India

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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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Daba la impresión de que Prakash estaba en contra de esas cosas, pero me pareció observar un cierto deleite en los detalles de los privilegios. Era ministro desde hacía seis años y, por lo que pude descifrar en los periódicos, su gobierno atravesaba dificultades.

Dije:

—Los criados. Habla usted mucho sobre los criados. ¿Son muy importantes para esta gente de las zonas rurales?

Prakash era abogado, irónico, inteligente: percibió mis dudas. Dijo:

—Para los grandes terratenientes, los zamindares, y los señores feudales, tener muchos sirvientes suponía estatus social en los viejos tiempos. Hoy en día es cuestión de poder. Los criados sirven para hacerte la vida cómoda. Si eres ministro y tienes que viajar en avión, siempre hay alguien que te compra el billete. Siempre hay un bloque de asientos para el gobierno, que se mantiene hasta el último momento, de modo que siempre tienes la posibilidad de encontrar billete. Y tu ayudante personal te acompaña al aeropuerto para despedirte. —Prakash seguía deleitándose en los detalles, saboreando las cosas de las que aún disfrutaba—. Y a la llegada, alguien va a buscarte. Ponen un vehículo a tu disposición, y ya te han reservado habitación en un hotel. Pero si no tienes poder —y de repente, como un predicador que describiese el purgatorio, para equilibrar el paraíso del triunfo, Prakash empezó a ensombrecer los detalles de las líneas aéreas indias—, muchas veces no sabes dónde comprar un billete, en qué cola ponerte a esperar, cómo facturar el equipaje. En una sociedad occidental, que está tan bien ordenada, no existe una diferencia tan grande en cuanto a lo material de la vida entre el hombre con privilegios y el hombre de la calle, en cuanto a viajes, comodidades y alojamiento.

»Incluso en los países occidentales hay algo innato en las personas que las lleva a ir en busca del poder. Y en la India mucho más, porque aquí el poder lo es todo. Cuando un presidente de Estados Unidos sale de la Casa Blanca no se produce ningún cambio en su forma de vida ni en sus comodidades materiales. En la India, muchas veces no ocurre así, a menos que la persona en cuestión esté dispuesta a vivir austeramente, como los viejos dioses de la época de Gandhi.

»La nueva generación de políticos no tiene ese poder espiritual, y notan la diferencia. Después de la caída, intentan durante algún tiempo capitalizar sus llamados contactos con las autoridades. Cumplen encargos para ciertas personas que los necesitan, pero pierden esos contactos muy pronto. Y ves que el industrial que antes te hacía la pelota va en un coche enorme hacia su casa suntuosa en una zona preciosa y ni siquiera te dirige la palabra.

»Debido a la industrialización y a la revolución verde en las zonas rurales, está apareciendo una clase de nuevos ricos, y esa gente tiene que enfrentarse por primera vez a una educación universitaria, a una vida urbana y cómoda, a una forma de vida con cierto estilo, y a las influencias occidentales, a las comodidades materialistas. Durante este período de transición, nos estamos alejando poco a poco de la ética de nuestros abuelos, pero al mismo tiempo no tenemos el concepto occidental de la disciplina y la justicia social. De momento, aquí las cosas son completamente caóticas.

Me hubiera gustado que hablase en un tono más personal; pero no resultaba fácil. La crisis política de su gobierno, el atisbo de posibilidad de que las cosas acabaran, lo empujaban a distanciarse de las delicias del poder. Al mismo tiempo, le sacaba a la superficie la combatividad política. Le hacía moralizar a la antigua (casi como si ya hubiese abandonado su puesto) sobre el gandhinismo, el materialismo y los peligros que representaba para la India el superordenador del que s< hablaba en Delhi.

Por último dijo:

—Yo no era rico, pero tampoco pobre. Mi familia podía vivir cómodamente, con seguridad. Eso era en Bellary. Tengo tierras allí, y muchas de mis necesidades las cubrían mis tierras: mijo, arroz, tamarindos, guindillas, verdura y combustible. Puedo volver allí en cualquier momento. Pero después de seis años en este cargo he observado un cambio en mis hijos. Han vivido sus años de formación en medio de la opulencia, con un elevado estatus social, rodeados de las atenciones de la gente. Ahora no quieren volver al pueblo. Para mí no significa nada.

»En Bellary hace mucho calor, y muchos parientes y amigos míos se quedan pasmados cuando vienen aquí. Los amigos pueden tener un poco de envidia, los amigos del pueblo, o la gente que trabajaba conmigo en los viejos tiempos y me ha visto por las calles de un lugar tan pequeño. Piensan que ahora soy muy importante, y hay ciertas envidias, aparte de lo implacable del sistema, en el que mis propios colegas me ponen la zancadilla cuando ven que estoy subiendo. Es algo innato al sistema, pero las envidias son otra cosa.

»Incluso los votantes se sienten más cómodos si hablan conmigo cuando estoy en mi domicilio, pero si vienen aquí y se sientan en un sofá —resultaba interesante, aquella idea del mundo que se hacía el votante de Prakash, ver transformada incluso la mediocridad de la Casa de Invitados del estado—, cuando se sientan aquí, con el gran jardín, los agentes de policía, los ayudantes, se sienten incómodos, e inmediatamente tienen la impresión de que estoy demasiado lejos, y la ecuación personal desaparece o cambia.

Se oyó un cerrar de puertas de coche a la entrada de la Casa de Invitados. Había llegado alguien, o varias personas. Inmediatamente después de los portazos, un grupo de hombres con túnicas de colores subió con rapidez las escaleras y atravesó la habitación interior: hombres altos con zapatos grandes, que caminaban con firmes zancadas. Lo vi solo desde cierto ángulo: estaba sentado casi de espaldas a la habitación interior. Y entonces, Prakash, bajando la voz, me dijo que quien había llegado era el Dalai Lama.

Era un tanto insólito, pero estaba casi preparado para ello. Sabía que el Dalai Lama estaba de viaje por la India. Había leído un día en un periódico de Bombay que el Dalai Lama iba a la ciudad para ver a los budistas. Lo que no sabía con certeza era a qué se referían con eso. Cuando la gente de Bombay hablaba de los budistas no se refería a los tibetanos; lo más probable era que se refiriesen a los dalit neobudistas; pero no pregunté nada sobre la visita del Dalai Lama a Bombay. Y entonces, sin que nadie lo hubiera anunciado, solo con unos cuantos coches y unos cuantos policías del estado, llegaba más al sur, y estaba realmente lejos de su país.

El Dalai Lama avanzaba con tal rapidez que, casi en cuanto Prakash me hubo dicho quién era, aquella figura había atravesado la habitación interior, medio oculta por un ayudante que iba a su lado, balanceando un maletín. El final de una zancada, el balanceo del maletín del ayudante: eso fue realmente lo único que alcancé a ver.

Más adelante, varios monjes salieron a la amplia terraza en la que estábamos nosotros. Tras la impetuosa llegada, se calmaron un poco. Se asomaron a los jardines y al césped abrasados desde la desnuda terraza. Llevaban la cabeza rapada, y jerséis bajo las túnicas de color rojo oscuro. Al principio, parecía como si solo estuvieran contemplando el extraño aspecto del sur de la India, pero en realidad esperaban a sus seguidores.

Prakash me dijo que había un «campamento» tibetano cerca de la ciudad de Misore, a unos ciento sesenta kilómetros al sur. Allí, en las tierras que les había concedido el gobierno indio, los tibetanos cultivaban maíz, tenían granjas de productos lácteos y tejían sus característicos jerséis. No había ningún tibetano en los jardines de la Casa de Invitados del estado cuando nosotros llegamos, pero poco a poco, en pequeños grupos desiguales, empezaron a aparecer en el césped quemado los tibetanos del campamento de Misore —que habían estado esperando en la calle—, las mujeres con la vestimenta tibetana tradicional, los hombres con pantalones vaqueros, las caras brillantes, gentes de buen ver que por entonces, tras quizá más de una generación, empezaban a perder contacto con su tierra: otro desposeimiento asiático, parte del flujo histórico.

Estuve pensando un buen rato en aquellas personas. Los monjes siguieron en la terraza, mirando, como si quisieran clavar la mirada en cada una de las personas que esperaban en pequeños grupos dispersos. E incluso cuando Prakash empezó a hablar de nuevo, tuve la sensación de que continuábamos formando parte de aquella muda escena tibetana.

Prakash dijo:

—Nuestro pueblo, debido a la larga tradición de los rajas, los maharajás y los señores feudales, siempre ha visto el poder con reverencia y con temor, y al mismo tiempo alberga odio y rechazo por él. Pero en esto hay una dicotomía. Quieren que detente el poder una persona accesible, sencilla, compasiva, benévola, al tiempo que tienen una imagen mental del poder a base de pompa, boato, autoridad y aristocracia. Y muchas veces, esas cosas no van unidas.

»En un caso como el mío, les gustaría verme como el buen abogado rural, humilde, como antes de 1983, cuando subí al poder y me nombraron ministro; pero solo respetarán mi autoridad si estoy rodeado por un grupo de funcionarios, y si adopto ciertas posturas.

»El 16 de febrero de 1983 hice voto de secreto y juré el cargo de ministro en Bangalore. Ese mismo día estallaron disturbios entre comunidades en Bellary: hubo un tiroteo de la policía, siete muertos, incendios y saqueos. Por la noche fui a Bellary, en coche, y me puse al mando del inspector de policía del distrito, del subcomisario de Bellary y de otros funcionarios. Y logré controlar los disturbios en un día.

»Como abogado, me había presentado ante el subcomisario de Bellary en varios casos, dirigiéndome a él con el título de “señoría”, pero, como ministro, se produjo un cambio. Yo le daba órdenes. Al cabo de un día, me transformé. Y a la gente no le hubiera gustado, y la situación no hubiera quedado bajo control, si hubiera sido un simple abogado

mofusil. Es una sociedad extraña, esta que hemos creado. La democracia ha hecho posible que las personas como nosotros desempeñen un papel diferente.

Y su gobierno había reducido el boato oficial. Había mucho más en los tiempos del Partido del Congreso: escoltas policiales, luces rojas para detener los coches, sirenas. En aquellos días, la gente no podía presentarse por las buenas en casa de los ministros: necesitaban una cita.

El poder procedía del pueblo. El pueblo era pobre; pero el poder que otorgaba llegaba a intoxicar. Al igual que una persona podía subir muy alto, podía arrojársela hasta lo más bajo cuando perdía poder. Así que los legisladores vivían en un continuo frenesí desde el principio, y en constante movimiento, como una colonia de pingüinos en medio de una ventisca en la Antártida: los del extremo exterior tratan de abrirse paso por entre la compacta masa hacia el calor del centro. La política del estado, las idas y venidas que llenaban las páginas de la prensa local, era una política de alineación y realineación. Cuando una mayoría empezaba a debilitarse, el voto de un político en la cámara se convertía en un valor de cambio: podía venderse un número indefinido de veces. Hacía poco, había diez hombres muy difíciles (me enteré de esto por otro político) que exigían un laj de rupias, cien mil rupias, cuatro mil libras, por cada voto que daban en la cámara. El gobierno y los partidos de la oposición tuvieron que recabar fondos para cubrir aquellos gastos, y los medios que eligieron para reunir ese dinero eran discutibles.

La política del estado, tal como la exponían los periódicos, resultaba opaca para el forastero. En la política de alineación y realineación no existían principios ni programas. Solo había enemigos o aliados: la política de los pingüinos. Lo que era aplicable a aquel estado, Karnataka, también podía aplicarse a otros estados. Había muchos artículos de los periódicos que podían pasarse por alto o darse por leídos. El conocimiento en materia de política no se adquiría aprendiéndose los nombres, al igual que no se domina la informática intentando aprender de memoria un programa de ordenador. Los programas pueden transformarse o abandonarse; los políticos podían desaparecer, o cambiar con mucha rapidez.

Parecía un milagro que existiera un gobierno; pero con el crecimiento de la economía india, los gobiernos activos creaban beneficios para todos. Y del delirio político había surgido una especie de equilibrio: quizá por primera vez en la historia de la India, la mayoría de las personas pensaban que ellas o sus representantes, alguien de su grupo, tenía una posibilidad de llegar al centro cálido del poder y el dinero.

Prakash estaba aquel día en medio de otra crisis, que ocupaba mucho espacio en los periódicos. Fuimos andando hasta la zona asfaltada que rodeaba la Casa de Invitados, donde lo esperaban cuatro o cinco hombres de mediana edad con túnicas y

dotis limpios de color crema, tejidos a mano, masticando

pan, a la brillante luz, a cierta distancia de los policías vestidos de caqui del grupo del Dalai Lama. Aquel día se les iba a pedir a los legisladores que firmasen una declaración de lealtad, y se repetía el eterno contar de cabezas con tocado a lo Gandhi. Ropa hecha en casa, antaño la ropa de los pobres, que ya no llevaban ellos, sino solo los hombres a quienes los pobres habían dado el poder.

Las gentes de toda clase y condición hablaban con respeto de los días de los antiguos maharajás, y el muro de casi cinco kilómetros de longitud del parque palaciego en el centro de Bangalore servía de recordatorio del antiguo esplendor de Misore. Aquel era tan solo el palacio de; verano de los maharajás. Se alzaba entre la espesura del parque y no se veía desde la carretera. El parque, inmensamente valioso incluso como simple terreno, era por entonces objeto de litigio y estaba cerrado al público.

El palacio principal se encontraba en la ciudad de Misore, a ciento sesenta kilómetros al sur. Me enteré por Deviah de que en Misore todavía vivía un barbero que había estado al servicio del vigésimoquinto y último maharajá. También había un brahmán que había ejercido las funciones de pandit para él. Se decía que el barbero tenía miles de anécdotas que contar, pero Deviah y yo fuimos un día a Misore a ver al brahmán.

La carretera era buena, una de las carreteras del antiguo estado de Misore. Estaba sombreada durante largos tramos por los grandes árboles plantados en tiempos de los maharajás, considerados casi como una parte de la prolongada munificencia de los maharajás. Y había sembrados de un verde brillante cuya existencia se debía a las obras de irrigación emprendidas por el famoso primer ministro del vigésimocuarto maharajá.

La ciudad de Misore estaba construida en torno al palacio. Vislumbramos parte de los jardines al entrar en la ciudad. Tentadores; pero aquella amplitud y aquel esplendor tendrían que esperar. Nuestro objetivo de aquella mañana se encontraba en la ciudad misma, en una pequeña sala de ceremonias de boda, un edificio de cemento a cuyo cargo estaba el antiguo pandit del maharajá. El edificio era nuevo y bastante corriente, pero pertenecía a una fundación creada por Shankaracharya, filósofo del siglo ix. De modo que, aunque podía parecer que el pandit se dedicaba a una actividad comercial, seguía apegado a la religión.

Era un hombre menudo, de setenta y dos años. Le cruzaban la frente tres anchas líneas blancas, en horizontal, y llevaba un punto de color rojo y sándalo entre las cejas. Llevaba un pendiente de rubíes engastados en oro en cada oreja. La túnica blanca estaba abotonada sobre su pequeña barriga, una barriga curiosamente estrecha y alargada, de modo que, con la túnica abotonada, parecía que el pandit tenía forma de pepino. Las marcas sagradas blancas de la frente eran de ceniza de excrementos de vaca quemados. Los excrementos de vaca se quemaban a tal efecto en una ocasión especial, la

Siva-ratri, la Noche de Siva. Deviah me contó lo siguiente sobre la

Siva-ratri: Siva vela por el mundo todos los días, pero hay uno en que se queda dormido, y ese día (o esa noche) los hindúes tienen que mantenerse despiertos, para vigilar.

Vimos al pandit en el despacho de la sala de bodas. Era una habitación pequeña y sencilla, con paredes de color crema, un cofre de hierro en un rincón y ropa de cama en el suelo de cemento rojo. En otro rincón había un teléfono, también rojo, sobre una estantería, junto a un tablero con cuatro llaves. Una pared tenía estantes empotrados, pintados de verde. En uno de ellos había unos tubos fluorescentes viejos con cables (sin duda se empleaban en la sala de ceremonias y los guardaban allí como medida de precaución contra posibles robos); en otro estante, bombillas sueltas; en el tercero, un rimero de folletos, junto a varios paquetes envueltos en papel que parecían bastante viejos. De un clavo o gancho situado a un lado de la estantería verde empotrada colgaba una bolsa trenzada, aplastada contra la pared. La pared era como un mueble: un sitio para poner o colgar cosas.

El pandit había nacido en 1916. Su padre no era de Misore, sino de Tamil Nadu; actuaba como representante de un terrateniente que estaba ausente, y también se dedicaba al comercio de cereales. La madre era de Misore. Como las mujeres vuelven a casa de sus padres para dar a luz, el pandit nació en Misore. Después, sus padres se lo llevaron a Tamil Nadu; pero cuando contaba diez años murió el padre, y el padre de su madre regresó con él a Misore y lo matriculó en el Colegio de Sánscrito de la ciudad de Misore.

El estado le concedió una beca para esta institución. A cualquiera que quisiera estudiar sánscrito le daban una beca. La suya empezó con dos rupias al mes, unos dieciséis peniques. Dos rupias eran suficientes para un niño de diez años en 1926; el sueldo de un administrativo de primera categoría ascendía por entonces a treinta rupias.

El pandit no se explayaba en la conversación. Esperaba a que se le hiciesen preguntas, y Deviah traducía sus respuestas.

Deviah tradujo lo siguiente:

—Fue mi abuelo quien me llevó al Colegio de Sánscrito. Era cocinero de palacio, y no sé si se habría enterado de lo de la beca cuando me llevó al colegio. Nosotros no vivíamos en el palacio; vivíamos en una casa alquilada fuera de allí. Mi abuelo cocinaba para los

pujas de palacio. Preparaba la comida que se consagraba. Ganaba dieciocho rupias al mes. Aunque era cocinero de palacio, nunca comía allí. Comía en casa: era su costumbre, como brahmán. Vivió hasta los noventa y dos años.

El pandit estudió en el Colegio de Sánscrito durante veinte años, desde 1926, cuando tenía diez, hasta 1946. Durante esos años, le fueron aumentando poco a poco la beca de dos rupias con la que había empezado.

Una de las cosas importantes que estudió fue astrologia. Estudió esa materia durante cinco años. Tuvo un profesor que era un astrólogo muy famoso.

—Un astrólogo nunca acaba de aprender. Al igual que la ciencia sigue desarrollándose, con los nuevos descubrimientos, yo nunca he dejado de aprender astrologia.

En la mesa a la que estaba sentado el pandit había una bolsita de plástico azul oscuro o gris: de plástico, no de cuero, que es una piel de animal y algo impuro. En la pared, por encima de su cabeza, había un dibujo de colores enmarcado que representaba a Siva y su consorte. La luz había desteñido los colores. Las dos figuras poseían toda la belleza que había sido capaz de darles el dibujante: una belleza femenina, de carácter casi erótico.

El pandit dijo:

—Podemos conocer el grupo sanguíneo de una persona por el día en que nació. Hay tres grupos sanguíneos, y podemos saber si las personas son compatibles o no. No es necesario hacerles análisis de sangre. No existe ninguna diferencia entre astrología, medicina y

darma-sastra. —Deviah tradujo esto último por «saber tradicional»—. Para aprender astrología, primero hay que aprender todas las demás ciencias. Antes de prescribir ciertas medicinas, hay que buscar ciertas condiciones planetarias, porque hay medicinas que solo funcionan en determinadas circunstancias. Ciertas medicinas solo funcionan bajo los rayos del sol, de la luna, de Marte o Mercurio.

Podía predecir el futuro.

—Si me dice la hora correcta a la que nació (pero tiene que ser el minuto exacto), yo se lo explicaré todo correctamente. Si hay un error de un minuto, la diferencia es enorme. El lugar de nacimiento también tiene gran importancia.

En 1946, al cabo de veinte años, terminó sus estudios en el Colegio de Sánscrito. Había vivido todo aquel tiempo de la beca del estado. Durante el último año en el colegio, ascendía a quince rupias al mes. Tenía entonces treinta años, y al fin era libre de casarse. Se casó con la hija de un hombre que trabajaba de administrativo en palacio. Además, encontró trabajo de bibliotecario en el Colegio de Sánscrito, con un sueldo de cuarenta y cinco rupias al mes. Conservó ese puesto dieciséis años.

Uno de los proyectos en los que trabajó como bibliotecario del Colegio de Sánscrito fue la traducción de todos los

Puranas, los antiguos textos sagrados del hinduismo, al kanada, la lengua local de Misore. Este proyecto fue patrocinado por el maharajá, que se enteró de la tarea que desempeñaba el pandit. Los maharajás de la India perdieron su título en la India en 1956, pero continuaron recibiendo rentas del erario público, y el de Misore siguió teniendo considerable importancia ceremonial como gobernador del estado, como

rayapramuj.

Una tarde, en 1962, en un día de luna llena, el pandit había terminado el

puja y estaba en casa, cuando llegó un criado de palacio. Lo enviaba el secretario del maharajá, con el recado de que el príncipe quería verlo en palacio. El maharajá debió de decírselo al jefe de sección, el jefe de sección al secretario y el secretario a su criado.

El pandit ya debía de tener alguna idea de lo que quería el maharajá, o quizá se la diera el criado, porque, cuando le llegó aquel aviso, lo comunicó inmediatamente a palacio, a su suegro y a su abuelo, administrativo de palacio el uno, cocinero el otro.

El abuelo fue corriendo a casa. Estaba contento por su nieto, pero también nervioso. Le dijo al pandit: «Tú te has educado para dedicarte al estudio, como

vaidika, pero el trabajo que vas a hacer ahora es de

lukika, un trabajo mundano. Tal vez no encajes. Piénsatelo.» También le dio a su nieto instrucciones detalladas sobre la conducta a seguir en presencia del maharajá.

Alrededor de las tres de la tarde, cuando debía de hacer mucho calor, el pandit salió de casa y fue andando hasta palacio. Iba vestido como los brahmanes, con

doti y un chal sobre los hombros. Por lo demás, iba descubierto de cintura para arriba. Iba descalzo. Era su costumbre: jamás había llevado calzado de ninguna clase; tampoco cuando lo vi yo llevaba nada en los pies, y cuando miré bajo el escritorio o mesa al que estaba sentado, vi sus pies descalzos apoyados en el suelo de cemento rojo, la piel oscura y endurecida de las plantas, encallecida y agrietada. Tampoco le supuso ningún problema ir con la espalda al descubierto con el sol de la tarde: el pandit estaba acostumbrado.

Había como medio kilómetro hasta palacio. El secretario lo recibió en una de las habitaciones interiores, y lo envió inmediatamente al maharajá, que estaba en la biblioteca. La biblioteca constaba de tres salas, cada una de ellas de unos doce metros de largo por siete de ancho. Todas estaban llenas de libros, sin apenas sitio para sentarse. Había libros en todas las lenguas.

El maharajá estaba sentado en una de aquellas habitaciones. El pandit se aproximó a él y le rindió homenaje como le había enseñado su abuelo: juntó las palmas de las manos e hizo una profunda reverencia. El maharajá llevaba

yiba y

doti, y estaba muy «sociable».

—¿Cómo era?

—Era un hombre alto, con la constitución de un rey. Fornido. —No estaba pensando solo en la figura sedente que había visto aquel día en la biblioteca; pensaba en el hombre que llegó a conocer más adelante—. Por la mañana, después del

puja, cuando salía con las marcas sagradas en la frente, parecía Dios.

El maharajá —pero no fue esa la palabra que empleó el pandit: empleó la palabra «Alteza», en inglés, pronunciada de tal forma que sonó como un elemento de la lengua local—, el maharajá, Alteza, le dijo al pandit que había sido elegido para trabajar en palacio.

—Yo no había solicitado aquel puesto ni nada parecido. Así que me armé de valor y le dije a Alteza lo que me había dicho mi abuelo, que había vivido toda la vida como

vaidika y que no podía empezar a vivir como

lukika. Y Alteza replicó: «Te quiero aquí solo para el trabajo de

vaidika. Quiero que seas

mujzesar.»

»Sabía yo cuáles eran las obligaciones de un

mujzesar: organizar todos los

pujas de palacio, elegir a los

purohits o sacerdotes y controlar lo que hacían, para asegurarse de que se oficiaban correctamente los

pujas y los ritos.

El maharajá estuvo hablando con el pandit media hora. Le dijo lo que tendría que hacer. Había diez

purohits fijos en palacio; el pandit tendría que controlarlos, así como a los que llamaran en ocasiones especiales. También tendría que cuidar de las joyas del templo palaciego. Al personal de palacio se les daba una paga extraordinaria de veinte rupias al mes, y el maharajá le dijo al pandit que también se le daría a él. Se les daba porque el personal estaba de servicio permanentemente y no tenía días libres. El sueldo ascendería a ciento cincuenta rupias; como bibliotecario en el Colegio de Sánscrito ganaba cuarenta y cinco rupias mensuales.

—Mi deber era hacerlo. Tenía que hacer cuanto me dijese Alteza. Yo ya estaba al servicio de Alteza, porque el Colegio de Sánscrito era de su propiedad.

Tras la audiencia en la biblioteca, el pandit regresó a la casa familiar. Les contó la noticia a su abuelo y a su suegro, y su abuelo se alegró. Dijo: «Todos tenemos buen nombre en palacio. Debes desempeñar bien tu trabajo y mantener nuestro buen nombre.»

Como todas las personas que trabajaban en palacio, el pandit necesitaría uniforme. Fue inmediatamente al sastre de palacio para que le tomara medidas. Encargó dos trajes, por los que le cobrarían doscientas rupias, más que el sueldo de un mes; pero como, por alguna razón, el maharajá quería que empezase a trabajar de inmediato, se vio en el apuro de no saber qué ponerse: los uniformes que le había encargado al sastre no estarían listos hasta varios días después.

El pandit dijo:

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