Horror 2

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El caballo balancín

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El caballo balancín

CEZARIJA ABARTIS

Mientras vestía a su hijo de cinco años, al observar la marca de la mano de Jake…, ¿fue entonces cuando empezó todo? ¿Fue tan sencillo?

El suelo estaba fangoso, el cielo oscuro, hacía viento y probablemente quedaban otros tres meses de invierno que soportar.

Jake extendió un brazo y luego el otro por las mangas de la chaqueta que sostenía Alan.

—Ya está. Bien calentito. ¿Qué harás hoy en el parvulario?

—Juegos y cosas. Jugaré a canicas, al escondite…

—Ahora los guantes. ¿Dónde está el otro? —Y esto sólo por la mañana…, pensó Alan. ¿Por qué June no podía encargarse de arreglar a los chicos, precisamente hoy?—. ¿Dónde está el otro guante?

Jake se encogió de hombros.

—No lo sé, papá. A lo mejor se lo ha llevado el monstruo.

—Un monstruo no necesita guantes. Vamos a buscarlo.

En un rincón de la mente de Alan, la intensa irritación con June se vio mitigada a causa de la preocupación que él sentía por toda la familia. Lo había pasado muy mal desde que empezó a pensar en aquel juguete.

Alan se puso a gatas para buscar debajo del sofá. Jake se fue a la cocina con sus andares de niño de cinco años. Alan oyó que el pequeño cogía un vaso del armario y abría el grifo del fregadero.

El guante no estaba debajo del sofá. Los ojos de Alan recorrieron la habitación: el horrible reloj de música, regalo de boda de su suegra, la ventana sobresaliente encarada hacia el norte (el lado malo) y en un rincón, rodeada por las plantas de June, una talla africana de una cabeza que sonreía y mostraba los dientes, los mellados dientes de ébano.

Debiste mencionar antes que no te gustaba la escultura, le había dicho su esposa. No vale la pena. No vale la pena pelearse por eso, había contestado él, instando sensatez y simplicidad en el tono de su voz. ¿De que tienes miedo? No hay nada que temer aparte del… Y Alan le había interrumpido en voz baja para decir: Lo sé. El pánico.

—¡Ah! ¡Uuuuy!

Jake lanzó un grito agudo, pero el grito procedía del sótano, no de la cocina.

Alan engulló una bocanada de aire que le hendió la garganta como si tuviera ahogándose. Calma.

—¡Jake! ¿Estás bien?

Oyó que Jake subía ruidosamente la escalera del sótano. Se tranquilizo, no dejó que su imaginación le devorara. «No te asustes. Conserva la calma. Vamos». Alan se acercó poco a poco a la cocina, como si no pasara nada. Jake tenía una expresión irritada, de culpabilidad.

—¿Qué estabas haciendo abajo? ¿Qué pasa?

—Una astilla. El monstruo me ha clavado una astilla. —Jake abrió su mano derecha—. ¿Ves, papá?

Sólo eso. Una brillante burbuja de sangre. Suavemente, Alan se la limpió con un pañuelo de papel.

—Es un corte, no una astilla.

En la parte cóncava de la mano del niño, en el centro de su palma, se veía un corte pequeño y no muy profundo, de forma semicircular.

—Estaba tocando el hacha para ver si estaba muy afilada, y algo me mordió.

—No tienes permiso para estar solo ahí abajo. —Jake seguía mirando el suelo—. Bien, no hay ninguna astilla. Me alegra decir que seguramente podrás bailar otra vez.

—¿Qué?

—Es una broma. Estás perfectamente.

—Ah.

—Vamos a ponerte un poco de mercromina.

—No quiero ser bailarín. Quiero ser cowboy.

—Fantástico. —Alan humedeció la palma de la mano con el desinfectante—. Jake, ¿por qué bajas al sótano? ¿Has estado jugando en el montón de leña?

—Pensaba que esta mañana se me había caído el guante en el sótano. —Los ojos del pequeño se desviaron—. Cuando he bajado con mamá… Cuando ella ha bajado a mirar la leña del horno y yo fui con ella.

No quería mirar a los ojos a Alan.

—Sí, Jake, continúa.

En el semblante del niño había tensión.

—No, es una mentirijilla. No estaba buscando mi guante. Quería jugar con mi caballo. Él quiere verme.

—¿Por qué dices que quiere verte?

—Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes?

A Alan no le parecía mucho tiempo.

—Me alegra que lo hayas dicho, Jake.

—Tiene frío ahí abajo. Y está solo. No lo has pintado. ¿Cuando lo subirás otra vez?

Alan no se resignó a dar explicaciones.

—Ya veremos. Vamos a ponerte una tirita.

—¿Una especial, con rayas?

—Naturalmente.

En el armario de la cocina sólo quedaban vendas. ¿Por qué June no guardaba una caja entera de tiritas en la cocina? Alan subió de dos en dos los peldaños de la escalera para buscar en el botiquín. Sin tiritas para niños. Bien, un bolígrafo podría solucionar el problema.

—¡Estoy haciendo la tirita! —gritó.

Al ver la tirita pintada a mano, Jake no la rechazó precisamente.

—Yo quería una con rayas verdes.

Alan subió corriendo la escalera por segunda vez a fin de coger otra tirita lisa.

—Por supuesto, Jake.

Al dar la vuelta en el rellano, Alan se golpeó la mano con el poste de la escalera. «Oh, fabuloso». Bajó soplándose los dedos.

—¿Ha sido eso un grito pequeño, papá? —Jake dio unas palmaditas en la mano a su padre—. Pobre papá.

Luego se inclinó y besó ligeramente la magulladura.

Alan apartó un mechón de la cara de Jake.

—Gracias.

Alan llegó tarde a la entrevista. No obtuvo el empleo. Seguramente, tampoco lo habría obtenido de haber llegado a tiempo, pensó. No, nada de autocompasión. Habría otras entrevistas. Además, a él no acababa de gustarle trabajar. No, basta de tonterías. Hacía ya seis meses, y Alan no podía considerarlos como unas vacaciones muy merecidas; ya no. Estorbaba a June cuando ella estaba en casa, y cuando su esposa estaba trabajando, él se sentía peor: se sentía culpable de que ella tuviera que trabajar para aquel vendedor de pisos, culpable de que el dinero no fuera suficiente, culpable de haber consumido sus ahorros, su paciencia y tal vez otras cosas.

¿O todo había empezado antes de eso? ¿En septiembre, cuando Marge, la señora de la limpieza, se presentó llevando a rastras el caballo verde?

La señora de la limpieza que habían tenido antes se había jubilado y Marge, también próxima al retiro, había llegado hacía algunos meses recomendada por cientos de amigos. Le gustaba guardar cosas: revistas viejas, objetos de porcelana con desperfectos, ramas secas…

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó June mientras se daba un masaje en la nuca, intentando aliviar así su dolor de cabeza.

Marge les había traído un pastel, hecho con las primeras manzanas del otoño, y el caballo balancín.

—¿No es increíble? Jamás había visto otro igual. He visto muchísimos blancos y marrones, pero nunca uno verde con ricitos y ojos, y lleno de dibujitos de tiovivos. Se lo regalaré a Jake. Jake es mi favorito.

June arrugó la nariz. Marge prosiguió su parloteo.

—Lo conseguí en una tienda de antigüedades de mi barrio. Procede de un tiovivo. Se desprendió del poste y de los clavos que agarraban por abajo el balancín. —Se llevó las manos a las caderas y lanzó una mirada de presunción a June—. ¿No es soberbio? Estaba en la trastienda, pero lo he limpiado de las telarañas y de los bichos muertos.

Ciertamente estaba limpio: ni una mota de polvo, ningún insecto. Sólo se veía un verde rabioso, rico, primitivo. Pintado de ese color, el diminuto caballo parecía una implacable deidad de la selva adorada por salvajes, portadora de la carga de sus inútiles plegarias y sacrificios. Cuando el sol de media tarde tocó la vistosa madera, aparecieron ojos en aquellos rasgos agusanados, y el color pareció bullir. Allí estaba el caballo, en el centro de la habitación, y durante un rato los tres adultos permanecieron atontados cerca de él, como si estuvieran ante un fetiche o tótem de una época antigua.

Amy interrumpió el tenso silencio del salón. Llevaba pintados los labios. Alan no aprobaba el maquillaje en niñas de doce años; de no haber estado presente Marge, le habría ordenado lavarse la cara.

—Mamá, ¿podrías darme un adelanto de mi asignación de la próxima semana? La tía de Shirley va a llevarla al cine y me deja ir con ellas. No te preocupes, la película es tolerada. Y como mañana no hay colegio… —Se detuvo ante el caballo balancín—. ¿Es para Jake? Vaya, ¡qué original! ¿Puedes darme dinero, eh?

—Me gustaría hablar contigo de tu asignación —dijo June.

Marge salió y puso en marcha la aspiradora en la habitación contigua. Amy alzó la voz para que la oyeran a pesar del zumbido del motor.

—Queremos ir al cine porque Melissa no nos ha invitado a su fiesta nocturna para chicas. —Sus pintados labios formaron una sonrisa afectada—. Que se joda.

June se sobresaltó.

—Ojo con tu vocabulario, Amy Charlotte Lichter.

—Es una guarra y una imbécil.

—No abuses de tu suerte, pequeña.

—La odio, la odio, la odio. Ojalá se muera. Ojalá se muera de golpe, la muy mamona.

—No hay cine para ti.

Amy miró furibunda el caballo.

—¿Por qué Jake siempre lo consigue todo? Nadie se preocupa de mí.

—¿Por qué no te vas a paseo, eh?

Amy se volvió hacia June con unos ojos que parecían puntos de fuego.

—¡Mierda! —exclamó, y golpeo el caballo antes de marcharse—. La odio. Algún día la…

June siguió frotándose la nuca.

—No debería haber dicho eso. No sé por qué…

En ese momento entró corriendo Jake.

—Amy está llorando. ¡Oh! ¿Es para mí? —El caballo continuaba meciéndose después del golpe de Amy. La boca del niño se abrió de asombro—. Es muy bonito —dijo en un susurro.

—Es un regalo de Marge. Por lo menos deja que tu padre lo pinte, que lo deje lo más parecido a un caballo de verdad.

—Me gusta, mami, me gusta. Tal como está.

Dio la vuelta al juguete, vaciló y retrocedió dos pasos, asombrado con la cabeza hacia un lado y la frente fruncida. El sol se puso detrás de una nube, y la vistosa figura del caballo se transformó en unos ojos alojados dentro de criaturas semejantes a paramecios que se retorcían sobre el fondo verde.

Jake avanzó hacia el caballo, extendió poco a poco un brazo y tocó su regalo con el dedo índice primero, con toda la palma después. Sólo era un juguete de madera.

Siendo un bebé, Jake se había mecido en sueños, apoyado en sus rodillas con los brazos extendidos hacia los laterales de la cuna, agitando ésta rítmicamente. En ese momento montó en el caballo balancín y cabalgó con furia, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas moviéndose hacia fuera y hacia dentro, sin cesar, arriba y abajo, los puños aferrados a las dos clavijas que, como cuernos, sobresalían de las sienes del caballo. Había un alborozo impetuoso en sus ojos y sus ventanas nasales se agitaban.

—¡Es mío! ¡Es mío!

Su voz vibraba a causa de su extrema alegría.

—Basta. —June extendió de pronto una mano para detener al pequeño—. Te harás daño. —Y con voz más firme, más controlada, añadió—: Vas a romperlo. Harás un agujero en la alfombra.

Mantuvo la mano en la cintura del niño.

—Me gusta, mami.

Abrazó a Marge cuando ésta se fue.

June estaba irritada.

—Creo que Marge cada vez tiene menos cordura.

—Aún no tiene edad para ser senil.

—Tal vez debería buscar otra persona para limpiar la casa.

—No es contagioso, ¿sabes?

—No puedo evitarlo, Alan.

—Escucha esto sobre los documentos perdidos en las inundaciones de Florencia.

—Mírame, por favor.

Alan bajó la revista que estaba leyendo.

—¿Qué te preocupa?

—Me siento como una tonta hablando de esto. —Se mordió el labio inferior—. Sólo es un presentimiento.

—Adelante con ello.

—Cuando salía ayer por la puerta de la cocina, ella estaba contando un cuento a los chicos.

—¿Y bien?

—Estaba contándoles que las banshees, esas fantasmas irlandesas, gimen en las tumbas de los muertos.

—Marge lo ha entendido mal. La banshee gime en el exterior de la casa una o dos noches antes de que muera alguien.

—No quiero que les enseñe estupideces o supersticiones. Yo soy su madre. Quiero ser yo quien les enseñe. No ella. No una vieja solterona supersticiosa.

Alan se acercó al sofá, donde estaba sentada su esposa, y le rodeó los hombros con un brazo.

—Fue tétrico. Las banshees acabarían viniendo a por todos.

June cerró los ojos como si quisiera estrujar y alejar el recuerdo en su mente, en algún punto donde pudiera perderse.

—Si lo deseas, hablaré con ella.

June había tomado una decisión.

—No. Mañana lo haré yo. No quiero que vuelva.

—June, encanto, no por un simple cuento.

—Tú no estuviste aquí. No lo escuchaste. Fue tétrico.

—Marge es una pobre vieja sin dinero. No podemos despedirla.

—No somos…, no… somos una empresa. No vamos a despedirla, simplemente dejaremos que se vaya. Marge tiene dinero. Tiene seguridad social. Y regaló un collar a Amy. —El tono de June era agudo y desesperado, estaba discutiendo más con ella misma que con Alan—. Tiene dinero, nosotros no somos los únicos para los que trabaja.

—Ella adora a los niños —dijo Alan en voz baja.

—No me importa. —Le temblaba la barbilla—. Tal vez no me gusta Marge. Tal vez no me gusta que robe el afecto de los niños.

—Eso es una tontería. Los niños te adoran.

—Sí, «producto del tiempo pasado juntos», etcétera, etcétera. Conozco la canción. Tú, Tarzán; yo, Supermadre. —Apretó los puños en su regazo—. No quiero volver a verla en esta casa, nunca.

—¿Qué vas a decirle?

—Pensaré en algo.

No tuvo que hacerlo. Marge llamó a la mañana siguiente para decir que iba a ir al hospital para una revisión por culpa de su problema de tiroides. No salió viva de allí. Falleció a consecuencia de una trombosis coronaria. Fue amortajada en la Funeraria Ritchfield. Alan creyó necesario expresar su condolencia.

La cabeza de la muerta reposaba en un cojín de satén como jamás había hecho en vida. Iba vestida con su mejor vestido de fiesta. Su pelo gris se curvaba en torno a las arreboladas mejillas y apuntaba hacia los enrojecidos labios componiendo una jovial parodia. Alan se dejó caer en una silla de la última fila.

Delante de él oyó a alguien que susurraba en tono solemne.

—Tiene buen aspecto, ¿verdad? Mejor que el que tenía en el hospital. Parece como si durmiera.

—Parece como si fuera a ir a una fiesta, ésa es la verdad —replicó la otra mujer.

Alan no estaba de acuerdo.

—Qué cantidad de flores le han mandado.

—Se ofrecía para ayudar en la iglesia. Ese ramillete rosa es del pastor.

También los ojos de Alan fueron atraídos por el jarrón de claveles con la vistosa cinta plateada que cruzaba por entre las flores en la cabecera del ataúd.

No podía seguir allí. Había demasiadas flores.

Se acercó al féretro para ofrecer la última despedida, manteniéndose muy apartado de las sillas del pasillo para no tropezar con ellas. Ciertamente no le gustaba contemplar la muerte. Brotó un recuerdo de su infancia, una gata que le había pertenecido: «Medianoche», una gata a la que había adorado. En cierta ocasión Alan había encontrado al animal con una chillona ardilla en la boca. Había intentado liberar a la presa acariciando a «Medianoche» y hablando con ella. «“Medianoche”, “Medianoche”, bonita, suelta a la ardilla. Déjala». «Medianoche» le partió el cuello a la ardilla. Alan tenía entonces cinco años y, por alguna razón, o por equivocación, estaba solo. Había echado a correr para esconderse en la casa. Desde la ventana había observado con asco mientras la gata daba vueltas a la ardilla muerta, brincaba en el aire, la tocaba con su delicada pezuña y la lamía.

Tenía que salir de allí.

Sus ojos se nublaron y Alan creyó ver una roncha en forma de luna creciente en el dorso de una de las cerradas manos de Marge. Primero le pareció una cicatriz alargada y purpúrea, luego una boca con forma de media luna. El encargado de la funeraria no había hecho ningún esfuerzo por disimular con maquillaje rosado la marca.

Alan dijo unas palabras de pésame a la hermana de Marge y salió corriendo a la calle para librarse de la dulzura, tan intensa como forzada, de aquellas flores cortadas.

Hasta octubre habían estado estupendamente y aún mejor. Matrimonio joven con dos hijos, una bonita casa en las afueras, seguro de vida. Gustos de categoría: habitaciones blancas, plantas verdes, alimentos sanos, jogging. Mantener el cuerpo en forma, como decía la canción: «Vamos a vivir eternamente». Alan había dejado de fumar hacía un año. Estaban bien asentados. Ocupaban el mejor asiento. («¿Va a bajar aquí, caballero? ¿Es ésta su parada?». «No, gracias»).

A mediados de octubre Alan había perdido su empleo en la Delegación Estatal de Planificación. Nada personal, dijo el director. El trabajo de Alan había sido excelente, y el director le comunicó que le complacería ofrecerle recomendaciones; pero la reorganización había reducido el personal de la sección. Alan era el empleado con menos antigüedad.

Ello significó que June tuvo que seguir trabajando y posponer la obtención de su título universitario. Cuando Alan había aceptado aquel empleo como funcionario, el matrimonio supuso que June podría dedicarse plenamente a sus clases en cuestión de dos años, pero ya habían transcurrido tres y esa perspectiva se retrasaba hasta un futuro indefinido. Alan creía que June le recordaba ese detalle con excesiva frecuencia. «Obtendré el título cuando tenga nietos», había comentado ella al principio en un rasgo de resignado humor. Posteriormente el humor desapareció, languideció o lo que fuera: perdió su sentido, se alejó, acabó estando prohibido.

Aquel otoño era húmedo. La semana anterior al decimotercer cumpleaños de Amy, Alan y June estaban cenando solos debido a que los dos niños iban a pasar la noche con unos amigos. June preparó la cena. «Me toca a mí», había dicho. Alan interpretó la frase como que ella lamentaba tener que responsabilizarse de una parte excesiva de la carga económica. June puso sobre la mesa la cazuela de puré.

—¿No ha terminado aún tus resúmenes la imprenta?

—No.

—¿Tienes idea de cuándo?

—Pronto.

June puso un disco en el tocadiscos.

—¿Te va bien Vivaldi?

—No me importa.

June sirvió la mezcla de verduras enlatadas.

—Ya tengo el regalo de cumpleaños de Amy: el teléfono que ella quería.

—Pasa demasiado tiempo en el teléfono sin tener uno para ella.

—Por eso lo he pedido. Así la gente podrá invitarnos a salir.

Alan no sonrió.

—No estoy de acuerdo en darle todos los caprichos.

—No has probado la carne —dijo ella.

Alan dejó el tenedor en el plato con un preciso clink.

—Odio esa costumbre. Igual que tu madre. Come, come, come.

—No pretendía forzarte.

—He sido un chico crecidito sin ayuda de nadie desde que cumplí los veintiuno, y no me he muerto de hambre. Gracias.

—¿Has terminado de despotricar? —repuso ella con voz tensa—. ¿Has terminado de una vez?

—No soy un niño. No me reprendas.

—Oh, claro, eres rematadamente perfecto.

—No me vengas con ésas, June.

Ella entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.

—Bien, si tuvieras un empleo no tendríamos que comer hamburguesas todos los días.

Alan apartó su silla de la mesa, rozando el suelo, y salió de la cocina.

—Mírame a mí —dijo ella—. No afuera. La respuesta no está afuera.

Alan se acercó a la ventana. Hubiera lo que hubiera afuera, tenía que ser más interesante, más pacífico, más encantador.

—¡Fabuloso! —gritó June—. ¿Por qué no ensayas una pose melodramática, eh?

Al otro lado de la ventana, las hojas de roble remolineaban en su caída. Al pensar en ello, Alan captó brevemente aquel olor húmedo, apagado. El otoño debería oler a sequedad, pensó, no a moho y podredumbre.

June se acercó a su esposo.

—Alan, lo siento. Al parecer siempre nos estamos peleando. —¿Era una excusa o una reprimenda?—. Nunca has destacado en los enfrentamientos.

—Guarda esas vulgaridades psicológicas para tus reuniones sociales.

—Sí. Claro, Alan. Lo que tú digas, Alan. Como eres el jefe y todo lo demás…

—Dame una oportunidad, June.

Durante unos instantes, June estuvo bajando y subiendo la cabeza, asintiendo a una conversación interna. Luego alzó los ojos.

—Naturalmente, todos necesitamos una oportunidad —dijo. Su mirada reflejaba desolación, su voz, agotamiento—.

¿Basta de guerra?

—Basta de guerra.

—¿Quién ha ganado ésta?

—¿Le importa eso a alguien?

June suspiró.

—Supongo que no. Me voy a la cama.

Alan gesticuló débilmente.

—Mañana neviscas.

—¿Qué?

—El hombre del tiempo ha dicho que habrá nieve mañana. Sólo nevadas débiles. Será magnífico tener nieve en el suelo.

—Sí, supongo. Me voy a la cama.

Alan extendió una mano hacia June, pero ésta ya se había apartado.

—June, ¿todo va bien?

Ella se volvió bruscamente.

—Fabulosamente bien.

—¿Otra vez? ¿Quieres empezar otra vez?

—¿Fui yo la que empezó antes?

—La corneta tocaba a retirada…, ¿recuerdas?

—Perfectamente.

—¿Qué más puedo hacer?

—Algo, Alan. Algo. No te quedes sentado en casa, deprimido y paralizado.

—Las cosas mejorarán.

—Sí, naturalmente que sí. —No había excesivo ánimo en su respuesta—. Estoy cansada. Me voy a la cama.

Alan echó leña al horno y apagó las luces de la cocina y el salón. A través de la ventana del rellano del segundo piso vio la farola que proyectaba un cono de luz débil y lleno de polvo sobre el asfalto. No era tarde, pero no se oía un solo ruido; nadie paseaba en ese momento, ningún coche circulaba por allí. Alan estaba seguro de que alguien pasaría en cuestión de segundos, pero por el momento todo estaba sumido en la silenciosa oscuridad.

El primer día oficial de invierno Alan no sentía deseos de mirar los anuncios, de ir de puerta en puerta, de explorar las posibilidades laborales de los estados del sur. Él y Jake fueron al Museo Municipal de Historia Natural. Que fuera «natural» era un detalle tranquilizador.

Jake quería visitar en especial la sala de dinosaurios y contemplar aquellos huesos tan pulidos y silenciosos. Alan explicó de nuevo que casi todos los dinosaurios eran herbívoros.

—Eso significa vegetarianos, comedores de plantas. —Leyó los nombres—: Brontosaurus. Plateosaurus. Diplodocus.

Y Jake se empeñó en acercarse a la escultura vaciada en yeso blanco del Tyrannosaurus Rex, imitando a su hermano al llamarlo «tirano rey». Alan recordó el museo de su ciudad natal, donde los niños se asustaban unos a otros con historias y cuentos sobre una momia egipcia auténtica y real poseedora de una mano sin vendas que nadie podía tocar. Ni él ni sus amigos habían tropezado nunca con la momia. Alan estaba muy satisfecho de ello.

Él y Jake finalizaron la visita en la parte antigua del museo, el sótano restaurado durante los años cincuenta con la arquitectura curvada, bulbosa y casi cavernaria de aquella década. Allí estaban las vitrinas donde permanecían expuestas en tres dimensiones criaturas prehistóricas que se atacaban en el agua, el cielo, la sabana o el hielo; algunas habían acabado siendo fósiles o representaciones en cartón piedra, otras simples conjeturas. El techo era bajo y las paredes estaban pintadas de negro para resaltar el brillo violeta de los tubos fluorescentes. Alan percibió humedad en el ambiente, tal vez a causa de la proximidad de la cafetería: un olor tenue, dulzón, cálido y repugnante. Le recordó la semana posterior al Día de Acción de Gracias, cuando su abuela preparó la sopa con huesos de pavo y explicó que las bolitas de grasa eran buenas para el organismo. Era una vieja ignorante e insistió en que Alan tomara la sopa aunque le doliera el estómago. «Esto te quitará el dolor de barriga y no tendrás más resfriados», había dicho ella. No dio resultado; Alan vomitó.

El ambiente era húmedo y Alan estaba aturdido. Sin saber por qué, recordó algo que su abuelo solía decir: «Lo que puede causarte daño no es lo que sabes, sino lo que no sabes».

—Mira, papá, es como mi caballo. —Jake dio palmadas ante la vitrina del Hyracotherium—. Es tan bonito, tan pequeño…

Alan leyó la placa en la que se describía al antepasado del caballo: Para los autores clásicos fue un símbolo de energía y pasión, para el apostante moderno una galopada que termina en la apetecida copa de plata y la riqueza. El caballo sólo existe domesticado en la historia más reciente, pero podemos investigar su genealogía hasta el eoceno, hace más de 60 millones de años. Detrás del cristal había una criatura del tamaño de un perro que rumiaba en una frondosa pradera.

Jake se había acercado a la siguiente vitrina donde estaba expuesto el descendiente moderno del Hyracotherium. Había una escena con siete animales, dos cebras y cinco hienas. A lo lejos se veía una cebra derribada, y una hiena le lamía la coralina brecha de carne del costado. En primer plano había una cebra arrodillada, con el potente cuello retorcido en un gesto de tortura y los dientes expuestos en mudo gruñido ante las hienas atacantes congregadas alrededor. Una de ellas tenía la boca apuntada hacia la panza de la cebra.

Jake parecía clavado al suelo mientras estudiaba al animal del fondo.

—¿Morir fue doloroso para Marge?

La pregunta sobresaltó a Alan. Miró al niño, cuyos ojos estaban fijos en la cebra abatida.

—Creo que murió sin darse cuenta. Mientras dormía. No llegó a despertar.

—Ah.

Jake asintió como si estuviera satisfecho.

En la parte más apartada de la representación, un par de leones pintados perseguía a una manada de cebras que corrían sanas y salvas con los colores subidos de los libros de sexto curso. Alan leyó la inscripción: Incluso actualmente, el equilibrio ecológico queda preservado por la diversidad de animales y… Una oleada de asco y de miedo le dominó. Hizo un esfuerzo para seguir leyendo: La muerte del individuo es precisa para que la especie medre; forma parte de la maquinaria de la evolución y del conjunto de la vida… La muerte es el apéndice de la vida, pensó Alan, incluso en biología, no solamente en sermones y elogios funerarios. No siguió leyendo. No deseaba hacerlo. Se alejó en busca de una salida.

En el límite de su visión vio temblar a la criatura moribunda, la vio agitar las patas, la vio quedando finalmente rígida. Se sentía asqueado y asustado, tan asustado como la criatura arrodillada. Ese caballo guardaba escaso parecido con el otro. Ese lastimoso animal con el cuerpo a rayas y el lomo a punto de ser desgarrado no era el juguete de madera con balancín. En tal caso, ¿por qué pensaba él en ambos? Algo rieló bajo la superficie y se escabulló. Causó pánico en el estómago de Alan, le congeló la sangre. No se atrevió a mirar.

—Vámonos, Jake.

Mientras aguardaban que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle, un anciano canoso, con una barba similar a la de Rasputín y unos ojos enmarcados en rojo, iba de un lado a otro con un cartel que instaba al arrepentimiento: Estamos en el valle de las sombras… Su gabardina, desgarrada en varios puntos, se agitaba y se abría con la tormentosa llovizna. No llevaba jersey, no llevaba guantes, tenía las manos de color rojizo azulado.

—La vida es buena. Renunciad a ella —dijo con alocada jovialidad—. Alguien ahí arriba os ama.

—¿Ah, sí? —le interrumpió un chico listo que iba con dos amigos—. ¿En qué piso está ella? No me vendría mal un poco de amor.

Satisfecho de su chiste el joven estalló en una sonora risa.

Alan cogió a su hijo de la mano y lo arrastró para cruzar la calle.

—Papá, ¿qué decía el letrero? No he podido entender las palabras.

—Habla de paz para el mundo. Un deseo de paz.

Sólo eran las cuatro y media, pero ya estaba oscureciendo.

En cuanto llegaron a casa, Alan llevó el caballo al sótano. Explicó a Jake que tenía intenciones de pintarlo. Empezaría por la cabeza. Al dejarlo en el suelo de cemento, un estremecimiento ardiente que parecía un cuchillo afilado recorrió sus costillas, brazos y hombros. El juguete era similar a un caballo balancín que él había tenido cuando era niño. No, naturalmente, no era el mismo. Nunca es el mismo.

Un recuerdo de la infancia estaba entremetiéndose.

Cuando falleció su abuelo.

—No pasa nada —había dicho su abuela, esforzándose en tranquilizar a Alan.

El abuelito murió a consecuencia de un ataque cardiaco a los ochenta y un años. Él y un hombre más joven habían estado cargando losas durante un excelente día estival con una brisa suave. El abuelo se presentó en casa y se puso a descansar en la mecedora.

En cuanto los embutidos y la ensalada de verano estuvieron en la mesa, Alan fue al salón a llamar al abuelito y lo encontró con la cabeza inclinada y apoyada en el respaldo, la cara como de cera, la boca abierta en gesto de ligera sorpresa.

Llegó la ambulancia y se llevó al anciano. No había nada que hacer.

—No pasa nada —dijo su abuela—. No pasa nada.

«Sí, pasa algo», pensó Alan.

—A la nana nanita nana —canturreó su abuela mientras lo acunaba en sus brazos junto al caballo balancín.

Alan no deseaba reflexionar sobre aquel lejano día. Retrocedió. «Lo pintaré mañana», se aseguró.

Esa noche tuvo dificultades para dormir. Vio trece cebras cubiertas de sangre en un tiovivo que giraba frenéticamente hasta que se convirtió en una espiral impetuosa, un torbellino rosado, sangriento. Él era una criatura abatida, rodeada por animales cada vez más indiferenciados cuyos agudos chillidos cortaban el aire en oleadas decrecientes, y él estaba en el centro. El antiguo temor aferró su corazón, el antiguo temor del abuelo, el terrible temor ancestral a la noche y a los lechos mortuorios, al sueño y a los cantos fúnebres, a las danzas antiguas, una obsesión…, una pesadilla con el reloj del abuelo que emitía musicalmente el tic-tac de la fatalidad, el resbalón junto al borde, la caída y la caída y la caída, por siempre jamás, amén.

La semana siguiente la entrevista fue muy mal: Alan no logró concentrarse. Debió haber llevado el informe de costes y la carpeta del plan quinquenal que él mismo había preparado para su sección. Nunca había tenido ese olvido hasta entonces. El jefe de personal le miró desde el espacio metálico de su escritorio con serena simpatía, asintiendo con la cabeza: la viva imagen de la afabilidad.

—Sí, sí, ya lo sé. Estas cosas se nos olvidan algunas veces.

Alan no podía explicar que estaba preocupado, distraído, falto de interés por el empleo hasta el punto de olvidar cosas importantes: que había perdido a la señora de la limpieza, su trabajo y temía perder la cordura; que todo era por culpa, de un modo absurdo e increíble, de un juguete de su hijo. Si se culpaba a un juguete infantil de la pérdida del empleo, la gente empezaría a suponer que el individuo en cuestión había perdido algo más; supondrían que estaba desequilibrado, volviéndose loco, mal de la cabeza, chiflado, que había perdido la chaveta.

Alan prometió enviar por correo el estudio al jefe de personal, quien muy sonriente se comprometió a examinarlo atentamente. Se estrecharon las manos, y el hombre exhibió la Sonrisa de Jefe de Personal Número Dos.

Alan volvió a su casa pasando por el barrio de Marge, Westmont, un atajo que había eludido antes de la reunión; terminada ya la reunión, no tenía importancia mantener la apariencia de calma. No se exponía a nada. ¿O se exponía a todo? No, no sucumbiría a la fantasía que acosaba su imaginación.

Siempre que se enfrentara a esa bestia imaginaria, quizá.

Necesitaba hablar con alguien. El hombre que vendió el caballo balancín a Marge podía ayudarle a que todo eso recobrara las proporciones normales. Marge había dicho que compraba muebles y otras cosillas en una tienda de su barrio. Antigüedades Babe. Al llegar al local («Lo mejor a precio de ganga») dejó aparcado el coche en una calleja y pasó junto a una lavandería, una tienda de baratillo, una zapatería para toda la familia, un cine con las puertas cerradas para siempre, una tienda del Ejército de Salvación que anunciaba precios económicos… Las canciones de los niños le fueron llegando al pasar:

«El Puente de Londres se cae, se cae, se cae. El Puente de Londres se cae, A-ri-zo-na».

¿En qué juego estarían enfrascados con esa canción?

En el escaparate lleno de polvo de Antigüedades Babe, mirando a Alan en medio de jarrones rotos, sillas destrozadas y amarillentas pantallas de lámpara, estaba el caballo. Pero era de color gris moteado normal, no verde, ni siquiera un caballo balancín. La barra del tiovivo aún sobresalía de su cuello. No tenía balancín, no tenía ojos pintados que se agitaban. Alan debía hablar con el propietario, que conocería el significado de todo aquello, de dónde procedía el caballo, cuáles eran sus intenciones.

Cerrado, decía el letrero de la puerta. Alan entró en la tienda del Ejército de Salvación, al lado mismo del comercio de antigüedades, y preguntó a la mujer encargada de la caja registradora cuándo abriría su vecino.

—Oh, murió, que en paz descanse. Murió hace tres o cuatro meses, a principios de otoño.

La mujer rondaba los sesenta y tenía una cara blanda y enrojecida y ristras de rizos blancos.

—¿De qué murió?

—Cáncer. Lo consumió. Una cosa francamente repentina, porque el hombre era alto y robusto. —Chascó con la lengua e inclinó la cabeza por deferencia al recuerdo del difunto—. Ésos, los sanos, siempre se van primero, ¿verdad?

—Estoy interesado por el caballo ba…, por el caballo del tiovivo que hay en el escaparate.

—Es el último.

—¿El último?

—Babe tenía más de diez, los consiguió en un tiovivo inutilizado. Uno era francamente anormal, verde y con dibujitos. Babe tenía buen olfato para los negocios, sí señor. Recuerdo el día que puso el último caballo en el escaparate. Tenía dolores fortísimos en el pecho y en el estómago, creo. —Hizo una pausa en gesto de compasión formal—. Vino a pagar diez dólares que debía y a preguntar si habíamos recibido una imitación de diamante. Quería estar surtido para la víspera de Todos los Santos.

Contempló el estuche de bisutería; eran cuentas y objetos de plástico, no imitaciones de diamante.

—El hombre que vendió los caballos a Babe le dijo que procedían de un tiovivo destrozado. El propietario les acababa de dar una mano de pintura. Qué pena, tanto trabajo para nada y tener que venderlos a precio de ganga. Yo sé qué es vender con pérdidas. —Levantó y frotó su muñeca—. Me duele. Mi artritis está portándose mal. Ahora lo recuerdo. El hombre estaba ansioso de retirarse, o algo así… ¡Ah, sí, tenía que ingresar en un hospital! Y Babe le pagó una miseria. Él sí que tenía olfato para los negocios, no como mi difunto esposo.

—¿Su difunto esposo? ¿Compró él alguno de esos caballos?

—Naturalmente que no. Nuestros nietos ya son mayores. —Acarició una fotografía de un hombre rollizo de cara redonda—. Bien, seguramente Babe estará vendiendo arpas de segunda mano a los ángeles, y a buen precio. Hay que tener un gran surtido, eso es lo que yo digo siempre. —Se inclinó hacia delante y movió la cabeza en dirección a la tienda de Babe—. Él debió de haber ahorrado mucho y por eso los parientes tienen algo por lo que pelearse. Por eso la tienda continúa cerrada. Supongo que da mucho trabajo a los abogados. ¿Es usted abogado? Sin ánimo de ofender.

—No, no soy abogado. —La mujer quería enseñarle algunos juguetes, pero Alan se dirigió poco a poco hacia la puerta—. Gracias. Adiós.

—Vuelva otro día —dijo ella—. Tendremos más juguetes dentro de pocas semanas. La primavera es buena época para los juguetes.

Existía una cadena. Alan estaba convencido. Su familia se había convertido en el eslabón más reciente. Se preguntó si habría habido algún herido cuando el tiovivo quedó destrozado. Se preguntó quién había pintado los caballos. Se preguntó si el pintor habría muerto a causa de un maleficio.

Aquel caballo. Alan no había comprendido su naturaleza al llevarlo al sótano; el caballo no había ido a dormir como si estuviera satisfecho. Sabía aguardar. No estaba satisfecho. Era una boca paciente que aguardaba.

¡Dios Santo, qué ideas! O estaba loco él, o estaba loco el mundo. Alan estaba cansado. Asustado y cansado. Un terror vago empezó a rodar en su cabeza, con unas ruedas tan enormes como la conciencia. Alan tuvo el presentimiento de que… No quería expresar su temor en palabras. Sin darle un nombre, ese miedo era menos potente, pensó.

Haces planes y más planes y luego todo se desboca, la tierra abre su boca ante tus pies y no tienes lugar alguno donde ocultarte. ¿Debes saltar al boquete y acabar con el miedo? Zas. Alan lo había dicho. Lo había expresado con palabras. Imposible evitarlo.

La campiña estaba desolada, el cielo apagado, todo se encontraba falto de color. Era como en pleno invierno. Vaya frase, vaya frase tan horrible.

El aguanieve martilleaba el parabrisas. El ritmo del tráfico se hizo más lento. Los automóviles del carril derecho iban acumulándose a la izquierda. Alan comprendió el motivo: en la parte más alejada una ambulancia y un vehículo policial rodeaban un Chevrolet verde volcado. Había descrito un ocho amplio y abultado antes de dar una vuelta de campana, y se hallaba con los neumáticos arriba y las puertas abiertas como si quisieran vaciar el contenido del vehículo en la carretera. Una persona cubierta con una sábana blanca estaba siendo retirada en una camilla. Los agentes daban vueltas alrededor del coche, hablaban y gesticulaban. Debía de haber alguien más dentro del automóvil, alguien vivo o muerto.

Alan redujo la velocidad para amoldarse al ritmo del tráfico y también él, como todos los demás, contempló con terror hipnótico aquel accidente, aquella danse macabre, y momentáneamente se complació por no ser uno de ellos, uno de los heridos o muertos. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, fueran cuales fueran sus pecados, él continuaba vivo. ¡Ja! Se estremeció e hizo una mueca. Muchos son llamados y pocos los escogidos. Excepto al final, cuando todos son escogidos.

Al entrar en el camino de acceso, Alan sintió alivio al ver su casa tal como la había dejado por la mañana: aparecía grisácea durante el crepúsculo de ese día de aguanieve y la hierba continuaba enmarañada y reseca desde el otoño. Pero su casa no había sido consumida por las llamas, ni sometida a la catástrofe o a un acto divino.

Alan paró el motor, apagó la luz del garaje y entró en el edificio.

—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

—En el salón —respondió June.

Al acercarse, Alan oyó rabiosos sollozos, aire inhalado con breves jadeos y exhalado en forma de gemidos convulsivos, terribles. Amy estaba sentada en el suelo, con la cabeza oculta en el regazo de June.

—No le pasa nada grave —dijo poco a poco June—. Estábamos a punto de ir a casa de Melissa. Melissa se ha hecho daño. Te había dejado una nota.

Hizo un gesto hacia la cocina.

Alan:

Salgo con Amy para ir a ver a Melissa. Las dos estaban en el sótano y Melissa se ha hecho daño. Jake está en casa de los Lawrence. Ve a recogerlo a las ocho. Volveremos a las nueve. No te preocupes. Amy está trastornada porque se siente culpable. Pobrecilla, se siente culpable porque habían tenido una pelea. Estaremos en casa a las nueve. No te preocupes. Todo va bien.

June

Alan entró en el salón.

—¿Qué ha pasado, June?

Su esposa ayudó a Amy a levantarse y dijo a la niña que se pusiera el abrigo. Amy continuaba sollozando cuando salió de la habitación.

—Estaban haciendo el tonto en el sótano, dándose empujones, y de pronto Melissa montó en el caballo. Amy le dijo que se bajara, que no era suyo y lo iba a romper. Habían estado todo el día al borde de la discusión. Ha sido un accidente estúpido. —Sus manos se movieron débilmente en el aire—. Amy salió muy enfadada. Melissa corrió detrás de ella, tropezó y cayó encima del horno de la calefacción. Se quemó el brazo. Tenía una hinchazón espantosa, pero el médico dice que no le pasará nada. Eso fue esta tarde. Amy se siente muy mal porque habían estado peleándose. He pensado que si va a ver a Melissa se tranquilizará. —Llevaba la chaqueta blanca muy mal abrochada. Extendió una temblorosa mano—. ¡Ohhh, qué susto! Aún estoy temblando. Qué suerte que yo estuviera aquí en el momento del accidente. Tú y Jake podríais ir a comprar unas hamburguesas.

Alan le abrochó otra vez la chaqueta, empezando por abajo.

—No es preciso que sufras por nosotros. —June le inspiraba afecto, el afecto que inspira algo cuando está enfermo o herido, cuando es frágil y su mortalidad se hace evidente. El cabello de June olía un poco a leña quemada. Las pecas de sus pómulos y sienes sobresalían. Alan le dio un beso en la nariz—. El capitán Lichter está al mando.

—Naturalmente que sí. Volveremos a las nueve. —Y mirando hacia atrás agregó—: Que no te coma el horno de la calefacción.

Las dos desaparecieron por la cocina. Alan oyó el ruido de la puerta al cerrarse y el motor del coche. Algo continuaba torturándole. Habían transcurrido exactamente cuatro meses desde que Marge trajera el juguete a la casa. Parecían generaciones. Alan deseaba no pensar en ello, pero un valeroso rincón de su mente insistía. O tal vez fuera una imaginación necia e histérica que creaba fantasías enfermizas. La vivienda estaba emitiendo sus ruidos y estableciendo sus comunicaciones: sonidos como jadeos, crujidos, ruidos sordos… Las tablas de madera dura del suelo conforme iban ajustándose. Ajustando… ¿qué?, pensó Alan sin comicidad alguna.

«Supón, supón solamente que te desembarazas del caballo balancín. ¿Acabará así mi… nuestra racha de mala suerte, de malas decisiones, de malos sueños?». No deseaba considerar seriamente esa idea. Pero si se rendía a la superstición, sólo un momento… ¿podría aniquilar a la criatura y volver a la lógica? La idea olía a locura. Alan se estremeció como si una ráfaga de viento le hubiera atravesado el cuerpo.

Oyó un golpe sordo en el suelo del porche y el sonido de la perilla de la puerta. Sus brazos se quedaron rígidos y su respiración, un serpenteo en la garganta, pareció congelarse.

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