India

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INDIA » 3. LAS METAMORFOSIS

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—Hice una locura. Le pedí el uniforme a mi suegro. Teníamos la misma talla. Y fue una locura, porque un brahmán no debe llevar ropa de otras personas: era algo tan impuro como beber de un recipiente que ya hubiera utilizado otro. Llevé el uniforme de mi suegro tres días. Después recogí los míos del sastre, los dos trajes. Me los dio fiados. Yo no tenía doscientas rupias. Los pagué con mi sueldo, en tres o cuatro plazos.

Llevaba pantalones blancos y chaqueta larga. La chaqueta era blanca por las mañanas, negra por la noche. Llevaba el turbante de Misore, blanco con una franja dorada, y una faja también blanca. Sin zapatos: nadie iba calzado, ni siquiera el maharajá. El maharajá solo se calzaba cuando salía de palacio.

En las paredes de color crema de la sala para bodas en la que hablábamos había huellas digitales de mugre, la eterna mugre de la India. El suelo era rojo oscuro, y había rodapiés del mismo color de varios centímetros de altura. Unas puertas verde claro se abrían a otras habitaciones; en una puerta con candado —que quizá diera a la sala de ceremonias propiamente dicha— había un alegre letrero en un rollo ondulante con la leyenda de

Prohibido el paso. Y, como en una calle de una ciudad india, donde nada estaba completamente limpio ni acabado, en aquella habitación, en el rincón del cofre de hierro, había un montón de polvo a medio quitar y pelusas viejas, junto con los trapos y la escoba con los que se hubiera podido limpiar y barrer. El escritorio al que estaba sentado el pandit era de acero, pintado de gris.

La jornada laboral del pandit como

mujzesar era larga. Duraba desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde. Entonces iba a casa una hora, y volvía a palacio, hasta las siete; eso en días normales. En ciertos días, como los de las festividades de Dusera, podía quedarse hasta medianoche. Se debía a que en esas fechas se exhibían las joyas del templo, y el pandit tenía que quedarse para comprobar que volvían a guardarse en la cámara acorazada del templo.

Cuando el maharajá estaba fuera, «de acampada», el pandit quedaba libre y podía descansar. El maharajá se iba de acampada cuatro o cinco veces al año, durante unos quince días cada vez. En ocasiones iba al extranjero; entonces estaba fuera un mes.

—Alteza hacía peregrinaciones. Alteza tenía una costumbre: que si leía en un texto antiguo, un

Purana, algo sobre determinado templo, en cualquier parte del país, decía: «Vamos.» Al día siguiente ya estaba preparado, y lo acompañaban unas veinticinco personas. Disponía de dos vagones especiales, que se enganchaban a los trenes normales. Se llevaba cocineros, guardaespaldas, un

purohit, un astrólogo. A veces también se llevaba a su familia. Alteza tenía la «manía» de visitar templos. No había templo que no viera: era muy devoto.

En 1965, al pandit, por su condición de

mujzesar, le concedieron una vivienda: una casita con dos habitaciones y un «salón». El alquiler era el 10 por 100 de su sueldo. Tres años más tarde, en 1968, le dieron un uniforme especial para las ceremonias. Ese no tuvo que pagarlo; se lo regaló el maharajá. La chaqueta larga era roja, con vueltas doradas y botones también dorados. Los botones llevaban el símbolo del fénix y las letras JCRW, las iniciales del maharajá: Jaya Chama Rajendra Wodeyar. Los pantalones eran de seda, de color bizcocho.

Pensé si no lo vería demasiado llamativo, como brahmán que era.

—Me sentía orgulloso de él. Cuando me ponía esas ropas, nadie podía pararme en ninguna parte, ni en la calle ni en palacio.

Incluso se fotografió con aquel uniforme. Subió de categoría en el servicio. El maharajá lo llamaba

Shastri Narayan, «Señor de los

Shastras», «Gran Erudito». Pero después empezaron a aparecer señales de que las cosas iban mal en el exterior. En 1971, los maharajás de la India fueron «desacreditados» por el gobierno de la señora Gandhi, y el maharajá perdió sus rentas libres de impuestos, dos millones seiscientas mil rupias, equivalentes en aquella época (tras la devaluación de 1967) a ciento treinta mil libras. A pesar de todo, siguió ascendiendo a su

mujzesar. En 1972 lo nombró subsecretario; en palacio había dos subsecretarios. Cuando empezó a trabajar allí, el pandit cobraba un sueldo de ciento cincuenta rupias; con los años esta cifra se duplicó, pasando a trescientas; por último, como subsecretario, ganaba quinientas.

—Alteza recibía los catálogos de varios libreros. Encargaba entre trescientos y cuatrocientos libros al mes. Se los compraba el secretario de palacio. Alteza adquiría libros de Penguin y de la Oxford University Press. Yo tenía que leer, hojear o probar las nuevas adquisiciones, y hacerle un resumen de lo que pensaba que podía interesarle. Le interesaban la filosofía y la historia. Hablaba de filosofía conmigo y también con otras personas. Ciertos párrafos los quería mecanografiados, para sus discursos y sus escritos.

»Alteza tenía dos manías, dos locuras. Los templos, y en segundo lugar, los libros, comprarlos y leerlos. Se quedaba leyendo toda la noche. Yo tenía relación con sus dos manías. En su sala de lectura no se le permitía la entrada a nadie. Tenía su propio sistema de ordenar o guardar libros. Los ponía en el suelo, y nadie podía tocarlos mientras estuviesen allí. Cuando terminaba uno, me lo traía y me pedía que lo catalogara y lo colocara en las estanterías de la biblioteca.

Yo quería saber qué clase de libros ingleses leía el maharajá y discutía con su

mujzesar, su

Shastri Narayan. Esperaba oír los nombres de Aldous Huxley, Bertrand Russell, Christopher Isherwood; pero el pandit no pudo ayudarme: no recordaba el nombre de ningún escritor inglés.

En 1973, dos años después del «desacreditamiento» de los maharajás, el personal de palacio se puso en huelga en demanda de mejores sueldos. En su momento, había quinientos trabajadores. En la época de la huelga, trescientos. El maharajá concedió a los huelguistas el aumento que pedían. Fue excesivo para él. Al año siguiente, les dio a todos una gratificación y los despidió. El pandit recibió diecinueve mil rupias, casi mil libras, pero no mucho después, el maharajá lo llamó, y a otras cinco o seis personas, y volvió a contratarlos. Siguió siendo

mujzesar y subsecretario, con un trabajo tan duro como antes.

—Para algunos, Alteza nunca cambió —dijo el pandit.

Pero el favor del maharajá tuvo su precio. Debido a la irregularidad en su horario de comidas, le salió una úlcera. Por su condición de brahmán le resultaba imposible comer fuera de su casa. No podía comer en palacio; ni siquiera su abuelo había comido nunca allí, a pesar de haber sido cocinero. Y debido a las largas horas de trabajo en palacio, se le trastornó la digestión.

Un día, en 1974, cuando tenía cincuenta y ocho años, empezó a vomitar sangre. Lo llevaron al hospital. Estuvo ingresado ocho días. Estaba a punto de recibir el alta cuando le llegó la noticia de que el maharajá había muerto. Así ocurrió, tan repentinamente. Los médicos le aconsejaron que no pensara en la muerte del maharajá, que le perjudicaría. Retrasaron el alta; lo retuvieron en el hospital dos días más. De modo que, tras tantos años de servicio personal como

mujzesar y supervisor de los

pujas, no había estado presente en el momento de la muerte del maharajá ni en los importantes ritos posteriores.

El pandit dijo:

—Hasta el día de hoy sigo intentando no pensar en la muerte de Alteza.

No creo que exagerase. El relato que habíamos oído había salido a la superficie con grandes dificultades; llevó muchas horas. Durante casi cincuenta años, como estudiante, bibliotecario y

mujzesar, había vivido de la munificencia de los maharajás, y durante doce había servido personalmente a uno de ellos. Pero la historia de su vida y su servicio al maharajá existían en su mente como varias historias distintas, pequeñas historias distintas. Hasta entonces, creo que nunca había hecho una narración seguida de las pequeñas historias.

Tras dejar el hospital, se quedó en casa durante un año. Y después vio anunciado el trabajo de director de la sala de bodas y lo cogió.

—Es un trabajo.

¿Había logrado de verdad apartar de su mente una parte tan importante de su vida? ¿No albergaba ningún sentimiento hacia palacio?

—Ningún sentimiento. Los tiempos ya no encajan con esa forma de vida. Los tiempos han cambiado.

Pronunció estas palabras con sencillez, sin el menor énfasis. Aún existía una familia real, pero ya no había maharajá. El hijo del anterior era diputado del Partido del Congreso.

El pandit iba a palacio cuatro veces al año, a presentar ofrendas al cabeza de la familia real. Iba vestido como un brahmán, igual que siempre: con la espalda descubierta,

doti y chal, y descalzo, pero ya no como empleado o sirviente de palacio. Iba en calidad de hombre por derecho propio, como representante de una gran fundación religiosa muy antigua —aunque solo dirigía una sala de bodas para ellos—, y los regalos que llevaba no eran los regalos de un sirviente, sino ofrendas sacerdotales: una guirnalda, dos cocos y kumkum para las marcas rojas sagradas de la frente.

Nada en el relato del antiguo

mujzesar me había preparado para la extravagancia del palacio del maharajá. Un incendio del siglo pasado había destruido el antiguo palacio; el que existía, el palacio al que había ido el pandit para su primera entrevista con el maharajá, tardó quince años en construirse, desde 1897 hasta 1912, justo después —por pensar en otra extravagancia comparable— del castillo Vanderbilt de Biltmore, en Tennessee. Había trazado los planos un arquitecto europeo, y respondía a la idea imperial británica de finales del siglo xix sobre lo que tenía que ser un palacio indio: arcos mogoles festoneados, vidrieras escocesas con trazado indio de pavo real; en el salón principal, columnas huecas de hierro fundido (pintadas de azul), fabricadas en Inglaterra, con adornos —el guía conocía el nombre del fabricante—; suelos de mármol y baldosines, piedra arenisca de estilo mogol, incrustaciones de mármol blanco con piedras de colores formando motivos florales y azulejos eduardianos.

Muchos visitantes del palacio —a todos se les pedía aún que se descalzaran— eran jóvenes vestidos de negro, peregrinos de Ayapa. Llegaban autobuses enteros, y tenían un ligero aire de vanidad, un tanto turbulenta, como el de los hinchas de un equipo de fútbol fuera de casa. A Deviah no le gustaba. Decía que los días anteriores a la peregrinación debían ser de penitencia, días sin placeres; los peregrinos de Ayapa no debían interrumpir el viaje para meterse en un palacio.

Había una galería muy ancha, umbría, fresca, donde el marahajá se mostraba ante sus súbditos en los viejos tiempos. Los arcos festoneados enmarcaban los jardines deslumbrantes, pardos; allí, las vistas tenían las mismas dimensiones que las vistas por entre los arcos y puertas del Taj Mahal. Y allí especialmente —mientras sentía el fresco mármol bajo mis pies, en el profundo escondrijo de la galería con columnas, con el calor y la dura luz de fuera, como un privilegio complementario— pensé en el pandit y en su patrón: el privilegio y la dedicación unidos por la necesidad mutua.

Entre los tesoros de palacio que se exhibían había una galería de deidades hindúes. Algunas de aquellas deidades parecían afectadas, como el palacio mismo, por una mezcla de estilos: el creciente naturalismo del arte indio en el siglo xx había transformado los antiguos iconos hindúes en objetos similares a muñecas.

Deviah pensaba lo mismo. No le gustaban las imágenes como de «calendario» de los dioses hindúes, tan extendidas.

—Los dioses parecen chicas, mujeres. No puedo aceptar la idea de unos dioses como mujeres. Rama era un hombre valiente, cuando se lo conoce.

El palacio, con sus estridencias y su mezcla de estilos, su interpretación europea de la magnificencia india, expresaba —paradójicamente— una especie de autodegradación india ante la idea de Europa. La galería de deidades, que hablaba de una fe hindú como salida de la tierra misma, expresaba lo contrario. El aspecto de muñeca de algunas deidades —a pesar del toque moderno y de la influencia de la cámara— incluso aumentaba el misterio.

A la familia real de Misore le interesaba de forma especial el festival de Dusera. En el transcurso de los diez días que duraba se exhibían las joyas del templo palaciego hasta la medianoche, bajo la vigilancia del

mujzesar, y el último día, el maharajá participaba en la procesión por la ciudad. Según dijo el guía, a la gente de Misore le entristeció que —tras el «desacreditamiento»— el maharajá tuviera que dejar de aparecer en la procesión de Dusera. A partir de entonces ocupó su lugar una gran imagen de la deidad familiar, y la imagen estaba allí, entre el panteón de deidades.

En una galería que rodeaba el salón principal de palacio estaba la vigesimocuarta celebración del festival del maharajá. Había paneles con partes de un cuadro realista continuo, al óleo, basado en fotografías, de casi toda la procesión de Dusera de 1935. Según dijo el guía, podía identificarse la cara de todo el mundo. Los uniformes de los cortesanos y las diversas categorías de sirvientes eran como antes, con los pies descalzos como rasgo inesperado, no inmediatamente perceptible. Los pintores también se habían deleitado en representar los detalles de la calle, los edificios, las tiendas y los vehículos, los letreros y anuncios de las tiendas. El cuadro no estaba acabado. Habían trabajado en él nueve pintores durante tres años, desde 1937 hasta la muerte del vigesimocuarto maharajá. Al vigesimoquinto, al que había servido el pandit, no le interesaba el arte, y la secuencia pictórica de Dusera —como muchos monumentos antiguos de la India, y por la misma razón: la muerte de un príncipe— quedó inacabada.

El pandit no me dio ningún indicio de ese abandono en lo que contó sobre su amo, ni tampoco de lo que vería en la sala de trofeos: el vigesimoquinto maharajá había viajado por muchos países, y había matado animales salvajes. Entre los trofeos destacaban el cuello y la cabeza, imponentes, de una jirafa de expresión atónita. La mataron en África y la disecaron en Misore: por entonces vivía allí uno de los taxidermistas más hábiles del mundo. Otro trofeo era la parte inferior, curvada, de la trompa de un elefante, rígida y transformada en cenicero o cubo de basura, con una rejilla de metal en la parte superior para apagar colillas de cigarrillos y puros.

La gente siempre estaba dispuesta a hablar de la época de los maharajás; pero ninguna de las personas que conocí parecía conocer la historia completa del fin del vigesimoquinto y último maharajá de Misore. Las distintas personas conocían distintos retazos, que no siempre encajaban. Pidió demasiados préstamos a los hombres de negocios de la localidad: esa era una versión. Otra consistía en que tuvo favoritos indignos. Según una tercera historia, se vio envuelto en un pleito, y la perspectiva de que un ujier del juzgado gritara tres veces su antiquísimo nombre —al desnudo, sin los títulos—, en un lugar donde antes su palabra era la ley, le atormentaba de tal modo que tomó una sobredosis de tranquilizantes.

Una versión de su muerte era que se había tragado un diamante machacado. Kala decía que tragarse un diamante para suicidarse era algo que se repetía continuamente en las películas en lengua kanada: las personas que se veían en terribles apuros mordían los diamantes de sus anillos y después se retorcían de dolor. De modo que la historia del diamante machacado otorgaba la debida grandeza a la tragedia del último maharajá, que seguía constituyendo un misterio.

Me contaron que tenía cincuenta y cinco años cuando murió. Según eso, era tres años más joven que el pandit, si bien él no mencionó la edad del maharajá y dejó ese aspecto un tanto ambiguo. La desgracia persiguió al maharajá incluso después de su muerte, según me contó alguien. Quienes lo rodeaban intentaron quitarle los anillos de las manos, y tuvieron que tirar con fuerza, porque era muy gordo: eso era lo que ocultaba la respetuosa descripción del pandit: «fornido», «con la constitución de un rey», «parecía Dios». Y, según esta última versión, a una mala muerte le siguió una cremación desafortunada. La pira era de madera de sándalo. La madera de sándalo es cara (la monopolizaba el antiguo estado de Misore). La gente sustrajo de la pira trozos de madera a medio consumir, y al día siguiente descubrieron que el cuerpo no se había quemado del todo.

La tragedia del último maharajá, desacreditado, empobrecido y finalmente endeudado, había dado lugar a numerosos cuentos populares; pero en los recuerdos del pandit no tenían cabida tales cosas. Se mantenía fiel al hombre que había conocido: sus recuerdos se limitaban al hombre puro y devoto al que había servido directa e indirectamente durante dieciocho años.

En Bangalore, cinco kilómetros de muro delimitaban las doscientas cincuenta hectáreas de los terrenos que rodeaban el palacio de verano. El emplazamiento, enorme y valioso, era objeto de litigio; no se permitía la entrada al público; para ello se necesitaba un permiso especial. Los jardines estaban descuidados; a veces rodaban películas allí. El palacio era de granito rojo-grisáceo de Bangalore, y se decía (caprichosamente) que reproducía el castillo de Windsor. La hierba estaba agostada, parda; los senderos eran de laterita roja; en algunas partes había hormigueros de hormigas rojas de nueve o diez metros de altura, como agujas a punto de derretirse salidas de la imaginación arquitectónica de Gaudí. Los postes de luz estaban rotos, un par de ellos inclinados, muchos de los globos blancos también rotos o desaparecidos. Y alrededor, el tráfico, los humos y el ruido de cigarras de los cláxones de Bangalore, una ciudad dedicada al comercio, la ciencia y la industria.

En la carretera entre Bangalore y la ciudad de Misore, en una isla del río, estaba el fuerte del sultán Tipú, monarca de finales del siglo xviii. Fue vencido por los británicos, por Wellington. Una vieja historia que no todos conocían en Inglaterra, al haber ocupado su lugar en la imaginación otras guerras posteriores, otros villanos posteriores. Los británicos instalaron a los maharajás de Misore en el trono de Tipú. No eran advenedizos: los Wodeyar fueron sátrapas de los poderosos reinos hindúes de Vijayanagar en los siglos xiv y xv. Debido a un insólito giro de la situación, les fue devuelto el poder. Estaban retrocediendo rápidamente hacia el difícil pasado indio, fuera del alcance de la imaginación, como tantos otros nombres históricos de la carretera que partía de Goa.

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