
No era un concepto cristiano; al parecer, él no conocía el concepto cristiano. Continuó hablando en su tono suave, con la misma sonrisa y los ojos brillantes, y Nandini tradujo.
—Nuestra comunidad cree en el alma, el
atma, que se fusiona con el Señor. —Y casi inmediatamente después (
era. pujari, el encargado de oficiar ritos, no gurú ni filósofo) definió, otra vez como si lo estuvieran sometiendo a examen, el rito que había que ejecutar cuando moría una persona—. Catorce días después de la defunción se celebra una ceremonia en la que hay que preparar toda clase de alimentos (ciertos platos además de los que le gustaban al difunto) y se oficia un
puja muy complicado. Después del
puja se ponen todos los alimentos en una hoja de llantén y se dejan al aire. Se espera que un cuervo venga a picotear lo que hay en la hoja de llantén (en la India, los cuervos son rapaces, rápidos y siempre están alerta), y lo consideramos símbolo de la fusión del alma con el infinito.
Esas eran las cosas que había aprendido el
pujari en el templo, una materia amplísima. Había ritos tras la muerte; ritos al nacer.
—Hay una ceremonia de la cuna. Entonces se emplea el
Panchang. Es un texto muy antiguo; ahora está impreso en varias lenguas de la India. Se emplea ese texto para hacer el horóscopo y buscar nombre. Es una costumbre hindú muy extendida. No está restringida a nuestra comunidad. Yo tuve que aprenderla, y también tuve que aprender los detalles de todas las demás ceremonias. Supongamos que una persona se muda a un apartamento nuevo. Hay que exorcizar a los espíritus que lo habitan. El nuevo apartamento debe purificarse. Para ello, hay que oficiar otro
puja muy complejo. Cuando un niño cumple ocho años, se celebra la ceremonia del hilo. Y, naturalmente, también está la ceremonia de las bodas: seis horas, durante las que el
pujari no para de cantar.
Yo quería saber si los detalles de los ritos estaban definitivamente establecidos o si se producían disputas entre los
pujaris, como ocurría tiempo atrás en Trinidad, cuando había disputas entre los pandits, en ocasiones por cosas pequeñas: la forma correcta del saludo hindú, por ejemplo.
El
pujari dijo:
—Últimamente los
pujaris recortan las ceremonias, sobre todo las de las bodas. Piensan que una ceremonia de seis horas es excesiva. —A él no le gustaban los recortes—. No tienen ningún sentido. Yo creo que si se empieza con los recortes todo acaba por destruirse.
Ese era otro tema. De aquella complicada teología hindú —evolucionada un estrato tras otro en el transcurso de los milenios—, ¿cuánto se había destruido en Bombay? Para mí, en Trinidad, a solo dos generaciones de la India —y aunque las epopeyas hindúes seguían teniendo peso— se habían perdido piezas enteras de la teología hindú; más adelante se recuperarían algunas, pero solo como historia del arte. Sin su entorno y su tierra, parecía como si la teología hindú se desprendiera, como se había desprendido al cabo de los siglos de las culturas de Java, Camboya y Siam: ya irrecuperables, las emociones y la complejidad de las creencias sobre las que se había cimentado la construcción de Angkor.
El
pujari dijo que siempre insistía en explicar los versos que cantaba. Además, había comprado algunos de los libros publicados por el Arya Samaj, el movimiento reformista hindú, más activo en los años anteriores del siglo. Los libros del Arya Samaj explicaban el significado de algunas de las ceremonias que él oficiaba y le ayudaban a explicárselo a los fieles.
¿Tenía problemas a veces con la teología?
—Me he criado con ella. Forma parte de mi ser.
—Bavani Shankar, el amigo de Siva, la reencarnación de Yama. Son ideas difíciles en sí mismas. Cuando se las une, se complican aún más.
Volvió a decir:
—Se reza a Bavani Shankar para que el alma se fusione con el Señor. —Después, hablando de las diversas deidades, añadió—: Para comprender a Dios, cada cual tiene sus propios métodos. En nuestro
maz le hemos otorgado esa personalidad, Bavani Shankar. El
maz lleva allí trescientos años, y la deidad, muchos siglos.
—¿Es esa deidad muy distinta del Ganpati de Pali?
Era la deidad del señor Patil, la que traía buena suerte, la que concedía confianza.
El
pujari dijo:
—A mi entender, todas las deidades son iguales. En realidad, la que prefiero es Ganpati, porque es el Señor del Saber.
—¿No es Sarasvati?
—El otro nombre de Ganpati es Vidia-Diraj. El Señor de la Sabiduría. Cuando se trata de Dios, no hay límites para el saber. Si te internas a mayor profundidad, siempre obtienes más. Una vez establecido en la profesión, no te apetece abandonarla. Es mi forma de ganarme la vida, pero al mismo tiempo, con ella busco el conocimiento. Mi fe ha crecido tanto en el transcurso de los años, es tan fuerte, que no sería igual si me dedicara a otra cosa, si trabajara en un banco, por ejemplo.
El hermano menor del
pujari trabajaba en un banco. También lo habían educado para que fuera
pujari, pero además había ido a la universidad local. Eso era lo que ocurría con los jóvenes de la
cíase pujari, me dijo. Se estaban apartando de su trabajo tradicional. Me puso como ejemplo a uno que había recibido todas las enseñanzas de los
pujaris en el templo y llevaba la contabilidad de un hotel de Bombay, cerca del aeropuerto. La generación más joven no quería meterse en la profesión. El
pujari no criticaba a su hermano por trabajar en un banco. No todo el mundo tenía la misma fe; e incluso si el hermano hubiera decidido ir a Bombay y ejercer como
pujari, hubiera tenido muchas dificultades para encontrar alojamiento.
—¿Cuánto gana su hermano en el banco?
—Mil doscientas rupias al mes.
—Aproximadamente lo mismo que usted.
Y quizá bastante menos, si se tomaban en cuenta los regalos de comida y otras cosas, como telas, que el
pujari recibía a diario.
Dijo que, al principio, le deprimía y le preocupaba no haber tenido la oportunidad de estudiar debidamente en la moderna universidad de la ciudad de su templo. Antes pensaba que le resultaría difícil ganarse la vida; pero ya no se preocupaba por la educación que no había recibido, sobre todo porque ganaba casi tanto como su hermano menor, que había terminado sus estudios en la universidad para acabar trabajando en un banco. Algunas personas le decían por afecto que debía pensar en encontrar otra ocupación, más moderna, por si acaso. Incluso si ganaba casi tanto como su hermano, para Bombay no era mucho.
—Pero lo primero que te preguntan si te presentas a un trabajo es: «¿Es usted licenciado?» —dijo el
pujari—. «¿Ha cursado tales o cuales estudios? ¿Tiene experiencia laboral?» Así que lo mejor que puedo hacer es seguir en esta profesión.
—Es decir, que ha buscado otros trabajos.
—No. Pero conozco a muchos licenciados que tienen que quedarse en casa porque no encuentran nada.
Incluso si no quería pensar en la posibilidad de una profesión complementaria, seguramente se le habría ocurrido que desplazarse por Bombay se pondría cada día peor, y que tardaría más en ir de un