Humo

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Ivan Turgueniev » 7

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LA Corte fue a Moscú aquel invierno. Se celebró una serie de fiestas, que terminaron con el acostumbrado gran baile de la Asamblea de la Nobleza. La noticia de este baile llegó, en forma de cartel publicado por la Gaceta de la Policía, hasta la pequeña casa de la plaza de los Perros.

El príncipe, muy emocionado, decidió inmediatamente que era necesario asistir a aquella fiesta y llevar a Irene; añadió que sería imperdonable el perder semejante ocasión de ver a los soberanos, y que el presentarse a ellos era deber para la vieja nobleza. Insistió acerca de esto con vehemencia que no era habitual en él.

La princesa, de acuerdo hasta cierto punto, se preocupaba, sin embargo, por el gasto que habría de hacerse. Pero Irene se opuso terminantemente al proyecto.

—¡Es inútil! ¡No iré! —respondía a todos los argumentos que alegaban sus padres.

Su obstinación adquirió tales proporciones, que el viejo príncipe se decidió a rogar a Litvinov que tratara de persuadirla y de hacerle comprender, entre otras razones, que no le convenía a una muchacha como ella huir de la sociedad, que era necesario sufrir aquella prueba y que no podía seguir viviendo de modo que nadie la viese en parte alguna. Litvinov se encargó de exponer a Irene aquellas razones. Cuando lo hizo, Irene le miró con tal fijeza que le produjo turbación. Luego, jugando con los extremos de su cinturón, respondió tranquilamente:

—¿Es usted quien desea que asista yo a ese baile?

—Sí... Supongo que sí... Creo que su padre tiene razón... ¿Por qué no ha de ir usted... a ver a la gente y a que la vean? —añadió con sonrisa ingenua.

—¿A que me vean? —repitió lentamente—. Está bien. Iré. Pero recuerde que es usted quien lo ha querido.

—Es decir, yo... —comenzaba a explicar Litvinov.

Irene le cortó la palabra:

—Sí... Usted mismo lo desea. Y pongo otra condición: y es que ha de prometerme usted no asistir a esa fiesta.

—¿Por qué?

—Porque así lo quiero.

Litvinov hizo, con pena, un gesto de resignación.

—Me someto...; pero, lo confieso, me hubiera sido muy grato verla a usted en todo su esplendor y ser testigo de la impresión que producirá, sin duda alguna... ¡Qué orgulloso me hubiera sentido! —añadió suspirando.

Irene sonrió.

—Todo ese esplendor consistirá en un vestido blanco; y en cuanto a la impresión... En fin, no hay más que hablar.

—¿Acaso está enojada, Irene?

La muchacha sonrió de nuevo, y respondió:

—¡Oh, no!... No me enojo... Pero tú...

Dejó en suspenso la frase y clavó en él la mirada con una expresión que Litvinov no le había visto nunca.

—Quizá sea necesario... —murmuró Irene a media voz.

—Pero ¿me quieres, Irene?

—Sí. Te quiero —respondió ella con solemnidad, estrechándole la mano.

Los días siguientes fueron dedicados exclusivamente a los preparativos de vestido y tocado. La víspera del baile Irene mostraba gran inquietud. No podía permanecer en ningún sitio, y en dos ocasiones se escondió para llorar. En presencia de Litvinov, su sonrisa era invariable y forzada. Por lo demás, estuvo amable con él, como de costumbre; pero se la veía distraída, y a cada momento se contemplaba en los espejos.

El día del baile Litvinov encontró a Irene silenciosa y pálida, pero tranquila. A las nueve, el joven fue a verla. Cuando Irene entró en el salón vestida con una túnica de tarlatana blanca y llevando prendida en los cabellos una ramita de pequeñas flores azules, Litvinov no pudo reprimir una exclamación de asombro ante la belleza y la majestad que aquella criatura irradiaba, pese a sus pocos años.

«Parece como si hubiera crecido desde esta mañana —pensó—; y ¡qué aire tiene! ¡Cómo se nota en ella la raza heredada!»

Irene permanecía ante él, con los brazos caídos, sin sonreír ni hacer monadas, y con la mirada fija no en él, sino en alguna cosa ignorada y lejana.

—Parece usted una reina de las hadas —dijo, al cabo, Litvinov—; y también semeja usted un poco a un general antes de la batalla y de la victoria.

Ella permanecía siempre inmóvil y parecía menos atenta a lo que su novio decía que a no sé qué sugestiones interiores. Litvinov prosiguió:

—No me ha permitido usted ir a ese baile, pero al menos aceptará usted estas flores.

Y le ofreció un ramillete de heliotropos.

Irene dejó caer sobre Litvinov una mirada rápida, tendió la mano y, asiendo el extremo de la rama que adornaba su cabeza, dijo:

—Si quieres, basta con que digas una palabra y me quitaré todo esto, y me quedaré en casa.

Litvinov sintió una gran emoción. Irene arrancaba ya la guirnalda.

—No... No hagas eso... —dijo él precipitadamente—. No soy egoísta, y no quiero privarte... Sé que tu corazón...

—Entonces no te acerques a mí, para no arrugarme el vestido —replicó Irene rápidamente.

Litvinov se turbó.

—¿Acepta usted el ramillete? —preguntó.

—Ciertamente. Es precioso, y me gusta mucho este aroma. Gracias; lo guardaré como recuerdo...

—De su primera salida al gran mundo y de su primer triunfo.

Irene se contempló en el espejo por encima de los hombros de Litvinov, alzándose para ello sobre las puntas de los pies.

—¿De verdad soy tan hermosa? ¿No será usted demasiado galante?

Litvinov prodigó exaltadas alabanzas, pero Irene no le escuchaba ya, y, acercando el ramillete a su rostro, volvió a dejar vagar su mirada en la lejanía. Sus ojos tenían un aspecto extraño, y parecían más oscuros y más grandes. El aire hacía revolotear algunas cintas de su vestido, que semejaban alas.

Apareció el príncipe. Vestía un frac bastante marchito y lucía una corbata blanca. En la solapa llevaba la medalla de la nobleza sujeta con una cinta de San Vladimiro. Tras él entró la princesa, con vestido de seda floreado, de moda pasada. Con ese apresuramiento melancólico empleado por las madres para ocultar su emoción, la buena señora se aplicó a arreglar la falda de su hija, con lo que la llenaba de pliegues absolutamente innecesarios. Las ruedas de un coche de alquiler, arrastrado por dos miserables caballejos de pelo largo, crujieron sobre la nieve helada ante la escalinata de entrada.

Un diminuto lacayo, abrumado por una librea fantástica, llegó, viniendo de la antecámara, y con tono desesperado anunció que el carruaje aguardaba. Después de bendecir a los demás hijos, que quedaban en la casa, el príncipe y la princesa, envueltos en sus abrigos de pieles, salieron, seguidos por Irene, silenciosa y apenas cubierta con un abriguito al que, por lo pobre y usado, profesaba un odio implacable. Acompañándolos hasta el coche, Litvinov esperaba recoger una mirada de Irene. Pero ésta se instaló en el carruaje sin dignarse volver la cabeza.

Hacia medianoche, Litvinov pasó bajo las ventanas de la Asamblea. Las cortinas rojas que las guarnecían no impedían que las innumerables bujías que iluminaban los salones dieran luz a toda la plaza, llena de carruajes. Y se oían los acordes, insolentemente alegres, de los valses de Strauss.

Al día siguiente, y a eso de la una, Litvinov penetró en la casa de los Osinin. Sólo halló al príncipe, quien enseguida le anunció que Irene padecía jaqueca, que estaba acostada y que no se levantaría antes de la noche. Añadió que tal indisposición nada tenía de extraño, después de un primer baile.

—Es muy natural, ¿sabe usted?... —comentó el príncipe hablando francés, con sorpresa de Litvinov, quien observó igualmente que no estaba en bata, según su costumbre, sino vestido de levita.

—Es muy natural —prosiguió Osinin— que la muchacha se sienta indispuesta, después de los acontecimientos de ayer...

—¿Acontecimientos?... —preguntó Litvinov.

—Sí. Acontecimientos... Verdaderos acontecimientos. No puede usted imaginar, Gregorio Mijailovitch, el éxito que Irene alcanzó. Toda la corte puso atención en ella. El príncipe Alejandro Feodorovitch dijo que Irene merece otro lugar mejor que éste, y que le recordaba a la condesa Devonshire, ya sabe usted, la célebre. El viejo conde Blasenkrampv declaró, ostensiblemente, que Irene era la reina del baile, y expresó el deseo de serle presentada. También me fue presentado a mí, y me dijo que me recordaba de cuando era húsar. Luego preguntó dónde servía ahora. Es muy divertido ese conde, y ¡hay que ver lo que se desvive por el bello sexo! En fin, ni siquiera a la princesa la dejaban en paz. Natalia Nikitichna misma estuvo hablando con ella. ¿Qué más quiere usted? Irene bailó con todos los más distinguidos caballeros. Fueron tantos, que perdí la cuenta. Todo el mundo nos rodeaba. Para la mazurca nadie quería otra pareja que no fuera Irene. Un diplomático extranjero, al enterarse de que Irene es moscovita, dijo al embajador: «¡Señor: decididamente Moscú es el centro de vuestro Imperio!...» Otro diplomático añadió: «¡Es una verdadera revolución, señor!...» Bueno; no sé si dijo revolución o revelación; algo parecido, en todo caso. Sí, amigo mío; fue algo extraordinario.

Litvinov, que sentía helársele las manos y los pies durante el discurso del príncipe, acertó a preguntar:

—Pero, con todo eso, ¿Irene Pavlovna se ha divertido? ¿Estaba satisfecha?

—¡Claro que se ha divertido, y sólo hubiera faltado que no quedara satisfecha! Por lo demás, ya sabe usted que no es fácil saber lo que piensa. Todos me decían ayer: «Es sorprendente. Nadie podría pensar que su hija asiste a su primer baile». El conde de Rouzenbarch, entre otros... Le conoce usted, seguramente...

—No le conozco ni le he visto jamás.

—Es primo de mi mujer...

—No le conozco.

—Es un ricacho. Un chambelán. Vive en Petersburgo. Es un hombre a la moda. En Livonia hace cuanto quiere. Hasta ahora no se ha preocupado nunca de nosotros; pero no le guardo rencor. Tengo buen carácter, como usted sabe. Pues bien: ese conde Rouzenbarch se sentó junto a Irene, habló con ella durante un cuarto de hora y dijo luego a la princesa: «Querida prima, su hija es una perla; es perfecta. Todos me felicitan por tener tal sobrina». Después de esto, y en tanto que yo le observaba, se acercó a un altísimo personaje y le habló sin dejar de mirar a Irene, a quien el personaje miraba también...

—¿De modo que a Irene no la veré en todo el día? —preguntó de nuevo Litvinov.

—No. Le duele mucho la cabeza. Me ha encargado que le salude a usted en su nombre y que le dé las gracias por las flores, que gustaron mucho. Ahora necesita reposo. La princesa ha salido a hacer visitas, y yo también tengo que salir...

El príncipe tosió, no sabiendo cómo terminar.

Litvinov cogió su sombrero, dijo que no quería molestar, y que pasaría más tarde para tener noticias de Irene, y salió de la casa.

A pocos pasos de ella vio un elegante cupé que se detuvo ante la garita del budochnik4. Un lacayo con librea ostentosa se inclinó indolentemente desde su asiento, y preguntó al guardia cuál era la residencia del príncipe Pablo Vasilievich Osinin. Litvinov observó el interior del carruaje. En él había un hombre de unos cincuenta años, de complexión sanguínea, de rostro arrugado y arrogante, con nariz griega y boca repulsiva. Se envolvía en un abrigo de castor y tenía toda la apariencia de un personaje que ocupaba un puesto elevado.

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