Humo

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Ivan Turgueniev » 6

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EN 1850 vivía en Moscú, en situación próxima a la miseria, la numerosa familia de los príncipes Osinin. No eran tártaros ni georgianos, sino verdaderos príncipes rusos, descendientes de Rurik por línea masculina directa y legítima. El nombre de estos príncipes se encuentra frecuentemente en nuestros anales y en los tiempos de los primeros grandes príncipes de Moscú. Poseían vastos dominios, ya que varias veces habían recibido tierras en premio a su valor, y formaban parte del Consejo de los boyardos. Pero acusados, en falso, de brujería, cayeron en desgracia. Fueron arruinados sin piedad, privados de todas sus dignidades, desterrados lejos; y, de tal modo, la casa Osinin, conmovida por aquellas persecuciones, no pudo recobrar su antiguo esplendor. Con el tiempo, el embargo que pesaba sobre algunos bienes de esta familia fue alzado, y los Osinin pudieron recuperar lo que poseían en Moscú. Pero empobrecidos, desecados, no pudieron restablecer su situación ni bajo Pedro I ni bajo Catalina II, y, declinando incesantemente, llegaron a contar entre sus miembros administradores, vigilantes de expendedurías de aguardiente y comisarios de Policía.

La rama que nos ocupa se componía del marido, la mujer y cinco hijos. Vegetaba cerca de la plaza de los Perros, en una casita de madera, de un solo piso, con una entrada pintada de dos colores, con leones verdes en lo alto de la puerta y otras fantasías de gentilhombre; pero a duras penas conseguía aquella familia hacer frente a la vida, comprando a crédito en casa de los tenderos y privándose de leña y de alumbrado la mayor parte del invierno. El príncipe era de carácter blando y de inteligencia escasa. En otro tiempo, cuando joven, había pasado por dandy, por elegante; pero ya estaba completamente decaído. Menos por consideración a su nombre que por atención hacia su mujer, que había sido dama de honor en la Corte, se le había dotado de una sinecura.

Pero, por lo demás, no se ocupaba de nada, y pasaba el tiempo en casa, envuelto en una bata, fumando y lanzando suspiros. La princesa era una mujer enferma y afligida, ocupada exclusivamente de los detalles de la casa, de colocar a sus hijos en los establecimientos del Estado y de la conservación de sus relaciones petersburguesas. Nunca pudo resignarse a su situación y a su alejamiento de la Corte.

El padre de Litvinov había conocido a los Osinin cuando vivía en Moscú, y tuvo ocasión de hacerles algunos favores, como el de prestarles, en una ocasión, trescientos rublos. El hijo, cuando era estudiante, los visitaba con frecuencia. Vivía el joven Litvinov cerca, precisamente, de la casa de los Osinin; pero no era la vecindad de los príncipes lo que le atraía, y menos aún la estrechez de su existencia; lo que le interesaba en aquella casa era la hija mayor, Irene.

Esta joven acababa de cumplir diecisiete años y de salir del Instituto, del que su madre la había retirado a causa de una desavenencia con la directora. Irene había sido designada para recitar, ante el inspector y en un acto público, un elogio en verso francés; pero a última hora la directora dio este encargo a otra señorita, hija de un acaudalado concesionario de la renta del aguardiente. La princesa no pudo soportar aquella afrenta, y la misma Irene no perdonó a la directora su parcialidad. Durante mucho tiempo la joven había soñado con el momento en que todos los ojos habrían de fijarse en ella, en tanto que se alzaba y pronunciaba su discurso, y con que después todo Moscú hablaría de ella.

En efecto: Moscú se hubiera ocupado, probablemente, de Irene. Era alta y bien formada, aunque, por su busto endeble, tenía los hombros demasiado estrechos. Su tez era mate, cosa rara a su edad, y clara y lisa como porcelana, y en sus cabellos, rubios y abundantes, había algunos mechones más oscuros que otros, lo que prestaba a su cabeza una artística variedad. Su rostro, de rasgos admirablemente regulares, no había perdido aún esa expresión de candidez inherente a la primera juventud. Pero en la indolente inclinación de su magnífico cuello, en su sonrisa mitad lánguida y mitad distraída, se adivinaba una naturaleza nerviosa. Y en los finos labios, que apenas se entreabrían, y en su nariz bien proporcionada, aguileña y fina, había rasgos reveladores de resolución y de pasión: algo peligroso para los demás y para ella misma. Fascinadores eran realmente sus ojos, de color gris oscuro con reflejos verdosos, alargados y velados, como los de las divinidades egipcias, por largas pestañas y cejas altivas y delicadas. La expresión de aquellos ojos de Irene era extraña. Parecían mirar a lo lejos, atentamente y con melancolía.

En el Instituto, Irene era considerada como una de las mejores discípulas por su inteligencia; pero mostraba un carácter inconstante, voluntarioso y propio de lo que se llama una mala cabeza. Una de sus profesoras le había predicho que sus pasiones la habían de perder; otra, en cambio, le había reprochado su frialdad glacial y la había tratado de muchacha sin corazón. Las compañeras de Irene la tenían por altiva y reservada; sus hermanos y hermanas la temían; su madre no tenía confianza alguna con ella; su padre sentía malestar cuando fijaba en él sus ojos misteriosos; mas, a pesar de todo, inspiraba, tanto a su padre como a su madre, un involuntario sentimiento de estimación, fundado, no en sus capacidades, sino en no sé qué vaga esperanza que despertaba en ellos.

—Ya verás, Prascovia Danilovna... —dijo un día el viejo príncipe, soltando por un momento su pipa—. ¡Ya verás cómo Irene nos hará salir de esta miseria!

La princesa se enfadó, y respondió a su marido acusándole de utilizar expresiones insoportables; pero luego quedó meditando, y, al cabo, murmuró entre dientes: «¡Sí!... ¡No sería malo que pudiéramos salir de esta miseria!»

Irene gozaba, en la casa paterna, de libertad casi ilimitada. No la mimaban, la evitaban un poco, pero nadie la molestaba para nada; y esto era cuanto ella deseaba. Cuando ocurría algo demasiado humillante, cuando un tendero se presentaba gritando que estaba harto de reclamar lo que le debían y los vecinos hacían coro con él para avergonzar a los príncipes, Irene no fruncía siquiera el entrecejo, no se movía de su silla, pero una sonrisa triste aparecía en su rostro ensombrecido, y para sus padres aquella sonrisa era más amarga que todos los reproches imaginables. Se sentían culpables, inocentemente culpables, ante aquel ser que parecía tener derecho, desde su nacimiento, a la riqueza, al lujo y a todos los homenajes.

Litvinov se enamoró de Irene en cuanto la vio —sólo tenía tres años más que ella—. Pero durante mucho tiempo no logró ganar su simpatía, ni siquiera atraer su atención. Hubiérase dicho que involuntariamente la había ofendido y que ella conservaba profundamente el recuerdo de tal ofensa, sin poder perdonarle. Era entonces el muchacho demasiado joven y demasiado tímido para comprender lo que podía ocultarse bajo aquella irritación, bajo aquel desdeñoso rigor.

Con frecuencia, olvidando sus lecciones y sus cuadernos, se sentaba en el destartalado salón de los Osinin y miraba de soslayo a Irene. Entonces su corazón se llenaba de lenta y penetrante amargura, en tanto que Irene, con aspecto enojado y aburrido, se levantaba, cruzaba la estancia mirándole fríamente, como si se tratara de una mesa o de una silla, y se limitaba a alzarse de hombros y cruzarse de brazos.

En otras ocasiones, durante toda una velada, aunque a veces tuviera que dirigirse a Litvinov en la conversación, Irene evitaba mirarle, negándole hasta esa limosna. También solía coger un libro, al que fingía prestar gran interés, sin hacer caso alguno del visitante, hasta que llegaba el momento en que fruncía el entrecejo, se mordía los labios y, de pronto, preguntaba en voz alta a su padre o a su hermano cómo se decía paciencia en alemán.

Litvinov trató de librarse de aquella atracción en la que se debatía como un pájaro en un cepo. Estuvo durante una semana fuera de Moscú. Pero sintió, durante tal ausencia, que se volvía loco de desesperación y de tedio. Volvió a aparecer en casa de los Osinin, pálido y deshecho. Por singular coincidencia, Irene había adelgazado también, visiblemente, durante aquel tiempo. Su rostro aparecía más pálido, y sus mejillas menos frescas. Mas no por ello le acogió con menos frialdad, procurando subrayar esa actitud despectiva, como si Litvinov hubiera insistido en la misteriosa ofensa que le había causado.

Hacía dos meses que Irene atormentaba a Litvinov, cuando, de pronto, cambió todo. El amor estalló como un incendio y se propagó como un aguacero de tormenta. Un día —Litvinov recordó durante mucho tiempo aquel día— estaba, como tantas otras veces, sentado junto a una ventana del salón de los Osinin, mirando distraídamente hacia la calle. Se sentía invadido por un cruel despecho; se despreciaba a sí mismo, y, sin embargo, no se decidía a marchar. Si bajo la ventana hubiera habido un río, se habría arrojado a él con horror pero sin sentimiento. Irene se colocó cerca de él y permaneció en silencio sin moverse. Hacía ya varios días que no le había dicho una palabra y que tampoco hablaba con nadie. Pasaba las horas sentada, con los brazos cruzados, indiferente, en apariencia, a cuanto pasaba en la casa, y observándolo con mirada sorprendida.

Aquel suplicio acabó por no ser soportable. Litvinov se levantó y, sin despedirse, se puso a buscar su sombrero.

—No se vaya —dijo de pronto Irene en voz baja.

Litvinov hubo de estremecerse. Aquella voz no le parecía la de una muchacha. Algo extraordinario revelaba aquella sola frase. El joven alzó la cabeza y quedó estupefacto. Irene le contemplaba con benevolencia.

—No se marche —repitió—; tengo que hablarle —y, bajando aún más la voz, añadió—: No quiero que se vaya usted, de ningún modo.

No comprendiendo aquello, y sin darse cuenta de sus movimientos, Litvinov se acercó a Irene y le tendió la mano; ella le dio las dos suyas, sonrió, se alzó bruscamente y, sin dejar de sonreír, salió del salón. Al cabo de algunos minutos volvió acompañada de su hermana menor. Concedió a Litvinov una larga mirada y le invitó a sentarse a su lado. Irene no supo qué decir, en primer término. Se sonrojó y lanzó algunos suspiros. Luego, recobrando ánimo, interrogó a Litvinov acerca de sus ocupaciones, cosa que no había hecho nunca hasta entonces. Se excusó reiteradamente de no haber sabido apreciarle como merecía; le aseguró que ella había cambiado; le sorprendió con opiniones republicanas —en aquella época él veneraba a Robespierre y no se atrevía a condenar del todo a Marat—, y, en suma, preparó las cosas para obtener una declaración de amor. Antes de transcurrir una semana, Irene y Litvinov eran novios.

Sí; Litvinov se acordó durante mucho tiempo de aquel día, de aquel primer día de amor, pero tampoco olvidó los días que siguieron, y en los cuales, esforzándose por dudar y temiendo creer, veía crecer y avanzar irresistiblemente aquella dicha inesperada.

Llegaron entonces esos instantes del primer amor, que no pueden y no deben repetirse en una sola y misma vida. Irene se había transformado por completo: era dulce como un cordero, flexible como cera, y mostraba un humor excelente y siempre igual. Se puso a dar lecciones a sus hermanitas, no de piano, porque no sabía música, pero sí de francés y de inglés. Leía con las niñas, se interesaba por las cosas de la casa, y todo parecía distraerla y ocuparla. A veces charlaba como una cotorra y luego se sumía en profunda meditación. Trazaba mil planes, hacía suposiciones infinitas acerca de lo que ocurriría cuando estuviera casada con Litvinov, pues ambos daban por descontada esa unión.

—Trabajaremos juntos —decía, entusiasmado, Litvinov.

Y ella respondía:

—Sí. Trabajaremos, leeremos y, sobre todo, viajaremos.

Lo que más deseaba Irene era salir cuanto antes de Moscú, y cuando Litvinov le hacía observar que él no había terminado aún sus estudios en la Universidad, respondía siempre, luego de reflexionar un momento, que aquellos estudios podían terminarse en Berlín o en otra parte. Irene no se cohibía en la expresión de sus sentimientos, y por ello su cariño hacia Litvinov dejó pronto de ser un secreto para el príncipe y la princesa. No se alegraron; pero dadas las circunstancias que concurrían no juzgaron oportuno oponerse inmediatamente a aquellas relaciones. Litvinov tenía fortuna.

—Pero ¡la familia, la familia! —exclamaba la princesa.

—Ciertamente, la familia —repetía el príncipe—, pero tampoco se trata de gente cualquiera, y, por lo demás, Irene no nos hará el menor caso. ¿Acaso ha dejado de hacer alguna vez lo que ha querido? Ya conocemos su violencia. Y, además, nada está resuelto aún en definitiva.

Así razonaba el príncipe, pero mentalmente añadía: «¡La señora de Litvinov, nada más! Esperaba yo destino mejor».

Irene se había apoderado por completo del espíritu de su novio. Éste, hay que reconocerlo, no había hecho nada para evitarlo. Se dejaba arrastrar por un torrente, no tenía ya conciencia de lo que hacía y no evitaba ni lamentaba nada. ¿Qué deberes imponía el matrimonio? ¿Le sería posible ser buen marido estando enteramente sometido a Irene? ¿Qué elementos de felicidad le ofrecía ella? Le era imposible reflexionar acerca de estos puntos ni un momento. Su sangre hervía, y sólo acertaba a dejarse arrastrar por Irene, sin preocuparse de las consecuencias que aquello pudiera tener.

Sin embargo, a pesar de la docilidad de Litvinov y de la ternura exaltada de Irene, no tardaron en producirse malas interpretaciones y rozamientos entre ellos. Un día, Litvinov fue directamente a casa de su novia, al salir de la Universidad, y en ocasión en que llevaba una levita muy usada y las manos manchadas de tinta. Irene le recibió con la amabilidad habitual; pero al observar aquellos detalles se enfrió de pronto.

—No trae usted guantes —dijo, recalcando las palabras; y en seguida añadió—: ¡Cuidado que es usted... estudiante!

—Es usted demasiado impresionable —respondió Litvinov.

—Y usted un verdadero estudiante —repitió ella—. No es usted distinguido.

Y, volviéndole la espalda, salió de la habitación. Verdad es que una hora más tarde le suplicaba que la perdonara. En general, reconocía fácilmente sus yerros, pero se acusaba de defectos que no tenía y negaba obstinadamente aquellos que la afligían en realidad. En otra ocasión, Litvinov la encontró llorando, con la cabeza entre las manos y el cabello destrenzado, y cuando la interrogó acerca del motivo de su pena, le mostró, con el dedo, su pecho. Litvinov se asustó creyendo que tenía una enfermedad pulmonar. Le tomó las manos y preguntó:

—¿Estás enferma? —sólo se tuteaban en circunstancias graves—. Voy a buscar a un médico...

Irene no le dejó acabar, y golpeando el suelo con el pie, llena de impaciencia y de despecho, declaró:

—Estoy en perfecta salud..., pero este vestido..., ¿no comprende usted?

—¿Qué ocurre con ese vestido?... No sé de qué se trata...

—¿De qué se trata?... De que no tengo más vestido que éste, feo y viejo, y que tengo que ponérmelo todos los días..., incluso cuando tú..., cuando usted viene... ¡Acabarás por no quererme, viéndome tan desharrapada!

—Por Dios, Irene, ¿qué dices?... Este vestido está muy bien, y yo le tengo cariño, porque es el que llevabas la primera vez que te vi.

Irene se sonrojó.

—Le ruego, Gregorio Mijailovitch, que no me recuerde que desde entonces no tengo otro.

—Pero, Irene Pavlovna, le aseguro que le sienta muy bien.

—No... Es horrible —repetía nerviosamente, mesándose su larga y sedosa cabellera—. ¡Oh, qué pobreza y qué oscuridad! ¿Cómo librarse de esta miseria?

Litvinov no sabía qué decir. Se alejó un poco. De pronto, Irene se levantó y, apoyando sus manos en los hombros del joven y acercando a su rostro la mirada de unos ojos húmedos aún de lágrimas, pero en los que súbitamente brillaba una esperanza, preguntó:

—Pero tú me quieres, ¿verdad? ¿Me quieres a pesar de este abominable vestido?

Litvinov se arrodilló ante ella.

—¡Ah! —exclamó Irene—. ¡Ámame tú, que eres mi amigo y mi salvador!

Los días pasaban así, lo mismo que las semanas, y aunque no había mediado ninguna explicación categórica, y aunque Litvinov aplazaba su petición aguardando la orden de Irene, un día ésta le dijo que como los dos eran ridículamente jóvenes, debían añadirse algún tiempo a su verdadera edad, antes de dar los pasos necesarios para el casamiento. Todo parecía indicar que se acercaba el momento del enlace, y el porvenir se precisaba cada vez más, cuando surgió un acontecimiento que ahuyentó aquellos planes y los barrió, como lo hace el viento con el polvo de las carreteras.

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