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INDIA » 4. PEQUEÑAS GUERRAS

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Aquí a cidade foi, que se chamava

Meliapor, fermosa, grande e rica;

Os ídolos antigos adorava

Como inda agora faz a gente inica.

Camóes,

Los Lusíadas (1572)

(Hubo aquí una ciudad, Milapor la llamaban,

grande, rica y hermosa.

A los antiguos ídolos adoraban

los inicuos paganos, antaño como ahora.)

En algún punto del Himalaya, un día de agosto de 1962, cuando participaba en la gran peregrinación anual a la cueva de Amarnaz, donde se encuentra el falo de hielo, símbolo de Siva, a cuatro mil metros de altura, conocí a «Sugar». Era del sur, de Madrás, un hombre más bien grandote, de rasgos suaves. Nos hicimos amigos entonces, y después, unos dos meses más tarde, cuando yo estaba en Madrás, lo vi con mucha más frecuencia. Era brahmán, y vivía en la zona de brahmanes llamada Milapore, cerca del famoso templo antiguo. Era un hombre melancólico, introvertido: eso me pareció en el Himalaya, y también en Madrás, en su propio ambiente.

No tenía mucha conversación. Lo que ofrecía, de todo corazón y seguramente sin pensárselo dos veces, era su amistad, de lo más desinteresada. Siempre estaba dispuesto a verte; siempre se alegraba de estar contigo. Tenía casi cuarenta años, pero no se había casado. Vivía con su madre y con su padre en una casa de Milapore, cómoda, de clase media.

Yo estaba pasando un año entero en la India en aquella ocasión. Unas semanas después de mi llegada me fui al norte, a Cachemira. Estuve allí trabajando un poco durante unos meses y después empecé a bajar hacia el sur. A veces, en las zonas rurales, me alojaba con jóvenes funcionarios del gobierno que había conocido. A veces me alojaba en chalés y residencias gubernamentales, mínimas expresiones de vivienda que ofrecían comodidades mínimas, si bien tales comodidades, en las zonas rurales de la India antes de la revolución verde, eran como un lujo.

En las ciudades, me alojaba en los hoteles que podía permitirme. Antes de ir a la India, tenía la idea de que, con tantas manos disponibles, los hoteles de allí serían buenos y baratos, como los hoteles de España a principios de los años cincuenta. No era así. Apenas existía industria hotelera en la India de aquella época, y la hostelería no era todavía una profesión. Quienes dirigían hoteles modestos en las ciudades pequeñas solo podían ofrecer una versión de las habitaciones que ellos mismos tenían; los empleados que contrataban eran como los míseros criados de sus propias casas.

Pero en Madrás era distinto. Los restaurantes y hoteles vegetarianos eran limpios (pero los establecimientos populares, no vegetarianos o «militares», como curiosamente los llamaban, eran tan malos como todos los del norte). La limpieza y el vegetarianismo estaban relacionados; ambas cosas iban unidas a la idea meridional del brahmanismo. En el hotel Woodlands me dieron una habitación limpia en un edificio anexo, y comía en hojas de plátano (en aras de la pureza y del vínculo con las antiguas costumbres), en las mesas de mármol del comedor con aire acondicionado. Había jardines y un teatro o escenario al aire libre en los terrenos que rodeaban el hotel.

Si yo no hubiera sabido nada de la cultura hindú de los brahmanes del sur —si no hubiera sabido nada sobre las artes de la música y la danza, en las que destacaban los brahmanes—, allí hubiera empezado a hacerme una idea: una idea de la casta, como la idea isabelina de «rango», que actuaba como freno del desorden —cultural, social, físico— que en la India podía sobrevenir fácilmente.

Pero la idea de una cultura protectora iba acompañada por un sentimiento de extrañeza. Estaba allí, en el comedor del Woodlands, en la comida vegetariana del sur. No se parecía en nada a la comida vegetariana, el

dal y el

roti, que en mi infancia consideraba la comida india fundamental. Aquella comida vegetariana del sur —que atraía auténticas multitudes al Woodlands— era demasiado delicada, demasiado ligera: no me hacía mella en el estómago; no me dejaba con la sensación de haber comido.

Y la religión era tan extraña como la comida. Sugar quería que fuera a conocer el templo de Milapore; él rendía culto allí. Pero la idea del templo no desempeñaba prácticamente ningún papel en el hinduismo con el que yo me había criado en Trinidad. Conocía los

pujas; se hacían en casa: mi abuelo, nacido en la India, construyó una habitación para los

pujas en el piso superior de la casa que había edificado en Trinidad en los años veinte. Con lo que estaba más familiarizado era con las lecturas ceremoniales de las epopeyas y las escrituras que tenían lugar de vez en cuando. El devoto se situaba frente al pandit, que se colocaba en un santuario de tierra especialmente construido y decorado, en el que se disponía una hoguera sagrada de olor dulce con pino de tea resinoso. En el transcurso de la lectura, se avivaba la hoguera de cuando en cuando con mantequilla desleída y azúcar, y después se tocaba una campana, se golpeaba un gong de latón y, a veces, se soplaba una caracola. Palabras, con una especie de acompañamiento de tañidos: ese era el hinduismo con el que yo me había criado, y que me resultó bastante difícil comprender. La idea del templo que intentó presentarme Sugar —la idea del lugar sagrado, y la deidad especial del templo en el centro— era muy lejana, incluso un tanto inquietante.

A pesar de lo acogedor y lo sosegado de Madrás, allí siempre tenía la sensación de encontrarme en un lugar extraño. Las torres piramidales del templo, esculpidas, las palmeras, los brahmanes de espalda descubierta entre las antiguas columnas de piedra, el gran depósito de agua de Milapore, tan bonito, rodeado en el interior por escalones de piedra: todo era como lo que se veía en los antiguos grabados europeos. Debido sobre todo a las torres del templo, experimentaba una y otra vez un pequeño choque visual, y me parecía ver aquel lugar por primera vez; me parecía que la cultura seguía intacta e inviolada, que veía lo que habían visto los primeros viajeros. Los viajeros, el mar: mis recuerdos de Madrás se entremezclaban con recuerdos de paseos al amanecer hasta la playa de la ciudad, que era muy larga y muy ancha. Al alba, la gente lavaba las vacas en el mar. El sol ascendía desde el mar; la arena llana y húmeda desprendía destellos rojos y dorados; las vacas de gran cornamenta, costillas prominentes y huesuda grupa pisaban su propio reflejo borroso, y entonces empezaba el calor del día.

Volví a Madrás a pasar unos días al cabo de menos de cinco años. Se habían celebrado elecciones en el estado (pero yo no había ido por eso), y la atmósfera del hotel Woodlands el día de mi llegada era como la atmósfera de un territorio colonial tras la elección del partido que iba a gobernar tras la independencia. Coches, música, ropa nueva, los héroes políticos del momento reconocibles por la agitación que añadía su llegada. Y el escenario o teatro al aire libre estaba enguirnaldado y adornado, como para el carnaval.

Una celebración al estilo colonial, veinte años después de la independencia de la India. Tras empezar a conocer la cultura brahmánica del sur, así empecé a conocer la rebelión del sur: la rebelión del sur contra el norte, de lo no brahmánico contra lo brahmánico, la rebelión racial de lo moreno contra lo rubio, de lo dravidiano contra lo ario. La rebelión había empezado mucho antes; el mundo brahmánico con el que me topé en 1962 era un mundo que ya estaba socavado.

El partido que ganó las elecciones del estado en 1967 fue el MPD, el Movimiento Progresista Dravidiano. Tenía raíces muy profundas; tenía su profeta y su dirigente político, hombres equivalentes a Gandhi y Nehru, hombres cuya trayectoria se había desarrollado de una forma extrañamente paralela a la trayectoria de los dirigentes indios independentistas de la corriente mayoritaria. Yo apenas había oído hablar de ellos hasta entonces, y apenas sabía de la pasión que animaba su causa. Y lo que significaba aquella victoria de 1967 era que la cultura que Sugar me había dado a conocer cinco años antes, la cultura que me había parecido intacta, ancestral y misteriosa, se había desmoronado.

A su manera, brahmánica, Sugar daba la impresión de no prestar atención a lo que había ocurrido. Seguía viviendo en casa de sus padres, en Milapore, seguía acudiendo al antiguo templo, dedicándose al modesto trabajo que siempre había desempeñado, en apariencia satisfecho.

Su amistad era tan cálida como siempre después de cinco años. Seguía tan melancólico como yo lo recordaba, con aquella profunda desazón interna. Quizá se hubiera hecho un poco más introvertido. No creo que habláramos nunca de política. En lugar de eso, hablábamos de ciertos libros de profecías en tamil que habían empezado a interesarle, en una habitación del piso superior de la casa en la que vivía con sus padres. Me dijo que eran libros muy antiguos; los había publicado recientemente el gobierno estatal, en muchos volúmenes.

No podía explicar por qué habían empezado a interesarle los libros proféticos, si lo que le interesaba era averiguar su propio futuro o si sentía más bien un interés de estudiante. Había una cierta ambigüedad: saltaba a la vista que le fascinaban los libros; no obstante, daba la impresión de estar previniéndome contra ellos, de decirme que los sacerdotes que leían e interpretaban aquellos textos sagrados podían sacarle mucho dinero a la gente.

También leía otros libros. Los tenía en su habitación. Los sacó: novelas románticas, femeninas, de Inglaterra, libros para pasar el tiempo, según dijo, como si para él no tuviera importancia el tema de un libro, como si, en su soledad, lo único que importase fuera simplemente el acto de leer, el mantener la mente en funcionamiento.

Entonces, al cabo de más de veinte años, yo volvía a estar en Madrás y, también sin tener intención de hacerlo, llegué en una época de importancia política. Estaban a punto de celebrarse otras elecciones en el estado. Los carteles de los diversos partidos, los emblemas de los partidos y las fotografías de los dirigentes aparecían por todas partes. Algunos carteles eran enormes, como los de las películas de Madrás, y era razonable, porque los dirigentes que había encumbrado el movimiento dravidiano, después de la escisión del partido original, habían sido estrellas de cine tamiles. En los carteles, todos los políticos tenían la cara redonda y mofletuda de las estrellas de cine del sur, e incluso personas reconocidamente morenas aparecían con mejillas sonrosadas: formaba parte de la iconografía del liderazgo.

Mostraban al astro cinematográfico que fue primer ministro durante gran parte de la década anterior, y cuya muerte había provocado las nuevas elecciones, con gafas oscuras y gorro blanco, de piel. Las gafas y el gorro habían sido su sello distintivo como actor y como político. Se hizo famoso con papeles peligrosos, como una especie de Errol Flynn local, y para sus admiradores era poco menos que divino. Le interesaba más ser dirigente y actor que los asuntos de gobierno. Se decía que, a su muerte, dejó sin revisar unos dieciocho mil expedientes. Una de las cosas que hizo fue suprimir el Ayuntamiento de Madrás, de modo que la ciudad era un caos, con montones de basura por todas partes. Parecía como si también aquello formase parte de la rebelión del sur, aquella violación de las antiguas ideas de pureza.

La política de la rebelión colonial de Tamil Nadu siguió un curso colonial: robo, despilfarro, estancamiento, palabras, el eterno apelar a los viejos agravios. Pero aquellos viejos agravios eran reales. La rebelión dravidiana original no había sido negada, no había sido rechazada por la gente del estado: en aquellos momentos, la lucha electoral se planteaba entre facciones del MPD original y lo que quedaba de él.

Fue el MPD, vencedor en 1967, el que volvió a ganar en esta ocasión. Unos días después de mi llegada, se veían por todas partes las banderas negras y rojas del partido: el negro, color de la rebelión de casta; el rojo, el de la revolución. La bandera ondeaba festiva en taxis-motocarros, en bicicletas. A veces, unas manos alzadas enarbolaban la bandera en furgonetas o coches abiertos: las manos alzadas simbolizaban los rayos del sol naciente, que era el emblema electoral del MPD.

Busqué el apellido de Sugar en la guía telefónica un día a últimas horas de la tarde. Encontré un apellido como el suyo, pero con una dirección distinta. Llamé. Al principio, una voz tamil se mostró totalmente negativa; no parecía en absoluto dispuesta a entenderme. Pero después, cuando el dueño de aquella voz realizó los ajustes necesarios a mi inglés, empezó a aflorar su inglés, como de oficinista, muy preciso. Sugar estaba durmiendo, dijo; no se lo podía molestar; ya «se había retirado»; tenía por costumbre «retirarse» a las nueve. ¿A qué hora se levantaba? Se levantaba a las cinco. Di mi nombre.

Al día siguiente tuve noticias de Sugar. Contestó una voz de mujer cuando llamé, y al cabo de un rato Sugar se puso al teléfono. Parecía enfermo. Le pregunté cuántos años tenía; le dije que nunca lo había sabido.

Dijo:

—Sesenta y cuatro. No demasiado joven.

—¿Así que tenía treinta y siete cuando nos conocimos en Cachemira?

—Entonces era joven. Como usted.

El señor y la señora Ragavan se ocupaban de él. Fue el señor Ragavan con quien había hablado la noche anterior, y por la mañana la señora Ragavan atendió la llamada. El teléfono era suyo; lo tenían en el piso de arriba; Sugar vivía en el piso de abajo; no le resultaba fácil subir escaleras. Se había jubilado del «servicio». Había muerto su padre; había muerto su madre. Dejó la casa familiar en la que yo lo había visto. Se marchó de Milapore. Vivía en un pequeño apartamento, en casa de los Ragavan. Quería que fuera allí inmediatamente. Me dio la dirección y dijo (algo que me pareció muy curioso):

—Todo el mundo conoce mi casa.

Tenía un tono casi apremiante. Empezó a quebrársele la voz; pensé que estaba muy enfermo.

Me estaba esperando, y cuando el taxi se detuvo corrió hacia mí, llamándome por mi nombre: estuve a punto de entrar a otra casa. Llevaba una camiseta amarilla y

doti. No era tan alto como lo recordaba. En el Himalaya estaba moreno, tostado por el sol de las montañas; cuando lo vi aquel día estaba más pálido. La melancolía de su expresión se había fundido con su aspecto enfermizo. La carne de su rostro y de sus hombros, al descubierto, se había vuelto más blanda; daba la impresión de que aquel hombre no podía subir escaleras.

Me hizo pasar por otra puerta hasta la casa donde estaba su apartamento. El apartamento estaba en la planta baja, y entramos directamente desde el sendero del jardín a su cuarto de estar. Dijo:

—Es un salón-dormitorio —refiriéndose a que la habitación era el cuarto de estar y el dormitorio—. Hay baño al lado.

Lo señaló, pero no se ofreció a enseñármelo. También había cocina, y una habitación que era su templo. Esa era la gran novedad que tenía que contarme: su templo. Se había construido un templo en el apartamento. Tenía imágenes de las tres deidades más importantes, las deidades de la sabiduría, la fuerza y el dinero.

—Venga, voy a enseñárselo. Quítese los zapatos.

La orden fue amistosa pero firme, sin la timidez con la que solía pedirse tal cosa, dando a entender que si no querías hacerlo, no tenías que hacerlo. Pero la amistad era lo que ocupaba el primer lugar en su pensamiento: quería ofrecerme aquella visión de su templo como gesto de amistad.

Me quité los zapatos y me quedé de pie ante las imágenes enguirnaldadas, indescifrables.

Se puso a mirar conmigo. Siempre había mantenido una actitud tolerante ante mi falta de fe. Después me llevó a la habitación que era la cocina. Montó un pequeño número: dejó caer la cabeza y bajó un poco más los hombros, ya de por sí caídos. Se echó a reír y dijo:

—Por favor, no escriba nada sobre mi cocina.

Sabía que no estaba limpia, dijo. Pero es que no había agua corriente. El agua que utilizaba para la cocina había que cogerla en tinajas. No le resultaba fácil levantar una tinaja; me hizo una demostración, para que comprobase que su cuerpo ya no podía hacer las cosas sencillas que quería hacer con él. Se ponía enfermo si levantaba cosas pesadas; por eso no podía tener la cocina limpia. Estaba mugrienta. La suciedad y la mugre se habían pegado al enrejado de la ventana, y a los anaqueles y estantes de debajo. Se estaba cuidando, dijo; estaba prescindiendo de muchas cosas. Venía una chica a barrer; pero (aunque no lo dijo) como brahmán no podía permitirle la entrada a la chica en la cocina.

Tenía sesenta y cuatro años. Estaba prescindiendo de cosas. En la habitación de delante, la habitación principal del apartamento, el salón-dormitorio, tenía varios muebles pequeños amontonados en un rincón. Iba a deshacerse de aquellos muebles; no le hacían falta.

—Quiero una habitación sencilla.

Le pregunté por qué no se había casado.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué puedo decir? Porque no me apetecía.

Y me respondió más o menos lo mismo cuando le pregunté por el templo y cómo se le había ocurrido aquella idea. Se le había ocurrido, sin más ni más; eso dijo.

Recordé que en 1967 le interesaban los libros de profecías. Le pregunté: ¿ya no le interesaban? Y también en ese caso, quería saber cómo había surgido tal interés.

Dijo:

—¿Por qué, por qué? Esas son las preguntas que usted hace. ¿Cómo puedo contestarle?

Sencillamente, había sentido aquel deseo. Pero yo tenía razón en algo: aquel deseo, el de ahondar en los libros de profecías, era algo que pertenecía al pasado.

Y mientras pensaba en su nueva soledad y contemplaba su

doti y su camiseta, todos manchados, le pregunté directamente sobre su vida por primera vez desde que lo conocía.

Había trabajado toda la vida en la misma empresa, desde que terminara en el instituto. Había acabado dirigiendo la oficina, como una especie de gerente. Se ocupaba de los expedientes de todos los empleados. Seguía encariñado con la empresa. Cuando se jubiló ganaba dos mil rupias al mes, ochenta libras. Suficiente para un hombre soltero. Después, la empresa empezó a darle una pensión de mil rupias mensuales. De una cantidad que la empresa había invertido por él sacaba otras mil trescientas rupias. Era suficiente.

El suelo de cemento del salón-dormitorio en el que nos encontrábamos estaba decorado con motivos florales blancos, como los que se ven en el umbral de muchas casas indias. Normalmente los hacen con harina, y los retocan todos los días, pero los de la casa de Sugar eran de plástico adhesivo. Las paredes eran azules, deslustradas por el roce de espaldas y manos y, por encima de los respaldos de las sillas, por las cabezas grasientas. Todas las imágenes que había en las paredes eran religiosas. Había una alacena con dos estantes y puertas correderas de cristal; dentro, frascos de medicinas, velas, y pastillas recubiertas de papel de aluminio, mezclados con papeles y todo tipo de baratijas. Nunca había experimentado esa desolación en casa de sus padres, en Milapore.

Le pregunté si había tenido una vida feliz.

—Una vida sencilla. Sencilla.

Entonces empezó a recibir gente. Entraban por la puerta, que estaba abierta. El primero que apareció fue un hombre moreno con marcas sagradas recientes en la frente: había hecho el

puja matutino, o había estado en el gran templo.

—Tiene muchas propiedades —dijo Sugar, cuando el hombre entró en la habitación del templo—. Es un hombre adinerado.

La segunda visita era un hombre más joven; tenía rasgos más delicados. Saludó a Sugar y después, sin pronunciar palabra, entró en la habitación del templo. Aquel hombre llevaba una túnica larga, de color marrón-rojizo, de aspecto serio. Sugar me dijo que era ejecutivo de una gran empresa.

—Viene gente —dijo Sugar, a modo de explicación de las visitas.

El primer hombre, el hombre adinerado, salió y se sentó apoyado contra una pared del salón-dormitorio. Cuando salió el segundo hombre, el de la túnica rojiza, se sentó en una silla entre el revoltijo de muebles que había en un extremo de la habitación.

El segundo hombre, el ejecutivo, era el jefe de producción de su empresa. Parecía un poco tarde para que estuviese allí por la mañana, pero dijo que iba todos los días al templo de Sugar, para meditar y para estar tranquilo. No hablaban mucho cuando estaban juntos. Los domingos por la tarde se quedaba allí tres horas; tenía mucho tiempo libre los domingos. Un día se cortó la electricidad y estuvo con Sugar casi cuatro horas; pero apenas hablaron. Sentarse en la habitación en la que estábamos, con las paredes azules deslustradas, y entreviendo la oscura cocina, era una forma de meditar. Meditar, algo que suponía vaciar la mente, no resultaba fácil, dijo el jefe de producción: los pensamientos del principiante volvían continuamente a la familia, el trabajo, y cosas así. Se tardaba años en aprender a meditar. El no era como Sugar.

Aquello era una novedad: que Sugar tuviera esa fama, de sabio, de hombre santo.

Le pregunté:

—¿Puede usted vaciar la mente?

Contestó, como intentando quitarle importancia, pero contento de que —sin haber dicho nada— yo lo supiera:

—He conseguido poco.

El jefe de producción dijo:

—Con la mayoría de los hombres de Dios quieres alcanzar algo.

No ocurría lo mismo con Sugar. Acudía a él solo en busca de paz; no quería nada más de él.

El mundo brahmánico de Milapore estaba patas arriba; pero en el pequeño santuario azul de Sugar, la política de las calles quedaba lejos: las banderas rojas y negras, los retratos de veinticuatro metros de los nuevos héroes (recortados contra un fondo de madera). En el pequeño apartamento de la casa de los Ragavan, Sugar tenía una especie de corte y de círculo, y quizá estuviera más protegido y fuera más respetado que en la casa familiar en la que se había criado. Era un hombre santo, que ofrecía paz. Eso explicaba lo que me había dicho por teléfono:

—Todo el mundo conoce mi casa.

Me dijo, cuando estaba a punto de marcharme:

—Tiene usted que venir a comer conmigo. Yo haré la comida. Le prepararé calabaza.

—¿Calabaza?

—En el Woodlands comió calabaza todos los días, en 1962.

El recordaba otras cosas que yo había olvidado. Recordaba que en 1962, en la casa de su familia, y también en 1967, tuve largas conversaciones, muy serias, con su padre, sobre libros y sobre la India.

Resultaba halagador que me recordasen así, con tanto detalle, al cabo de tanto tiempo. Me dio la impresión de que también expresaba una vida aburrida hasta lo indecible. Sin embargo, la sencillez de aquella vida había tenido su recompensa al final. Se reconocieron sus dotes. Quizá las mismas cualidades por las que se dio a conocer entre el tropel de peregrinos del Himalaya —su soledad, su silencio, su melancolía, la sensación de insatisfacción y búsqueda que daba— atrajeron a otras personas.

Solo el 33 o el 34 por 100 de los votantes se habían decidido por el MPD, el partido que salió victorioso; pero las banderas rojas y negras del partido se multiplicaron de tal manera por la ciudad que daba la impresión de que casi todos habían votado al MPD. En las paredes en las que lo habían pintado antes del día de las elecciones, el emblema del partido, el sol ascendiendo sobre las montañas, estaba retocado y adornado, con cariño, poquito a poquito, como otra burla de la palma abierta y de las dos palomas, emblemas de dos de los partidos derrotados, emblemas hasta unos días antes de grandes esperanzas y de gran confianza, ya abandonados, descuidados, sin que una mano feliz o leal añadiera un toque de color.

Al cabo de un par de días empezaron a poner enormes carteles con los resultados de las elecciones en algunos puntos de la ciudad, con grandes retratos de los tres héroes del partido. Sin nombres, sin palabras: había que saber quiénes eran los héroes. Se los presentaba de perfil, con líneas escalonadas, cada perfil como una cabeza regia de una moneda; y cada héroe aparecía en un color distinto. Al dirigente del momento lo habían pintado de una especie de marrón; al hombre que había llevado al partido a la primera victoria electoral, en 1967, de azul pizarra o gris, y detrás de ellos dos estaba el perfil del anciano de mejillas sonrosadas y barba ondulante que había sido el profeta del partido.

Se conocía al profeta con el nombre de «Periyar». Es una palabra tamil, que significa hombre sabio o juicioso. Yo conocía el nombre de Periyar, pero poco más; no sabía nada sobre su persona. Empecé a enterarme entonces, y me dejó atónito tanto lo que supe como el hecho de que, con todas mis lecturas sobre el movimiento independentista de la India, hubiera leído o registrado tan poco sobre aquel profeta del sur.

Era ateo y racionalista, y dio dos o tres discursos diarios durante su larga vida. Ridiculizaba a los dioses hindúes. Se burlaba cruelmente de los hindúes de casta, y comparaba la pobreza de sus logros científicos con los de Europa. Y encima decía que los hindúes habían copiado sus dioses («varios animales selectos, unos cuantos pájaros, unos cuantos árboles y enredaderas, varios ríos y montañas») de los dioses del antiguo Egipto, Grecia, Persia y Caldea.

Aquella fue la primera sorpresa: que alguien que —al menos según la traducción inglesa de sus discursos en tamil, en muchas ocasiones desorganizados— aparecía como humorista y satírico hubiera sido acogido por las gentes de Tamil Nadu como profeta, y que en un momento de triunfo político mucho después de su muerte fuera honrado de nuevo. Pero Periyar nunca había intentado poner un toque de humor cuando hablaba contra el hinduismo y los hindúes de casta. Había sido creyente, y estaba tan obsesionado con la religión y sus defensores como solo lo puede estar un antiguo creyente.

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