Humo

Humo


Ivan Turgueniev » 8

Página 12 de 32

8

LITVINOV no cumplió la promesa que había hecho de volver aquella noche para tener noticias de Irene. Le pareció que valía más aplazar la visita. Al día siguiente, al llegar a casa de los Osinin, hacia mediodía, sólo encontró, en el salón que tan conocido le era, a las dos hijas pequeñas de los príncipes: Victorina y Cleopatra. Después de besarlas, les preguntó si Irene estaba mejor y si podía verla.

—Irinochka ha salido con mamá —respondió Victorina, que, a pesar de ser la menor, era la más audaz.

—¡Cómo! ¿Ha salido? —repitió Litvinov, que se sintió preso de angustia—. Pero ¿no es ésta la hora en que se ocupa de vosotras y os da lecciones?

—Irinochka no nos dará más lecciones —declaró Victorina.

—No... Ya no nos dará más lecciones... —repitió Cleopatra.

—Y vuestro padre ¿está en casa? —preguntó Litvinov.

—No. Papá tampoco está en casa. Además, Irinochka está enferma. Pasó toda la noche llorando.

—¿Llorando?

—Sí... Llorando. Egorovna me lo ha dicho, y he visto que tiene los ojos hinchados y enrojecidos...

Litvinov dio algunos pasos por el salón, temblando como si tuviera frío, y volvió a su casa.

Experimentaba como una sensación semejante a la de un hombre que contemplara la calle desde lo alto de una torre. Sentía una especie de vértigo, una sorpresa que le atontaba, un hormigueo de fugaces y amargos pensamientos, un terror confuso, una expectación muda, una curiosidad extraña, casi maligna, y su garganta muy oprimida por el amargor de las lágrimas que no acertaban a correr.

En sus labios, un necio esfuerzo por sonreír, y súplicas estúpidas y cobardes, que no se dirigían a nadie... ¡Qué cruel y qué humillante era todo aquello! Y razonaba: «Irene no quiere verme, es evidente; pero ¿por qué motivo? ¿Qué es lo que ha podido ocurrir en ese baile fatal? ¿Cómo se puede cambiar así, tan súbitamente? ¡No enviarme ningún recado! ¡No querer explicarse conmigo!...»

Los hombres ven todos los días llegar la muerte de improviso, pero no pueden acostumbrarse a ello, y lo tachan de absurdo.

—Gregorio Mijailovitch —pronunció una voz cerca de él.

Litvinov se alzó. Su criado le tendió un pliego, en el que reconoció la letra de Irene... Antes de abrirlo tuvo el presentimiento de una desgracia, y agachó la cabeza y alzó los hombros, como para aguantar el golpe. Al cabo, se armó de valor y rasgó el sobre. Una hojita de papel de cartas contenía la siguiente:

«Perdóneme usted, Gregorio Mijailovitch; pero todo ha terminado entre nosotros. Me marcho a Petersburgo. Estoy desolada, pese a lo cual es ya cosa decidida. Sin duda, éste era mi destino... No quiero justificarme al decir esto. Compruebo únicamente que mis presentimientos se han realizado. Perdóneme y olvídeme. No soy digna de usted.

»Irene.

»Sea generoso y no trate de verme.»

Litvinov leyó estas líneas. Luego se desplomó sobre su diván, como si una mano invisible le hubiera empujado. Había dejado caer la carta. La recogió, volvió a leerla, y murmuró:

—¡A Petersburgo!

De nuevo el papel cayó de sus manos. Una extraña calma se adueñó de él. Alzó lentamente las manos para disponer los cojines tras de su cabeza. Pensó: «Los que están heridos de muerte no se agitan ya. Del mismo modo que aquello me llegó, ha desaparecido... Es muy natural y era de esperar».

No decía la verdad al hablarse así, porque no había previsto nada semejante. Prosiguió su monólogo:

«Ha llorado. ¿Por qué ha llorado, si no me quería?... Por lo demás todo se explica, de acuerdo con su carácter. No es digna de mí. ¡Es verdad! Ignoraba su valor. Después de haberse dado cuenta de él en el baile, ¿cómo iba a seguir pensando en un miserable estudiante?... Todo esto es perfectamente comprensible».

Sonrió amargamente al llegar a esta deducción. Pero luego recordó las tiernas palabras de Irene, sus sonrisas, sus miradas —las miradas de aquellos ojos que nunca podría olvidar, que brillaban con apasionados destellos al encontrarse con los suyos, y a los que nunca volvería a ver—; recordó el único y furtivo beso que había recibido de su novia, y rompió en sollozos convulsivos, dementes, furiosos... Se ahogaba... Golpeó la pared con la cabeza, en afán de destruirse y de destruirlo todo... Luego hundió el rostro entre los almohadones del diván, mordiendo la tela para ahogar su llanto.

El caballero al que Litvinov había visto la víspera en un cupé era precisamente el pariente de la princesa Osinin, el ricacho y el chambelán, conde Rouzenbarch. Impresionado por la sensación que Irene había causado durante el baile y por el interés que hacia ella había mostrado un altísimo personaje, pensó en seguida en las ventajas que él podía obtener de tales circunstancias.

El conde, como hombre enérgico y hábil, preparó inmediatamente sus baterías y se dispuso a obrar rápidamente, a lo Napoleón. «Me llevaré a mi casa —pensó— a esta extraña muchacha; la nombraré heredera de una parte, por lo menos, de mis bienes; no tengo hijos, y ella es mi sobrina, y la condesa se aburre de estar sola... Además, siempre es agradable tener en el salón una cara bonita... Sí, sí... Esto es lo que conviene... Es ist eine Idee, es ist eine Idee

Era necesario deslumbrar y seducir a los padres de Irene. El conde pensó: «No tienen qué comer. Por tanto, no hay cuidado de que se obstinen. No parecen, por lo demás, muy sensibles. Una cantidad de dinero acabará de convencerlos. ¿Y ella? Consentirá porque a nadie le desagrada un dulce. Ayer ha podido darse cuenta de la diferencia entre la vida que hace y la que puede hacer. Supongamos que esto no sea más que un capricho por mi parte. Pues que se aprovechen esos imbéciles. Les diré: Decídanse ustedes porque, si no, buscaré otra muchacha; una huérfana, que me convendría mejor. ¿Sí o no?... Tienen ustedes veinticuatro horas para decidir, und damit punctum.»

Todo esto pensaba el conde cuando iba ya, en su coche, camino de la plaza de los Perros. Y con tales argumentos se presentó al príncipe, al que desde la víspera había anunciado su visita. Inútil extenderse acerca del resultado que tuvo. El conde no se había equivocado en sus cálculos. El príncipe y la princesa no se obstinaron, aceptaron una cantidad de dinero y lograron que Irene diera su consentimiento antes que el plazo de veinticuatro horas marcado por el conde hubiera transcurrido.

A Irene no le había sido fácil renunciar a Litvinov, al que había querido realmente. Derramó muchas lágrimas, y estuvo a punto de tener que guardar cama, dado el estado de aplanamiento en que estaba después de haber escrito la carta de ruptura.

De todos modos, un mes más tarde la princesa llevó a su hija a Petersburgo, la instaló en la residencia del conde, y allí quedó Irene, en manos de la condesa, excelente señora, pero que no tenía más fuerza de voluntad ni más inteligencia que un ave de corral.

Litvinov abandonó entonces la Universidad para ir a reunirse con su padre en el campo. Poco a poco, la herida del amor cicatrizó. Al principio no tuvo noticia alguna de Irene. Tampoco la deseaba, y evitaba hablar de Petersburgo y de su sociedad. Sin embargo, no tardaron algunos rumores en llegar hasta él.

Eran noticias que tenían más de extrañas que de malas. Irene había adquirido gran fama. Su nombre, rodeado de prestigio y destacado con un sello particular, se había hecho célebre no sólo en la capital, sino hasta en los círculos de provincia. Se pronunciaba ese nombre con curiosidad, con envidia y hasta con respeto, como antaño se pronunciaba el nombre de la condesa Vorotinski. Por último, llegó la noticia del casamiento de Irene; pero Litvinov apenas le concedió atención, porque ya por entonces era novio de Taciana.

El lector comprenderá ahora todo lo que acudió a la memoria de Litvinov cuando exclamó: «¿Es posible?» Hemos de volver, por tanto, a Baden, y reanudaremos el relato interrumpido.

Ir a la siguiente página

Report Page